X.- LA SABIDURÍA.

 

Mirando hacia atrás en este libro, creo haber expuesto todo lo que me proponía. He intentado demoler dos de los pilares en que se asienta la pretendida sabiduría del hombre: el artificioso entramado de la metafísica tal y como está concebida, y el culto a la razón como forma suprema del pensamiento. En suma, he intentado demoler eso que la sociedad realmente aborrece y mira con tedio, pero defiende como si se tratara de oráculo de dioses, a saber: lo santificado en las aulas, en los círculos intelectuales y en cientos de toneladas de libros, repitiendo de ladera en ladera, como el eco, lo ya alumbrado por el genio humano, desde los padres de la antigua Grecia hasta los remiendos de la filosofía de hoy....... Pero, por supuesto, repitiendo sin un ápice de crítica, sin un maldito soplo de disconformidad.

 

La filosofía no es cuestión de cantidad, no consiste en añadir insensateces sobre insensateces, a lo largo de los siglos, sin que nadie se moleste en ponerle a la mole filosófica las vergüenzas al aire. No basta con añadir, también hay que depurar; no basta con acumular, también hay que destruir todo lo que es indigno de figurar en los textos. Entre los filósofos sobran voceros y brillan, por su ausencia, críticos. En esos cientos de toneladas de libros a los que antes aludía, dedicados a comentar las sesudas teorías del filósofo equis, no te molestes en buscar un mínimo reproche por la falta de rigor del texto analizado. Se añade la teoría del autor equis al último tomo de la enciclopedia, y ahí queda. Es obvio que la cita que figura al principio de esta tercera parte del libro, “Nadie se asemeja a Dios por sabio, sino por recto”, no es una censura a la sabiduría, es una censura a esa triste sabiduría enciclopédica que se limita a repetir, de generación en generación, lo ya escrito sin un atisbo de criterio propio.

 

Tuve la suerte, hace ya demasiados años, de escuchar a López Ibor. Dijo muchas cosas que he olvidado, pero una hubo que me ha quedado imborrable: “Me ha tocado alternar por el mundo con muchos hombres célebres, algunos de ellos premiados con el Nóbel, y me he escandalizado al comprobar la escasa talla humana que tenían por dentro la mayoría de ellos”. Queda claro que López Ibor, cuando así hablaba, no era sabio por ser un eminente psiquiatra, era sabio porque era sabio; y lo hubiera sido aunque se hubiera dedicado a ordeñar vacas. Sabiduría y cultura, o sabiduría y ciencia, o sabiduría y Nóbel no son lo mismo ni tienen que ir forzosamente juntos. La sabiduría no es cuestión de cultura, ni de ciencia, ni de Nóbel, no es cuestión de cantidad, por una verdad extremadamente simple:

 

La sabiduría también es un fin, pero más que un fin es una herramienta. No se sabe solamente por saber, se sabe para saber cómo se ha de vivir.

 

Si no es primordialmente un fin en sí misma, si más bien es aquello que nos facilita la existencia, entonces no es cuestión de atesorar conocimientos, sino de saber aplicar los que se tienen debidamente, como se aplicaría una buena herramienta. Cierto es que si los conocimientos son abundantes la herramienta será mejor, pero es que el fin de las herramientas es aplicarlas, no coleccionarlas. Es preciso grabar a fuego en la conciencia que el hombre sabio no tiene que venir necesariamente de Salamanca, ni saber escribir libros. Si se tienen tres carreras, se saben cuatro idiomas y además se han visitado los cinco continentes y los dos polos, eso quiere decir que el sujeto viaja por la vida con un equipaje repleto de conocimientos. Y es cierto. Pero con todo su equipaje a cuestas, puede que no sepa, exactamente, por qué se empeña tanto en caminar ni hacia dónde camina. La sabiduría es otra cosa.

 

A tenor de la máxima antes escrita, la cuestión de qué cosa es la sabiduría pasa por determinar, primero, en que consiste eso de “saber cómo se ha de vivir”, determinación que cualquiera podría contestar de inmediato: consiste en saber lo suficiente para cumplir con los fines propios de nuestra naturaleza humana. Si el hombre ha nacido para ser hombre, será sabio aquél que lo consiga. Esto parece una perogrullada, pero es que es así. Porque hombre no es todo el que nace como hombre y así queda inscrito en el registro civil, hombre es el que sabe lo que tiene que hacer en la vida, lo hace y acaba muriendo como hombre. Con esto ya he vuelto a lo que parece el peaje necesario en este camino: ¿En qué consiste ser hombre, entre tantos otros seres vivos? Si contestamos acertadamente a esto, sabremos qué es lo que hay que hacer para ser sabio...... Pero es que ya lo sabemos, ya ha sido contestado en capítulos anteriores:

 

El hombre es el único viviente que es consciente, libre y moral. Será sabio el que cumpla con este destino.

