Dibujo de Jesús María Navas
I Desemboqué en una plaza no excesivamente grande, pero tan
desierta que parecía un erial. Se veían dos niveles separados por un pretil,
y desde el más alto partían unas escalinatas que se perdían de vista
escalando, escalando, escalando. No había ni un alma porque hacía frío y
lloviznaba. Tampoco la hora era como para andar por ahí. La noche estaba
terriblemente oscura en Bilbao, sin una estrella. Al fondo se destacaba un caserón viejo y amarillento que, como a
la calle, se le habían caído todas las estrellas. No se le veía ni un solo
hueco, ni un solo balcón. A sus pies arrancaba una calleja estrechísima que
se ponía a trepar, desde lo más alto de la plaza, y se perdía barrio arriba.
La entrada de esta calleja era como un embudo, angosta y alta, entre las dos
aristas de dos caserones inclinados, a punto de desplomarse sobre ella. Me llamó tanto la atención que me encaminé sin pensarlo. Bajo su
arista inclinada, casi en la misma esquina, se veía la portezuela de madera
del Goitik Bera y, un
poco más arriba, un letrero, “calle Iturribide”. A
esta calleja tan maloliente y sombría le sobraban, sin embargo, todos los
balcones que le faltaban a la fachada de la plaza, balcones a uno y otro
lado, colgados de paredes increíblemente sucias y desconchadas, que con sus
cuatro pisos amontonados unos sobre otros, apenas dejaban entrever un cachito
de noche en lo más alto. Los balcones del Goitik Bera eran de viejos tablones, y como el más próximo se
columpiaba justo encima de la puerta, crucé ésta sin poder evitar un
escalofrío. No me llevé ninguna sorpresa. El interior se correspondía
exactamente con las fachadas. Siempre me han seducido estos lugares intactos,
arrinconados. Había una luz mediocre, un mostrador sucio situado en el centro
geográfico del local y dos viejos que servían vino. Todo era anárquico y
rancio: un velador de mármol junto a la única ventana, una interminable mesa
de madera con banco corrido, una lumbre que mantenía las brasas al rojo con
la ayuda de un moderno ventilador, pellejos de vino sobre una meseta
inclinada y una trastienda misteriosa, oculta por una cortina y situada, como
el mostrador, en el centro mismo del local, haciendo entre ambos un
rectángulo interior. Pero lo que más me llamó la atención fue el verde mermelada
brillante de las paredes, y sobre todo, el reloj de péndulo que aparecía
colgado y en absoluta soledad en el centro de la interminable mermelada de la
pared. ¿Qué pintará aquí un reloj de
péndulo, con su caja de madera, su cristal y sus números romanos y todo?,
me pregunté A su lado, la puerta chirriaba, se estremecía toda y se abatía
nuevamente contra el marco, con un quejido sordo, cada vez que un nuevo
parroquiano se aventuraba por ella. Entrar en la tasca era como aventurarse en el pasado. Resultaba
difícil situarse así, de pronto, en aquel ambiente viniendo de fuera, era
como volver cuarenta años atrás. La luz cansada de las bombillas, el humo de
los cigarros, el amasijo pesado de las conversaciones y los mil ruidos de los
vasos, de las pisadas y de la quejumbrosa puerta se amontonaban en el aire,
haciéndolo irrespirable y único. Me acerqué al mostrador y pedí un vino. Era
forzoso hacer un alto. Llevaba horas dando patadas por Bilbao y tenía plomo
en los pies. ‑¿Blanco o tinto? -Es lo mismo. Me sirvió de una cafetera de aquellas antiguas, de chapa
esmaltada, con su tapadera, su asa y su pitorro, y con sus desconchones
también, y a mí me hizo una gracia loca la particularidad. ‑¿No tiene un cachito de mesa y de silla por ahí? Me
gustaría comer algo. ‑Ahí tiene sitio, donde el viejo. El “viejo”, como él lo llamó, estaba solo en una mesa. No me
hacía ninguna gracia compartir el descanso. Pero no había más lugar libre. ‑¿No le sentará mal? -¡Ni hablar! Usted es a su medida. A su medida .... ¿por qué? Me hubiera gustado que me lo aclarase,
pero el tabernero andaba atareado fregoteando vasos y atendiendo a los
clientes. Cogí mi vino y le pregunté sobre la marcha. ‑¿Qué tiene para comer? ‑Aquí sólo hay pinchos de carne. Pero es ahí‑ me
indicó, señalando a las brasas que enrojecían con el ventilador. Frente al único velador de mármol, de esos que había en los cafés
antiguos, junto a la única ventana y con el vaso de vino a medias, estaba el
viejo. Parecía absorto. ‑¿No le importa?‑ pregunté, señalando al taburete que
había frente a él. Levantó la mirada perezosamente. No dijo nada. Quitó el
cigarrillo del borde de la mesa, dejando la mancha tostada de la nicotina. ‑Confío en no molestarle, pero es que no hay otro hueco. No sé si yo sería a su medida, según el tabernero, pero parecía
evidente que no le interesaba demasiado. ‑Llevo un buen rato dando patadas- le dije después, en
vista de que él nada hablaba. ‑¿No eres de aquí? Le dije que no, claro. Me alegró ver que me tuteaba. ‑Estás en el Bilbao viejo. ‑Lo sé. He venido precisamente porque quería patear estas
calles. ‑En noches como ésta, yo también me pondría a caminar hasta
que me reventasen los pies. Pero ya soy viejo y el reúma
me pesa demasiado. ‑¿También le gusta caminar de noche? ‑La noche tiene algo especial. Lo malo es que ya tengo más
años que la carcoma y todavía no sabría decirte qué es. ‑La oscuridad.... el silencio.... ‑Fíjate si hay oscuridad y silencio ahí abajo‑ dijo,
señalando con el pulgar hacia la bodega‑ y te aseguro que me aburre.
No, no. El hechizo es de la hora, más que del escenario. Todo se mira con
ojos distintos, según el momento. ‑Hoy, además, está lloviznando. El viejo se llevó el vaso a los labios, dio un sorbo
insignificante y continuó sobre mis palabras. ‑.... Se moja el empedrado y se refleja la luz de las
farolas donde mires. Hay una soledad rabiosa, la gente está a cobijo; y sin
embargo, parece que todo está lleno de algo que anda vivo. Le miré atentamente. No sabía ante qué tipo me hallaba, pero
desde luego no se trataba de un hombre del montón. Tenía la cabellera larga,
entrecana, desordenada, lo que le prestaba un cierto aire bohemio. Era enjuto
y cargado de hombros, tanto que casi tomaba la apariencia de jorobado. Me
evocaba, sin remedio, la figura de Valle Inclán.
