Dibujo de Jesús María Navas
II Cuando desperté, lo primero fue esa desconcertante sensación al
abrir los ojos en lugar diferente al habitual. Todo tenía un toque de
irrealidad: la frialdad de la habitación, el silencio tan absoluto, la
soledad, el encuentro con la voz interior. Pero como una oleada cálida y
entrañable se me vino encima el recuerdo del viejo. Nada más había sido una
noche, acababa de conocerlo y era como si hubiera estado escuchándole toda la
vida. Hasta ese punto me identificaba con sus ideas, aunque le viera desde
esta otra orilla de mi relativa juventud. Me entusiasmaba tanto volver a encontrarme con él que decliné por
completo el deseo de seguir conociendo la ciudad. Me seducían su figura
extravagante, su aspecto abandonado y su mirada a veces de niño. Comprendí
enseguida que debería aprovechar ese raudal de ideas antes de que el destino
nos separase, ese destino fugaz y antojadizo del que él me había hablado la
noche anterior. Me había acercado a él una pura casualidad y sería un pecado desaprovecharla. Me incorporé con prisas y me fui derecho al pequeño escritorio de
la habitación. Había metido la tarde anterior, al llegar al hotel, la carpeta
de trabajo. Pero donde ya tenía titulado con grueso trazo "Impresiones
de un viaje", lo taché con mano decidida y enmendé "....., el
viejo". La que debería ser primera palabra la dejé así, en blanco, con
puntos suspensivos, porque me di cuenta de que aún no sabía su nombre y ese
sería el hueco destinado para él. Luego acometí la empresa de ir transcribiendo lo que me había
contado la noche anterior, con tal fervor que tuve que interrumpirme para
bajar a comer algo, cuando ya el comedor casi había cerrado. Y regresé a la
habitación, a la tarea, hasta que el resplandor del horizonte, a través del
tableado de las persianas, me avisó de que el día se iba, de que la noche
llegaba y quizás, con ella, el viejo ya estuviera en su mesa de la tasca del
barrio aquel. Lo dejé todo y me puse en marcha. Cuando llegué al Goitik Bera, ya noche cerrada, él no estaba. Por un instante me
ganó el desaliento, no pude evitar el pensamiento de que quizás no volvería a
verlo. Luego recordé que, al despedirnos la noche anterior, me había dicho
que la calle Iturribide tenía media docena de
puertos y que podría encontrarlo en cualquiera de ellos. Salí como había
entrado. Unos pasos, calle arriba, estaban todos los caladeros seguidos, en
un puño. El Etori‑Bi también tenía encima de
la puerta un balcón herrumbroso que amenazaba desplomarse. Me había acometido
esa tonta aprensión porque, sobre cada puerta de tasca del barrio, pendía
invariablemente un balcón desvencijado. Esta taberna era angosta y larga, con la barra corrida por el
lado derecho. Al fondo, en la izquierda, algunas mesas de madera donde bebían
y jugaban a las cartas. Al viejo me costó verlo porque estaba justamente el
último. Por lo demás, quitando el escenario, estaba ante el mismo vaso de
vino y el mismo cigarro consumiéndose en el borde de la mesa, como si la
jornada no hubiese pasado y todo permaneciera intacto. Nos saludamos con
apenas dos palabras, y antes casi de que me hubiera sentado, ya estaba allí
el tabernero. ‑¿Qué va a ser? ‑Una botella y algo caliente para pinchar. ‑Aquí la especialidad es el bacalao. Miré al viejo, pidiendo su aprobación, pero él se encogió de
hombros, por decirme que ni le iba ni le venía ese asunto. El hombre nos aseó
la mesa, con un paño que llevaba al hombro, y se fue a por su “especialidad”. ‑Yo paso. Ya no soy más que un montón de pensamientos
debajo de una boina. ¿Para qué necesito comer? Nos trajo el tabernero una cazuelilla de barro que humeaba de
forma irresistible. Me puse manos a la obra, claro. Él picaba de tarde en
tarde, sólo por hacerme compañía. ‑De manera que eres escritor. Ya me daba a mí en la nariz
que no eras cosa normal- comentó. ‑¿Y qué te parece? ‑Muy bonito. Todo lo que sea huir de esta vida tan
tediosa.... ‑¿Tediosa? Por lo poco que me has contado, estoy seguro de
que no te has aburrido jamás. Ya que no me acompañas a comer, podrías ir
contándome algo. ‑Ya empecé anoche. ‑¿Anoche? No, anoche me contaste una historia, la del
violinista. ‑¿Y qué es la vida, sino historias?‑ me dijo. ‑Yo me refería a la tuya, la de tu vida. -No puedo- me dijo con la sinceridad de un niño, encogiendo los
hombros, como si de verdad le fuera imposible. No podía entenderle, claro. Dejé de comer y le miré de una forma
tan incrédula que me explicó enseguida. -No puedo, créeme. Cuando vivía, lo hice tan deprisa que no me
enteré de nada. Y ahora, cuando miro atrás, lo veo todo tan equivocado que me
lleno de melancolía. -¡Todo.... todo....! Supongo que tendrás buenos y malos
recuerdos, como todo el mundo. Fue ahora él quien no me comprendió, lo noté en su mirada. Hizo
un esfuerzo para situarse en mi piel y lo consiguió. Me dijo algo en lo que nunca
se me hubiera ocurrido pensar. -Es que tú y yo no recordamos igual, por eso no me entiendes. A
ti, los malos recuerdos no te interesan, y los buenos los ves como algo que
puede repetirse, porque tienes toda la vida por delante. Cuando te haces
viejo, todos los recuerdos entristecen. Los malos porque no has conseguido
olvidarlos, y los buenos porque nunca volverán a ser posibles. Por supuesto, esto no podría comprobarlo hasta que llegase a su
edad; pero, de momento, parecía aceptable. No sabía qué decirle. Todo me lo
dije a mí mismo: "¿Qué clase de
hombre es éste?, ¿un sabio?, ¿un loco?, ¿o sólo un pedante?". Lo
último no me lo parecía, desde luego. Pero en aquella tasca olvidada del
mundo, con su capotón azul tan desmejorado, su
camisa a cuadros y su vaso de vino en las manos, la verdad, costaba un montón
