Dibujo
de Jesús María Navas
IV Cuando
desperté, mi cuerpo seguía tal y como lo había abandonado la noche anterior,
vestido y atravesado en la cama. Pero mi alma..... ¿dónde estaba mi alma? Se
había esfumado, como se habían esfumado las oportunidades, desfilando ante
mis ojos una a una y perdiéndose en el horizonte. Me aflojé la corbata y me
remangué la camisa, que olía a noche aciaga. Apagué la lámpara, todavía
encendida de toda la noche. Me sentía cansado, quizás más que antes de
quedarme dormido, a pesar de haber transcurrido casi ocho horas. Metí la
cabeza bajo el chorro del agua, a ver si las ideas no sabían nadar y se
ahogaban para siempre. Luego me encaré conmigo mismo en el espejo y fue como
si me viera por primera vez. Una nueva y profunda dimensión de las cosas
acababa de descubrir en una sola noche, y además dormido. Debería
ponerle unas líneas a mi compañero agradeciéndole el haberme avisado, pero
eso era demasiado pedirme en aquel estado. Me urgía salir de la habitación.
Era el primer día que bajaba al comedor a desayunar y sin saber por qué, como
un autómata, porque tampoco sentía ganas de tomar nada. Apuré un café solo y
me fui a la calle. Desde ese momento hasta el mediodía no pude saber lo que
hice, solamente me quedó en la retina el amasijo desordenado de un montón de
calles desconocidas. Al fin y después de tanto patear la ciudad, me encontré
de nuevo en una de las calles del casco viejo, estrecha y sin calzada de
coches, atiborrada de gente que iba y venía, gesticulando al hablar,
reflejándose en la sucesión interminable de las vidrieras de los comercios. Me aturdió
el golpear de vasos y el guirigay de voces, a mí, que llegaba tan derecho de
la soledad. La barra era un hervidero Me senté en una de las mesas, junto a
las vidrieras que daban a la calle, por ver desfilar el mundo de los vivos, a
ver si se me contagiaba algo. Ahora sí que estaba molido. Pero fue una grata
sorpresa comprobar que, de pronto, todo el cansancio del alma se había pasado
al cuerpo. La niebla comenzaba a levantarse con pereza, ya era capaz de
palparme por dentro. Llené el primer vaso de vino y brindé a solas. Mis
fracasos los tenía delante, amontonados como en un bazar, insultantes. Brindé
y bebí, y el vino se me coló por el corazón, cálido, rabiosamente cálido.
Bien mirado, ¿quién tenía más suerte que yo?, ¿quién era amado, venerado,
necesitado como lo era yo? Allí mismo
comí. De mi espíritu a mi estómago debe existir un hilo sutil. Los dos se
abren y cierran al unísono. Apuré la taza de café, hablé ansiosamente con Raquel
por teléfono, me recluí en la habitación a escribir lo que no había pasado a
las cuartillas la noche anterior y, al atardecer, ya estaba esperando a
Dimas, esta vez en el Etori‑Bi. Llegó antes
que nunca, como si su fino instinto hubiera adivinado que lo necesitaba. ‑¡Qué
callado vienes hoy!‑ le dije. ‑Estoy
esperando a que hables tú. ‑¿Por
qué yo? Dimas se
encogió de hombros. Sabía que era yo quien tenía que hablar, pero no acertaba
a explicarse por qué lo sabía. ‑Aquí
está el bacalao, calentito y con un olorcillo que dice cómeme. Y la botella.
Y que haya salud y buen apetito‑ dijo el tabernero, dejando entre los
dos, como una frontera, aquello que realmente tanto nos unía. Dimas llenó
los vasos y yo la emprendí con el plato, porque ya se sabe que él se
mantenía, más que nada, de los recuerdos. ‑Hoy
no tienes ningún reparo que poner. ‑¿Al
bacalao?‑ le pregunté extrañado, porque yo jamás había puesto reparos a
nada, y menos comiendo. ‑No, a
ése no le pones peros nunca. Estaba hablando de mi
última historia, la de anoche. ‑No he
tenido tiempo de pensar en ella. ‑Creí
que no tenías más ocupación que escribir lo que te cuento. ‑Así
es. Escucharte y escribir. Pero pensar es otra cosa. ‑¿Y
qué tal te salió hoy? ‑No lo
intenté hasta la tarde. ‑¿Zer deabrukeri egiten ibili zara? ‑No
conozco tu lengua, Dimas. -Te he
preguntado qué diablos has andado haciendo. Dejé escapar
un gesto de indiferencia. ‑Ni yo
mismo lo sé. Dimas hizo
una parada. Me miró, concentrando toda su sabiduría y toda su atención en mí. ‑Cuando
he dicho, desde el primer momento, que a ti era a quien tocaba explicarse
hoy, por algo era. No sé cómo, pero he acertado. Yo seguía
comiendo, y él protestó. ‑¡Vamos!