Sus manos sarmentosas, extremadamente descarnadas, de esas manos que en los
libros corresponden al hombre escéptico y pensador, jugueteaban
incesantemente con el vaso de vino, girándolo entre los dedos, desplazándolo
en infinidad de movimientos breves e inconscientes mientras hablaba. ‑.... ¡La noche! ¡El silencio!‑ continuó, pensando en
alta voz‑ No existe conversación más agradable que la que nunca se
llega a mantener. Por un momento me sentí incómodo. Quizás yo era el inoportuno
advenedizo que turbaba su soledad ‑.... Ni existe hora más feliz que ésta, la hora en que el
mundo se para- y añadió, concentrando en mí su mirada por primera vez- Uno es
un tonto sin remedio cuando se pasa la vida haciendo cosas, siempre
convencido de que está construyendo el mundo. ¡Caramba! Acabé por darme cuenta de que me hallaba ante un
personaje singular. No estaba acostumbrado a que me hablasen así a las
primeras de cambio. Y me agradaba, me agradaba muchísimo. Ahora ya me decidí
a observarle con atención. Vestía no sólo de forma descuidada, incluso vestía
pobre y viejo. Llevaba un grueso capotón azul
oscuro, un capotón marinero que no se había
quitado, y debajo una camisa de franela de grandes cuadros. La barba también
larga y entrecana, como el pelo. Los ojos del viejo eran de color caramelo y
miraban desde muy remoto, como esa mirada que nos devuelve la profundidad de
un pozo. ‑Te gusta filosofar‑ le dije, tuteándole por primera
vez. Se quedó un momento pensándolo, como si jamás se hubiese
planteado una cuestión tan trascendente. Creo que le pareció demasiado
pretencioso lo de “filosofar”. ‑Tengo una incorregible inclinación a pensar, si es a lo
que te refieres. Pero no sé para qué, porque ya soy más viejo que la tos y
todavía no he dado con la clave. Lo de la tos era un casticismo que no tenía previsto que me lo
soltaran en Bilbao. Pero resulta que además buscaba una "clave". ‑La clave.... ¿de qué? ‑De todo- me dijo con una inmensa naturalidad- No he
solucionado todavía nada, y ya ves que estoy a punto de coger el billete de
vuelta. ¿Tú sabes dónde está la verdad? ‑Así, de pronto.... Dio la última chupada al cigarrillo, que realmente se había
consumido sobre el mármol él solito, y lo aplastó en el suelo, bajo la bota. ‑Pues te anticipo que no vas a encontrarla nunca. Si eres
cabal, vive y no le preguntes demasiado a la vida. Es como esa noche que está
ahí fuera, con sus farolas, su silencio y su lluvia fina, así de insinuante,
pero nunca te contestará a nada. ‑¿Quieres un cigarrillo?‑ le pregunté, a pesar de que
acababa de apagar el suyo. Con el tiempo aprendí que jamás decía que no al tabaco. ‑Siendo negro, sí. Antes me los echaba de picadura, los
liaba; pero en estos tiempos eso ya no se estila. Hasta el Abadie ha desaparecido. Acometimos la nadería de encender los cigarrillos con parsimonia,
con enorme conciencia, como dos hombres que quieren sellar su naciente
amistad con algo compartido. Fumamos por unos momentos sin decirnos nada,
quizás por eso de que la mejor conversación es la que nunca se llega a
mantener, según él. Cada vez que abría la boca para aspirar el humo, dejaba
ver los dientes gastados, ennegrecidos por el alcohol, la nicotina y los
años. Era hombre de boca apretada y fina, cejas arqueadas y nariz aguileña,
rasgos que yo iba captando a medida que intentaba penetrar en su alma, que
empezaba a parecerme la de un hombre genial. Su piel, irritantemente blanca,
descolorida casi, denunciaba su permanencia en el ambiente de la ciudad, de
la tasca, de la niebla y de las calles sucias y apagadas. ‑¿Te gusta la naturaleza?‑ le pregunté de pronto y
aparentemente sin sentido, pero sin duda porque me irritaba su piel tan
urbana. ‑Siempre me gustó vivir al aire libre. Pero a mi edad
resulta difícil escurrirse de esta prisión. Así es que me llevaré a la tumba
ese amor, que tiene el encanto de ser un amor de juventud. ‑Iba a preguntarte cuál es tu vida, pero vas a pensar que
soy un maldito entrometido. ‑Ahora, la que ves. Un vaso de vino y los recuerdos. El
cuerpo ya no da para más. Pero he hecho muchas cosas, muchas, y he viajado mucho
más aún, porque ninguna de esas cosas me ha llegado a enamorar nunca. No sé cómo estaría su cuerpo de viejo, pero pensé que el mío iba
a fallecer si no comía urgentemente algo. Le dije que me disculpara por
dejarle solo y me acerqué al hombre que soplaba con el ventilador
obstinadamente en las brasas. Mientras me preparaba un par de pinchos, pedí
una cafetera de vino en el mostrador y me volví con todo a la mesa. ‑Te acompañaré un poco‑ me dijo, al darle su pincho‑
no sea que lo tomes como un desprecio. Pero a mis años, uno se mantiene ya
sólo de pensamientos. Sonaron no sé cuántas campanadas en el reloj de péndulo, el que
pendía de la pared mermelada. Me di cuenta de que el pincho que tenía entre
las manos no era tal, sino una distinguida aguja de hacer punto las señoras.
Y delante de mí el viejo, tan estrafalario. Eché una mirada a mi alrededor y
pensé que todo era inusitado. Por un momento creí que estaba en un sueño, que
nada era real. Tuve que preguntarle algo para salir de la duda. ‑Me decías que has viajado mucho. El viejo asintió. ‑Lo poco que yo he corrido ha sido siempre dentro de casa.
Aquí donde me ves, todavía no he pasado ni una sola vez la frontera. ‑En cambio, hubo años enteros en los que yo no la crucé de
regreso. ‑¿Por tu trabajo? ‑No. Ya te he dicho que buscaba algo, aunque nunca he
sabido el qué. Conozco el Mediterráneo y casi toda Europa. ‑Yo no he tenido esa suerte. ‑Casi toda la andadura la hice por mar. He estado en los
barcos de contramaestre, pero también de marinero, de camarero y hasta de
polizón. En esos amores he recorrido toda la escala social, como don Juan.