imaginarle un sabio. Eso sí, quizás fuese un loco. Pero en todo caso era un
loco serenísimo, un loco inteligente con quien era una continua sorpresa
charlar. -Tampoco me hagas mucho caso- me dijo- Ni estoy loco ni soy un
sabio. En este punto se me fundieron todos los plomos. ¿Es que también
era capaz de leer mis pensamientos? Y como si siguiera leyéndolos, me aclaró. -Te lo digo porque es lo que me digo a mí mismo alguna que otra
vez, y también porque será lo mismo que tú estarás pensando en este momento. No quise decirle que, efectivamente, era eso lo que estaba
pensando. No me entretuve porque lo que me interesaba era otra cosa, era
saber por qué un hombre tan vital y tan activo había acabado por vivir de los
recuerdos y encontrarlos todos tan fallidos. Su melancolía de hoy no cuadraba
con sus andanzas del pasado. -¿Me dejas que te confiese una cosa? Pienso que algo muy serio ha
tenido que ocurrir en tu vida, porque el que eres hoy nada tiene que ver con
aquél que fuiste, por lo que me cuentas. -Ese episodio entra de lleno en el capítulo de los recuerdos que
entristecen porque nunca se acaban de ir. Y si te digo la verdad, tampoco
deseo que se vayan. Algo tenía que aprender de mi amigo el violinista. -Estás intentando ser fiel a ti mismo mediante los recuerdos, por
lo que veo. -Estoy intentando resolver el problema. Tengo ya desgastadas
estas sillas y todavía no he pasado de saber que me siento cada tarde en
ellas, con el problema, y cada noche me levanto otra vez de ellas con el
mismo problema sin resolver. Yo no podía evitar la sensación de hallarme en continuo offside.
¿Cuál era ahora ese problema? -..... Me refiero a esa sensación de vacío, esa sensación de que
mi vida ha sido un error permanente. -Eso es lo primero que me has dicho esta noche, pero luego has
acabado reconociendo que también hay algunos buenos recuerdos, aunque te
produzcan melancolía Sólo me faltó añadir “¿En
qué quedamos?” Pero lo entendió, aunque no llegué a decírselo, y dudó
antes de contestarme. -Es que las dos cosas son ciertas. Vistos desde esta edad, hubo
episodios agradables que te dejan el poso de la melancolía, porque ya no hay
tiempo para que puedan repetirse. Eso es lo que te dije. Pero fue como una
concesión a tu insistencia. Realmente, ningún recuerdo te deja satisfecho,
porque, incluso haciendo las cosas bien, siempre pudieron hacerse mejor.
Nunca haces nada bien hecho, sino medio bien hecho. Todo es mejorable y todo
deja ese rastro de insatisfacción. -Querido amigo, te exiges demasiado. Esa opinión no la comparte
nadie. -Se te ha olvidado añadir “nadie.... joven”. En la edad de la
autocomplacencia, uno se ve como el Cid. Con lo años, acaba por verse como el
Quijote, impotente y estrafalario. Es un problema de distancia, ¿comprendes?,
distancia en el tiempo. Si estás todavía encima de los hechos no los juzgas
objetivamente. Hace falta la distancia de los años para que, al volver la
mirada atrás, te des cuenta de que la medalla de oro debió ser sólo de
bronce. -Te has empeñado en que no sabemos muy bien lo que hacemos. Un apagón de luz nos distrajo por un momento. Antes de que las
protestas de los jugadores de mus arreciaran, el Etori
Bi se iluminó de nuevo. Quizás esa ceguera
momentánea le inspiró, y me dijo. ‑Somos como animalitos ciegos. Porque las decisiones no
salen de aquí, como la gente cree‑ me explicó, señalándose a la cabeza‑
sino de éste- señalándose al pecho- de esta de caja de sorpresas que ni tú ni
yo ni el mismo Freud sabía cómo funciona. ¿Diriges
tú realmente tus pasos, o son tus pasos los que te dirigen a ti? Cuando los
recuerdas, pasado el tiempo ¿no tienes la oscura sensación de que los dio otro con quien no te
identificas? ¿Sabes qué será de tu vida mañana? ¿Y dentro de unos años?
¿Sabes lo que te espera detrás de cada esquina? ¿No has comprobado que no
eres sino un montón escalofriante de errores y casualidades? ‑De acuerdo, de acuerdo‑ me apresuré a detenerle,
poniendo las manos por delante para que no me abrumase más‑ Tienes toda
la razón. Soy un ignorante. ‑Lo triste es tener que llegar a viejo para descubrirlo. La
vida es un misterio, amigo mío, un profundo misterio. Y si alguien te dice
que sabe por qué ha hecho lo que ha hecho, y que sabe qué es lo que ha de
hacer, que no te lo cuente, porque es un cretino o un embustero. Cogió el cigarrillo para dar una chupada, lo soltó nuevamente en
el borde de la mesa, tomó entre las manos el vaso de vino y me dijo,
relajándose. ‑Mira, voy a contarte otra historia. Le ocurrió a un
individuo que, como tú y como yo, no sabía a carta cabal qué era lo que le
aguardaba. Creyó hacer lo mejor y se equivocó. Somos como animalitos ciegos,
recuerda esto siempre. Los acontecimientos y el destino nos superan con
mucho. A este personaje vamos a llamarlo David, porque no recuerdo su nombre
y podemos bautizarlo como nos dé la gana. Se detuvo un momento para recordar y prosiguió. ‑.... Entonces estaba yo en el Pirineo con una excursión de
turistas, enseñándoles esa otra España que no es la de sol y playa. Después
de algunas jornadas muy movidas recalamos en un gran hotel, dispuestos a
gozar de un par de días de esquí y descanso. Por la mañana se corrió la voz
de que un montañero se había perdido la noche anterior. Era esencial
encontrarlo en las primeras horas o moriría. Como mis turistas estaban bien
albergados, lo consulté con ellos y les pareció bien que me uniese al
rescate. No voy a contarte cómo encontramos al náufrago. Eso se queda para el
final de la historia. Vamos a seguir con la imaginación los pasos de David
desde que se perdió. |
El
REFUGIO Caminaba vencido, inclinado hacia delante,
horadando con la cabeza la furiosa barrera del viento y la nieve.
