Tercera parte: LA OTRA FILOSOFÍA

 

Nadie se asemeja a Dios por sabio, sino por recto.

 

En cumplimiento de la trayectoria deliberada que le he dado a este libro, y que refleja la propia trayectoria de mi pensamiento, he comenzado por denunciar, en todo lo anterior, la inconsistencia del pensamiento humano en cuanto se le saca de lo más simple: de la experiencia. La historia de la filosofía, repleta de bandazos y contradicciones a través de los siglos, lo denuncia mucho mejor de lo que pueda yo hacerlo. Si los hombres jamás se han puesto de acuerdo, o es que la verdad no existe, o es que no la han hallado por incapacidad. Por supuesto, de las dos posibilidades la que se cumple es la última.

 

El objeto del pensamiento, por tanto, debe apuntar en otro sentido, que es el que toca abordar en lo que queda de libro: la aplicación del pensamiento a la conducta humana, a poner luz en la senda, a explicar cómo debemos andar, no por qué debemos andar, porque este “porqué” último no tiene explicación posible en nuestra lógica, corresponde a otra esfera muy superior a la nuestra, llamada “Infinito” (Dios). En definitiva, toca olvidarse de esencias metafísicas, siempre insuficientes; toca abordar esa otra filosofía, la filosofía práctica. Por eso he titulado el libro “La otra filosofía”, intentando transmitir que es la única que merece la pena.

 

Buscando la verdad a lo largo de tantas páginas (no otra cosa es el fin de la filosofía), la única conclusión ha sido que, desde luego, no está dónde el hombre la busca. Es cierto que jamás sabremos por qué estamos aquí, esa última y gran verdad siempre se escapa de nuestros límites. Nadie, tampoco las religiones, ofrecen una respuesta a la inconsolable y eterna pregunta del hombre: ¿Por qué? ¿Por qué esta realidad tan dolorosa? ¿Por qué, si no la hemos buscado? Pero, ya que nos quedamos sin saber por qué, al menos sí que deberíamos saber qué hacer para estar decorosamente; y eso sí que lo sabemos, todas las religiones nos lo repiten a coro. ¿Qué hacer? La respuesta es insultantemente simple:

 

El fin último y verdadero de todo ser es cumplir con su particular naturaleza.

 

Y ahí mismo comienza la confusión y el inevitable descarrilamiento. En busca de sí mismo, en vez de cerrar los ojos y mirarse hacia dentro, el hombre comete la inmensa necedad de mirarse en el espejo, que solamente devuelve la triste imagen del cuerpo de un mamífero, se autodefine entonces como “animal racional” y se queda tan estúpidamente feliz. Si rompiera el espejo y mirase donde debe, descubriría qué es lo que realmente le impide (a Dios gracias) ser un solemne animal. Esta cicatera definición aristotélica, además de insuficiente porque omite lo más esencial del ser humano, encierra una profunda contradicción interna; es decir, ni siquiera en el aspecto lógico-formal es aceptable.

 

·               “Hombre = animal” inscribe al ser humano dentro de la realidad naturaleza, en la cual el único orden existente es el del bien-mal ontológico (recordemos: el bien-mal relativo que solamente busca el propio provecho de cada individuo y especie, y como resultado final de esa incesante confrontación de todos contra todos, el equilibrio de la naturaleza y su conservación).

 

·               “Hombre = racional” inscribe al ser humano en todo lo contrario, en una realidad “supranatural, en la cual el único orden existente es el del bien-mal sustantivo o moral (recordemos: el bien-mal en sí mismo, sin relación a nada, que no solamente es ajeno al equilibrio y conservación de la naturaleza, sino que es contrario al mismo).

 

“Animal” y “racional” juntos, por tanto, constituyen un auténtico sinsentido. O lo uno o lo otro. Y como se impone necesariamente elegir, parece obvio que lo que rige la actuación del hombre en la vida real, no es tanto lo primero (aunque también), sino lo segundo, de manera que para subsanar la contradicción, lo que está sobrando en esa definición tan desafortunada es la calificación de “animal”, adjudicada por el simple hecho de aparecer bajo el cuerpo de un mamífero. Una definición ha de atenerse a lo más esencial de aquello que pretende definir y, por tanto, desatender a lo aparente si entre lo uno y lo otro se advierte una clara incompatibilidad. La única definición que realza la verdad esencial del hombre es la que sigue:

 

El hombre es el único ser vivo que es consciente, libre y moral. Ser mamífero o no, carece de relieve.

 

En la definición va explícita una exclusividad realmente trascendente: “... único ser vivo que...” Según esto, ¿Es el hombre diferente a todo el universo? La respuesta debe ser rotundamente . Existen miles de especies de seres vivos. Todas (incluido el hombre) comparten un sinnúmero de aptitudes, y entre ellas, la más importante de todas: la inteligencia, en la cual el hombre destaca. Destaca, pero no es único, comparte. Si hay grados de inteligencia, el hecho de que el hombre ocupe el cénit constituye una diferencia sólo cuantitativa, no esencial. Por tanto, esta capacidad no parece ser la clave de su exclusividad dentro del universo (recuerda: “El falso ídolo, la Razón).

 

Si nos atenemos a los resultados de la perfección final de cada especie, sin embargo, lo que parecía una simple diferencia cuantitativa, en favor del hombre, se convierte en un hecho absolutamente singular: no es sólo más inteligente, es que esa superior inteligencia está adornada con algo que parece ser una auténtica iluminación, algo más que un simple escalón superior en la escala de lo cuantitativo, algo tan insólito y trascendente que se convierte en verdadera diferencia esencial, cualitativa: su “inteligencia” resulta ser capaz de alcanzar tres perfecciones que le apartan de lo meramente intelectual:

 

1.             Ser capaz de auto contemplarse dentro del universo de las cosas, alcanzando conciencia de sí mismo.

 

2.             Ser capaz de superar la ley que rige a los demás seres vivos, la de la predeterminación ante los estímulos exteriores (ley natural), sintiéndose libre ante ellos.

 

3.             Ser capaz de ver una dimensión que no es paz de ver ningún otro ser vivo: la bondad y la maldad que encierra el universo, dimensión que le sitúa en una ley moral que es opuesta a la ley natural del resto.

 

Estas tres perfecciones juntas no constituyen un “algo más”, constituyen un “algo diferente” que hacen del hombre no un ser más inteligente, sino un ser espiritual que, aunque en el mundo, no es, evidentemente, del mundo, abriendo ante sí una interrogante imposible de contestar, toda una realidad distinta y desconocida, la realidad del más allá. El hombre ha pasado de ser uno más a ser la excepción, y se pregunta por su auténtico origen en ese otro orden que intuye, pero no conoce, el orden de lo que trasciende al universo. ¿Es esto sólo la consecuencia de una mayor inteligencia? Evidentemente, no. Se vale de la inteligencia, pero el hallazgo le sitúa más allá de lo inteligible. Es un paso fuera del universo conocido.

 

Uno de los objetos de este libro es esta denuncia al insultante “animal racional”, y con ella la denuncia de todas las secuelas traumáticas que ese descarrilamiento lleva consigo:

 

Ni la verdad del hombre está en el culto a la inteligencia.

Ni su salvación en las ciencias.

Ni su felicidad en el progreso material.

Ni su ley en el sometimiento a la mayoría social.

Ni su libertad en el desprecio de la moral.

Ni su seguridad en el culto a sí mismo.

 

El destino del hombre no está en ninguna de esas cosas. Para andar el camino, el hombre solamente necesita poner en movimiento su particular naturaleza, como hacen todos los seres vivos. La de éstos se reduce poco más que a un cuerpo dotado de instintos. La naturaleza que el hombre tiene que mover para andar el camino es la de su conciencia, su libertad y su moral. Juntas son La otra filosofía, la que la sociedad ha proscrito, la única que hace al hombre sabio porque le conduce a lo humano. Y de ello voy a ocuparme en estos últimos capítulos.

 

El cometido de todo ser vivo es dar cumplimiento a su naturaleza. Conciencia, libertad y moral sitúan al hombre fuera del universo conocido y sus leyes naturales.

 

 

VIII.- LOS DOS MUNDOS DEL BIEN Y DEL MAL

 

La conciencia (capítulo VII) es ese poso último en el que confluyen todas las capacidades del espíritu del hombre, lo más próximo a la encarnación misma del alma, mediante la cuál (me refiero a la conciencia, no al alma) el hombre sabe que no es uno más en la naturaleza, mediante la cual se sitúa fuera del universo, lo contempla y se contempla a sí mismo, y cae en la cuenta de que “no es un objeto más entre objetos”, como interpreta con tanta torpeza Husserl, sino que pertenece a otro orden que nada tiene que ver con las leyes naturales que gobiernan a todos los demás seres vivos. Este ha sido el primer gran paso de la emancipación del hombre.

 

El segundo paso, consecuencia del primero, ha sido verse de pronto liberado de la esclavitud predeterminada de todas las demás criaturas. Ellas obedecen necesariamente a sus impulsos, a sus instintos, de forma autómata, como relojes puestos en marcha sin posibilidad de hacer otra cosa que contar el tiempo hasta consumir la cuerda. El hombre, desde esa conciencia recién estrenada, es capaz de decirle “sí” o decirle “no” a ese automatismo de los demás, vuela por encima de la ley natural y se siente capaz de elegir su destino. Este ha sido el segundo gran paso: verse diferente al universo y libre frente al universo.