Pero también me he metido tierra adentro en ocasiones. He sido traductor, he
dado clases y hasta he sido confidente de algún gobierno en apuros, ya me
entiendes. -Eso ya es otra cosa. Me miró, un poco desconcertado. -Cuando me has dicho lo de marinero, camarero y polizón, no sé,
pero me ha parecido que algo chirriaba. Tienes más aspecto de
profesor-traductor-espía, la verdad, que de marinero-camarero-polizón. -Fui uno de esos universitarios inconformistas, tan al uso en la
época. Lo colgué todo, me eché al mundo demasiado pronto y tuve que hacer de
todo para poder comer. ‑Me parece apasionante. ‑Pues ya ves, de todo eso no me queda nada, solamente
cansancio y reúma. ‑Yo escribo. Si hubiera podido vivir lo que tú..... ‑Para andar por el mundo tanto hace falta ser libre. Lo
primero es elegir entre la libertad o hacer algo de provecho. Tú has elegido
lo segundo, y te felicito. ‑Lo dices como si conocer mundo fuera una pérdida de
tiempo. -Lo digo porque a mí no me quedó una familia, por ejemplo. Lo
intenté una vez y no tuve suerte. ‑Yo sí. No tengo hijos, pero tengo una mujer genial. ‑Yo daría todo lo vivido a cambio de eso. Lo dijo con tal tristeza que comprendí que era más sensato
cambiar de rumbo. ‑La verdad es que tampoco he tenido tiempo de nada. La vida
se me va en un suspiro rellenando folios. ‑¿Qué escribes? ‑Si le preguntas a la gente, nada. Nadie sabe quién soy. ‑Te lo pregunto a ti. ‑Un escritor de verdad debe saber escribir de todo, ¿no
crees? ‑No lo sé. Lo mío es pensar. ‑No comprendo a esos colegas que se confiesan dramaturgos,
o novelistas, o poetas, y que se sienten incapaces de salir del corralito. A
mí me gusta crear incluso cuando se trata de clavar clavos. Eso de los
géneros creo que lo han inventado los malos escritores. ‑No sé, no sé.... Pienso en un poeta y me parece un tipo
tan diferente a los demás escritores que casi estoy por darles la razón a
quienes dicen eso. ‑Poeta no es sólo el que escribe versos, poeta es el que
dice cosas poéticas, aunque sea en casa, hablando con su mujer. Otra cosa es
la poesía, que solamente hay una y ahora la han destrozado. ‑Mi vista anda ya hecha un asquito, como todo yo; pero me
gustaría que me dieses algo tuyo para leer. Le dije que en cuanto volviese a casa se lo mandaría. El viejo le
dio uno más de esos sorbos insignificantes al vaso de vino y me preguntó, con
toda naturalidad. ‑¿Qué haces en Bilbao, amigo? ‑Está tan en candelero tu gente, por la cuestión que sabes,
que he pensado que era el momento de escribir sobre la otra cara, la de la
calle, la de cada día. ‑¿Un libro? ‑Unos cuantos artículos para un periódico. ‑Es la primera vez que vienes‑ dio por hecho. ‑La primera. ‑No te acompañaré porque no estoy para muchas, pero te diré
dónde está todo lo que tienes que ver. Apenas acabábamos de conocernos y el viejo me hablaba como si
fuéramos amigos de toda la vida. Estaba de vuelta de todo, también de los
protocolos. ‑No quiero sitios especiales, ¿sabes? Quiero conocer el
puerto, los mercados, el casco viejo....Pero también las calles de la gran
capital. Todo. ‑..... Bilbao, la gente‑ concluyó él la frase por mí‑
Hablando contigo me parece hacerlo conmigo mismo hace cincuenta años, cuando
empecé a andar por el mundo. En Florencia, un florentino se emperró en
llevarme a ver arte. Le dije que lo que a mí me interesaba eran los hombres,
que sus obras están vacías. Acabamos malamente. Aquel estúpido italiano lo
tomó como un desprecio. ‑No sé si eres de aquí. ‑Aquí vine al mundo. Pero realmente no soy de ninguna
parte, o mejor, soy de todas. Me cargan los patrioteros, los pueblerinos. Y
ya ves, como por una maldición vine a nacer en medio del avispero. ‑El terruño siempre tiene algo. Has vuelto a recalar en tu
Bilbao, y es lógico. ‑Eso es cierto. Uno puede hacerse todas las podas que
quiera, pero nunca es capaz de desprenderse de las raíces. Es inevitable
volver a casa. Lo que quería decirte antes es que el hogar es el hogar, pero
convertirlo en algo sagrado y excluyente no es otra cosa que fanatismo
pueblerino. ‑Yo no tengo ese problema. Como la mayoría de los nacidos
en Madrid, llevo sangre de los cuatro puntos cardinales. ‑La mía es de vascos y sólo de vascos, y además de este
Bilbao, que entonces, cuando muchacho, me parecía tan chiquito, y ahora, de
viejo, resulta que me sobra con un par de calles: la que va para mi casa y
ésta. ‑No se me ocurre pensar cómo vives‑ le dije, sin
disimular mi curiosidad por él. ‑Solo. ‑Eso es muy duro, a tus años. ‑No tuve coraje para parar mi vida a tiempo. Debí mirarle lleno de espanto por lo que parecía querer decir con
esas palabras. ‑No me mires con esos ojos de búho, no estoy hablando de
quitarme la vida. Te decía antes que he hecho muchas cosas y que, al final,
uno sólo siente vacío. Me hubiera gustado echar el ancla en algo, ¿sabes?
Viviendo así, a salto de mata, uno acaba por hacerse un escéptico y por no
amar y no creer en nada. ‑Tú mismo me has dicho que lo hacías porque buscabas algo
que nunca has encontrado- dije, intentando justificarle. ‑A lo mejor no lo encontré simplemente porque no sabía bien
qué era lo que buscaba. A lo mejor eso es una mentira piadosa para
disculparse uno mismo el no ser fiel a nada. De fidelidad solamente entienden
las mujeres. Con su aspecto y viviendo solo, tampoco me esperaba esas palabras
de elogio a las mujeres. ‑Las admiras- comenté. ‑No sé si las admiro, pero desde luego las adoro. Puedes
poner eso en tu libro, si algún día escribes sobre mí. Volvió a dejar el cigarrillo en el borde de la mesa y a tomar el
vaso de vino entre las manos. Dio un breve sorbo y se puso a juguetear con
él, como siempre mientras hablaba. ‑Verás‑ me dijo‑ Déjame que te cuente una
historia.... Bueno, si es que no tienes prisa. Y se quedó mirándome, esperando mi autorización. Le dije que no
tenía prisa ninguna, que las noches de un escritor son precisamente para
vivirlas. ‑Esto de la fidelidad de las mujeres me ha traído a la
memoria la historia de una fidelidad, aunque la protagonista no fue una
mujer, fue un tipo extraordinario, un violinista que conocí hace ya
muchísimos años. Pienso que quizás por ser violinista pudiera tener también
algo de femenino en su alma. Era un hombre sensible, desesperadamente
sensible y sentimental. Lo recuerdo muy bien ...... tan pequeñito, tan
callado, tan tímido.... Era de esa gente que parece estar pidiendo
continuamente perdón por existir, por la impertinencia de haber venido al
mundo. Su vida era su violín, solamente su violín, nada más que su violín. Lo
tocaba con manos de ángel, lo amaba de forma sobrenatural, tanto que hizo una
cosa descabellada, una profanación. Pero mejor te lo cuento y tú mismo juzgas
su locura. Y mientras yo descolgaba con los dientes el último pedacito de
carne de la aguja de hacer punto, él, entre sorbo y sorbo de vino, abandonando
a veces la historia para dar una chupada de la amarillenta colilla,
aplastarla y encender otro cigarrillo que iba a parar, como todos, al sufrido
borde de la mesa, fue contándome lo que hizo su amigo el violinista. |
EL
VIOLINISTA Encajó la llave en la cerradura. Una.... dos
vueltas. Los muelles se estiraron chirriando, sacudiéndose el sueño de muchos
meses. Apoyó la mano sobre el pomo de la puerta y la hoja giró despacio, muy
despacio, dejando escapar un gemido que helaba la sangre. Era irremediable:
cada vez que abría aquella puerta le acometía la misma sensación de
sacrilegio, de colarse en lo infinito sin permiso. Sin embargo, la estancia
nada tenía de infinita, era un minúsculo panteón en el que apenas había lugar
para algo más que la longitud de los muertos. La luz de la mañana se había colado con él,
rebotando por las cuatro paredes, de aquí para allá, como un niño curioso,
elevándose en espiral hasta besar el vértice de la cúpula; y el aire, el vientecillo que andaba soplando desde el amanecer, arrastró
el alma de pergamino de las rosas abandonadas y secas del suelo. Pisó con
reverencia aquellas piedras mudas, dormidas. Sobre el pequeño altar, un
cristo le devolvió, en una chispa de luz, todo el raudal de luz que se colaba
por la puerta. El hombre era pequeño, enjuto. Vestía una chaqueta
raída y una corbata de lazo que le pingaba sobre la pechera de puro vieja. La
cabellera, larga, le flotaba por encima de las orejas, casi enlazando con los
enormes bigotes. Tenía el aspecto de un impenitente bohemio. Cerró la puerta, pero la luz de la única claraboya
resultaba insuficiente. Abrió de nuevo la puerta. Fuera, los cipreses jugaban
a su eterna marcha a lo largo de los paseos. Las losas de las sepulturas,
blancas unas, enmohecidas otras, con sus cruces de piedra y sus jarrones
vacíos, se sucedían por centenares de metros, perfectamente alineadas, como
escuadrones dispuestos a erguirse al toque de la trompeta del Juicio Final.