Continuamente se paraba, hacía visera con las manos y alzaba la vista,
clavándola con desesperación en el vacío. El cielo estaba oscuro y lo poco
que filtraba era una claridad moribunda, helada. No sabía dónde ponía los
pies, no veía más allá de lo que alcanzaba el brazo extendido. ¡Si al menos
pudiera pisar sobre firme...! La nieve reciente, acumulada en remolinos,
cedía bajo los pies crujiendo, sepultándolo todo. Pero además, ¿a dónde
marchaba? La única referencia era precisamente ese viento helado que le
golpeaba. Sabía que cuando se presentó el temporal lo hizo por el noroeste, y
esa era justamente la dirección por la que debería regresar para encontrarse
con los compañeros. Al recordar a éstos, se le vino también a la memoria la
reconfortante estrechez de las tiendas, las latas de conservas, el olor del
café caliente...... Decidió guarecerse, como tantas veces había hecho
ya en las últimas horas. Tras una inmensa mole de piedra, al abrigo de la
ventisca, se acurrucó y comenzó una inútil espera. El cielo seguía igual de
oscuro, los pensamientos se le volvían oscuros. David daba manotazos
desesperados en el vacío para ahuyentarlos. ¡Tanta desolación....! Tenía que
sacar el alma de aquel rinconcito del risco si quería sobrevivir. Lo mejor
era pensar en los compañeros. A esas horas estarían en las tiendas, porque
con el temporal hubiera sido una locura buscarle a él. Creía verlos discutiendo
la mejor forma de encontrarlo en cuanto descampase. Por eso era mejor no
moverse y esperar, esperar, esperar..... Cuando quiso darse cuenta, esa
palabra estaba zumbándole en los oídos,
repetida, monótona, convertida en el último pensamiento que se queda
flotando antes de que el sueño nos invada. ¡Dormir!, ¡dormir!..... Se
sobresaltó. La idea inquietante de llegar a quedarse dormido le llenó de
angustia. Dejarse vencer por el sueño en su situación sería lo mismo que
condenarse a una muerte segura. El frío acabaría con él. Intentó ponerse en pie. Tenía el cuerpo dormido,
insensible, se sentía de pronto desesperadamente arruinado. Los labios le
ardían. “Tengo fiebre, estoy seguro”. Pero era necesario andar, andar, aunque
se le cayera el cuerpo a pedazos, andar para no abandonarse sobre la nieve.
Tomó un puñado y se la llevó a la boca, porque también sentía una sed
rabiosa. Todo era rabioso: la sed, los labios, el frío, la soledad. Volvió a encararse con la ventisca del noroeste.
Puso en marcha sus huesos como fuese. Las piernas le temblaban, apenas le
sostenían. “Es cosa segura que tengo fiebre, mucha fiebre”. Pero era urgente
llegar a algún sitio antes de que la noche le alcanzase. “¡Una noche más!”,
se dijo con desesperación. Y un sudor frío, incontrolado, lo bañó por dentro.
Ya había resistido toda una noche, ese día y parte del anterior. Una noche
más terminaría con él. “Lo sé, lo sé, tengo que caminar”. Cogió más nieve. La
boca le ardía, le quemaba. Aunque solamente fuese por rutina, levantó una vez
más la mirada, haciendo pantalla con las manos contra la ventisca, y le
pareció que, en medio del caos que se arracimaba y se espesaba a su
alrededor, apretado por el viento, podía distinguir los perfiles de una masa
grande y oscura, demasiado geométricos para ser los de un risco. No sabía si dar crédito a sus ojos, porque sabía
que tenía fiebre. “Será una alucinación”, se dijo. Pero definitivamente,
aquella forma era demasiado recortada, demasiado vertical, iba tomando demasiada realidad a medida de
que sus tambaleantes pasos le conducían hacia ella..... Y se agrandaba.... y
se oscurecía..... y tomaba más y más apariencia de una cosa cuadrangular,
hecha de troncos y piedras.... Y en todo lo alto acabó por distinguir un
penacho que tenía todos los aires de ser una chimenea. Pues sí señor, se trataba de un refugio, ya no
cabían dudas. Y como lo tenía delante y no acababa de creérselo, lo palpó con
manos ansiosas. En el centro estaba la puerta, entreabierta, como si lo
esperase. Giró chirriando pesadamente al empujarla. En la oscura densidad de
aquel ambiente húmedo y abandonado, los ojos no acertaban a ver absolutamente
nada, salvo la blancura del estrecho sendero que la nieve de la ventisca
había acumulado dentro, en el suelo, colándose por la semiabierta puerta. Tuvo que esperar un rato, insufriblemente largo,
hasta que los ojos se habituaron a la penumbra. Era un refugio de piedras y
madera, lo bastante espacioso para acoger a varios montañeros. En el frente
se veían las losas del hogar ennegrecidas por el humo, y muy cerca, contra
uno de los esquinazos del rectángulo, los leños ya cortados y apilados,
dispuestos para el fuego. El suelo era de tarimas. No tenía ventanas ni hueco
ninguno que diese al exterior, salvo la puerta ya dicha y el estrecho y empinado
conducto de la chimenea. David cerró la puerta y la ventisca se la abrió
nuevamente. La cerró de segundas y el aire insistió. ¡Maldita puerta! Quitó
el pasador de la tranca y dejó caer ésta en su caja del marco. ¡Por fin! Al
sentirse seguro y resguardado del viento helado de fuera, le subió un suspiro
tan profundo que no llegó a saber muy bien desde dónde venía. Sus pocas
fuerzas apenas si podían con mantener la respiración. Cada vez más hechos los ojos a la oscuridad, pudo
ir distinguiendo las cosas que lo rodeaban. Había dos mochilas,
cuidadosamente apoyadas contra uno de los muros, y una especie de armarito colgado en alto, en la pared. Había unos
pequeños taburetes, hechos de las horquillas de los árboles, y había casca de
los pinos y cerillas para encender la lumbre. En el centro del hogar de
piedra, solitario y ennegrecido, descansaba un calderillo capaz para los
guisos de varias personas. Y sobre las mochilas, algunas mantas dobladas.