 

Pero no todo sopla a favor. Ser superior no conlleva solamente ser consciente y ser libre, también conlleva conocer una nueva realidad que ninguna de las demás criaturas conocen, la realidad del bien y del mal en la naturaleza, una realidad terrible que todas las demás criaturas cumplen sin escrúpulos, sin saber que la cumplen, y que el espíritu del hombre contempla desolado: medio universo fagocitando, segundo a segundo, al otro medio universo, según la ley suprema de la naturaleza: le ley del más fuerte. La grandeza de ser consciente y ser libre le sitúa, de pronto, en esta nueva encrucijada con la que no contaba: sentirse “animal” ante el bien y el mal y participar del banquete despiadado de la naturaleza, hasta situarse en lo más alto del festín.... o rebelarse contra ella, renunciando al mundo. Éste ha sido el tercero y último de los pasos: verse diferente, libre y responsable.

 

El bien-mal relativo (la naturaleza)

 

¿En qué consisten el bien y el mal, qué cosa son el bien y el mal?

 

Los conceptos primarios y más extendidos de lo “bueno” y lo “malo” no son los de dos realidades sustantivas, lo bueno y lo malo no son “cosas” en sí mismos, son realidades sólo mediáticas, relativas, consistentes en la adecuación o inadecuación, la idoneidad o no idoneidad, conveniencia o inconveniencia de algo para alcanzar un fin determinado. Según esta forma de concebirlos, lo bueno y lo malo llevan aparejado, de forma implícita, la referencia a un objetivo final, sin el cual no pueden ser entendidos.

 

Bueno-malo, en su acepción común, es la medida en la que algo es adecuado o no a un fin particular y determinado. Se trata, por tanto, de un concepto relativo e intrascendente.

 

Por tanto, ese algo que calificamos de bueno o de malo, ni es bueno ni es malo en sí mismo, sino que lo es “como medio para”, o “en relación a”. Este concepto generalizado del bien y del mal, en el que aparece como puramente relativo a un fin externo a sí mismo, lo convierte en una mera herramienta y carece absolutamente de relieve para el pensador, que busca siempre lo trascendental. Pero es que, además, precisamente por esta naturaleza puramente relativa, no solo resulta intrascendente, es que también resulta ambiguo y confuso.

 

·               Un mismo acto puede ser a la vez bueno y malo, según en relación a qué objetivos. Los ejemplos son numerosos: la depredación es buena para la conservación de la vida del depredador y mala para la conservación de la vida de la víctima; cualquiera de las llamadas catástrofes naturales (riada, incendio, erupción volcánica, terremoto...) es bueno para la conservación del equilibrio natural, puesto que está así previsto por las leyes naturales, pero malo para los seres vivos que lo padecen; etc.

 

·               Para un mismo fin (por ej. corregir una falta), un acto que intrínsecamente es bueno (premiar) puede ser malo como medio adecuado (premiando no se corrige una falta), y un acto que intrínsecamente es malo (castigar), puede ser bueno como medio adecuado (castigando sí puede corregirse una falta)

 

·               Dentro de un mismo sujeto, el hombre, como su naturaleza participa de lo espiritual y de lo material, un mismo acto puede ser a la vez bueno y malo, ya que las perfecciones de lo espiritual y de lo material, obviamente, no son las mismas.

 

·               Y aplicado, como ejemplo, al caso concreto de la naturaleza de Satanás, que es el mal, cualquier acto que confirme su naturaleza será intrínsecamente malo; pero como sirve para la perfección de su naturaleza satánica, será, a la vez, ontológicamente bueno.

 

Por tanto, en este plano relativo de la adecuación de algo al fin buscado, debemos acotar primero cuál es el fin específico, si queremos eliminar la ambigüedad. La filosofía se ha servido de esto para fijar conceptos esenciales, tales como lo que es bueno o malo en relación al fin de la perfección de las cosas. Nace así el concepto relativo de lo ontológico, según el cual, el criterio para determinar si algo es bueno o malo está ligado al concepto del Ser (óntos = ser) , y puesto que el Ser se manifiesta en la naturaleza de la cosa, bueno o malo, ontológicamente, será lo que coadyuve a favor o en contra de la particular naturaleza de esa cosa.

 

Dentro del bien-mal relativo, aquello que tiene como fin la perfección de algo, conforme a su naturaleza, es conocido como bien-mal ontológico.

 

Para madurar este concepto del bien-mal ontológico, suele usarse el ejemplo de la depredación. El acto por el que la serpiente muerde y envenena a su presa, es bueno para alimentarse, lo cual es bueno para conservar su existencia, lo cual es bueno para dar cumplimiento a su particular naturaleza. Ontológicamente, por tanto, es un acto bueno porque, mediante él, la serpiente cumple el fin para el que fue diseñada, por muy repulsivo y perverso que nos resulte el acto de envenenar. Por eso, en el apartado siguiente veremos como sustantivamente es un acto malo.

 

Todo lo dicho hasta aquí no es otra cosa que la banalización de lo que se encierra detrás del bien y del mal, puesto que no hemos hablado de eso, del bien-mal en sí mismos, sino de lo que el mercado gigantesco del mundo considera como bueno o como malo para prosperar en su particular mercadeo. Ligar el concepto de lo bueno o de lo malo como lo que es adecuado, o no, para el éxito en cualquiera de nuestros afanes diarios, es prostituirlo. Por eso lo abandonamos y nos vamos de lleno a la auténtica realidad de lo que es el bien y lo que es el mal, en el siguiente apartado.

 

El bien-mal sustantivo (el entendimiento)

 

En el apartado anterior hemos hablado de lo que está al alcance de cualquier persona sin necesidad de filosofar, de lo que se refiere a los efectos prácticos de las cosas en la vida cotidiana, lo que es bueno o malo para un fin particular determinado, y lo hemos llamado bien-mal relativo. Supongamos ahora un fenómeno tan natural como es el fuego, y supongámoslo arrasando un campo. Según la visión del apartado anterior, cualquiera comprende que el bien o el mal dependerá de qué es lo que había sobre ese campo, si una plantación de vides o una invasión de maleza, y en relación a eso concebirá el fuego como bueno o malo.

 

Una mirada más profunda, sin embargo, no se detendrá en esos posibles efectos externos del fuego, sino en el fuego como fenómeno en sí mismo, independientemente de sus resultados. Si abandonamos el contemplarlo como referencia a algo particular (bien-mal relativo) y buscamos su bondad o maldad intrínseca, sustancial, es fácil comprender que ese fenómeno consiste, siempre y de forma necesaria, en la aniquilación violenta de algo que existía y que el fuego extermina. No puede haber fuego si no hay un algo que se queme. Y un acto de aniquilación es un acto destructivo en sí mismo, al margen de cuál sea la cosa aniquilada e independientemente del mal o bien relativo del apartado anterior. Esto es el bien-mal sustantivo que acaba de descubrir el entendimiento.

 

Todo lo que existe dentro de la finitud es, en sí mismo, intrínsecamente, bueno o malo en alguna medida. A este bien-mal, inherente a la naturaleza de todas las cosas, es a lo que llama el entendimiento bien-mal sustantivo.

 

Volviendo al ejemplo de la depredación, cuando el depredador acaba con la vida de su víctima, si nos desprendemos de la relación que dicho acto tiene con el sujeto depredador (acto bueno) y con el sujeto víctima (acto malo), y nos quedamos con el acto en sí mismo, independiente de sus protagonistas, es obvio que constituye un acto perverso, un acto de violencia que repugna la razón, y por supuesto, la sensibilidad. Por el contrario, la solicitud con que cualquier ser vivo cuida, protege y defiende con su propia vida la de su prole, constituye, en sí mismo, un acto amoroso que dignifica la existencia. He ahí el bien y el mal sustantivos, lo que es bueno o malo intrínsecamente y, por lo tanto, bueno o malo para siempre y de una forma inamovible, sin relación a nada: la violencia es mala en sí misma siempre, el amor es bueno en sí mismo siempre.

 

Los dos ejemplo expuestos han servido para darnos cuenta de que nuestra mirada puede profundizar, todavía un poquito más, en la comprensión del bien-mal, porque en lo dos ejemplos se advierten los mismos puntos comunes:

 

1.             El bien-mal sustantivo consiste en “algo” que aparece inherente, es decir, unido de forma necesaria e inseparable, a cualquier acto, cosa o forma de la finitud universal (el mal es inherente, inseparable, del fuego, puesto que aniquila).

 

2.             Se concibe a ese “algo” sustantivo como bueno cuando se manifiesta a favor de la finitud a la cual pertenece, cuando es constructivo; y se concibe como malo cuando se manifiesta destructivo, en contra de la finitud.

 

3.             Pero ese “algo” (el bien-mal) que así aparece no tiene, por ahora, identidad ni naturaleza concreta. En los ejemplos expuestos ha aparecido bajo los nombres de: aniquilación, perversidad, violencia, amor, dignidad..... que es como no decir nada, porque lo que sea concretamente ese “algo” no podemos identificarlo con sus innumerables manifestaciones, mediante el ardid de asignarle al conjunto un único nombre: el bien (o el mal).

 

¿Qué es el bien-mal, más allá de un saco en el que introducir innumerables conceptos? Mientras nos hemos desenvuelto en el campo de lo relativo del bien-mal, todo ha sido muy simple; pero intentar explicar la naturaleza sustantiva del bien-mal y su existencia en el mundo, constituye, sin duda, la cuestión más dramática y espinosa con la que se enfrenta el ser humano, tan espinosa que lo primero debería ser poner en tela de juicio la real existencia de esta balanza, tan molesta y de brazos tan largos. Resulta tan inquietante y tan duro este yugo, que medio mundo prefiere ignorarlo y el otro medio incumplirlo. ¿Por qué existen el bien y el mal...... si es que realmente existen? Más directo aún: ¿Existen realmente el bien y el mal, o son una invención de la conciencia del hombre? Y si efectivamente existen ....... ¿Qué cosa son el bien y el mal?