¡Arranca! ‑Pensaba
decírtelo. Tenía que darte una explicación de mi marcha. Porque tengo que
irme, ¿sabes? Acabé lo
poco que quedaba en el plato, eché un trago, un larguísimo
trago, buscando en el alcohol la confianza que no tenía en mis palabras, y
encendí el obligado cigarrillo, junto con Dimas, como siempre. ‑Anoche
estaba aguardándome en el hotel una mala noticia. El periódico va de mal en
peor y lo cierran. ‑¿Y
qué piensas hacer? ‑Nada.
¿Qué puedo hacer? Además, no creas que tampoco yo vivía de eso enteramente. Me resultaba
doloroso hablar, pero él se quedó esperando a que lo hiciera. ‑.....
No soy periodista, ¿sabes? En realidad yo no estoy en la plantilla, no soy un
trabajador fijo, nunca he sido un trabajador fijo de nadie. Ya te dije que
soy escritor, que traducido a cristiano quiere decir un parado permanente.
Publico algo aquí y allá, donde puedo; cobro alguna peseta aquí y allá, lo
que quieren; y sobre todo vivo del trabajo de mi mujer. Hice una
breve pausa para llevarme el cigarrillo a los labios. Hicimos los dos la
breve pausa, para ser más exacto, porque Dimas me siguió con los mismísimos
movimientos, como si quisiera identificarse esa noche conmigo hasta en eso. ‑.....
La cosa es que venía publicando artículos...... ya sabes, en el último
relleno de la última página. Pero ahora parecía que iba a gozar de la gran
oportunidad, precisamente ahora. Me llamó a casa el director hace sólo unos
días. ¿Te figuras que fui corriendo? Sí señor, te lo figuras, y haces bien.
En realidad no fui corriendo, fui volando, con el bollo y el café todavía en
la boca. Me mandó sentar y, sin más preámbulos, me ofreció una colaboración
semanal y fija. Y de paso me pidió que le anticipase la idea. ¡La idea! ¡Pero
si acababa de hacerme el encargo! No importaba. La ocasión se presenta una
sola vez en la vida y no iba a dejarla pasar. Se me ocurrieron dos ideas: una
era que nada mejor para un colaborador literario que una agenda de viaje; y
la otra, que acababa de leer un informe de ventas del periódico por regiones,
y a la cola de todas estaba el norte. ¿Comprendes? La fórmula consistía en
juntar esos dos extremos: una serie de artículos sobre un largo viaje desde
los Pirineos hasta Finisterre. ‑De
manera que vienes de los Pirineos, de donde a David se le atrancó la puerta.
Pues cuando te lo conté, nada me dijiste de tu viaje. ‑No,
Dimas, no vengo de los Pirineos, vengo de Madrid. No se trata de una excursión este‑oeste.
He preferido moverme por el mapa al azar, y he pensado abrir los relatos en
Bilbao. Y aquí estoy, ilusionado con un trabajo que ya no verá la luz. ‑Volviendo
a tu director, no le entiendo. ‑Yo, anoche,
tampoco; pero ahora sí. Los enfermos desesperados dejan a los médicos y se
van a los curanderos, a ver qué pasa. Parece claro que no sabía qué hacer
para revolucionar el periódico y se le ocurrió lo de darme cancha. La idea
que le expuse le pareció de maravilla, me felicitó y se felicitó a sí mismo,
y yo creo que fue sincero. ‑¡Pero
si todo eso ha sido hace cuatro días!- protestó- Tenía que conocer ya el
estado terminal del enfermo, es decir, del periódico. ¡Qué curandero! ¡Qué
curandero! -Mira, querido
Dimas, los mayores hallazgos se hacen a menudo de la manera más inesperada y
más tonta. Hoy, cuando me he mirado al espejo después de una noche tan negra,
he visto, de pronto, que casi todo lo que nos han enseñado desde niños es
mentira. Siempre nos han repetido eso de que la suerte no existe, la suerte
se la fabrica cada cual con su trabajo. Hoy, viendo mi fracaso en el espejo,
me he dado cuenta de que claro que existe la suerte. La carrera no es igual
para todos, no señor. Unos luchan contra la adversidad y otros no. Los hay
hasta cojos. -¡Cómo me
gusta! Inesperadamente, coges la batuta y acometes la partitura. Esto de
poder pasarme alguna vez al patio de butacas y escuchar a otro me fascina.
Estoy cansado de representar mi obra. ‑Hoy,
mientras comía, sentado tras las vidrieras de una cafetería, viendo caminar a
la gente de acá para allá, me he dado cuenta de que el pistoletazo de salida
no es igual en todas las calles. Las hay con obstáculos y las hay sin ellos.
Y en algunas, hasta montan barricadas. Y una vez que he comprobado esta
tontería tan evidente, sentado en una cafetería cualquiera, he comprendido
que el destino existe, ¡claro que existe! No es ninguna invención de la
tragedia griega. Y después de hallazgo tan trascendente, he apurado la ración
y el café que tenía delante y me he vuelto al hotel, a continuar la serie que
vine a escribir, a pesar de que probablemente nunca llegará a ver la luz.