Todo indicaba, tan ordenado y tan recogido, que lo habían dejado así hacía
poco tiempo. Separó las mantas y abrió las mochilas. Estaban
repletas de provisiones. David iba viendo a cada instante la salvación
delante de los ojos. Estaba arruinado físicamente. “No puedo con mis huesos”,
se dijo. Pero se sentía a salvo. Juntó algunos puñados de casca, algunas
ramas y lo prendió todo. La música de los primeros chisporroteos y el
calorcillo de las llamas lo rodearon agradablemente. Extendió hacia la lumbre
las manos ateridas, secas, cuarteadas, destrozadas, y sintió el hormiguillo
de la sangre pujando por correr en todas las direcciones. Sin embargo, los
labios, con el calor, pensó que le saltarían en pedazos. ‑Tengo que comer algo. Siento que se me va
la cabeza- se dijo, esta vez a viva voz. Había muchísimas latas en las mochilas, tocino
salado, galletas. Eligió un paquete de leche en polvo, un tarro de café
instantáneo y los restos de un trozo de pan ya duro. Con unos puñados de
nieve del reguero que se había colado por la puerta antes de cerrarla,
preparó en el calderillo leche, sobre la que desgranó el café, y luego pan en
pequeños trozos, a medida de que el vapor iba subiendo. Lo retiró del fuego y
hundió la cuchara con prisas. Fue como volver a encontrarse con la vida, a
pesar de que los labios le hervían más deprisa que lo había hecho la leche. ‑¡Aunque reventéis!‑ les dijo a los
labios con ira, casi les gritó. Tenía el cuerpo acorralado por la sensación de la
fiebre. Se desembarazó del capotón, empapado y
pesado como una armadura. Se palpó el jersey por si
estuviera mojado. Se sacó con esfuerzo sobrehumano las dos botas. Algo se
aliviaba dentro de él a medida que iba aligerándose de ropa y a medida de que
el calorcillo del café iba trepando por el cuerpo. El fuego se levantaba,
retorciéndose, en busca de la estrecha boca de la chimenea. Extendió un par de mantas en el suelo, se tumbó de
frente a la lumbre y se echó encima otras dos. Le pareció que entraba en el
vientre de su madre otra vez. ¡Aquella tibieza! ¡Aquel silencio, sólo animado
por el crepitar de los leños! Hasta el ardor de los labios le parecía ahora
una fruslería, y con él todas las desdichas pasadas horas antes. Se olvidó de
los pies, todavía ateridos..... y de las manos, llagueadas.....
y de su nombre..... y se hundió irremediablemente en el sueño. Pasaron por su sueño muchas horas, las de aquel
día y todas las de la noche siguiente. La lumbre, claro, ya se había quedado
en un montón de cenizas. Cuando David despertó, la claridad del amanecer
comenzaba a descolgarse por el hueco de la chimenea, que era la única vía de
que disponía el amanecer para descolgarse dentro del refugio. No había otra
referencia con el exterior. Desde allí abajo, donde él estaba, arrebujado
entre las mantas, el cachito de cielo que se dejaba ver por la chimenea,
sobre la vertical de su cabeza, era azul y parecía sonreír. Ya no había
viento, no se le oía zumbar. No había ventisca. Solamente había felicidad. ‑¡Arriba, David, que te has encontrado con
la vida otra vez!‑ se saludó él solo. No se acordaba de la fiebre, de que estaba tullido
y, con el esfuerzo de incorporarse, todas las articulaciones se pusieron a
chirriar a la vez, algo así como chirrió el portón del refugio la noche
anterior, cuando llegó. No pudo evitar un gesto desesperado de dolor. A pesar
del café, del fuego y de las muchas horas dormidas, sentía el cuerpo como un
campo minado, a punto de saltar por los aires. Y ese gesto de dolor, tirando
de los labios heridos y secos, le obligó a ahogar un sollozo. Se puso a repetir los movimientos, pero ahora
despacio, con cuidado, con mucho cuidado, hasta que todo él se vio en pie.
Estaba vestido, como se había acostado. Se calzó las botas, que ya estaban
secas, y se fue despacito a la puerta. Subió la tranca, la sujetó con el
pasador y tiró de la puerta, pero la puerta no se abrió. Sabía que estaba
hecho un asco, que no tenía fuerzas, pero no tanto como para no poder con la
puerta de un refugio, la verdad. Lo intentó varias veces y siempre en vano.