 

La gran tentación es responder a las dos primeras preguntas (que realmente es una sola) acogiéndome a la duda planteada al final de las mismas: “El bien y el mal quizás sólo sean un asunto de conciencia”, con lo cual desaparece el problema. Si localizamos el bien y el mal como algo únicamente existente en la conciencia del hombre libre, si lo reducimos a un problema solamente moral, inherente a la naturaleza espiritual del hombre, entonces desaparecen el bien y el mal como realidades sustantivas, puesto que, en ese caso, fuera de la conciencia no existen.

 

·               Este enfoque es especialmente interesante desde la psicología, porque avala la llamada “proyección”. Si el bien y el mal fuera cierto que únicamente son “ideas que habitan en la conciencia del hombre”, entonces es precisamente el hombre el que se engaña a sí mismo proyectándolos fuera, a toda la realidad universal. Por eso, porque los proyecta, cree verlos en el acto del depredador; y también por eso mismo, porque realmente no existen, es la razón por la cual el propio depredador no los siente cuando da muerte a su víctima.

 

·               Los defensores de esta tesis han intentado probarla sobre un hecho que ellos consideran definitivo, el hecho de que los conceptos de lo que es bueno o es malo no son universales e inalterables, varían de unas culturas a otras y, aún dentro de una misma cultura, evolucionan a lo largo del tiempo; lo cual demuestra (según ellos) que son un invento de la conciencia del hombre. Pero no es así. Efectivamente, el concepto evoluciona y varía de unas culturas a otras, pero en lo que no es esencial, porque en los pocos temas verdaderamente capitales aparece idéntico a lo largo de la historia. No hay cultura que no refrende el “No matarás”, “No hurtarás”, “No mentirás”, etc. Lo bueno o malo en sí mismo, lo es de forma inamovible y universal.

 

Esta respuesta “El bien y el mal quizás sólo sea un asunto de conciencia” será la que nos dé un cómodo escéptico. La respuesta de un inmoral a este problema será muy distinta. No negará la existencia del bien y del mal, lo que hará será llevarlo al terreno que a él le interesa para lavar su conciencia. El bien-mal sustantivo, uno mismo para todos, con sus leyes morales y universales en lo esencial, deslegitima su conducta, así es que renegará de él y no admitirá mas bien-mal que aquél que va a favor de su propia existencia y provecho personal; es decir, aceptará únicamente la validez del bien-mal en su versión ontológica: “No hay más bien-mal que lo que es bueno o malo para mi propia realización personal, sea al precio que sea”.

 

Ninguno de los dos posicionamientos anteriores es aceptable, quizás por muchas razones, pero desde luego por reduccionismo. El bien y el mal no pueden ser reducidos ni a su dimensión exclusivamente moral, existente tan sólo en la mente del hombre, pero no fuera de ella, ni a su dimensión exclusivamente ontológica, relativa a cada sujeto aislado; sino que ambos, bien y mal, constituyen una realidad universal. Para demostrar que las dos respuestas son insuficientes, basta con una sola argumentación:

 

·               Cuando se plantean dudas sobre la existencia de algo, esa existencia puede probarse de muchas maneras quizás, pero una de las más incontestables es la que se funda en la comprobación de los efectos de ese algo La energía no se sabe qué es, de manera que cabría dudar de su realidad; pero queda certificada su existencia (en el ámbito de la física) precisamente por sus efectos, que son comprobables.

 

·               Por definición, los efectos del bien, si existe, serán lo positivo, lo constructivo, lo que se produzca a favor de la existencia en general, a favor del orden universal. Por el contrario, los efectos del mal, si existe, serán lo negativo, lo destructivo, lo que se produzca en contra de los valores anteriores.

 

·               Si el bien-mal fuera solamente una realidad eidética, preestablecida en la inteligencia superior del hombre y, por proyección, el hombre creyera percibirlo en todo lo que le rodea, en tal caso, lo bueno y lo malo seguirían existiendo, por supuesto, en su conciencia, pero no existirían en las conciencias de los demás, de los escépticos, los cuales se encargarían de demostrar que no existen efectos en el orden universal.

 

·               Igualmente, si el bien-mal fuera únicamente lo relativo a la perfección de cada sujeto particular (ontologismo), en tal caso, desligado de los sujetos en cuestión, tampoco se apreciarían sus efectos.

 

·               Sin embargo, los efectos del bien y del mal son verificables siempre. La depredación, con su inmediato efecto de destrucción de un ser más débil por parte de otro más fuerte, constituye un doble acto de violencia y de injusticia, lo cual no depende de la posible percepción del hombre (valoración moral) ni de los efectos propios en los sujetos actores (valoración ontológica).

 

·               Queda claro que el hecho de que el hombre sea capaz de descubrir el mal, debido a poseer una inteligencia superior y suficiente, no significa que el mal solamente exista “en su mente”. Y queda claro que el hecho de que el depredador sea capaz de ejecutar el mal sin reparos, solamente significa que lo hace así porque no conoce el mal, no porque no exista.

 

Retornando a la anteriores preguntas tan acuciantes de la humanidad ¿Por qué existen el bien y el mal? Y si realmente existen ¿Qué cosa son el bien y el mal? Acaba de ser contestado lo más primordial, lo que se refiere a su existencia. Efectivamente, del bien y del mal puede comprobarse su realidad en el mundo que conocemos. Pero en cuanto al “por qué de que existan” y al “qué cosa son”, que es la razón última de las angustiosas preguntas, la Biblia contesta con la leyenda del Paraíso, la teología abunda en el mismo sentido con la tautología del pecado, y la filosofía se limita a dar la espalda de forma sistemática. Aquí no va a ocurrir eso. ¿Por qué existen el Bien y el Mal? ¿Qué cosa son el Bien y el Mal?

 

·               La finitud universal, por definición, es lo limitado, lo constituido por partes (las partes cuantitativas del todo material del universo, por ejemplo, o las partes cualitativas del todo espiritual del mismo -las almas-).

 

·               Ser partes de un todo implica, necesariamente, que las partes son distinguibles, heterogéneas, pues si no lo fueran no existirían en sí y no existiría el todo.

 

·               La heterogeneidad genera, necesariamente, inestabilidad entre las partes. Sólo lo que es homogéneo es estable.

 

·               La inestabilidad genera, necesariamente, movimiento de las partes. Únicamente lo infinito es uno, estable e inmóvil.

 

·               Los movimientos de las partes pueden ser constructivos, a favor de la consolidación del todo al que pertenecen, o pueden ser destructivos, a favor de la desestabilización del todo al que pertenecen.

 

·               Aplicado esto a la finitud, las partes que construyen, que generan movimientos de consolidación del todo universal al que pertenecen, constituyen el Bien; y las partes que destruyen, que generan movimientos de desestabilización del todo universal al que pertenecen, constituyen el Mal.

 

Aquí acaba de ser contestado el “Porqué” de la existencia del bien y del mal, acaba de ser explicado el proceso por el cual el bien y el mal aparecen, de forma necesaria e inherente, a la propia naturaleza de la finitud universal. Y está bien desarrollado. El término “inherente a” significa aquello que es “inseparable de”, y han quedado explícitas las cinco razones por las que es inseparable: al ser la finitud limitada, constituida por partes (únicamente lo infinito no tiene partes, es ilimitado), dichas partes que la constituyen son necesariamente diferentes entre sí (heterogéneas), lo cual conlleva la inestabilidad del todo y los movimientos internos. Las partes afines al todo construyen y son el Bien; las adversas destruyen y son el Mal ((luz-tinieblas, procreación-muerte, amor-odio........)

 

El bien y el mal existen porque son inherentes a la finitud universal, debido a la limitación, parcialidad, heterogeneidad, inestabilidad y movimiento de las partes integrantes de la propia finitud.

 

Y cuando somos poseedores del porqué del bien y del mal, entonces estamos en condiciones de poder fundamentar tantas máximas que aparecen en mis libros en contra de la teología y la filosofía actuales. Una de estas cuestiones se refiere a la eterna discusión sobre la aparición del mal. Para la teología se debe al pecado original (Tautología: el origen del mal es el propio mal), y para tantas otras doctrinas, o el mal ha sido creado por el Dios bueno (incongruencia) o el mal ha existido desde siempre frente a Dios (imposibilidad de dos dioses infinitos a la vez).

 

Acaba de desaparecer la cuestión. En mi libro Teosofía de la verdad, en la introducción de la primera página, escribí en su día: “No temas a la muerte. No te angusties. El único reino del mal es este mundo. Fuera no existe”. Hoy y en estas páginas, acabo de fundamentar lo que entonces escribí. El bien y el mal son cosa sólo del mundo. Cómo es la eternidad del Dios infinito, constituye para la mente humana un auténtico misterio. Pero, desde luego, en esa eternidad no hay infiernos, porque el mal sólo habita en el mundo.

 

El Bien y el Mal existen, pero no existen por sí mismos, como Dios, ni existen por creación directa de Dios. El Bien y el Mal existen por inherencia a la naturaleza del propio mundo y sólo en el mundo.

 

Aquí acaba de ser contestada, también, la segunda de esas dos preguntas tan angustiosas del ser humano ¿Qué cosa son el Bien y el Mal? El resultado final de mi demostración ha sido: El Bien está constituido por las cosas que generan consolidación de la finitud universal, y el Mal por las que generan desestabilización. Esto puede satisfacer a la mayoría, pero comprendo que aún cabría un repregunta de alguien: ¿Y por qué lo que consolide a la finitud ha de ser el bien y lo que la desestabilice ha de ser el mal, si la finitud es cosa tan sumamente negativa e imperfecta en sí misma?