Porque las cosas, por fin, han tomado un sentido. Ahora sé por qué me pasa lo
que me pasa, ahora sé que mi calle es la de los que se estrellan, y lo
acepto. Si nadie me lo publica, no importa. Espero no llegar a morirme de
hambre. ‑No sé
si te lo publicarán ahora, ni siquiera si será un periódico, pero sí sé que
la gente, algún día, lo leerá. Esa fe de
Dimas ya la conocía, como conocía la de Raquel. Yo continué con lo que estaba
explicándole. ‑No me
importaba tanto la oportunidad en sí misma como lo que vendría detrás.
Después de esa página semanal vendría la venta de mis libros, el poder vivir,
al fin, de la pluma. ‑¿Pues
de qué has vivido hasta ahora? Ya se lo
había contado. Lo pensé por un instante y le dije por segunda vez y con la
mayor de las naturalidades, sin prejuicios, simplemente porque era la verdad. ‑De mi
mujer. El viejo no
se inmutó. Tenía muy claro que yo no era capaz de lo más crudo que la
afirmación daba a entender. Tenía que existir una explicación, y se la di. ‑Estoy
casado con una mujer excepcional. Ella tiene un pequeño negocio de
decoración. Ella es la única de los dos que aporta el dinero suficiente; así
es que ella es la que mantiene la casa y, prácticamente, la que me mantiene.
No me importa reconocerlo porque es verdad y porque sería una ruindad por mi
parte ocultarlo. Porque lo más importante es que, además, lo hace con
infinito amor, poniendo sus cinco sentidos en que no se note, casi pidiéndome
perdón. -La amas‑
me dijo. ‑La
amo. Tenerla delante y no amarla sería un pecado. ‑Feliz
entonces tú‑ brindó, levantando el vaso en el aire. ‑¡Cómo
no amarla! Ella está dispuesta a darlo todo: su tiempo, su esfuerzo, su amor.
Eso es lo que mejor puede definirla, que no vive para sí misma. Yo, en
cambio, consumo la vida buscándome, intentando demostrarme que soy capaz de
saltar las barricadas de la calle que me ha tocado. Y la vida se me va en este
empeño sin ningún resultado. Incluso frente a este fracaso mío también está
ella, con su endemoniada fe. Porque‑ le dije, afinando las palabras,
queriendo llegar a lo más profundo de la misteriosa Raquel‑ tiene una
fe inexplicable para las cosas vitales que jamás ha fallado. A pesar de mis
reveses, ella sigue creyendo en mí. Me quedé
pensando y no sabía cómo seguir para explicárselo a Dimas. ‑....
Ella es única‑ dije simplemente, y añadí- ¿Has estado enamorado alguna
vez? ‑Estuve.
Pero el amor siempre pasa, siempre se acaba. ‑El
mío, no. ‑No te
creo en absoluto, pero lo celebro. ¡Qué más puede desearse que el milagro de
vivir en esa locura de forma permanente! ‑Lo
único que me entusiasma de este contratiempo de hoy es que, a causa de él,
voy a volver a casa y voy a estar otra vez junto a ella. ‑Me
dejas, ahora que me había habituado a ti. ¿Ves? La vida siempre es así. ‑¿Tú
qué harías en mi caso? El viejo, en
vez de contestarme, aprovechó para recoger el cigarrillo, que se quemaba solo
en el borde de la mesa, y me preguntó, a su vez, a mí. ‑¿Qué
te ha dicho ella que hagas? ‑Que
me quede. ¡Qué habría de decirme! Que termine lo que había venido a hacer,
que escriba esos artículos y otro periódico habrá que me los coja. ‑Pues
eso es lo que debes hacer‑ me aconsejó, mientras abandonaba nuevamente
el cigarrillo en el borde‑ ¿Por qué lo dudas, si una mujer así te lo
pide? ‑Porque
tengo la insoportable sensación de ser un parásito. Dimas, por
segunda vez desde que nos conocíamos, puso su descarnada mano sobre mi brazo
y me dijo, casi en un susurro. ‑No
escuches a tu amor propio, escúchala a ella. ‑Tú,
en mi situación, sentirías la misma vergüenza. ‑¿Y
quién te asegura que mañana no pueda ser al revés? ‑¡Ah,
Dimas! ¡Ojalá seas profeta y un día se cumpla eso! Si yo pudiera devolverle
todo lo que ahora hace ella por mí, sería el hombre más feliz del universo. ‑Recuerda
lo que le pasó a David. Nunca sabemos lo que nos aguarda detrás de cada
puerta. Pero aunque las cosas no den la vuelta, aunque se hunda tu periódico
y toda la prensa escrita, déjate amar por ella, que también esa es una forma