Hasta que desistió, con un manotazo de desprecio en el aire. Se había retirado de la puerta, sí, pero seguía
mirándola de reojo. Le intrigaba. Además, la cosa era urgente. Tampoco estaba
como para andar pensando mucho. Le dolía
la cabeza, sentía el cuerpo en pedazos, solamente unidos por el dolor
y la fiebre. Ya no tenía otro remedio. La cosa era inaplazable. Se puso de
cara a la pared y orinó en una de las esquinas. ‑Los placeres, cuanto más simples, más
dulces son‑ explotó con toda cordialidad, una
vez que se sintió vacío. Y le invadió el rostro una sonrisilla ridícula. “Últimamente estoy hablando demasiado conmigo
mismo”, pensó. El primer trabajo fue reanudar el fuego, porque a
través de la chimenea se desplomaba un airecillo endiablado. Tenía que haber
muchos grados bajo cero. Luego puso el calderillo y calentó el café que le
había sobrado el día anterior, hasta que humeó y se extendió despacito por el
refugio. ‑¡Qué dulzura!‑ dijo, cerrando los
ojos y adelantando las narices en el aire, aunque esto supusiera hablar a
solas nuevamente. Los labios seguían quemándole como si de verdad
fueran a prenderse en cualquier movimiento, pero no dejó ni miga del café. Se
sentía mucho mejor y tenía que aprovechar el momento. Retornó a la puerta con
la esperanza de haber acumulado la energía que antes le había faltado y se
puso a tirar con insistencia. Todavía le zumbaban en los oídos los chirridos
del día anterior, cuando llegó. Pero ahora parecía haberse quedado
definitivamente muda. ‑Bueno, pues no te abras‑
le dijo a la puerta ‑ Eres terca como una mula. Aquí tengo de todo para
mucho tiempo, así es que, antes de que tú puedas acabar conmigo, estarán aquí
mis compañeros buscándome...... O quizás los dueños de las mochilas. Y ya que hablaba de las mochilas, se acercó y las
vació en el suelo. No solamente tenían provisiones, había también tabaco y
hasta un par de libros. David no fumaba, pero sí que le gustaba leer, aunque
fuese a la escasa luz de una lumbre. El armarito de la pared
resultó ser un botiquín en el que había, muy ordenado, desde vendas y
calmantes hasta jeringuillas. Encontró un espejo y casi le dio un vahído al
verse reflejado, tan esquelético, con la barba de días, los cabellos
revueltos y unas ojeras impresionantes. Los labios hinchados, rojos como
granadas, aparecían surcados de arriba abajo por haces de llagas. Se veía en
estado tan lastimoso que le entraron unas ganas locas de ponerse a llorar. Se
sentía incapaz de reconocerse. ¡Qué cerca acababa de estar de la muerte y qué
milagroso había caído en ese momento el refugio! Tenía de todo, podía esperar
pacientemente a que alguien llegase. Pero una idea inquietante se le vino
hasta los labios y gritó sin poder remediarlo “¡Agua!” Era lo único que allí
dentro no había y era vital. Se fue por enésima vez hasta la puerta, hasta la
maldita puerta. La palpó, la tanteó despacito, con sumo cuidado, luego con
impaciencia, y acabó tirando de ella con todas sus fuerzas. Imposible. No
sabía por qué extraño maleficio no podía desde dentro, tirando, con aquellos
cuatro maderos, malamente ensamblados, que tan fácilmente había empujado
desde fuera el día anterior, no se le ocurría qué podría haber pasado en una
sola noche despejada, después de una ventisca, para que una obstinada puerta
cambiara su condición tan caprichosamente. Intentó tranquilizarse. Aún sin agua, nada podría
pasar, llegarían unos u otros buscándole. Metió en las mochilas las conservas
que había sacado y se dispuso a organizarse lo mejor posible. Lo más urgente
era descansar, dejar pasar las horas y todo se arreglaría solo. Improvisaría
un colchón bajo las mantas con el montón de la casca de los pinos, algo donde
reclinar el cuerpo que fuera más amoroso que las tarimas del suelo. -Manos a la obra- se dijo..... Y se dio cuenta de
que seguía hablando solo de forma incontenible. Esta costumbre de hablar
consigo mismo, la mitad de las veces a viva voz, comenzaba a preocuparle. Metió las manos en el montón de casca para
extenderlo y se tropezó con algo frío y duro que inmediatamente desenterró.
Era un gordo bidón de plástico que parecía estar lleno. ‑.....Y lo mismo resulta que es agua. Desenroscó el tapón nerviosamente y..... ¡Qué
había de ser!, pues agua precisamente. La habían escondido para protegerla de
las heladas. Se sintió feliz, más que feliz, exultante de gozo. Aquel hotel
iba subiendo de estrellas a toda pastilla. ¿Qué más podría desear un opositor
a la muerte con notas tan altas, unas pocas horas antes? En uno de los
ángulos, no lejos del fuego, improvisó un colchón como de un palmo de altura,
extendió sobre él las mantas, y se quedó feliz, contemplando su suerte. ¿Qué
le faltaba? ‑Pues sin duda que también lo hay- se
contestó a sí mismo. Su buena estrella se prodigaba tanto que ya no
sentía reparo ninguno en seguir hablando en alta voz. Se puso a hurgar entre
los tubos del botiquín y enseguida encontró lo que buscaba. Fue extender la
pomada, fresca, untuosa, suave, y una infinita sensación de placer le invadió
los labios. Podría esperar días y días, “Los que me echen”, pensó; aunque
sabía que muy pronto estarían a por él. Sin
embargo, había un problema, tonto, sí, pero problema: el de la insufrible
cuestión de la puerta. La puerta constituía un desesperante reto. ¿O quizás
no? Estaba claro que no la necesitaba abierta, tenía de todo; pero eso de
sentirse prisionero, aunque en un paraíso, le irritaba un montón. ‑¿Y qué te habré hecho yo, preciosa?‑
la increpó en voz alta. Se acercó por última vez y se puso a observarla
detenidamente, diríamos que científicamente. David siempre comenzaba igual
en este asunto, midiendo bien al inesperado enemigo que se había empeñado en
interponerse entre su libertad y él mismo. La observó, la observó con toda
menudencia. Era gruesa, ciertamente, pero sin exageración, de espesos
tablones y goznes sobre zunchos de hierro que se perdían en el interior del
muro. La tranca, desde el intento anterior, permanecía desechada, en alto,
sujeta por el pasador. Todo, pues, estaba en disposición de abrir, si no
abría era porque no le daba la gana. Así es que volvió a intentarlo lleno de
fe, y de esperanza, y de todas las virtudes teologales juntas. Lo hizo como