 

La objeción sería válida si no fuera porque olvida que la finitud, efectivamente, es imperfecta porque no es el Ser, sino que solamente lo “tiene” por recibido de quien es la fuente del Ser, pero eso no obsta a que el Ser esté en ella, aunque sea de forma tan imperfecta. Por consiguiente, contribuir o no a la consolidación de la finitud es contribuir o no a la consolidación del Ser. Sólo es preciso recordar que la finitud universal, en su conjunto, es una manifestación del Ser Trascendental (como igualmente lo es cualquiera de las cosas particulares y seres que la integran), para comprender que todo lo que opere a favor de las manifestaciones del Ser es el bien y todo lo que opere en contra es el mal. El Ser no está dividido en partes (cosa imposible por definición), está enteramente en cada una de sus manifestaciones.

 

Sea cuál sea el ámbito de realidad, todo lo que genera consolidación del Ser constituye el Bien sustantivo, y todo lo que genera desestabilización constituye el Mal sustantivo.

 

De la propia afirmación se deduce que tanto el bien como el mal están dentro del Ser. No cabe pensar que el mal, puesto que es destructivo, eso signifique que genera “no-ser”, porque la nada, el no-ser, no existe (capítulo I). El mal, a pesar de ser el mal, también habita dentro del ser, como cualquiera lo sabe por la experiencia de su propia intimidad, siempre que nos refiramos al ser limitado, parcial, heterogéneo, inestable y móvil de la finitud universal. El bien y el mal, como ha quedado dicho, son cosa del mundo y desaparecerán cuando desaparezca el mundo.

 

¿Qué cosa son el Bien y el Mal?, vuelvo a preguntar para plantear una segunda cuestión todavía no planteada. El resultado final de mi demostración ha sido: El Bien está constituido por las cosas que generan consolidación de la finitud universal, y el Mal por las que generan desestabilización. Y si el lector se da cuenta, esta música suena bastante parecida a la del concepto del apartado anterior sobre lo que es el bien-mal relativo. Pero sólo la música, porque la letra nada tiene que ver.

 

En ese apartado anterior definía el bien-mal relativo como lo que es bueno o es malo “para un fin particular cualquiera”, y lo calificaba de intrascendente para la filosofía. Al decir ahora, definiendo lo que es el bien-mal sustantivo, que “las partes que generan movimientos de consolidación constituyen el bien, y las que generan movimientos de desestabilización constituyen el mal”, puede pensar el lector que esto es exactamente lo mismo que el bien-mal relativo, sólo que referido a la finitud universal entera, en vez de referido a un fin particular cualquiera. Y, en parte, tiene razón. Pero hay una diferencia esencial:

 

·               El bien-mal relativo pertenece al ámbito de lo particular dentro de la finitud, al ámbito de lo contingente, puesto que persigue fines aleatorios, es decir, dependientes de lo fortuito y accidental. El bien-mal relativo, por tanto, no es inherente a todas las cosas, sino que existe dónde y cuándo existe, y además existe sin trascendencia ninguna a nivel de la propia finitud universal.

 

·               El bien-mal sustantivo, sin embargo, no pertenece a ese ámbito de lo particular y contingente que persigue fines aleatorios, sino que su único fin es la propia finitud universal en su totalidad, trascendida por la ley natural que la conduce a un fin único, predeterminado y necesario: el de su conservación. Y debido a esto, a que su único fin es necesario, no contingente, aparece explícito y siempre en la propia naturaleza de las cosas, es decir, de forma sustancial. Todo lo existente es portador del bien y del mal sustantivos en alguna medida, conforme a su naturaleza.

 

Ha quedado claro el realismo y el inmovilismo del bien y del mal considerados sustantivamente, ajenos a fines particulares. Esto es cierto..... pero esto no impide que ese fin particular también exista; en cuyo caso, lo que es bueno o malo en sí mismo seguirá siéndolo en sí mismo, pero al tiempo y en relación a otro fin particular, también será bueno o malo en relación a tal fin. Quiero con esto significar que no existe más bien-mal que lo que sustantivamente es bueno o malo por su naturaleza, pero que esta verdad es ajena y compatible con los posibles fines particulares del bien-mal relativo. Privar de libertad a una persona es un acto sustantivamente malo, pero además y de forma compatible, es un acto relativamente bueno cuando lo lleva a cabo la justicia por razones de seguridad.

 

En el caso de la naturaleza, cualquiera puede apreciar la sustantividad buena o mala de los movimientos. A toda bonanza primaveral sucede luego un desmantelamiento en otoño. Pero como la naturaleza no tiene inteligencia para fijarse fines por su cuenta, el fin es únicamente uno y se lo da, ya hecho, la ley natural que la gobierna.

 

En la naturaleza, el bien-mal sustantivo consiste en la restauración permanente del equilibrio entre el bien y el mal. A toda desestabilización sucede consolidación, de forma que se produce una conservación de la naturaleza indefinida en el tiempo.

 

A las grandes catástrofes naturales suceden los grandes milagros de restauración. Si algo hay verdaderamente milagroso en el cosmos, no es el espectacular juego de los astros en sus desplazamiento por el espacio, aparentemente infinito; si hay algo milagroso es el inaudito equilibrio de las condiciones físicas en el insignificante planeta Tierra, el más humilde de los planetas en el más humilde de los rincones galácticos, pero único en todo el cosmos que ha hecho posible el milagro de la vida (la vida fuera de él es cosa de las películas).

 

Otro caso muy diferente a ese equilibrio sustancial de las cosas naturales es el provocado por la actuación del ser humano. Dotado de abstracción, conciencia y libertad, juega permanentemente a ser dios, desprecia las leyes de la naturaleza y se rige por un orden nuevo, diferente y contrario, que solamente él conoce, la ley del bien y del mal, la ley moral, observándola y transgrediéndola. Del ser humano no puede esperarse equilibrio ninguno en el mundo. Construye y destruye por amor y por odio. El medio mundo sensato y pacífico, frente al medio mundo necio y resentido. Los hijos de Abel frente a los hijos de Caín. La mano derecha frente a la mano izquierda..... aunque, a veces, no se sabe muy bien cuál mano es una y cuál la otra.

 

El bien-mal moral (la conciencia)

 

Puesto que la sociedad actual detesta todo lo que suene a viejas creencias religiosas, como ocurre con el término moral, y prefiere hablar de ética, que es más progre, debo aclarar que ambos términos corresponden al mismo y único concepto, el del bien y el mal, y que la única diferencia se debe al origen etimológico de ambos vocablos. Moral procede del latín, y su significado es “las costumbres”. Ético procede del griego y su significado es “forma de ser, carácter”. Como se ve, ninguno de los dos parece aludir al tema del bien y del mal, pero sí que se refieren a eso si tenemos en cuenta las culturas de las que proceden ambos términos.

 

o              En la cultura latina, lo bueno y lo malo no estaban regulados en ningún texto, pero, por supuesto, estaban regulados por las costumbres del pueblo, de manera que hablar entonces de costumbres era lo mismo que hablar hoy de moral.

 

o              En la cultura griega, sin embargo, la cosa ya no está tan clara. “Forma de ser” puede interpretarse por “inclinación del sujeto al bien o al mal”. No obstante y contra toda lógica, la acomplejada sociedad de hoy (incluida la académica), está imponiendo hablar de ética, en vez de hablar de moral, y en esta opción tan tontita no hay otra cosa que el afán de hallarle al tema una raíz más “racional” y denigrar todo lo que suene a religioso.

 

En realidad, cuando he tratado del bien y del mal sustantivos, en el punto anterior, a la vez lo he hecho del bien y del mal morales, porque éstos no difieren de aquéllos en lo que objetivamente son. El bien-mal moral es el mismo bien-mal sustantivo, pero con un solo matiz diferencial: cuando este último, el sustantivo, adquiere dimensión moral en la conciencia del hombre, que es el único viviente capaz de conocerlo y ejecutarlo libremente.

 

·               Cuando el depredador aniquila a su víctima se produce un mal sustantivo, que calificaba de violento e injusto, y el hombre, como espectador, es el único capaz de descubrirlo y censurarlo.

 

·               Pero cuando es el propio hombre quien asesina, ese mismo mal sustantivo adquiere una nueva dimensión, la moral, por tratarse de un acto ejecutado por quien sabe lo que es el mal, mientras que el animal depredador lo ha hecho de forma necesaria, instintiva y sin conciencia de ello.

 

El bien y el mal morales son los mismos que los sustantivos, pero cuando son ejercidos en la intención libre y consciente del hombre.

 

En esta definición aparece algo nuevo, algo que se desarrolla entre bastidores, no en el escenario real donde, acto seguido, se va a representar la obra (la vida real), y eso nuevo es que el actor, el hombre, ejerce el bien o el mal en su “intención libre y consciente”, según acabo de escribir, en su conciencia, en su interior, independientemente de que luego consiga salir a escena y representar ese papel o no le sea posible. Si el actor se ha metido ya en su personaje, sigue metido en él, aunque no le dejen salir a escena. Esto es muy importante, porque da una dimensión nueva al bien y al mal, en cuanto moralmente conocido.

 

·               Las causas posteriores por las que el hombre pueda o no pueda llevar a efecto sus intenciones, en nada modifican a éstas, a las intenciones; y son éstas, las intenciones, las que constituyen los actos del alma; porque lo otro, la ejecución material, no es del alma.