de amar tú. Siguió un
momento de silencio. El viejo aún descansaba su mano sobre mi brazo, como
intentando comunicarme esa fe y esa confianza que me faltaban. ‑¿Qué
dices?‑ me apremió. ‑¡Qué
quieres que diga, si además de pedírmelo ella también tú me lo pides! Vaciamos
otro poco la botella y bebimos a la vez, sin decirnos nada. ‑¿Recuerdas
lo que me contaste en la primera historia?‑ le pregunté. ‑Si te
digo la verdad, tengo tantas historias en el saco que no sé por dónde comencé
contigo. ‑La
del violinista, la del que decidió parar su vida. ‑Bueno,
bueno.... – dijo, poniendo las manos por delante, conteniéndome‑ Ya sé
que te dije que encontraba perfecto a ese hombre. Pero eso no quiere decir
que haya que poner en práctica su locura. Yo no lo haría, y pienso que tú
tampoco debes hacerlo. -Paró los
relojes en el momento en que le faltó lo que amaba. No quiso seguir. Según
tú, fue una lección sublime de fidelidad a sí mismo, y el mundo sería más
bello si todos fuéramos así. Dimas
jugueteaba con el vaso de vino, como siempre. Luego clavó en mí sus ojillos
pardos y me dijo. ‑Ese
hombre no tenía una mujer que lo amase. Si ella muere antes que tú, te
permitiré que pares los relojes y vayas todos los días al cementerio a poner
flores, como el violinista. Pero si ella sigue junto a ti, no los pares por
amor a ti mismo, que es lo que estás proponiéndote, aunque lo disfraces. Sus palabras
me hicieron caer en la horrible posibilidad de que Raquel, algún día, llegara
a faltarme. ‑.....
Si ella muere antes que tú, entonces puedes hacer lo del violinista-
insistió- o puedes enloquecer del todo, como Anastas,
el marino de una historia que me contaron en Noruega. ‑Querido
Dimas, no sé si habrá algún rincón del mundo en el que tú no hayas puesto las
botas. ‑Estábamos
de cabotaje. Llevábamos maquinaria y traíamos madera. He sido marino durante
años, ¿sabes? Me parece que ya te lo he dicho. Recogió el
cigarro para darle una tregua a su memoria. Había vivido tanto que necesitaba
concentrarse antes de acometer un nuevo episodio. Yo no podía saber, de
antemano, lo que habría de verídico en lo que iba a contarme cada noche.
Algunas historias las había vivido y otras se las habían contado a él, pero
en todas ellas estaba claro que mezclaba la realidad y su desbordante
imaginación. Sea como fuere, las contaba magistralmente. ‑..... Era la
primera vez que caíamos por allí. El tiempo estaba ya avanzado, había
deshelado y andaba muy revuelto, tan pronto salía el sol como había brumas.
Tampoco allá hace tan malo como la gente cree. La corriente templada del Gulf Stream cae sobre sus
costas como un chorro de vida. Es un país verde y hermoso, donde la vista se
enreda en los bosques y se pierde. Lo que no sé decirte es cómo se llamaba el
puerto, porque esos nombres tan bárbaros nunca recalaron en mi cabeza del
todo. Son nombres incomprensibles que suenan siempre a blasfemia. La cosa es
que en aquél en el que nosotros amarramos, un día tuvieron que sacar del agua
el cadáver de un hombre.... |
ANASTAS, EL GRIEGO Los peces arrancaban chispas de luz a la penumbra
del acuario, que ocupaba entera una de las mamparas del camarote. Tenía en
los fondos arena, grandes caracolas y conchas de vistosos colores; y
flotando, balanceadas por las burbujas de aire que ascendían, algas y plantas
marinas que se enroscaban unas con otras, haciendo y deshaciendo
continuamente sus abrazos. Un foco de luz azulada, sumergido en el agua,
vertía su luz en el camarote, proyectando agigantadas las sombras de los
peces sobre las paredes. Alguien, desde fuera, abrió la escotilla que había
por encima de los escalones que descendían de cubierta, y la luz de la luna
se coló dentro. Dos siluetas y una voz femenina. Después, el taconeo en los
peldaños. El hombre encendió la luz y entró. Pero la mujer no, la mujer se
quedó clavada en los escalones, sin acabar de bajarlos, llena de sorpresa. ‑Oye, tú; pero esto es un lujazo. ¿Es tuyo