siempre, con delicadeza, hábilmente, incluso diplomáticamente. Pero la puerta
siguió impertérrita, nada inclinada a dejarse convencer. Probó mil trucos: un
toque aquí, un empujoncito allá....... La puerta era contumaz. Luego, ya la
paciencia perdida, comenzó a golpearla y a dar tirones todo a la vez, por si
a la flauta le daba por sonar. Se cruzó de brazos ante ella, irritado. ‑¡Puerta insolente!‑ le gritó. Y se puso a atizarle puntapiés con saña hasta que
las punteras le dolieron. Estaba furioso; más, más, estaba fuera de sí. Pero
la puerta permanecía indiferente, inalterable, firmemente anclada contra el
marco, con una desvergüenza insufrible. David sintió unas ganas tan locas de
ponerse a gritar que gritó, gritó cosas indescifrables y terribles que ni él
mismo sabía qué eran, mientras la golpeaba ferozmente con los puños. Tenía de
todo, sí, pero ¿por qué no se abría aquella estúpida puerta, la misma que la
tarde anterior se había empeñado en no cerrar hasta que echó el pasador? De
su cuerpo volaron repentinamente los dolores, y de su mente voló el
sentimiento de felicidad de haberse encontrado nuevamente con la vida. De
pronto, el refugio era pequeño, le asfixiaba, era tenebroso y húmedo, sentía
la urgente necesidad de salir al aire libre. “Sin duda que habrá alguna forma de salir”, se
dijo, esta vez sin llegar a abrir la boca. Desparramó la mirada por los ya
íntimos muros, pero no había más abertura que la angosta y vertical de la
chimenea. Era impracticable. Su cuerpo jamás podría deslizarse por el último
tramo que daba al exterior. Se puso a rebuscar entre las cosas de los
montañeros con la esperanza de encontrar algún tipo de herramienta, algo que
echarse a las manos para abrir paso entre los troncos y las piedras de las
paredes. Tarrinas y tarrinas de mantequilla y cajetillas de tabaco rubio
americano, eso era lo que había, el equipaje perfecto para aguantar más que
en Numancia, o mejor, para aguantar más que Aníbal
en la nieve de los Alpes, con elefantes y todo. Eso
justamente era lo que él echaba de menos en ese momento, un elefante para una
puerta tozuda. El techo, por supuesto, era más infranqueable aún.
Además de la altura, ignoraba que sorpresa podría guardar por encima de vigas
y tablones. Pero quizás el suelo.... Se puso a inspeccionarlo. Las tarimas,
casi deshechas por la humedad, crujían bajo los pies. Este iba a ser el único
camino posible. Recorrió una a una las tablas en busca del punto adecuado, lo
más cercano posible a los muros. Encontró una tarima encorvada que sobresalía
por encima de las demás, justo lo que andaba buscando. Pero necesitaba una
herramienta para hacerla saltar y también para remover la tierra. Se le
ocurrió que únicamente la tapa del caldero, que era fuerte, podría servirle. Al primer golpe, con uno de los leños, casi la
dobló por el centro, y lo sintió, porque era una hermosura de tapa. Unos
golpes más y la herramienta estuvo lista. La introdujo por debajo de la
tarima, hizo fuerza con el pie sobre el extremo libre y la madera saltó
crujiendo. Debajo, como suponía, sólo había una capa de piedras y cascotes, y
más abajo tierra y más tierra. Levantó otra tabla, y otra, las que hicieron
falta, hasta que el hueco fue suficientemente amplio, y se puso a excavar. La
tierra se le venía a los pies y él la empujaba hacia atrás, fuera del hoyo.
¡Pero estaba tan débil! El sudor le goteaba por la frente, le corría por el
pecho, empapando la ropa. Se deshizo del jersey con
prisas, no había que perder ni un momento. De pronto cayó en la cuenta de su
obstinación y se preguntó “¿Pero por qué?” Y se detuvo a pensarlo. David era
así, todo se lo cuestionaba continuamente, aunque ya lo tuviese decidido. ‑Pues porque sí, porque sí‑
se contestó en alta voz, irritado. Y volvió manos a la obra como un loco. Con la
respiración jadeante, con todo su ser concentrado en los puños, arañó la
tierra sin descanso hasta que dentro del hoyo abierto cabía ya la mitad de su
cuerpo. La faena era por momentos más penosa, el hoyo cada vez más profundo y
el montón de tierra, en medio del refugio, más y más alto. Primero se quitó las
botas porque toda la tierra iba a parar dentro de ellas. Luego se quitó los
pantalones. Todo le estorbaba. Bueno, ya había llegado a las antípodas, así es
que era cosa de avanzar en horizontal, a ver si conseguía dar con el fin del
mundo. Pero, apenas intentado, se tropezó con algo con lo que nunca había
contado, con la dureza fría y muda de la piedra. David se puso entonces a
excavar en una y en otra dirección, con impaciencia. Inútilmente. La piedra
se extendía por debajo del suelo inacabable, infranqueable, inmensa. Era una
gran lancha sobre la que habían construido el refugio. Sentado dentro del agujero, asomando nada más la
cabeza sobre el suelo, apoyados los brazos en las tarimas, se echó a llorar.
Estaba desolado. La idea de sentirse preso era una obsesión, una terca
obsesión que lo consumía. Estaba casi desnudo, empapado en sudor y deshecho
por dentro. Los cuatro muros se le venían encima, y el cachito de cielo que
bailaba en lo más alto del hueco de la chimenea parecía reírse de él. Permaneció así un rato. No se oía ni un solo
ruido, ni el del aire fuera, ni el de la lumbre dentro, ni el de sus lágrimas
llenas de rabia. Pero en el centro de tanta desolación, de pronto, un
chirriar lento, crispante, prolongado, se le clavó en los sentidos. Levantó la
mirada, lleno de estupefacción. La puerta, aquella embrujada puerta que el
día anterior no se cerraba, que hace sólo unos instantes no se abría, que se
había propuesto descaradamente acabar con él, aquella puerta, sí, aquella
puerta endemoniada, ahora, ella solita, sin que nadie la tocase, sin que
nadie supiese por qué enigmática razón, acababa de abrirse, inundando de luz
la húmeda oscuridad del refugio, chirriando sin cesar los goznes que la
sostenían al muro. Abrió los ojos desmesuradamente. No era fácil
creerlo. Pero la puerta estaba allí, delante de él mismo, abierta,
bamboleándose al vaivén del vientecillo helado que
entraba. Y detrás de ella estaban la luz, la nieve, los horizontes infinitos,
la libertad. Como por encantamiento, todas las fuerzas resurgieron
apresuradamente en su cuerpo agotado y desnudo. Saltó fuera del agujero.