 

Quizás teníamos la sabiduría más cerca de lo que nos decían cuando éramos niños, porque ser consciente, libre y moral no exige coeficiente intelectual alto ni doctorado universitario, sólo exige ideas claras y sentimientos limpios. Por eso he titulado este libro “La otra filosofía”, ésa que renuncia a lo que las demás filosofías persiguen inútilmente: desvelar todos los misterios de la existencia. La filosofía mía se conforma nada más que con uno de esos misterios, solamente con uno: hallarle sentido a la existencia misma. Quizás el camino más corto para desvelar ese misterio sea entregarse en sus brazos sin preguntas. Por eso propongo estos dos principios:

 

Principio primero: La realidad supera y desborda al hombre. Es estéril toda especulación sobre el porqué de la realidad.

 

ü             La existencia es un misterio inabordable. Incluso aceptando la venturosa realidad del más allá, de la inmortalidad eterna, incluso así, la razón por la que debemos antes pasar por la vida desafortunada del mundo constituye un misterio sin respuesta.

 

Principio segundo: Quien confía con humildad en el destino jamás se equivoca, porque lo absurdo no existe.

 

ü             Lo absurdo no existe. Vive conforme a cómo te hicieron: consciente, libre y moral, y espera confiado. Andando el camino, el caminante jamás se equivoca. No fue él quien lo trazó.

 

No sé cuál es tu criterio, amigo lector, no nos conocemos, no sé si has abierto el libro por mera curiosidad o buscando la contestación a algo concreto que te inquieta. Tampoco sé si eso que buscas lo has encontrado o no estás de acuerdo con nada de lo escrito. Estás en tu derecho de cerrar el libro, aunque ya es un poco tarde. Pero si has aceptado estos dos principios, será porque piensas como yo, en cuyo caso también estarás de acuerdo en lo poco que resta: los modos de vivir.

 

Praxis primera: La conciencia permanente como estado.

 

El estado psíquico natural de los animales es el que les impone lo que entra por los sentidos. No conocen más realidad que las cosas singulares del mundo material, carecen de inteligencia suficiente para llegar a abstraer y penetrar en el ámbito de lo espiritual. Su mundo es un mundo de “cosas”, y lidiando con las cosas se les pasa la vida sin enterarse de quiénes son, no tienen conciencia de sí mismos.

 

El hombre que hace esto mismo, el que sólo sabe vivir rodeado de “cosas”, puede que todo lo haga perfectamente, pero al final del día no será él, será solamente un montón de cosas perfectamente hechas. Para ser humano hay que dejar de caminar, pararse a la sombra de la conciencia y mirar hacia dentro. Es urgente acordarse de que uno es uno continuamente. Todo lo que se hace en el mundo es necesario, pero tonto. El “afán de cada día” constituye una solemne tontería, necesaria, pero tonta. La vida sólo es vida si se tiene conciencia continua y expresa de estar viviendo. El reloj también consume tiempo, como tú, pero no le preguntes por su destino, no tiene conciencia. Así es que no te conviertas tú en un reloj más.

 

La vida no consiste en vivir, consiste en tener conciencia de estar viviendo. Cumple con el día de hoy, pero no desaparezcas diluido en él. Sólo vive quien no toma para nada en serio lo que vive.

 

Praxis segunda: El sentimiento intuitivo como medio.

 

En otro momento de este mismo libro, he dejado escrito que la verdad comprendida no le sirve al hombre de nada, que la que rige su vida es la verdad sentida. Verdad comprendida y verdad sentida no son lo mismo. La primera la elabora la razón y es una verdad estéril, porque lo que únicamente se entiende, por muy bien que se entienda, no incluye, para nada, que nos deje enamorados. La segunda, en cambio, quizás ni siquiera llegues a comprenderla, pero “la sentirás” en tu corazón y te pondrá en marcha. Las verdades comprendidas son las de los libros, las verdades sentidas son las de la vida.

 

A una persona inteligente y neutral le puedes contar por qué sabes que Dios existe, y si sabes contarlo bien, hasta puede acabar convencido. Eso será una verdad comprendida. Pero no esperes que esa persona se convierta, ni cambie su vida desde ese momento, ni siquiera esperes que vuelva a acordarse de tal cosa, porque las verdades solamente comprendidas no mueven el corazón de nadie. En la existencia de Dios se cree o no se cree, y creer o no creer es sentir o no sentir, es una verdad sentida. Por eso es una pérdida de tiempo discutir sobre la existencia de Dios.