El sol rebotaba en cada una de ellas. "No te olvidamos"....
"Aquí yace"..... "Descansa en paz".... "Entregó su
alma a Dios".... Pero él no había ido para admirar la blanca
quietud de los muertos. Dejando en el suelo el pequeño maletín, sacó de
dentro cincel y maceta, se plegó sobre sí mismo y, sin más preámbulos, como
quien lleva en la mente medida la inscripción desde mucho tiempo, comenzó a
esculpir en el lateral de la única sepultura que había en el panteón. Algunas personas pasaban por un momento ante la
puerta, aflojando el paso para darse tiempo a ver qué ocurría dentro, donde tantos
golpes sonaban en el único panteón del cementerio que no tenía inscripción
sobre la cancela, ni escudo familiar, ni más claraboya que aquella que se
abría sobre el dintel de la puerta, ocultando el interior bajo el cristal
esmerilado. Pero el desconocido parecía ignorar cuanto le rodeaba. Dentro,
inclinado, con la maceta en la mano derecha y el cincel en la izquierda,
golpeaba una y otra vez, ¡zas!, ¡zas!, ¡zas! Y al compás de los
golpes se le iban sobre la frente los mechones del cabello. ‑A la paz de Dios. Se volvió sobresaltado. ‑¡Ah!, es usted, padre. Estaba tan abstraído
que confieso que me asusté. ‑Pues lo siento, hijo. No es precisamente mi
misión la de asustar a nadie. Apuesto a que ya creías que te hablaban desde
el otro mundo. ‑No tanto como eso. Además, ¿quién iba a
hablarme? ‑Pues los muertos, hijo, los muertos‑ dijo el páter,
remontando la mirada por encima de los lentes y señalando a la sepultura,
como quien dice una verdad de perogrullo. Era simpático el curita, tan chiquitín y tan
pasadito como una reliquia vestida de manteos. Porque era de los que seguían
usando sotana ‑Dicen que morir es descansar- insistió. ‑Eso dicen, padre. ‑Sí, pero yo lo digo por los martillazos.
¡Ay! ¡Padezco tanto de dolores de cabeza que me aterra pensar que, aún
después de muerto, vendrá algún alma caritativa, como tú, a tallar en mi
carne su recuerdo! El hombre no dijo nada, dejó escapar una
sonrisilla tonta por salir del paso. ‑Claro, que al menos tengo la suerte de que
no seas tú mi deudo‑ añadió. El hombre removía el cincel con impaciencia entre
las manos, sin abrir la boca. ‑¿Sabes que eres muy locuaz, hijo? Me lo
estoy diciendo todo yo solito. ‑¿Y qué quiere que le cuente? ‑Pues lo primero, por cuenta de quién has
venido a trabajar. Me conozco cada una de las sepulturas de este cementerio,
¿sabes? Ya llevo la friolera de treinta y cinco años de capellán de estos
muertos. ¡Figúrate! Si a eso le sumas que nací aquí y que aquí siempre he
vivido, resulta que puedo contarte la historia de todos ellos como si ciertamente
fueran hijos de mi sangre. Hasta puedo decirte sin errores cuál va a ser mi
próximo parroquiano. Sí, sí, ya lo creo. Cada vez que salgo y veo a uno de mi
quinta, que si la tosecilla, que si la diabetes,
que si la tensión, me digo para mis adentros "A éste lo entierro
yo". ¡Y vaya que si lo entierro! El capellán interrumpió su ameno discurso para
sentarse en el estribo del muro, junto a la puerta. ‑Estoy tan pasado de moda, hijo mío, que no
aguanto gran cosa de pie‑ y prosiguió enseguida‑ .... Pues como iba diciéndote, me
conozco a todos los muertos.... menos
a éste, y es una pena, porque así no sé a quién encomendar cuando
hago las oraciones. He porfiado mucho con el bárbaro de Damián, el vigilante,
a propósito de esto. Él mantiene que ni los dueños ni el difunto tienen nada
que ver con la ciudad, que eran gentes de fuera. Y como esto se hizo durante
una ausencia mía, no tengo fuerza para discutírselo. Pero a mí me parece que
es de la familia de los Ortiz, ¿no es eso? El hombre había soltado el cincel y la maza. Sacó
el pañuelo, antes de contestar, y se limpió el sudor de las manos. Tenía un
ligero temblor. ‑Pues..... sí, sí, eso es. ‑Aún recuerdo aquella muchacha, Teresa
Ortiz, cuando se fue lejos para casarse. ¡Ay, este zopenco de Damián, cuánto
habrá porfiado conmigo! Yo no me cansaba de decirle que esto es de los Ortiz,
de aquella muchacha, Teresa, la hija de Ortiz, el farmacéutico, que se nos
marchó para casarse y ahora ha querido volver a su tierra, para descansar. El hombre no pudo más y se salió a la puerta para
encender un cigarrillo. ‑Bueno, hijo, veo que te impaciento, y es
lógico, porque con mi carrete no te dejo trabajar. Perdóname, pero es que,
como los muertos no hablan, pues estoy deseando pillar un vivo. Y a propósito de trabajo, veo en
ti..... ¿cómo diría?.... algo diferente. Si no es porque te pillo con las
herramientas, hubiera dicho que eres un poeta, ¡fíjate qué cosas! En cambio,
por las manos, pareces todo un violinista. ¡Tan finas, tan sensibles! Hasta
manejando la maza das con cierto aire, como si tuvieras en la mano el arco‑ dijo, haciendo de violinista en el aire. El hombre no dijo nada. Dejó caer el cigarrillo en
el suelo y le enseñó la mano. Desde el dedo anular le faltaba la mitad
externa. El capellán le miró a los ojos. Tenía la misma expresión que si con
sus palabras le hubiera robado la mitad de la vida. ‑En eso no me había fijado. Perdóname‑ suplicó. ‑No hay nada que perdonar. Ha dicho la
verdad. Yo fui realmente violinista. ‑Pues peor aún habértelo recordado. ¡Esta
maldita costumbre mía de hablar tanto...! ‑Fue
un accidente de automóvil, precisamente cuando salía de ganar un certamen de
solistas. Desde aquel día nunca más he vuelto a tener entre las manos mi
violín. ‑¡Bendito sea Dios! ¡Qué metedura de pata la
mía! -De verdad, no se preocupe, no pasa nada. -Y ahora, ¿de qué vives? El violinista se encogió de hombros. -De los recuerdos-dijo luego, como la cosa más
natural. ‑De eso no se come. Pero de la maza y el
cincel, tú tampoco. ‑No, no, claro. Es que.... es que fui amigo
de Teresa.....‑ y se quedó en el aire, sin acabar de recordar el
apellido. ‑Ortiz‑
intervino el cura, ayudándole. ‑Eso, Ortiz. Yo la apreciaba mucho,
¿sabe?.... Sí. Éramos como hermanos.... Así es que me encargó que me ocupara
de sus cosas después de muerta. Dijo todo esto titubeando. Parecía evidente que se
lo inventaba. Pero su voz, de pronto, adquirió un tono diferente, y sus ojos