Todavía podía verse en el aire, en difícil equilibrio, transparente,
atravesado por el raudal de luz que llegaba del exterior, aunque ya a punto
de desmoronarse definitivamente, la gruesa capa de hielo que la nieve,
acumulada contra la puerta el día anterior, y la fuerte helada de la noche
habían convertido en un caprichoso bloque que tapaba en parte la entrada.
David comprendió súbitamente todo y sintió ganas de echarse a reír de sí
mismo. Ahora estaba claro por qué jamás habría conseguido desprender la
puerta del marco. Solamente el sol, ya alto en el horizonte, cayendo contra
el refugio, había ablandado el bloque de hielo hasta hacerlo gotear,
liberando así la puerta. Al fin, todo tenía un desenlace feliz, incluida la
posesión satánica de la puerta, incluido su miedo a volverse loco. Y por todo
eso y porque le desbordaba la felicidad, se olvidó de que estaba casi
desnudo, se lanzó contra lo que todavía quedaba del carámbano colgando del
marco, lo desbarató allí mismo, cayó fuera y se puso a dar saltos sin ton ni
son sobre la nieve, cogiéndola a puñados, lanzándola por los aires y gritando
a pulmón lleno cosas ininteligibles. No se acordaba de la debilidad, ni de la
fiebre, ni de la pesadilla padecida; no se acordaba siquiera de que estaba en
calzoncillos, camiseta y calcetines, ni
de que estaba empapado. No se acordaba de nada, revolvía la nieve como
un demente y gritaba, gritaba más demente aún. Pero, de pronto, se quedó mudo; más, se quedó
paralizado. Aquella historia de sobresaltos parecía que jamás tendría fin. La
puerta (¡siempre aquella maldita puerta, Señor!), girando primero despacio y
luego súbitamente, sin que nadie la tocase, volvió a cerrarse ella solita. Y
él lo vio todo, pudo verlo desde donde estaba, allí mismo, a unos pocos
metros; pero ocurrió tan deprisa y le producían tanto estupor los
impredecibles movimientos de aquella puerta que no fue capaz de reaccionar.
Si poco antes se había abierto sola al deshacerse el bloque de hielo que la
atenazaba contra el marco, ahora acababa de cerrarse porque una pizca de aire
había tenido la estúpida idea de colarse por la chimenea, empujándola.
¡Siempre tenía una excusa aquella puerta, siempre, como si estuviera
realmente endemoniada! Pero lo terrible no era que se hubiera cerrado, lo
terrible era que, al portazo, pudo oír un golpe débil, exactamente como de
algo que caía al suelo por dentro, seguido de un rastreo y de un ruido sordo,
que a él le parecieron justamente los que podían hacer el pasador, cayendo al
suelo, y la tranca, deslizándose hasta empotrarse en la caja del marco. David sintió que se le erizaban los cabellos, que
se le erizaba el alma. ¿Sería posible...? No, no, no, de ninguna manera, no
podía ser. Se acercó cautamente, sigilosamente, con miedo evidente de
comprobar lo que no quería en modo alguno comprobar. Cuando tuvo la puerta al
alcance de las manos, las extendió, pero las dejó en el aire, sin llegar a
tocarla. Sentía pánico. ¿Y si de verdad hubiera saltado el pasador al suelo,
con el portazo, y hubiera caído la tranca en su caja? ¿Y si la puerta
estuviera otra vez cerrada, pero ahora al revés, con él fuera? ¿Y si ya no
pudiese entrar, casi desnudo y con no sabía cuántos grados bajo cero? No tenía más remedio que seguir extendiendo las
manos para comprobarlo, despacio, contenidamente, hasta apoyarlas al fin en
la puerta, sólo apoyarlas, sin hacer presión. Un escalofrío le recorrió la
espalda al contacto helado y duro de la madera. Le pareció que ya tenía que
haber cedido. No obstante, empujó débilmente, y luego más fuerte, y luego más
aún, y por último con todas sus fuerzas. La puerta no se abrió, no podía
abrirse, porque, efectivamente, el pasador había caído y la tranca había
bajado. Estaba como estaba antes, cuando se sentía
encerrado. Pero ahora no había ningún lugar para la esperanza, porque si
antes no fue capaz de salir, tampoco ahora sería capaz de entrar. Todo era lo
mismo..... todo era lo mismo, pero invertido: ahora se encontraba desnudo,
sin fuego, sin provisiones y a la intemperie. *
* * |
Cuando el viejo acabó el relato era ya muy tarde. La mayor parte
de los parroquianos habían desfilado y las mesas aparecían desiertas. Pero el
ambiente estaba más denso que nunca. El humo de tantos cigarros se hermanaba
con el humo de tantos fritos, cada vez que abrían la puerta de la cocina, de
manera que el aire en el Etori Bi
no era aire, era una nube azulada y picante. ‑Ayer con el panteón y hoy con el refugio..... Uno no gana
para sobresaltos- le comenté. -¡Cómo puedes decir eso! La del violinista era una historia
enternecedora. -Puede ser. Pero el David de hoy me ha dejado un nudo en el
corazón. El viejo se encogió de hombros, en un gesto de inocencia. -Los acontecimientos que te he contado son los que nos parecieron
más probables. Todos los componentes del equipo de rescate estuvimos horas
discutiendo que pudo ser lo que realmente ocurrió. Lo único que comprobamos
fue que el muerto estaba bien muerto, que estaba desnudo, fuera y con la
puerta atrancada por dentro. Cuando la derribamos, vimos el túnel del suelo y
todo lo demás. Parece fácil imaginar el drama que se desarrolló en aquel
refugio. Lo del témpano de hielo que atrapó la puerta durante la noche es