 

·               Si puede ejecutarlo y lo ejecuta, el mal sustantivo se produce en ese acto de la ejecución, es obvio, pero también es obvio que ese mismo mal sustantivo ya se ha producido antes en la intención del hombre ejecutor. Éste es el mal moral, incluso en el caso de que nunca llegue a ser ejecutado.

 

Los actos morales o inmorales son actos del alma, no dependen de su ejecución.

 

Sin embargo, en los textos y en las aulas no esperes encontrar nada de esto. La manoseada definición que viene repitiéndose de generación en generación, según la cual bien-mal moral es el de los actos del hombre “conforme a su naturaleza racional”, constituye, una vez más, uno de tantos errores inducidos por el falso mito de la razón. Afirmar que el bien es todo lo que está conforme con la “naturaleza racional” es afirmar, implícitamente, que la razón es el bien en sí misma, o al menos que la razón es esencialmente buena, lo cual es un disparate. La razón no es buena ni mala. Racional también es Satanás y, sin embargo, lo conforme a su naturaleza racional es el mal, no el bien. Los fundamentos son dos para rechazar este concepto que lleva vigente siglos, a pesar de tan absurdo:

 

·               El bien (como también el mal) es inherente a toda la finitud por las razones antes explicadas, no es inherente sólo a la finitud racional, no es propiedad exclusiva de lo racional, ni nace, por tanto, en la razón. La razón, simplemente, lo objetiva y lo conoce.

 

·               El hombre se limita a descubrirlo en las cosas y en sí mismo, en toda la finitud; y como todo descubrimiento, lo hace principalmente a través de la intuición, la única capaz de identificar lo bueno y lo malo sin extraviarse. La razón está al servicio de la voluntad, y como fiel servidora, siempre tiene argumentos a su alcance para justificar tanto el bien como el mal.

 

El bien no es patrimonio de la “naturaleza racional”. También Satanás es racional. El bien y el mal son inherentes a toda la finitud universal, la cual nada tiene de racional.

 

Una vez que el hombre descubre el bien y el mal sustantivos queda, inevitablemente, sujeto a la ley moral Haz el bien, evita el mal, en la que los términos bien y mal no se refieren a lo que sea bueno o malo para algo determinado (relativismo), sino a lo que es bueno o malo en sí mismo, al bien y al mal sustanciales. La definición correcta del ser humano, por tanto, no es la de “ser racional”, porque con ello se alude simplemente a su grado superior de inteligencia; la definición adecuada es la que hace referencia a aquello que el hombre tiene y las demás criaturas no tienen en grado ninguno: la dimensión moral.

 

Esto, contado así, suena bastante precario. ¿Cómo es posible que la ley de leyes, la que rige, de hecho, a todo ser humano desde su conciencia, sea ateo o sea creyente, se limite solamente a establecer esos dos principios, “Haz el bien, evita el mal”, sin determinar el contenido y alcance de cada uno de ellos, sin precisar qué es lo bueno y qué es lo malo? La respuesta a una pregunta tan larga es, sin embargo, de lo más simple y breve: Porque el bien y el mal están en todas las cosas y son fácilmente detectables. Ni se puede ni hace falta confeccionar listas exhaustivas, que quedarían siempre insuficientes.

 

·               Lo bueno y lo malo lo capta, en cada caso concreto y de forma infalible, la intuición. Ella es la que avisa instantáneamente, sin necesidad ni tiempo de que la razón llegue, o no llegue, a la misma conclusión

 

·               Es la intuición la que lo descubre y lo denuncia en la conciencia. Y es por eso que, si la conciencia se equivoca honradamente, el bien-mal sustantivo sigue en pie, como es lógico, puesto que objetivamente no depende del hombre; pero el bien-mal moral, que sí que depende de él, desaparece.

 

Los mandatos concretos, el “articulado”, es propio de otro tipo de leyes, como las leyes positivas de la sociedad, que ante la imposibilidad de penetrar en la intención del infractor, se limitan a castigar los actos comprobables; pero no es propio de ésta, la “Ley de leyes”, porque ésta radica en la conciencia, no en los hechos. Y prueba es que, cuando se aventura en ello, como es el caso del Decálogo judeo-cristiano, al final tiene el buen acuerdo de resumir, todo lo articulado, en solamente dos principios universales: el que se refiere al amor hacia Dios y el que se refiere al amor hacia el prójimo, en la seguridad de que la intuición sabrá descubrirlos en cada caso concreto. Las leyes morales con articulados prolijos, repletos de casuística, constituyen signo evidente de su ilegitimidad, como es prueba fehaciente la ley del Falso Profeta (el que tenga oídos para oír, que oiga).

 

La ley moral no precisa preceptos concretos, aunque pueda usarlos. Está grabada en el alma humana y la conciencia denuncia su vulneración siempre.

 

Sin embargo, la conciencia, que es la garante de denunciar el bien y el mal, resulta que no consiste en algo monolítico y universal. No solamente evoluciona a lo largo de la historia humana, sino también a lo largo de cada existencia individual y de cada clan cultural. Si el hombre, el único ser en cierta medida libre, es capaz de modificar su propia naturaleza espiritual, creando tantos guetos culturales, es lógico que, a la hora de interpretar y calificar lo que es bueno o malo en la realidad que le rodea, tenga un criterio para nada unánime. Sin embargo y aunque diferentes, estas apreciaciones de lo bueno y lo malo responden a una sola naturaleza, la humana, por lo que, en lo esencial, los principios básicos son universales...... y si dejan de ser universales, constituyen signo inequívoco de descomposición social. Aborto, terrorismo y homosexualidad son tres signos inequívocos de ello.

 

Las culturas evolucionan, pero los principios morales básicos son universales........ Y si dejan de serlo, esto es signo inequívoco de descomposición social (aborto, terrorismo, homosexualidad)

 

En este aspecto que acabo de rozar de pasada en el párrafo anterior, el de la “seguridad moral” hay un principio general tranquilizador (aunque no infalible, tratándose del hombre nada es seguro). Según este principio general al que aludo, la supervivencia vital del hombre está garantizada por claves grabadas en lo más profundo de su alma. En lo que es trascendente y necesario, no se producen más fallos que los que corresponden a las excepciones que confirman la regla. Por eso, en lo más profundo tiene grabados el amor y la atracción física que aseguran la perpetuación sobre la tierra, y también por eso tiene grabada la conciencia moral que asegura la perpetuación espiritual.

 

La violación consciente de la ley moral conlleva autocensura, un estado afectivo inmediato e irreprimible. No es un juicio racional, no da tiempo, es una intuición inmediata y certera, es un estado emocional inevitable, sea o no acompañado de la razón. Son claves de supervivencia que mantienen a la humanidad en pie, como conjunto. Pero la libertad del hombre es tan poderosa, que incluso estos diques es capaz de dinamitar. El uso reiterado de la razón, especulando en contra de lo que está grabado en la conciencia moral, acaba por oscurecer a ésta y arruinarla. Aborto, terrorismo y homosexualidad, ya citados, miserias prototipo que están en lo más íntimo del alma, no son reconocidas por las sociedades modernas, adormecidas moralmente merced a ese artilugio especulativo de lo “racional“, al servicio de la ceguera de la mayoría democrática.

 

Dentro del programa de trabajo de un filósofo, cualquiera que sea el tema, es utilísimo consultar lo que dicen al respecto las ciencias particulares. Si se consulta un libro de psiquiatría, se encuentra la confirmación de hasta qué punto la ley moral rige al hombre, aunque la psiquiatría, por supuesto, lo llame de otra manera:

 

·               Hasta 1923 se estimaba que lo psíquico estaba constituido por la pareja consciente-inconsciente, en la que el primero representaba las experiencias aceptadas y el segundo las reprimidas.

 

·               A partir de esa fecha, esta pareja es sustituida por el yo-ello, en la que el primero sigue siendo el consciente y el segundo queda integrado por el inconsciente más otros elementos no vividos, como los instintos.

 

·               Más adelante, a esta pareja se une un tercer protagonista psíquico, el super-yo, consistente no en lo que somos, sino en lo que deberíamos ser, en lo que dicta el canon impuesto desde fuera; en otras palabras, la conciencia moral-social.

 

Hasta aquí lo que dice la psiquiatría. Pero si se analiza esto mismo desde la filosofía, parece evidente que:

 

·               De esas tres capas de la psique, la única imprescindible es la del yo, pero no las otras dos, que podrían muy bien no existir sin que se resintiera en lo sustancial el ser humano.

 

·               Sin embargo, existen, y si se miran con detenimiento, resulta que, frente al sujeto, frente al yo, eso otro que aparece por debajo como lo censurable, lo reprimido y lo instintivo, el “ello”, no es otra cosa que el mal; y eso otro que aparece por encima como lo positivo, el paradigma, lo ejemplar, el “super-yo”, no es otra cosa que el bien.

 

·               De este modo, las célebres tres capas que reconoce la psiquiatría en la mente del hombre, no son otra cosa que la confirmación de su naturaleza moral, su yo apresado entre el bien y el mal.

 

Los dos mundos

 

ü             Para la cosmogonía bíblica, el bien y el mal ya eran realidad en el centro mismo del Paraíso, a pesar de que Adán, limpio de conciencia, no era capaz de reconocerlos.

 

ü             Para las cosmogonías orientales, para el mazdeísmo de Zoroastro, no solamente ya existían el bien y el mal, sino que se concebía la perpetua enemistad entre los dos como el origen mismo del mundo.