de verdad? Él asintió con un movimiento de cabeza. ‑¡Quién iba a decirme que en ese cafetucho
tan sucio iba a encontrar un tío tan rico! Se decidió a avanzar, al fin, y lo hizo con
inseguridad. Los zapatos se hundían en la moqueta. No dejaba de mirar
sorprendida cuanto la rodeaba: la librería, el mueble bar, el acuario, los
apliques de luz que escoltaban cada ojo de buey...... Sus manos lo tocaban
todo levemente, como para cerciorarse de que era real. ‑¿Y vives aquí siempre? El acompañante volvió a asentir con un gesto. Era
un hombre muy corpulento, con las sienes demasiado blancas ya. Vestía un jersey que le tapaba hasta debajo del mentón y tenía una
enorme barbaza, sucia y abandonada. La cara, curtida, casi renegrida, como la
de todos los hombres de la mar. Ella empujó las dos únicas puertas que había
dentro del camarote, muy juntas una de otra. La primera era del lavabo, la
segunda del dormitorio. ‑Así, cualquiera‑ comentó, sentándose
en el sofá, frente al acuario‑ Esto es un nido, no las cochinas casas
donde me llevan otros. ¿Es que no vas a darme una copa? El hombre cogió dos vasos y la botella de ginebra
y se sentó junto a ella. ‑Todavía no sé cómo te llamas. ‑Como el barco‑ dijo él, abriendo la
boca por primera vez desde que habían llegado. ‑Es que yo no sé dónde llevan puesto el
nombre los barcos. Siempre he trabajado tierra adentro. ‑Anastas. Pero
todo el mundo me conoce por el Griego. ‑Entonces tú eres de Grecia, Grecia; de eso
que está tan lejos- dedujo, haciendo un esfuerzo. Él no contestó. Puso ginebra en los vasos y bebió. ‑Bueno, chico, no tienes obligación de
contarme tu vida si no quieres. El marino se limpió la boca con la manga del jersey. Se movía de forma perezosa pero firme, y su
mirada calaba hasta los huesos. ‑¿Es la primera vez que has ido al puerto? Anastas
denegó con un gesto. Siempre que podía, evitaba las palabras. ‑Pues no te había visto antes, aunque la
verdad es que llevo muy poco tiempo aquí. Ya estaba pensando en marcharme,
¿sabes? ¡Esto es tan triste! Pero claro, después de conocerte a ti.... El hombre pasó la mano por detrás de los hombros
de ella y comenzó a jugar con la cadenita dorada que rodeaba el cuello. ‑Estoy acostumbrada a toda clase de tíos,
pero vas a conseguir ponerme de los nervios si sigues mirándome así y sin
soltar palabra. -Son los mismos ojos‑ se dijo entonces él a
sí mismo, en alta voz, totalmente ausente de la conversación de ella. ‑Los mismos ojos, ¿de quién? ‑..... Y el
pelo es igual de oscuro. ‑¡Vaya, cómo si lo viera! De un momento a
otro vas a decirme que te recuerdo a tu querida mujercita, ya difunta, y que
me has alquilado para recordarla, porque era el gran amor de tu vida. Pero jamás conseguía meterlo en la conversación.
Él la ignoraba, seguía siempre a lo suyo, a sus pensamientos en alta voz o a
su silencio. Si no fuera porque de cuando en cuando la contestaba, hubiera
pensado que aquel hombre tan interesante y tan rico, además de todo eso,
estaba loco. ‑..... La misma piel, blanca como la
espuma...... La mujer rompió a reír. ‑¿Sabes que tiene gracia? Ninguno hasta
ahora me había soltado tantas lindezas juntas. Va a resultar que eres un
romántico de esos. No, si hasta voy a tener suerte. ¡Cuántas de las otras me
envidiarían por un tío como tú! Las olas rompían contra la borda del yate y su
batir llegaba hasta ellos repetido, monótono..... pero inútil, porque el
pequeño barco no se movía. Visto desde fuera, el yate no podía moverse.
Estaba encallado en un breve arenal entre las rocas. ‑¿Me dejas que me levante a por tabaco? Lo
tengo en el bolso. Al intentar incorporarse, la fina cadenita del
cuello, enredada entre los dedos del hombre, se abrió, dejando escapar el
medallón que suspendía. Él lo recogió del suelo. Lo tenía en la palma de la
mano. Estaba abierto y en su interior se veía la imagen de un hombre. ‑No
merece la pena, querido. Ese imbécil de cejas juntas y nariz larga se llama
Cristián y es un pelmazo que me tiene frita. Según dice, está loco por mí.