tan tristes se llenaron, sin que el sacerdote supiera por qué, de claridad. ‑Por eso mandé levantar esto, para que nadie
lo olvide. Un par de veces al año, cuando puedo, vengo a traer flores. El viejo capellán, con los lentes a caballo en la
punta de la nariz, seguía mirándole por encima de la montura, con ojillos
escépticos. ‑Eso está bien, hijo; sólo que un violinista
no creo que sea el más adecuado para esculpir la piedra. ¿No te parece que
ese "R.I.P" te va a quedar hecho un
asquito? El hombre miró a la sepultura sumido en la más
absoluta de las confusiones. Pero era incuestionable que la primera letra, la
R, ya estaba allí, arrancada al granito por sus manos, inflada, mayúscula, un
poco desigual, como la de la plana de un niño. ‑¿R.I.P?‑
preguntó, desorientado- ¡Ah! sí, sí, claro. Puede que haya comenzado
demasiado a la izquierda, ¿no es eso? ‑¡Si nada más fuera eso!‑ exclamó el
cura, como un niño travieso, sonriendo‑ Lo
malo será ver cómo acabas. Yo me marcho antes de que la difunta se indigne
por este desaguisado. Si algún día quieres algo, que no sean mis oficios,
claro, ya sabes donde me tienes. El sol, a esa hora, parecía ensartado en la punta
del ciprés. Las sombras se habían reducido tanto que extender la vista por el
cementerio era como ponerla sobre un cristal. La cal, el bronce, el hierro y
la piedra cegaban. ¡Zas!, ¡zas!, ¡zas! A cada golpe
saltaba una chispa de luz en la penumbra del panteón. Luego se repetía el
sonido por la cúpula, enlazándose con el siguiente, y con el otro, hasta
producir en los oídos del violinista la sensación de que navegaba en la
espiral de una caracola. ¡Zas!, ¡zas!, ¡zas! Ante la puerta se habían detenido dos mujeres,
enlutadas de pies a cabeza. ‑¿Desean algo?‑ les preguntó,
abandonando su incansable música por un momento. ‑No, no; perdone si le molestamos. ¡Es que
el panteón huele tanto a flores! ¡Cuánto le envidio! Yo, como tengo a mi Juan
al raso, no adelanto nada con ponérselas. Unas que se lleva el viento, otras
que me las quitan..... Nuestro hombre tomó unas pocas de las que tenía al
pie del pequeño altar y se las ofreció a la buena viuda de Juan. ‑¡No, por Dios! Es usted muy amable, pero no
debo cogerlas. ‑Señora, es un presente mío para su Juan. ‑¿Pero es que usted lo conocía? ‑¡Quién sabe! ‑Bueno, siendo así, no puedo negarme. Y le
doy las gracias en nombre de mi Juan. Le prometo que desde hoy me acordaré
siempre de su esposa en mis oraciones. ‑Pero Encarna, por Dios, ¿tú qué sabes a
quién tiene aquí enterrado este señor?‑ intervino la acompañante. ‑¡Y a quién ha de tener! Un hombre con rosas
solamente puede ser un hombre enamorado. ¿Me equivoco acaso, señor? ‑Pues.... no, no se equivoca. ‑¡Qué me vas a decir, mujer! A los hombres
no hay nada más que mirarlos para saber cual es un caballero. Mira, si hasta
esculpe él mismo el nombre de ella. El hombre ya le daba otra vez vueltas al pañuelo
entre las manos, mientras en la mente preparaba, a toda máquina, un nombre de
mujer. La pregunta no se hizo esperar. ‑Me gustaría saber cómo se llamaba ella. Es
por lo de las oraciones, ¿sabe? ‑Rosario. Ella se llamaba Rosario‑ les dijo, como si leyera el nombre
completo, señalando a las dos primeras letras, la R y la O, que ya tenía
esculpidas en el granito. La deuda de Juan y su acompañante se fueron, y las
horas se pusieron a correr otra vez. El atardecer había saltado por encima de
las tapias, llenándolo todo con su color naranja desteñido. El silencio se
llenaba de más silencio detrás de cada piedra, de cada ciprés. En las
esquinas del paseo se amontonaban los recuerdos y las hojas que el aire había
arrastrado desde el amanecer. Llegada esa hora, apenas nadie quedaba en el
cementerio, y sin embargo era como si miles de almas se pusieran en pie, como
si una asamblea de invisibles entonara un gigantesco aleluya que no se oía. ‑Buenas tardes. Volvió a sobresaltarse, como cuando entró el cura.
El recién llegado ni se quitó la gorrilla ni se
deshizo de la colilla que le pingaba en los labios. Había saludado y se había
quedado en el umbral. ‑Soy el vigilante. Usted perdone si le
importuno, pero es que me ha dicho don Jeremías que andaba usted haciendo
trabajos que no le son propios, y yo me he dicho: a lo mejor este señor no es
de aquí y no sabe encontrar quién se lo haga. ¡Vamos!, y no es que yo busque
ganarme la perra, porque tampoco sé yo hacerlo, como es de suponer, sino por
hacerle a usted un servicio, ¿no?, que para eso estamos aquí. Porque tengo yo
un buen amiguete.... Y se dijo él solito, del primer envite, hasta tres
minutos largos de palabras todas seguidas. Este Damián, como el capellán le
había dicho antes que se llamaba, le había salido aún más parlanchín que el
propio don Jeremías. ‑Le agradezco mucho su interés, pero es que
tengo que hacerlo yo mismo. ‑¡Ah, ya! Alguna promesa‑
aseguró, todo convencido, sin soltar la colilla de los labios. ‑Pues sí, sí, eso es..... una promesa. ‑Enseguida me lo he olido. ¡Aquí se ven
cosas tan raras! Hace años había una mujer que tenía hecha promesa de ir
desde la puerta hasta la sepultura de su hija de rodillas. La buena mujer
aprovechaba la madrugada, en cuanto yo abría. Pero claro, como no estaba
avisado ni había visto costumbre así en mis años de guarda, hasta que me
desengañé, todavía me hizo salir a su encuentro un par de veces con el alma
en un puño. A esas horas, en que todavía no se ve ni un alma por aquí, y
asomando sólo la cabeza por encima de las tumbas, ya pensaba que se me
estaban levantando los muertos- le dijo, celebrándolo con una enorme
risotada. ‑Tiene usted buen humor. ‑Oiga, nada de humor, ¡por mis muertos que
fue asi!. ‑No, no, por favor, no ponga a sus muertos
por testigos, por si acaso. ‑Bueno, pues señor‑
dijo el vigilante, cambiando de tema‑, si
usted no precisa que avise a ese amiguete mío, que
tiene manos de artista para estas cosas, y total por dos perras..... ‑Se lo agradezco‑
le interrumpió, señalando a la sepultura‑ Le
quería demasiado para encargar este trabajillo a nadie. Tengo que hacerlo con
mis propias manos. ¿Me comprende? ‑¿"Le quería", ha dicho usted?