 

ü             La vida del ser humano deambula a diario entre el bien y el mal, aunque prefiere llamarlos de cualquier manera, no sea que se despierte la conciencia.

 

Todo aquello que consolida el todo al que pertenece, constituye el bien, y todo aquello que desestabiliza el todo al que pertenece, constituye el mal. Esto ha quedado escrito, con éstas o palabras parecidas, en páginas anteriores, y es obvio que no se refiere sólo a los episodios de la naturaleza, sino a todos los episodios, y con mayor razón, a los que produce el hombre con sus actos en el ámbito de lo espiritual. En la naturaleza, un volcán lanzando lava es un efecto destructivo que arrasa la vida en cientos de kilómetros, pero la repoblación espontánea de la propia naturaleza, al cabo de un tiempo, construye sobre las heridas nuevos bosques. Ese es el mundo de la materia. Pero ¿Qué pasa con la acción libre del hombre? ¿Quién restablece el equilibrio entre el bien y el mal en el mundo del espíritu?

 

Pues pasa exactamente lo mismo que pasa en el mundo de la materia, que la acción libre de una parte de la humanidad, que construye, intenta mantener el equilibrio frente a la destrucción de la otra parte, aunque no lo consiga del todo porque no estamos hablando de una ley natural, sino de la libertad humana. Quizás el lector tenga la inclinación a pensar que estoy refiriéndome a la construcción y destrucción del hombre en cuanto al medio ambiente, cosa tan de moda. No, desde luego, eso es una pura anécdota al lado de la otra construcción-destrucción a la que estoy refiriéndome: la moral, la espiritual. Lo malo no son las emisiones de gases contaminantes, lo malo es el día a día humano, la rivalidad, el egoísmo, la impiedad, el desprecio, la saña con la que el hombre traiciona, engaña y destruye a los demás que se cruzan en su camino. Ese tipo de destrucción permanente que lleva a cabo el hombre con sus actos libres..... ¿Quién lo neutraliza para que se conserve el mayor equilibrio posible entre el bien y el mal espirituales en el mundo?

 

·               En alguna página de mi libro Teosofía de la verdad, he dejado escrito que la ingente maldad del hombre es lavada, en parte, por el ingente sufrimiento del propio hombre. El sufrimiento abre los ojos, cambia las conciencias, es escuela del bien, el sufrimiento construye. El sufrimiento del “tercer mundo” no es gratuito y sin sentido, ese sufrimiento soporta sobre sus espaldas y neutraliza la iniquidad del primer mundo. Es el “sufrimiento de los inocentes” del que habla en nuestro cristianismo.

 

·               En parte por inclinación natural, en parte por la comprensión de lo que es el bien y, sobre todo, a través de la escuela del sufrimiento, el hombre también hace gala del germen divino que porta en su alma y lo siembra en el mundo: La lealtad, el amor, la humildad, la paciencia, la renuncia, la compasión, la generosidad, la fidelidad, el perdón, la veracidad, el respeto, la honradez, la sinceridad y todas esas maravillas del alma humana restablecen el equilibrio roto por la maldad de los necios. Esta es la construcción-destrucción que debe quedar en la memoria del lector, la del orden moral que opera en el mundo del espíritu.

 

Ha quedado claro aquí, en este libro que lees, cuál es el origen del bien-mal sustantivo, eso tan oscuro que ni la universidad ni las religiones han sabido explicar nunca. Situar el origen en el pecado del hombre, como hace la teología, es una simpleza tautológica, porque si el propio pecado ya es en sí el mal, esa definición es lo mismo que asegurar que “el origen del mal está en el mal”. El misterio ha quedado aquí resuelto: todo arranca de la parcialidad inestable de la propia finitud, parcialidad en la que también entran los millones de almas, todas diferentes, como partes de un todo espiritual, a pesar de que cada alma es simple en sí misma y, por tanto, ajena al proceso del bien-mal sustantivo (lo veremos enseguida). Pero lo que ningún razonamiento puede resolver es el origen y la necesidad, no del bien y del mal inherentes al mundo, que acaba de ser explicado, sino el origen y la necesidad del mundo mismo, un mundo absurdo que los genera, los cobija y los regula con sus leyes naturales.

 

La pregunta, por tanto, no ha de ser la que era hace un momento: ¿Por qué existen el Bien y el Mal?. Esto acaba de ser explicado: Porque son inherentes a la finitud del mundo. La pregunta ahora debería ser ¿Por qué existe el propio mundo, con todo su mal?...... Pero es que esta pregunta tampoco procede, ya ha sido ya explicada por la única vía que puede ser explicado: por el “espejismo” en el que nos envuelven los sentidos, obligándonos a vivir en un mundo que realmente no está en parte alguna, salvo en nuestras conciencias que lo viven. Tan es así, que hasta su identidad resulta inigmática, como no podía ser de otra manera.

 

·               El mundo resulta ser bueno para sí mismo, pero resulta ser malo en sí mismo.

 

·               Visto desde abajo, desde la luz relativista de la ontología, el mundo es bueno para sí mismo, puesto que es autosuficiente respecto a sus propios fines, es capaz de su propia autorrealización.

 

o              ¿Cómo no admirar la obra gigantesca de un mundo tan fastuoso, incluso como pura fantasía sensorial, levantado sobre una partícula de polvo perdida en el cosmos?

 

o              ¿Qué clase de milagro es el de este mundo, levantado en la nada de la materia, poblado sólo de conciencias capaces de soñar todas con lo mismo?

 

Nuestro planeta, en cuanto espejismo físico capaz de vida, lo es de tal envergadura, que no hay otro entre los millones de millones de astros.

 

·               Visto desde arriba, desde la luz sustancial del entendimiento, el mundo es malo en sí mismo, nada en él es verdadero.

 

o              El mundo es malo sustancialmente. Limitación, parcialidad, heterogeneidad, inestabilidad y movimiento son factores todos intrínsecamente negativos, y de la reunión de lo que es malo no cabe esperar sino imperfección y maldad sustantiva.

 

Limitado, parcial, heterogéneo, inestable, móvil...... todo es negativo. Lo único bueno del mundo es que, objetivamente, no es otra cosa que un sueño.

 

Sin embargo, de esta aparente contradicción que envuelve al mundo, nada queda en pie si recordamos que ser bueno para sí mismo no tiene valor ninguno, como ocurre con todo el ámbito del bien-mal relativo, puesto que todas las cosas son buenas para consigo mismas, todas son buenas ontológicamente. Lo interesante no es que el mundo sea bueno para sí mismo, lo interesante es que resulta ser “malo en sí mismo”, porque limitado, parcial, heterogéneo, inestable y móvil, todo ello es negativo. Habitamos en un mundo aparentemente fascinante, pero sustancialmente perverso. “El mundo a mí me ha sido dado y yo se lo doy a quien quiero” fueron las palabras de la tentación de Satanás al Jesús orante en el desierto. El universo, como obra de arte (soñada), no tiene precio, pero como obra moral no es otra cosa que el reino de Satanás, según las palabras bíblicas y según la experiencia de cualquier persona sensata.

 

Tenemos, entonces, dos mundos, el del bien y el del mal....... Pero atención, porque esto es importante: bien y mal que solamente afectan a la finitud universal, y esto debe quedar bien claro, es decir, sólo afectan al mundo de la materia y al mundo espiritual en cuanto incardinado en la materia, no las almas en sí mismas, sino a las almas en cohabitación con la materia, porque una cosa no es igual a la otra. Y por si el lector ha pasado capítulos sin leer o ya no recuerda lo leído, le recomiendo que retorne al capítulo II, en cuyos apartados “La unión contra natura” y “La simbiosis alma-cuerpo”, he desarrollado la imposibilidad de la tesis imperante de que el hombre (y cualquier ser vivo) es una unidad sustancial. Esta nefasta secuela aristotélica es radicalmente falsa.

 

·               Considerando la finitud espiritual como el conjunto de todas las almas y sus obras mientras permanecen en unión con la finitud material de los cuerpos, tal y como aparecen en el mundo de nuestros sentidos, la finitud espiritual, así vista, también es parcialidad, heterogeneidad, inestabilidad y movimiento, puesto que las almas que la integran son partes diferentes del todo. Y así lo comprobamos: el hombre actúa bien y actúa mal sustantivamente.

 

·               Pero considerando la finitud espiritual, no como ese conjunto mundano, sujeto al bien-mal intrínseco de la materia corporal en la que habita, sino como lo que sustancialmente es en sí misma:

 

o              El alma es sustancia simple, no está hecha de partes diferentes porque no es composición de nada preexistente. Sus manifestaciones no son partes diferentes de un todo, sino que el todo (el alma entera) está en cada diferente manifestación.

 

o              Si el alma no es composición, evidentemente tampoco puede descomponerse, como ocurre con el cuerpo, que, al morir, sus partes quedan libres y se reciclan de nuevo en la naturaleza.

 

o              Llegar a la conclusión de que el alma es sustancia simple e incorruptible, es confirmar que el alma no puede morir, como muere el cuerpo. Únicamente sería posible, no su muerte, sino su aniquilación por parte de su Creador, retirándole el Ser que le ha donado.

 

o              El alma, por tanto, aunque finitud, está hecha sustancialmente para vivir de forma indefinida, o lo que es lo mismo, mantenida en la eternidad por el Creador.