Por eso he aterrizado en este fin del mundo, huyendo‑ le explicó,
mientras intentaba colgar otra vez el medallón en la cadena‑ Pero si
quieres, me lo quito. Aunque es un tipo tan celoso que sería capaz de
degollarme si me viera sin él. El Griego no dijo nada, nunca decía nada. La
miraba sin descanso. ‑¿Qué te pasa? ¿Es que no lo crees?- luego
levantó los hombros, con indiferencia- Bueno, no lo creas. ¡Qué interés iba a
tener en contarte una cosa así! ‑No te empeñes. Sé que eres tú. Sólo tu voz
es la que no reconozco. ‑Ya está bien, ¿no?. Ya es la segunda vez y
no sé de quién me hablas‑ protestó, cansada‑ ¿Tienes ganas de
bromas o es que estás loco? Con la mayor naturalidad y de forma inesperada, el
hombre la abrazó y se puso a susurrarle al oído palabras endiabladas que ella
no entendía, probablemente palabras de su lejana Grecia, incomprensibles,
pero inconfundiblemente amorosas, mientras la apretaba contra el pecho. ....../...... Un tipo que llegaba arrimó la proa del bote, echó
la gaza y saltó. Sus botas resonaron en el muelle
desierto. Enfrente tenía las casas, con los tejados relucientes de agua, y
detrás de las casas las montañas, recortadas como nubarrones negros en la penumbra
de la noche. No se veía un alma. Se paró un momento ante la puerta y luego la
empujó con decisión. Dentro se veía la barra, media docena de mesas,
marineros que hablaban y bebían y algunas mujeres, lo habitual. Estuvo largo
rato en el umbral, mirando uno a uno a los parroquianos, como si intentase
con trabajo reconocer a alguien. Al fin, se dirigió a una de las mesas. ‑¿Os importa que me siente? No conozco a
nadie aquí. ‑Precisamente echábamos de menos alguien
para hacer la partida. Porque esto se llena hasta la cofa, pero te cuesta
pescar uno que quiera jugarse las perras. ¡Eso sí, mirones....!‑ le dijo uno de ellos, mientras barajaba-
¿Eres de fuera? El recién llegado asintió. ‑Si quieres beber algo, tendrás que ir a por
ello. Aquí nadie te sirve. ‑¿Y a ése?‑ protestó, por el Griego,
al que acababan de ponerle en medio de la mesa una botella. ‑Ése es otra canción. Se bebe una botella de
ron el solito, y además la paga muy bien. Siempre ha habido clases, muchacho. El Griego estaba solo en la mesa más cercana.
Siempre ponía las sillas mirando del revés y se sentaba a horcajadas, con el
respaldo de la silla pegando en la mesa, donde se dejaba vencer cuando ya
estaba borracho. Su poderosa barba casi rozaba el tablero. Tenía delante una
carta marina, que abarcaba la mesa de punta a punta, y la miraba como un
miope, con los ojos cargados de alcohol. ‑¿Para siempre aquí?‑ preguntó el
forastero. ‑Una noche tras otra. Arribó hace un par de
años y todavía no ha izado velas- iban informándole, mientras repartían
cartas- Tiene un yate como no habíamos visto otro parecido. ‑No he visto ningún yate en el muelle. ‑Eres de fuera y no conoces la historia.
Embarrancó hace dos años en el cuerno del fiordo, a unos cientos de pasos de
aquí para el norte‑ se puso a explicarle uno, suspendiendo la partida
definitivamente‑ Fue una noche de niebla. Lo misterioso es cómo pudo
salvar la escollera. Como la marea estaba alta, se quedó varado en un remanso
entre las rocas. ‑Sacarlo es imposible‑ le dijo otro‑ Haría falta una escuadra, y lo más probable
es que acabase en un montón de tablas. Ya anduvieron algún tiempo tirando los
remolcadores, pero el yate sigue ahí. Y a fe mía que de ahí nadie lo moverá. El Griego hundía el dedo en el vaso de ron y en la
ceniza y pintaba luego en la carta de navegar. Las mujeres se divertían
mirándole, agolpadas a su alrededor. ‑Yo creo que está loco por eso, porque no ha
podido volver a navegar. Todas las noches recala en esa mesa, se emborracha,
pinta una sirena y después se va. Las pinta con ceniza de la pipa y con ron,
las pinta sobre la mesa o en cualquier cosa. Tiene una locura de sirenas
metida en la cabeza. El Griego vertió, al fin, la poca bebida que aún
quedaba en la botella al pie del dibujo, terminándolo como en un zig‑zag de olas, se puso en pie con trabajo y se
dirigió a la salida. Su corpachón vacilaba de mesa en mesa y daba tremendos
manotazos en el aire para seguir manteniendo el equilibrio, mientras
intentaba ganar la puerta. Si no hubiera estado tan borracho, habría
reconocido en el recién llegado, sentado a dos pasos de él, el inconfundible
rostro de Cristián, el amante de la mujer que tenía en el yate: entrecejo
cerrado, nariz larga, cabello rubio, todo como en la imagen del medallón. En la carta de navegar, sobre las diminutas letras
y líneas de imprenta, destacaban los trazos gruesos y oscuros de su
improvisada pintura. Se veía una sirena que abarcaba el pergamino de punta a
punta. Tenía el cabello suelto y la cola hundida en las aguas que el Griego
había dejado escapar de la botella. -Pinta bien ese maldito ¿verdad? Pero siempre
sirenas. Nos dijo una noche que en su tierra, hace no sé cuántos miles de
años, hubo un navegante de nombre extraño.... Ulises, o una palabreja por el
estilo, que oía el canto de las sirenas. Tiene dadas no sé cuántas vueltas al
mundo con su yate. Pero lo mejor es lo que sigue: asegura que durante las
noches, una sirena de ojos claros y cabellera negra nadaba continuamente a
proa, marcándole la ruta. Cristián parecía demasiado lejos de esas
tonterías. -No te lo crees, ¿verdad? -Eso es un cuento para niños. -Mira que yo tengo más años que tú y me creo
muchas menos cosas que tú, pero que un hombre navegue sin un solo instrumento
a bordo, sin una carta de éstas siquiera- dijo, golpeando con el puño la que
había pintado el Griego, que era una carta de otros mares- y que sea capaz de
meterse por las bocas y las escolleras que ninguno de nosotros pasamos, como
aquí hizo en nuestras narices, una de dos: o lleva una sirena por delante o
es un brujo. -¿Por qué encalló, entonces?- preguntó el
forastero. -Cuenta el Griego que estaba tan enloquecido con
esa visión que, para quitársela de la cabeza, aquella noche le descerrajó el
cargador entero de la pistola que guardaba en el camarote. Pero resultó que
la ilusión, según él, no era ilusión. Dice que vio la sangre de la sirena
fluyendo entre las aguas del mar y cómo se hundió luego entre las olas.