Este bribón de capellán, con tal de quedar encima, es capaz de echar más
mentiras que en un confesionario. El hombre sacó otra vez el pañuelo para secarse
las manos. Otra vez empezaban a complicarse las cosas. Sus dedos ágiles,
nerviosos, lo denunciaban en cuanto se veía en apuros. ‑El muy tunante me ha dicho que esta
sepultura es de doña Teresa Ortiz, ¿sabe?, por quedar encima en una disputa
que los dos nos traemos desde hace tiempo. ¡Ya le espero para mañana, ya! ¿Y
quién dice usted que está aquí?‑ preguntó sin tregua Damián, mirándole
de arriba abajo, como persona acostumbrada a esa clase de cálculos‑
¿Algún hermano suyo? ‑Sí.... eso.... un hermano mío. ‑¡Ah!‑ exclamó, no sabiendo como
sonsacarle. Escupió la colilla, que le quemaba en los labios,
y los dos se quedaron en silencio. ‑Pues, para ser novato, lo hace usted muy requetebién‑ añadió al rato, mirando lo que ya iba escrito‑ ¿Cómo se llamaba? ¿Romualdo? En el granito se veían ya esculpidas la R, la O y
la M. ‑Sí, eso es.....Romualdo. ‑Me lo he figurado ¡Hay tan pocos nombres
que empiecen así! Y aún se quedó un momento, como no sabiendo qué
hacer. ‑Pues si no necesita nada de mí, me marcho.
Ya sabe donde me tiene, si algo se le ofrece.... que no sea enterrarle,
claro- Y abrió toda la bocaza en una nueva carcajada. Damián se alejó sorteando tumbas, con la boina
calada hasta las orejas, porque los muertos, para él, eran cosa de todos los
días. Aquel Jeremías, el capellán, y este Damián, el vigilante, eran dos
hombres sincronizados. Hasta se despedían con idéntica clase de bromas. El día, al fin, acabó por morir. El hombre,
sentado sobre uno de los cuatro ángulos de la única tumba que había dentro
del panteón, esperaba a que la última claridad se diluyera en el cristal de
la claraboya. La llave estaba todavía clavada en la cerradura, pero por
dentro, con sus dos vueltas echadas. Las rosas, en tan pequeño espacio, casi
narcotizaban. Fuera, ni un solo ruido, ni el quejido de los cipreses con el
vaivén del aire. Dentro del panteón, la mirada del violinista penetraba y
penetraba en la oscuridad y se dilataba más allá de los muros, como queriendo
comprobar que estaba absolutamente solo en el cementerio. Levantó la mano izquierda, la que tenía
parcialmente amputada, y la esfera del reloj se abrió en la oscuridad como un
ojo mágico. Era medianoche. Rascó un fósforo y encendió el cabo de una de las
velas del pequeño altar. La luz se extendió a duras penas por entre las
sombras. Pero suficiente. Se quitó la raída chaqueta y, colgándola del pestillo de la claraboya, cubrió toda posible salida de
luz al exterior. Después se inclinó sobre el maletín y extrajo de su interior
una linterna, acopló las pilas y la dejó sobre el suelo, iluminando el borde
de la plancha que cubría la sepultura. Volvió a tomar martillo y cincel. Los
golpes retumbaban tanto en la noche que con frecuencia interrumpía la labor,
levantaba la cabeza y se quedaba erguido, escuchando, por si ocurría algo
fuera. El haz luminoso de la linterna trepaba por la corbata de lazo y por la
blanquísima piel del rostro, prestándole un aspecto tan diabólico que el
propio Damián habría salido despavorido. ¡Zas!, ¡zas!, ¡zas! Con cuidado fue
introduciendo la herramienta bajo la plancha de granito. De vez en cuando, el
resplandor de la vela hacía un guiño y el hombre desparramaba su mirada de
búho, como temiendo que alguien viniese a estropearlo todo. ¡Zas!, ¡zas!, ¡zas!, cautelosamente, con sumo cuidado. Pero la pesada
tapa de granito crujía y temió que se le partiese. Era necesario atacar por
muchos puntos, ir abriendo pequeños resquicios y asegurarlos con cuñas. Echó
a rodar la imaginación. Por supuesto, dentro del panteón no había nada: los
dos candelabros, que no era cosa de estropearlos, y la delicada consistencia
de las rosas. Se revisó, bolsillo a bolsillo, la ropa: un llavero, unas
monedas, nada. No le quedaba otro recurso que salir. Apagó la linterna y giró
la llave en la cerradura con mimo, para que no chirriase. Descolgó la
chaqueta del pestillo del tragaluz y se la puso. Y
cuando se volvió para salir, en el mismo umbral se encontró con un perrillo
diminuto, ágil como una avispa, que con las dos orejas apuntando hacia la
noche y los dos ojuelos hacia él, como dos candiles, le miraba moviendo el
rabo frenéticamente. ‑Otro solitario. ¿Te has perdido, o es que
ni siquiera tienes dueño? El animalito se puso de manos al oír estas
palabras, como si quisiera demostrarle que le entendía y que estaba dispuesto
a iniciar una amistad. El hombre le hizo una caricia y salió. Y tras él, su
nuevo y nada deseado amigo, el chucho. En cuanto extendió la mirada encontró lo que
buscaba. En algunas tumbas, puestos en forma de cruz entre las flores, había
pequeños cantos. Eligió unos cuantos y se volvió al panteón. El chucho se
sentó sobre los cuartos traseros al ver que cerraba la puerta. ‑Tú, ahí‑ le
dijo. Y selló los labios con el dedo índice. Cerró, encendió la linterna y colgó nuevamente la
americana del pestillo del tragaluz. Cogió el cincel
y la maceta, y en cuanto hubo abierto un primer resquicio, introdujo el más
pequeño de los cantos, haciendo cuña. Y luego un poco más allá, y metió otro
más grande. Y así, poco a poco, fue separando la tapa con cuidado, con el
sigilo de quien está profanando algo. Y de pronto, un ladrido de su amigo el chucho le
dejó paralizado. "¿Habrá alguien?" Pasaban los segundos
angustiosamente. Pero un nuevo ladrido le hizo pensar que lo que el can
pretendía era que le abriese. Y todo seguido, más y más ladridos. Entreabrió la puerta. El perro permanecía como lo
había dejado poco antes, sentado sobre los cuartos traseros y sin parar de
barrer el suelo con el rabo. Le reprendió, llevándose el índice a los labios.