 

La intuición no propone razonamientos, la intuición no consume tiempo, es instantánea, recibe lo que tiene delante de forma gratuita, y por eso, porque lo recibe entero y sin añadir nada de su parte, sabe que lo que le regalan es verdadero. La intuición crea seguridad y adhesión, crea un estado afectivo inmediato, un “sentimiento intuitivo”.

 

No sigas el laberinto de la razón porque te perderás. La verdad es clara y se siente, se intuye.

 

Praxis tercera: La moral como norma.

 

Sólo tú, como hombre, llevas en tu alma el secreto del bien y del mal, no lo olvides, no desaproveches la ocasión. Lo moral, claro, no está en las cosas. En las cosas están el bien y el mal, y la creación entera los ejecutan a diario sin dolor ni remordimientos, porque los ejecutan, pero los desconocen. Tú ni siquiera necesitas ejecutarlos, los vulneras sólo con la intención. No hace falta que seas rico para vivir en pecado, hace falta solamente que adores las riquezas, aunque no las tengas. Así de auténtica es la condición del hombre ante el bien y el mal. Basta con que odies o ames, en lo más profundo de tu intimidad, donde no hay más testigo que tú mismo, para que cometas el más odioso de los crímenes o el más sublime de los actos, sin que nadie se entere.

 

Si eres justo, enhorabuena. Centenares de almas que se cruzaron en tu camino esperaban eso de ti, que fueses justo con ellos...... Y aún así, pudiera ser que los defraudases porque se te olvidó amarlos, además de hacer justicia. Porque la justicia es justa, pero pasa con ella lo mismo que pasa con la verdad sólo comprendida, que si no la conviertes en verdad sentida, te deja frío el corazón. Sé justo y sé razonable, pero no olvides poner los sentimientos por delante de la razón y de la justicia. Ama, aunque amar te lleve a no ser ni razonable ni justo.

 

La gran diferencia entre el hombre y los animales es el conocimiento del bien y del mal. Cada uno sabrá a que lado quiere situarse.

 

Praxis cuarta: La renuncia como liberación.

 

Se comienza la vida de forma impaciente, glotona, como si todo el pastel fuera a derretirse. Cuanto más joven, más anhelos, más sueños, más prisas. Luego se descubre que todos los banquetes cansan y que ninguno merece la pena. No existe deseo satisfecho que no cause luego esclavitud y hastío. Parece que la vida no es precisamente esa competición loca y egoísta que te inculcaron, pero tampoco parece que lo sea cercenar los deseos desde niño, como hacen en oriente. Al final, resulta que ni lo uno ni lo otro, que nada especial había que hacer; simplemente, dejar correr los años. Un día descubres, con perplejidad, que ya nada persigues y que eres más feliz de lo que antes eras, cuando corrías como un loco detrás de la liebre mecánica. Tienes que llegar a los sesenta para empezar (sólo empezar) a sentirte libre, a ser sabio, no porque te hayan jubilado los demás, sino porque te levantas cada mañana renunciando a todo lo que estorba.

 

Querido lector, no sé qué te habrá parecido esta reflexión tan personal, pero si no la compartes, lo más probable es que aún no hayas cumplido los sesenta. Lee este libro cuando llegues. Hasta entonces, la renuncia a tantas cosas que había en tu vida ha sido dolorosa y triste; pero, sin que te hayas dado cuenta, ha ido llenando tu alma de humildad y de abandono en el destino. Por eso hay que llegar a los sesenta para empezar a ser sabio. Solamente caminando, sin hacer preguntas, se llega libre. Al fin y al cabo, cuando antes deseabas incendiar el mundo, o comértelo, lo deseabas así sólo para quitártelo de encima. La vida pesa demasiado.

 

Sea porque renuncias o sea porque ya no tienes deseos, desnudarte de la vida es el principio de una vida feliz.

 

Praxis quinta: La austeridad como forma de vida.

 

El mundo próspero y pujante de Roma se expandió hasta constituir aquél mare nostrum de entonces que, en palabras de hoy, sería más bien mundus noster. Todo el mundo conocido sucumbió ante aquel poder fabulosamente organizado..... pero, al fin, obra del hombre y con fecha de caducidad. Al poder y la prosperidad sucedieron luego el refinamiento y la corrupción. Seguramente fue la primera sociedad consumista de la historia, tan consumista que se asfixió bajo la opulencia. Según los libros, Roma sucumbió ante una nueva generación feroz, la de los bárbaros. Pero realmente no fue así, realmente sucumbió bajo el peso de sí misma, ahogada bajo el hedonismo y el derroche.