Aquella misma noche fue cuando encalló en el morro del fiordo. Desde
entonces, el Griego vive medio loco. -¿Y vive solo?- preguntó Cristián. -Desde que llegó vivía solo. Pero hace unos días
se llevó de aquí una mujer y todavía la tiene en el yate. -¿No habéis vuelto a verla? -Amigo mío, si yo fuera mujer tampoco habría
vuelto. Un yate que es como un palacio y un hombre que amontona los
millones.... ¿para qué más? -Es una historieta curiosa. Pero yo no creo en las
sirenas. Y sin decir más, aquel individuo que nadie
conocía, Cristián, se levantó y dejó los compañeros, la partida y la taberna. La noche seguía vacía, como cuando llegó. Las
botas sonaban de forma interminable, enlazando una pisada con otra y con las
resonancias que devolvían las fachadas. Pronto dejó el muelle atrás. Continuó
la línea del mar desde lo alto de la meseta que remataba los acantilados, por
el lado norte. Abajo veía la espuma de los rompientes reventar en lo oscuro
de la noche. Al fin, se tropezó con el yate. Las aguas, camino de la bajamar,
iban abandonándolo, apenas lamían el remanso de arena entre las rocas en el
que estaba varado. Cristián bajó con cuidado. Al llegar, se encaramó
al acantilado que lo bordeaba por proa y aguzó el oído. Delante de él se
extendía el lienzo oscuro de la cubierta, animado por el reflejo de alguna
chispa de luz en el metal de las bitas. Olvidado de
sus botas, saltó sobre cubierta y el yate entero retumbó escandalosamente. Se
quedó por un largo rato agazapado, tenso. Si estaba quién él iba buscando,
quizás lo hubiera tomado por un golpe de mar. Pero además, el Griego había
salido de la taberna tan borracho.... Se quitó cuidadosamente una bota y luego la otra.
Podría jurar que hasta el airecillo le traía, de mar adentro, olor a sirenas.
Quizás estaba comenzando a contagiarse de esa locura. Sacó del pantalón una
linterna y avanzó con cautela. Abrió con mimo la escotilla de proa, muy
despacio, muy despacio, y enfocó la linterna. Tenía delante la media docena
de escalones hacia abajo, adentrándose por el vientre del barco. Los bajó sin
hacer ruido, casi de puntillas. Una rápida ojeada, antes de llegar abajo del todo,
le convenció de que no había nadie. Pero de frente había otra puerta, detrás
de la cual, sin duda, aquel odioso hombre estaría durmiendo la borrachera.
Sacó del bolsillo una navaja y avanzó con infinito sigilo, casi en el aire,
conteniendo la respiración. Estaba a punto de llegar al desenlace. Deseaba
tanto como temía empujar aquella puerta. Detrás estaría ella, y quizás
estaría en los brazos de él. Dejó caer la mano suavemente sobre el pomo y lo
giró, lo giró muy despacio..... cuando, de pronto, vio contra la puerta misma
que intentaba abrir unas sombras que se movían, proyectadas desde detrás de
su espalda. Cristián se revolvió como un animal sorprendido.... ¡Increíble!
Dentro del gran acuario se podía ver, en silueta, a contraluz, las formas de
una sirena del tamaño de una mujer, y una nubecilla de peces que se
desplazaban en todas las direcciones, cuyas sombras, sin duda, le habían
asustado un momento antes. Se acercó lleno de recelo. Iluminar aquella masa
de agua era como iluminar un negro presentimiento. Por primera vez en su vida
había comenzado a golpearle violentamente el corazón. Nunca había sido hombre
cobarde, pero se sentía paralizado, incapaz de controlar las manos. Al fin,
haciendo un esfuerzo, dirigió el haz de la linterna hacia el acuario...... Un
grito terrible se le escapó de la garganta, como si en un segundo también él
hubiera enloquecido. No pudo evitar cubrirse los ojos con el brazo para no
ver lo que tenía delante. Apoyada en las rocas del acuario, con las piernas
enfundadas en una cola de trapos y los senos ceñidos de algas, estaba ella.