Pero el chucho, lejos de intimidarse, le contestó con un nuevo ladrido más
bullidor y sonoro que nunca. Comprendió que tendría que dejarle pasar si no
quería que acabase atrayendo al lugar al propio Damián. El chucho se metió,
como si eso de los panteones le resultase cosa familiar, y se sentó, como de
costumbre, clavando en el hombre sus dos ojillos. "Bueno, y ahora
¿qué?", parecía decir. El hombre reanudó la faena. Procuraba no hacer
ruido, pero era inevitable que los golpes retumbasen por la bóveda
alargándose, alargándose. De vez en cuando se interrumpía y escuchaba. Todo
parecía en orden. Luego miraba al can y el can le miraba a él, impaciente,
agitando sin término el rabo. Cuando hubo abierto lo suficiente la tapa, metió
las dos manos para levantarla. Su desmedrado cuerpo se arqueó como ballesta a
punto de dispararse, pero no consiguió alzarla. Antes de ponerse manos a la
obra había creído tenerlo todo previsto, pero las dificultades ahora iban
amontonándose sin piedad. No podía rendirse. Hizo acopio de todas sus fuerzas
y se agarró de segundas a la plancha con rabia, con manos crispadas y gesto
desesperado. El sudor le bañaba inútilmente, el cabello le pingaba inútilmente.
Necesitaba algo que hiciese palanca, y era forzoso que tendría que salir otra
vez a buscarlo. Las mismas maniobras se repetían una y otra vez: apagar la
linterna, ponerse la chaqueta, abrir el portón de hierro. Al chucho pareció
encantarle la idea y salió disparado. El cementerio no era muy grande y se lo recorrió
de extremo a extremo. Había infinidad de hierros, pero todos clavados en las
tumbas, en forma de cruces. Al fondo del recinto, por donde los altos
paredones daban al campo, aparecía amontonada una gran cantidad de materiales
al pie de los nichos recién construidos. No se lo pensó más. Acabó de
acumular ladrillo sobre ladrillo por encima del montón, se encaramó, alcanzó
el caballete de las tapias y saltó fuera. Y tras él, el perrillo, que se
sentía feliz con la aventura. No muy lejos, en la carretera, aguardaba el coche.
Sacó del maletero la palanca y el gato de desmontar las ruedas y se fue
nuevamente hacia el punto por el que acababa de sortear las tapias. Pero
apenas había dado unos pasos, se preguntó qué podría hacer para saltarlas
ahora al revés, de fuera hacia dentro. Se detuvo, y con él se detuvo el
chucho, que le miraba feliz, ajeno a los problemas. Solamente había una
solución. Volvió sobre sus pasos, puso en marcha el coche y rodeó por el
campo las tapias del cementerio hasta llegar al sitio. Subirse a lo alto del
coche y desde allí al caballete fue coser y cantar. Pero el perro le ladraba
con rabia porque no era capaz de subir tan alto. El hombre le reprendió, ahogando
las palabras. ‑Ya estás cansándome. ¿Te marchas o te
encierro en el coche? El otro se puso a mover el rabo. Se sentía feliz
cada vez que el hombre le hablaba. O quizás fuese que le había entendido, que
estaba acostumbrado a los coches y que le parecía genial la idea. La cosa es
que se coló dentro en cuanto le abrió la puerta. ¡Al fin! Era la última vez que saltaba dentro del
cementerio. La noche estaba intacta, serenamente quieta, virginalmente
quieta. Avanzó por el paseo central. Los cipreses se clavaban como espadas en
la lejanía vertical de la oscuridad. Llegó al panteón. Al fin pudo darle dos
vueltas a la llave con la satisfacción de que nadie más le molestaría. Colgó
la chaqueta del pestillo del tragaluz y encendió la
linterna por última vez. Todo lo poco que restaba por hacer lo llevaba en la
mente desde muchos meses antes de ese momento. Iba acercándose al final. Introdujo la palanca entre el sepulcro y la tapa y
levantó ésta lo suficiente para encajar el gato. Lo demás ya era sencillo.
Dio vueltas y vueltas a la manivela del gato hasta acabar de levantar la
tapa. Respiró jadeante. Una gota de sudor se descolgó por la frente hasta
caer en la negra oquedad que se abría debajo de él. Con la mano medio
cercenada se echó hacia atrás el pelo, que siempre le colgaba sobre la cara.
Tomó la linterna y enfocó dentro. El haz de luz fue a estrellarse contra la
caoba y los dorados del féretro. Descansó nuevamente la linterna fuera, en el
suelo, y a tientas en la espesa profundidad de la sepultura, hizo saltar los
tres cierres. ¡Clac!, ¡clac!,
¡clac! Luego se dejó oír el largo chirrido de los
goznes, mientras elevaba la tapa del féretro. El pañuelo se retorcía entre las manos, como
contagiado de la ansiedad del dueño. Se limpió el sudor y lo guardó en el
mismo bolsillo de donde extrajo una pequeña cajita. La abrió con veneración,
como si ejecutara un rito, y sacó de su interior algo que, por un momento,
brilló en la penumbra como brilla una centella. Y cuando había cogido de
nuevo la linterna y se disponía a inclinarse sobre el féretro con aquella
cosa en la mano, un chasquido, o quizá un rumor, algo que tanto tenía del
susurro de unos pasos como del crujir de los cipreses, algo que en un
cementerio y en la oscuridad de la noche siempre suena a siniestro, se dejó
oír. El hombre se quedó inmóvil en la postura exacta en
la que le había pillado. Uno, dos, tres..... corrieron los segundos. Nada.
Fuera podía adivinarse la noche desierta. Ni un suspiro del viento, ni un
murmullo lejano. Se echó hacia atrás los cabellos que le estorbaban y regresó
a la tarea. Al fin, pudo dejar caer el haz luminoso de la
linterna en el interior del féretro. Y cayó. Y lo incendió en luz. Y allí no
había nadie. Descansando sobre el almohadillado raso, sumergido en un
mundo de infinito silencio, estaba solamente el amado violín. Depositó sobre él la medalla conmemorativa de su
último triunfo: "Premio Concorso Internazionale di Violino. Città di Roma 1930". Lo contempló largo rato. Volver
a verlo era como encontrarse a sí mismo antes de morir en 1930. Porque el día
en que enterró su violín también él se dio sepultura. Lo contempló largo rato
y soñó que algún día, en la eternidad, volvería otra vez a reposarlo sobre el
hombro y hacerlo vibrar con el arco. -Tú también tendrás que esperar. Los dos tendremos
que esperar- le dijo. Luego lo acarició con ternura, con una piedad
infinita, y un último estremecimiento se dejó escapar de sus cuerdas. Por un azar, mientras bajaba nuevamente la tapa
del féretro, la linterna enfocó el granito donde él había esculpido, tan
trabajosamente, durante todo el día. Pero ni "R.I.P",
ni "Rosario", ni "Romualdo". Lo
que se leía era "Roma,
1930". * * * |
-Eres un romántico- le dije, cuando acabó. Él parecía esperar a que le comentase algo más. -Eres un romántico porque me gusta esa historia y porque supongo
que la has inventado tú. -Si estás pensando que mi amigo no existió, te equivocas. Él era
tal y como te lo he descrito. -No dudo que él existiese. Lo que me cuesta creer es que todo
ocurriera como me lo has contado. -Cuando me conozcas más sabrás que yo nunca me conformo con la
realidad desnuda. No puedo evitar imaginarme los finales de las historias que
se quedan a medias. -De acuerdo. El problema es que ahora no sé cuál parte fue la
real y cuál la inventada por ti. -Es cierto que perdió parte de la mano en un accidente, es cierto
que no pudo volver a tocar su violín y que todo él murió para siempre ese
día. Todo eso es cierto. En cuanto a lo demás.... he puesto lo mejor de mi
imaginación porque mi amigo lo merecía y porque no soy capaz de parar esta
máquina- me dijo, señalándose la cabeza. -¿Qué hizo realmente a partir de ese día? -Nada. Los muertos ya nunca hacen nada. -¿Ni siquiera hizo nada con su violín? -¡Quién sabe! Supongo que no llegaría a tanto como enterrarlo en
un panteón. Sólo sé que murieron los dos a la vez. -Le admirabas. ‑Le admiraba. Él tuvo ese sentido extremo de lealtad que a
mí me ha faltado siempre. ‑No te lo discuto. Pero también hay otra forma de mirarlo.