 

Este es el verdadero análisis del alma. Partir, sin ningún fundamento, de considerarla sólo como un “coprincipio” (¿?), que unido al otro “coprincipio” (cuerpo), da por resultado una sola sustancia (hombre), supuesto absurdo y concebido únicamente con el objetivo de dar cumplimiento a la teoría “materia-forma”, que a su vez da cumplimiento a otra infundada teoría “potencia-acto”, es un ejemplo más del artificioso “laberinto racional” que he denunciado en el capítulo anterior (VII). No obstante, hay una verdad científica que demuestra la falsedad de tal tesis aristotélica:

 

o              En vez de partir de supuestos caprichosos (el “coprincipio” de Aristóteles), partamos de una absoluta evidencia: El alma es ajena al espacio.

 

o              Pero es que el espacio no es una realidad en sí mismo, sino parte de la realidad espacio-tiempo, según la física moderna (Einstein)

 

o              Si el alma es ajena al espacio, y el espacio y el tiempo constituyen una única realidad espacio-temporal, el alma es también ajena al tiempo, o dicho de otra manera, el alma es eterna.

 

o              Ser el alma eterna significa que es incorruptible, que no puede descomponerse porque no es composición de partes.

 

o              Si en el alma no hay “partes”, es ajena al proceso que las partes generan: heterogeneidad, inestabilidad y movimiento, es decir, bien-mal sustantivo.

 

o              Si no es sujeto del bien y del mal, el alma, como su propio Creador, ni es buena ni es mala, está más allá del bien y del mal Únicamente mientras aparece incardinada en la materia corporal, es cuando el alma participa del mismo bien y mal sustantivos de la materia, en tanto dura el espejismo sensorial de la vida en el mundo.

 

Efectivamente, hay dos mundos, el del bien y el del mal, pero acabamos de ver que no rompen la obra entera de la finitud, como no podía ser de otra manera, porque la finitud es obra del Creador y, por lo mismo, no susceptible de albergar algo tan negativo como la escisión de la propia obra en dos hemisferios contrarios.

 

ü             Hay dos mundos, el del bien y el del mal, pero únicamente afectan al universo de la materia, en cuanto movimientos restauradores del equilibrio que garantiza la continuidad y autorrealización del propio universo material. En este sentido, mientras lo espiritual está incardinado en la materia, también es afectado.

 

Efectivamente, también hay otros dos mundos, el del espíritu y el de la materia, pero que, por el mismo fundamento anterior de que la obra del Creador es perfecta, tampoco han sido diseñados para escindir la obra en dos hemisferios contrarios.

 

ü             Hay dos mundos, el del espíritu y el de la materia, pero el de la materia no tiene existencia objetiva fuera del ámbito de lo onírico.

 

Los dos mundos del bien y del mal, por tanto, no afectan a la finitud entera, solamente son propios del universo de la materia; el cual, a su vez, no tiene realidad objetiva fuera del ámbito de lo onírico.

 

ü             En resumen, únicamente existe una finitud, la espiritual, que recibe el Ser eterno de quien es su Creador (el Ipsum esse subsistens) y que, al igual que su Creador, está más allá del bien y del mal.

 

El mundo del bien y del mal solamente habita en la materia. Pero la materia no existe fuera de lo onírico. No hay más finitud que la del espíritu, el cual, al igual que su Creador, está más allá del bien y del mal cuando abandona el mundo.

 

La ecuación “Bien = Dios”

 

Este apartado ha sido actualizado en febrero de 2008. Antes de actualizarlo, estaba redactado como sigue:

 

Esa nueva naturaleza sustantiva del bien que hemos visto (y también del mal, claro, pero éste de momento lo vamos a aparcar), ese feliz hallazgo de que existe el bien en sí mismo, como objeto, como fin en sí, y no sólo como medio para otro fin, ha entusiasmado siempre la torpe mirada de los teólogos, porque ese hallazgo se presta (¡Al fin!) a la obsesión ridícula del hombre creyente por apresar al Dios lejano y desconocido, en términos parecidos a los de este breve razonamiento que me permito dialogar:

 

-Ya sabemos lo que es Dios, es el Bien.

-Nunca se me hubiera ocurrido pensar que lo tuviéramos tan cerca.

-¿Tan cerca? ¡Pero qué dices! Dios es el bien..... pero en grado infinito, porque todo Él es infinito. Dios es el bien absoluto, mientras que los pobres hombres solamente somos el bien por participación. Cada uno en su sitio.

 

De lo que no se han dado cuenta los teólogos es de que, con semejante conjetura, han conseguido justamente lo contrario de lo que pretendían: lejos de poner a cada uno, a Dios y al hombre, en su sitio, han apeado a Dios y lo han colocado a la altura del hombre, los dos juntos en el mismo sitio, en la finitud. Esto de identificar a Dios con el bien es uno de esos errores gordísimos de la teología, error que luego acarrea el problema de qué hacer con el mal y no encontrar solución alguna. El error es tan simple que cuesta muy poco fundamentar su falacia, a pesar de los siglos que lleva vigente:

 

·               En el punto anterior hemos visto que el bien y el mal existen porque son inherentes a la finitud universal, y consisten en los movimientos integradores o desintegradores de la misma, tanto en el orden físico (naturaleza) como en el orden espiritual (moral).

 

·               Por consiguiente, el bien y el mal constituyen dos realidades opuestas y en permanente pugna entre sí.

 

·               Ya quedó demostrado que son inherentes sólo a la finitud (proceso de la “parcialidad”). De todas formas, es obvio que el fenómeno de oposición sólo puede producirse entre realidades de un mismo ámbito, así es que, o los dos, el bien y el mal, pertenecen a la finitud o los dos a la infinitud

 

·               A la infinitud no pueden pertenecer el bien y el mal porque dos infinitos a la vez son imposibles.

 

·               Luego únicamente dos realidades finitas pueden oponerse entre sí. El bien y el mal sólo existen en el mundo.

 

El bien y el mal, por ser opuestos entre sí, han de pertenecer necesariamente a la finitud, no pueden ser infinitos ni los dos ni ninguno de ellos por separado. Luego, si Dios es infinito, no puede ser el Bien.

 

En esta breve demostración lógica hemos llegado a la conclusión de que Dios no puede ser identificado con el bien, como viene haciéndose por los siglos de los siglos, por la simple razón de que éste, el bien, pertenece a la finitud, y Dios, por definición, es lo Infinito. Pero, para alcanzar esta misma verdad, hay otro camino mucho más simple y capaz de llegar a la mentalidad de cualquiera sin necesidad de silogismos. Estoy refiriéndome a la lógica elemental introducida al comienzo de este apartado, en forma dialogada, y que ahora completo con el lugar donde ocurrió y cómo ocurrió:

 

En el Monasterio de Santo Tomás, de Ávila, un teólogo estaba disertando sobre las excelencias de Dios, que (según él) era la perfección y la bondad absolutas porque las ostentaba en “grado infinito”. Levanté la mano para llamar su atención. Se dio cuenta, interrumpió su discurso y se quedó mirándome, esperando qué quería.

 

-“Si Dios es el Bien, entonces, ¿qué hacemos con el Mal?”, le pregunté.

 

Aproveché el breve silencio que siguió a mi pregunta para contestarla yo mismo, antes de que lo hiciese él:

 

-“Si Dios es el creador de todo.... ¿Es que ha creado también el Mal? ¡Imposible! El Bien no puede haber creado al Mal, es incompatible. Pero si el Mal no ha sido creado por Dios, entonces es que el Mal ya existía desde la eternidad, como el mismo Dios; es decir, que entonces tenemos dos dioses infinitos, el del Bien y el del Mal. Volvemos al mazdeísmo y a lo que es imposible metafísicamente: dos infinitos a la vez.”

 

Se produjo otro breve silencio. Estos “doctos” que se atreven a dar conferencias en público, se exponen a callejones sin salida como éste. Pero era hábil. En seguida halló la mejor de las salidas posibles:

 

-“Pues entonces, dígame usted cómo es Dios”.

 

-“Por supuesto que no lo sé, como usted tampoco lo sabe, como nadie lo sabe. Solamente sabemos que existe. Si fuéramos capaces de saber cómo es, entonces no sería Dios”

 

Efectivamente, Dios, lo infinito, no sabemos en qué consiste porque nos falta experiencia en ese ámbito, pero desde luego sí sabemos lo que de ninguna manera puede ser: nada que se refiera al ámbito de la finitud. Luego Dios no es el bien porque éste es propio de la finitud. Dios está más allá del bien. La ecuación “Bien = a Dios”, o dicho más coloquialmente “Dios es bueno, es el bien”, constituye uno de esos errores gordísimos que vienen repitiéndose en los templos y en las aulas desde siempre.

 

Pero como los teólogos se han dado cuenta de la precariedad de esta ecuación, han buscado redondearla con otros añadidos para salvar la situación. Lo que han conseguido ha sido abultar el disparate con más disparate: “Dios es el Bien –insisten-, pero, por supuesto, en ´grado infinito´, para poder diferenciarlo así del bien del mundo”. Lo insostenible de este nuevo añadido ha quedado ya demostrado en lo que acabo de exponer, pero constituye un desatino tan gordo que no me resisto a comentarlo:

 

·               Lo infinito, por definición, no es finitud, no es magnitud, no tiene grados, ni pocos ni muchos. La expresión “en grado infinito” es un contrasentido, pretende la construcción de un infinito a base de sumar grados finitos, lo cual es un imposible y demuestra, de paso, el pésimo nivel de los teólogos.

 

Igual a como en metafísica denunciaba el pecado capital de confundir continuamente el ente con la cosa, aquí, en teología, denuncio este otro pecado capital, el de confundir a Dios con el bien, que arrastra tras de sí un problema que nunca ha admitido ni admitirá solución, porque ¿qué explicación encontramos, entonces, para la existencia del mal? Únicamente admite dos posibles soluciones (ya introducidas las dos en la parte dialogada), pero las dos se contradicen entre sí y constituyen un círculo sin salida:

 

1ª Hipótesis: La creación del mal por Dios.