 

Hoy volvemos a asistir a un nuevo intento de restauración de ese mismo paraíso terrenal, el del imperio romano, y el anterior, el del relato bíblico, aquél del “todo gratis”, del cual ya fue desalojado una vez el hombre, pero al que, con su eterna vocación de ocupa, no está dispuesto a renunciar jamás. Eso sí, le ha cambiado los nombres por estética. Ya no se habla del árbol del bien y del mal ni de la manzana prohibida, ni tampoco de los triclinios, las cítaras y los efebos, ahora se habla de derechos humanos, seguridad social, calidad de vida, libertad sexual, derecho a decidir y un montón más de palabras asépticas, pero que convergen en lo mismo, en el derroche y el placer, como si la vida se acabase mañana mismo y detrás nada hubiese.

 

En la praxis anterior he propuesto la renuncia para liberarse y ser feliz, y parece que esto de la austeridad suena a lo mismo. En cierto modo, sí. Toda austeridad es cierto que implica renuncia, pero no toda renuncia conlleva austeridad. Una, la renuncia, se refiere a los grandes sacrificios aislados; y la otra, la austeridad, al estilo de vivir el día a día. Sin duda hay quien sabe renunciar al lujo desmedido, pero quizás no al pequeño lujo de un confort excesivo e innecesario. La austeridad no está en la letra grande del contrato entre el bien y el mal. En la letra grande sólo aparece la renuncia. La austeridad es letra pequeña, es la de tantas cosillas no prohibidas, pero no recomendables.

 

Dentro de lo que es lícito, la sabiduría distingue muy bien lo que no es necesario.

 

Praxis sexta: La inmortalidad como destino.

 

La teoría creacionista tiene el señalado acierto de pensar que el universo todo, con su ser humano dentro, resulta un milagro demasiado gordo como para admitir que se haya originado desde la “nada”, el solito y por una tonta casualidad. Parece un ejercicio elemental de sensatez suponer que, un engranaje tan colosal, clama a gritos la existencia de un autor (Dios) y un programa inteligente (Creación).

 

Sin embargo, ir aún más allá y suponer que, además, toda esa mole milagrosa ha sido diseñada por el Creador, no para darle el aliento vital de la realidad, sino solamente para tejer un fabuloso “sueño” en la mente de los hombres, una quimera en la que creen vivir, parece demasiado. La teoría creacionista no ha sido capaz de llegar a tanto y se ha quedado con el mundo tal y como entra por los sentidos, con su “relleno” de materia incluido, y ha proclamado, sin molestarse en separar la paja del trigo, que todo ello es obra divina, también el sórdido mundo de la materia. En algún libro mío he dejado escrito que un dios así, metido a artesano, con las manos hundidas en la masa, modelando criaturas de barro y océanos azules, sería un dios cuya única diferencia con el hombre consistiría en que, en vez de fabricar sillas de mimbre, sería capaz de fabricar universos. ¡Qué idea más espantosamente ridícula se tiene de Dios!

 

Afortunadamente, ese sueño de los sentidos que nos presentan un mundo inexistente tiene caducidad a fecha fija, la fecha de la “muerte” de cada cuál, de manera que, despertar del sueño ese día será verse otra vez en la eternidad, de donde nunca se llegó a salir realmente, porque los sueños son tiempo y en la eternidad no hay tiempo. La creación divina fue sólo espiritual y sólo espiritual sigue siendo, por más que no sepamos el porqué ni el para qué de esta ensoñación tan dolorosa.

 

La inmortalidad no es una excepción de la mortalidad, porque sólo la materia muere. La inmortalidad es el estado natural y permanente del espíritu.

 

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Estimado lector, no sé si estarás de acuerdo o no con el contenido de este libro. La condición del hombre es ponerlo todo en duda, así es que estás en tu derecho de no aceptarlo, aunque yo lo deplore. Supongo que habrás leído cosas que suscribirías y otras que no. En cualquier caso, tengo algo que decirte: comprender lo que aquí expongo (incluso aunque no lo compartas) consume muy poco tiempo; otra cosa muy diferente es sentirlo y llevarlo a la práctica, eso precisa toda una vida. Si conoces alguien que no para de evolucionar, no para de cambiar, no para de rectificar y no para de arrepentirse de quién antes era, aparte de que te resulte un personaje extraño, piensa que te encuentras ante un sabio, ante un artesano de su propio destino. Y si ese personaje tan disconforme eres tú mismo, ¡enhorabuena!

 

 

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