No sé hasta dónde llega la lealtad y dónde comienza la cobardía. Tu amigo se
quedó amarrado al pasado. ‑Amarrarse a algo es eternidad y es bueno. El viejo tomó el cigarro otra vez porque hacía un montón que no
le daba una calada, con eso del relato, y volvió a dejarlo en el borde de la
mesa. La mirada se le perdía más allá de las paredes pintadas de verde
mermelada. Alguna que otra vez clavaba en mí sus ojos y entonces tenía yo la
sensación de que nos conocíamos de toda la vida, cuando apenas llevábamos
unas horas juntos. ‑Mira, la vida es caprichosa, es fugaz, es absurda‑
me dijo‑ No solamente te ocurren tantas cosas imprevistas, sino que
están a punto de ocurrirte otras mil a cada instante, sin que tú seas capaz
de imaginarlas siquiera. Ya ves, a mi pobre amigo el violinista, en un
momento, sólo en un cruel y estúpido instante, se le llevó los dedos de la
mano izquierda una chapa de coche en un accidente. Era pequeño, desde luego,
pero todavía tenía suficiente cuerpo donde la fatalidad hubiera podido
ensañarse. Pues no, tenía que ser justamente ahí, en los dedos de la mano
izquierda, en el rinconcito de su cuerpo en el que residía toda, toda, toda
su sabiduría, y hasta su corazón y su alma. ¡Adiós, violín! ¡Adiós, vida! ‑Ya te he dicho que estoy de acuerdo en eso, pero también
es verdad que no supo sobreponerse. -Eso es lo que yo me dije entonces. También pensé, como tú, que
mi amigo era demasiado débil, quizá un cobarde. Volvió a coger el cigarro. El mármol del velador estaba cuajado
de huellas tostadas. Pero esta vez ni siquiera se lo llevó a los labios. Le
urgía contarme lo que pensaba. ‑..... Ahora lo veo diferente. Entonces hubiera hecho lo
que tú dices, sobreponerme. Nada tiene importancia, ni siquiera los dedos de
la mano izquierda, aunque en ellos te vaya la vida. De acuerdo, eso puede ser
valor.... pero también puede ser frivolidad. Tú llamas a la lealtad cobardía.
Yo llamo al olvido frivolidad. Hizo un alto, me miró con una profunda convicción y continuó. ‑..... Prefirió parar los relojes. Cuando la realidad se
impuso, aquel hombre se negó a aceptarla y se paró en ese instante para
siempre. Si a eso se lo llama cobardía, pues bien, llámenlo los hombres como
quieran. A mí me parece que es envidia de ese sentido de lo sublime y de lo
imperecedero que tienen todos los que están chiflados. Él no toleró otra vida
distinta de la que amaba. Había nacido para su arte y prefirió morir con él.
Yo no puedo saber si levantó un
panteón y enterró en él su violín, pero sí sé que lo hubiera hecho de buena
gana. La fantasía de esta historia la he puesto yo, pero el personaje no. Mi
amigo era así de puro en la realidad. Alzó el vaso de vino, que nunca soltaba de entre las manos, y
dijo. ‑Zuregatik nire
adiskide, zeure buruarekin leial izaten jakin zenuelako. (Por ti, amigo mío, porque supiste ser fiel a
ti mismo) Era la primera vez que le oía hablar en su lengua. Me aclaró
enseguida. ‑He brindado por mi amigo el violinista, porque fue un
hombre grande, un hombre de esos que pasan por la vida sin poner los pies. Me gustaba lo que había dicho, pero tenía que haber una razón
para que las cosas fueran distintas. ‑Si todos hiciéramos lo mismo, si todo fueran lealtades al
pasado, el mundo se habría parado ya. ‑Por supuesto, por eso nos han parido así de frívolos, para
que el mundo pueda rodar y rodar.
Todos vamos amontonando frustraciones y luego olvidándolas. El problema es
que así acabamos por no creer en nada. Mi amigo creía en algo y prefirió
seguir creyendo para siempre, mejor que vivir y corromper su alma con el
olvido. No me sentía con fuerzas para discutirle. La verdad era que le
comprendía del todo y hasta me sentía de los suyos. Me gustaba la historia
del hombre que había preferido detener su vida en el momento más bello.
También a mí me hubiera gustado hacer un panteón donde ir enterrando todos
los violines de mi vida, que eran ya tantos. Fuera, por el cristal de la ventana escurrían sin prisas las
gotas de agua, siguiendo caminos tortuosos que brillaban con la luz interior
de la taberna. El viejo las miraba absorto, sin duda transportado treinta o
cuarenta años atrás. ‑Bueno, creo que va siendo hora de recogerse‑ dijo
inesperadamente, saliendo del éxtasis. ‑Me siento muy a gusto. Pero si te vas, haré lo mismo. Los dos nos levantamos. Recogí mi gabardina. La noche estaba
esperándonos. Lloviznaba y nuestras pisadas sonaban acompasadas y sacrílegas,
con algo de virginidad rota. Llegamos a la plaza y leí por primera vez que se
llamaba plaza de "Miguel de Unamuno",
según rezaba el letrero clavado en la esquina. Después de la conversación tan
filosófica que nos habíamos traído los dos, pensé que aquella noche todo era
muy propio, incluido el nombre de la plaza. Por la primera calle a la izquierda desembocamos en otra
sumamente estrecha y lóbrega que rezaba "calle Ronda". Fuimos un
buen rato sin decirnos nada, saliendo poquito a poco de aquel barrio recoleto
y tan enterrado como el violín de nuestro personaje. La callecita moría luego
en otra ancha, la de "Achuri", que
bordeaba la ría, frente por frente del puente de San Antón. El viejo se detuvo y me señaló la Ribera. ‑Desde aquí no tienes nada más que seguir los soportales y,
sin mojarte, irás a dar con el Arenal. ‑¿Y tú? Señaló de frente, hacia el otro lado del puente. ‑Me gustaría que nos viésemos mañana‑ le dije. ‑Ya sabes donde paro. Iturribide
tiene media docena de fondeaderos. En cualquiera de ellos me encontrarás. Y dicho esto, se fue hacia el otro lado del puente. Yo cogí la Ribera, pensando en la historia que me había contado.
La lluvia caía como chispas de plomo en el agua de la ría. --------------------------- Esta publicación está destinada únicamente a interesados
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