Tenía los ojos abiertos, ya perdido el brillo, y su larga cabellera se
agitaba en el seno del agua al ritmo de las burbujas que ascendían. * *
* |
-Supongo que
esta historia la has aderezado por tu cuenta. -Por supuesto.
Si no te las contase a mi modo, no serían historias, serían solamente
noticias. -Debo
pensar, entonces, que tampoco es enteramente inventada, que el fondo de todo
eso sí que es verdad.....– le dije, esperando que lo confirmase. -Claro. ¿Qué
es lo que encuentras increíble? -Puede haber
un griego y puede estar loco, y hasta puede ver sirenas en su locura. Pero
eso de que la metiese en el acuario.... -Si estaba
loco, estaba loco- dijo, con la mayor naturalidad- ¿Cuál es el problema? Sin duda que
yo no acababa de creérmelo, aunque fuera cosa posible en un loco. Al fin,
Dimas no tuvo más remedio que explicarse. -El hombre
que apareció ahogado, cerca del puerto, fue poco tiempo antes de nuestra
llegada, y el yate varado entre los acantilados lo vi yo mismo con estos
ojos, porque allí seguía. Todo eso era reciente y todo el mundo lo comentaba,
aunque nadie tenía la solución de qué ocurrió realmente aquella noche. Yo
solamente lo he vestido para ofrecértelo vivo, porque uno tiene derecho a
poner lo que le dé la gana, ¡qué demonios!, y porque la realidad desnuda, a
veces, no tiene ninguna gracia. -Ni siquiera
sé si las borracheras y la locura del Griego eran verdaderas o las has puesto
tú. -Verdaderas,
por supuesto. Ese hombre era así, según todos contaban. -¿Y tú qué
piensas? ¿Lo tiraron o cayó en una de sus borracheras? -Ni lo uno
ni lo otro. No era el Griego a quien sacaron del agua. Al Griego se lo
llevaron entre rejas, a pesar de que estaba loco hasta la peana. Dimas se dio
cuenta de que me tenía desconcertado. -.... Has
olvidado al forastero. Cristián es parte de la historia real, y la mujer que
los dos se disputaban, también. Por eso cayeron todas las sospechas de su
muerte sobre el Griego. Pero cómo ocurrieron los hechos aquella noche en que
se ahogó, nadie lo sabía. La escena final del asalto al yate, por supuesto,
es cosa de mi imaginación. -¿Toda la
escena? -Toda. -¿Con o sin
acuario? Dimas se
echó a reír por primera vez desde que lo conocía. -No he visto
por el mundo ni un solo yate que lleve dentro un acuario con pececitos- me
contestó. -Puesto a
inventar, se te ha escapado una tercera solución. Según esa imaginaria
reconstrucción tuya, Cristián pudo suicidarse desde el acantilado al ver a su
amante en el acuario, o pudo salir tan enloquecido que cayó al agua. Dimas se
encogió de hombros. -Piensa lo
que quieras- dijo. -Eso es lo
que estoy haciendo en estos momentos, y se me ocurre que, dentro de tu
hipótesis, a lo mejor ni siquiera llegó al yate, pudo caer al mar en el
camino, por accidente, en cuyo caso el Griego sería inocente. Dimas lo
pensó un momento. -No está
mal- me dijo- Eso confirmaría lo que tantas veces te he contado: la vida es
un montón de imprevistos y de errores, los hombres se equivocan de continuo.
De ser así, el pobre loco que veía sirenas pagó el pato por algo que nunca
hizo. No está mal tu supuesto dentro de mi supuesto, pero olvidas que en el
mío Cristián dejó las botas en cubierta, justo al lado de la escotilla que
bajaba al camarote. Estoy seguro de que novelista eres- añadió, con una
simpática sonrisa- pero pienso que policíacas nunca deberías escribir. -Descuida,
no es lo mío. Pero, volviendo atrás, ¿por qué me diste a elegir esta noche
entre el violinista y el Griego? No me gustaría caer en ninguno de los dos. -No te di a
elegir. Te dije que, únicamente si te faltase esa mujer que tanto te ama, te
permitiría que tomaras en serio mis historias. El problema real que tienes no
es ése, tu problema real es otro: quien es dueño de la felicidad (y tú lo
eres), no se entera hasta que la pierde. ¡Dios no quiera que eso te ocurra!
Ese día, no me extrañaría verte tan loco como el Griego o tan sublime como el
violinista, a pesar de que ninguno de los dos te convence, según dices. Va a parecer
una tontería, pero a mí, Dimas, con su aspecto tan descuidado, sus palabras
sentenciosas y su montón de venerables años encima, me traía, como por un
hilo, no sé qué añoranzas bíblicas. También él prefería las parábolas para
hacerse entender. Va a parecer una tontería, pero a mí, Dimas, a ratos, me
empujaba a sentir la tentación de que me hallaba ante una aparición, una
misteriosa y subyugante aparición que nada tenía que ver con las sórdidas
noches del casco viejo de Bilbao. --------------------------- Esta publicación está destinada únicamente a
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