solamente una hipótesis, la hipótesis que nos pareció más probable a todos. -Pero tu conclusión particular fue otra, muy por encima de esa. Él se quedó mirándome. No me comprendía. -Antes de contarme la odisea de David, me dijiste que “....Creyó
hacer lo mejor y se equivocó”. También me dijiste que “....Los
acontecimientos nos superan con mucho”. Como ves, soy un buen discípulo y te
escucho con atención. -No recuerdo lo que te dije, pero, desde luego, eso es lo que
pienso. -En definitiva, desprecias la libertad. Uno se equivoca, y si
alguna vez no se equivoca, lo más fácil es que le superen los
acontecimientos. -Depende de a qué libertad te refieras. Me puse a encender un cigarrillo para darme tiempo. El viejo me
podía, no me daba tregua, caminaba siempre por delante, sin duda porque tenía
muchos más años que yo y muchos más horas para pensar. Me planteaba las
papeletas tan precipitadamente, unas sobre otras, que producían en mí una
sensación de asfixia intelectual irremediable. ‑Estás jugando con ventaja. Como él me miró, sin decir nada, le expliqué más despacio mi
problema. ‑.......Que tú ya lo tienes pensado todo, sencillamente,
que tienes más años que yo y ya te lo has planteado todo. Te cuesta poco
hablar porque hablas repitiendo lo que tienes en ese pedazo de archivo‑
le dije, señalando a su cabeza‑ Pero yo no, yo tengo que pensarlo sobre
la marcha. ‑Si te refieres a esa libertad enana de la que todos
hablan, la de hacer esto o hacer lo otro, la de hacer lo que a uno le da la
gana, ésa es una libertad estúpida. Ya ves como terminó el pobre David. Por
supuesto que los acontecimientos nos superan. -Supongo que la otra libertad a la que te refieres es la moral. -Si me conocieras más, sabrías que a ésa también la desprecio. Es
la cualidad que nos distingue del resto de la creación, pero realmente es una
cualidad maldita, porque nos llena de responsabilidad y nos hace infelices.
Conocer el mal y ser capaces de optar por él es una maldición, no un
privilegio. Los felices son los ángeles, no los hombres. No se me ocurría en qué otra clase de felicidad estaría pensando
mi amigo, pero enseguida me despejó la duda. -..... La gran libertad que todos perseguimos y nadie alcanzamos
es otra, es la del corazón, la interior, la que se sacude los complejos, las
pasiones, las ambiciones y los miedos, los enemigos que nos encadenan y nos
someten al mal y a la infelicidad. Esa es la gran libertad. En ese momento se presentó el tabernero con trapo y bandeja,
recogiendo cuanto quedaba en las mesas. ‑Es hora de cerrar‑ dijo, con toda franqueza. Miré a derecha y a izquierda y vi que el viejo y yo nos habíamos
quedado solos. Nos levantamos los dos a la vez, cogimos nuestras ropas de
abrigo y salimos del Etori Bi.
En cuanto nos vimos en la calle, volví a tomar la conversación por el asunto
de la libertad en que la habíamos dejado. ‑De vez en cuando me veo volando, pero sin ningún esfuerzo,
sin tener siquiera alas. Vuelo sólo con quererlo, con tener fe. Luego, cuando
despierto, me doy cuenta de que el gran problema es que uno está minado de
dudas. Por eso no arrancamos a volar despiertos El viejo todavía siguió andando un trecho, rumiando lo que le
había dicho. ‑La consciencia es como una losa- me contestó, al fin- La
consciencia sirve para saber quienes somos, pero también para llenarnos de
inhibiciones y de vergüenzas absurdas. Sirve para acabar por confinarnos en
una silla de ruedas cuando todavía somos unos niños. ‑La primera vez que oí hablar al padre Dorronsoro
de las parálisis del alma no le entendí. Era demasiado joven para entenderle. ‑No sé qué te diría ese padre Dorronsoro,
pero es terrible no darse cuenta de que estamos todos en la silla de ruedas.
Amo la libertad porque sé que no la tengo y porque sé, además, que es
inalcanzable aquí. Los complejos, las pasiones, las ambiciones, los
miedos..... ¡Demasiado equipaje para deshacerse de él! Seguimos andando lo que nos quedaba de camino juntos. Antes de
llegar a ese puente por donde mi amigo me abandonaba todas las noches, le
pregunté. ‑¿Cuál es tu nombre? ‑Dimas‑ me dijo‑ Dimas me llamo. Y se marchó, con su estrafalaria silueta a cuestas, los cabellos
largos y canosos flotando sobre los hombros, como la vela deshilachada de un
barco en desguace. Yo siempre aprovechaba el camino de vuelta, ya en solitario, para
ordenar los pensamientos. A veces me pasaba del hotel, pero no por distracción,
intencionadamente, porque llega a ser un vicio esta inclinación mía de
caminar pensando. Daba entonces un pequeño rodeo por la ciudad antes de
acabar en la habitación del hotel. En la cama memorizaba todo lo que me había contado Dimas, mientras
fumaba el último cigarrillo del día antes de quedarme dormido. Alguna vez, el
sueño galopaba más rápidamente que la lumbre del cigarro y éste caía de los
dedos a la sábana, o al pijama, o le daba tiempo de perforarlo todo y llegar
a la piel. Luego tenía todo el siguiente día para lamentarlo y para hacer
firme propósito de no volver a fumar en la cama. Entonces me sentaba ante la
portátil y pasaba a los folios cuanto me había contado Dimas la noche
anterior. --------------------------- Esta publicación está
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© Gregorio Corrales. |