 

Si Dios es infinito, nada puede existir independiente de Él. Si algo existe, es que lo ha creado.

·               El mal existe, luego lo ha creado Dios.

·               Entonces Dios es perverso, puesto que ha creado el mal sin necesidad.

·               Un Dios que es a la vez bueno y perverso es un imposible por contradicción.

 

2ª Hipótesis: La existencia del mal independiente de Dios.

 

·               Si Dios es el bien, no puede haber creado el mal, que es lo opuesto al bien y es reprobable.

·               Pero si no lo ha creado Dios (que todo lo ha creado), es que el mal existía desde el principio, a pesar de Dios y frente a Dios, es decir, el mal es otro infinito.

·               Dos infinitos a la vez son imposibles.

 

No tenemos más que deshacer esta torpe ecuación, “Dios = Bien”, para comprender que el problema no existe, que es un problema creado por la propia teología, reincidiendo, siglo tras siglo, sobre el mismo error básico de identificar a Dios, que es infinito, con algo que es perteneciente al mundo, el bien. De Dios únicamente sabemos que existe, pero nada en absoluto referente a cómo es, en qué consiste..... salvo un detalle: sí sabemos que, desde luego, no puede ser nada de lo que es o haya en la finitud, justamente porque Dios es lo diferente, lo infinito.

 

La ecuación Dios = Bien es tan imposible como Infinitud = Finitud. Visto desde la lógica humana, Dios no puede ser el bien, Dios tiene que estar más allá del bien y del mal.

 

- o -

 

Todo lo anterior constituía la primera redacción que hice de este apartado en el año 2004. Como se ve, navegando a toda vela con la razón, no se halla otra cosa que un montón de evidencias de que el Ser Infinito no puede ser nada de lo que hay en la finitud del mundo y, por lo tanto, no puede ser el bien, y menos aún en “grado infinito”, porque lo infinito no tiene grados. Pero, claro, eso ha sido navegando con la razón, que no es clarividente, que es únicamente inteligente, y que se apoya en algunos principios generales, como el principio de no contradicción: dos supuestos contradictorios entre sí, no pueden ser verdaderos los dos. El Dios infinito no puede ser, a la vez, finitud.

 

Esto dice nuestra lógica humana. Pero es que si esto fuese exactamente así, tendríamos que empezar por negar la deidad de Cristo por imposibilidad metafísica. El Dios infinito no puede ser, a la vez, persona, que es finitud, ni menos aún tres personas. El pequeño inconveniente consiste en que, con todos estos razonamientos, el humilde topo en su galería (el hombre) está emperrado en introducir, en su cabecita, la compatibilidad del Dios infinito con el Dios humano (Cristo), olvidando que la lógica del pobre topo solamente le sirve dentro de su oscura galería (el mundo), pero nunca para alcanzar al Dios-Luz que está fuera.

 

Tratándose de comprender cómo es Dios, o nos liberamos de los razonamientos humanos o nos liberamos de la fe, no hay término medio. Otra cosa diferente es comprender que Dios existe. En esto, fe y razón caminan juntos. Pero sólo en esto.

 

Lo curioso es que ya entonces, en esa primera redacción del libro, afirmé que la pretensión de conocer a Dios resulta, sencillamente, ridícula (lo acabamos de leer); y sin embargo, caí, acto seguido, en la tentación de pensar cómo es y deduje que “Dios está más allá del Bien y del Mal”, lo cual, por otra parte, es una deducción absolutamente correcta y válida. La verdad final es que de Él únicamente podemos razonar con fundamento que existe, pero absolutamente nada más, porque comprender, entender, conocer al que es infinito con una mente finita de hombre constituye una sandez. Lo contradictorio constituye un principio básico en nuestra razón y significa imposibilidad..... pero es que ni Dios tiene una pobre razón humana ni hay nada imposible para Él, porque, en tal caso, dejaría de ser Dios. La verdad lógica conocida como “principio de no contradicción” no puede estar por encima de Dios, porque entonces Dios no sería Dios, Dios sería, precisamente, el “principio de no contradicción”.

 

Toda esa argumentación anterior de que “el Dios infinito está más allá del Bien y del Mal” porque no es finitud, como igualmente “tampoco puede ser persona, ni una ni menos aún tres” por lo mismo, porque no es finitud, todo eso está muy bien para alcanzar a Dios tal y como nos lo presenta nuestra lógica, como un Dios abstracto, lejano y desconocido, lo cual es absolutamente correcto en términos filosóficos. Pero también es correcto pensar que Dios, por ser Dios precisamente, está fuera de toda imposibilidad, está fuera de toda contradicción, está fuera de toda lógica, nada hay que pueda limitarle. Dios puede ser infinito y, a la vez, ser persona; y puede estar más allá del bien y del mal y ser, a la vez, el bien.

 

Intentar comprender cómo es Dios, con lógica humana, es de necios. Puede ser infinito y, a la vez, persona; puede ser el bien y, a la vez, estar más allá del bien y del mal. Todo eso es imposible para nuestra lógica humana, pero Él no es humano, es Dios.

 

La ecuación “Mal = carencia de Bien”

 

Un exponente más del quebradero de cabeza que esta identificación del Creador con el bien ha producido siempre, es el intento, a veces desesperado, de hallar una explicación suficiente a la existencia del mal, que tan obstinadamente parece querer negar al Dios sustancialmente bueno. Hace un momento acabo de exponer que sobra este tipo de empeños metafísicos sobre lo que es Dios y su relación con el bien y el mal, porque sobre Él no rigen lógicas ni razonamientos humanos. Pero San Agustín no debía estar muy de acuerdo con este punto de vista y lo intentó, y además por una vía muy interesante, a saber: si se niega la existencia del mal, ya no queda problema ninguno, solamente existe el bien, es decir, Dios.

 

Postulado inicial: Únicamente existe el bien. El mal no existe. Llamamos “mal” a lo que solamente es carencia de bien.

 

Esta ingeniosa trampa del santo de Hipona pretende que el mal no es algo real y sustantivo, sino que es solamente una pura palabra, un concepto vacío, un mero nombre con el que no designamos cosa ninguna, sino solamente nos referimos a la “carencia” de algo que sí que existe y es sustancial, el bien.

 

El rebuscamiento es ingenioso, pero inútil. Un nombre no puede colgarse del vacío. La mente no inventa nombres viudos de contenido, necesariamente los rellena de significado, de concepto, que en este caso del mal consiste en ese sinfín de cosas llamadas malas y que están en la mente de cualquiera que piensa en el mal. Lo que sucede, según la versión de San Agustín, es que eso no significa que tal contenido sea una sustancia, sino que es precisamente lo contrario, la carencia de la sustancia conocida como “bien”. En definitiva, “carencia de realidad”.

 

A este caprichoso y rebuscado argumento cabría oponer, por lo pronto, que, en buena lógica, el hombre no inventa palabras sin ningún motivo, y en todo caso las inventa, a veces, para bautizar de otra manera a lo ya existente y bautizado. Pero inventar palabras cuando, además, no corresponden a nada real, y verse obligado, de paso, a inventar también el correspondiente significado, no es creíble. Dejando consideraciones como ésta a un lado, rechazar el mal como simple carencia de bien puede fundamentarse de forma lógica:

 

·               Debemos partir de lo primero que nos consta: la existencia del bien y del mal como puros conceptos, como dos realidades en el ámbito de las ideas, rehuyendo entrar, de momento, en la existencia objetiva de ninguno de los dos.

 

·               Dentro de ese ámbito conceptual en el que tenemos a los dos situados, también nos consta una segunda certeza: los dos son opuestos entre sí.

 

·               Si los dos están situados en el mismo ámbito (el eidético) y además los dos juegan el mismo papel dentro de ese ámbito (el de oposición mutua), no hay fundamento alguno para romper esa paridad, suponiendo en uno de ellos realidad sustancial además de la ideal (el bien), pero no en el otro (el mal).

 

·               Elevar, por tanto, a uno de ellos al plano de lo sustantivo (el bien) y dejar al otro en el plano de lo ideal (el mal), constituye una elección arbitraria y sin fundamentar. Con igual legitimidad cabe entonces argumentar justamente lo contrario:

 

Argumento de contrario e igualmente legítimo: Únicamente existe el mal. Lo que llamamos bien es solamente carencia de mal.

 

La moral huérfana de los ateos

 

Una cuestión palpitante, por lo discutida, es si lo moral es un valor en sí mismo y, por consiguiente, de normal aplicación por quien lo desee, sin intentar buscarle ningún otro tipo de justificación, como es la justificación religiosa. Esta es la pretensión de tantos ateos, que se indignan por lo que ellos consideran una apropiación indebida de lo ético por parte de los creyentes. Según ellos (sólo según ellos), “lo moral es una opción libre del ser humano, y como tal, es normal su práctica en la vida exclusivamente terrenal y temporal en la que vivimos”; o dicho con otras palabras, no hace falta en absoluto ser creyente, ni esperar una eternidad más allá de la muerte, para llevar aquí abajo una vida ética.

 

Como se ve, el ateísmo no es muy amigo de entrar en valoraciones sobre lo ético, prefiere partir de que consiste en una “opción libre del ser humano”, pero queda meridianamente claro que la considera positiva desde el momento en que la acepta. De hecho, no es corriente tropezarse con ateos que no crean en la existencia del bien y del mal y no sean partidarios, obviamente, del bien. Pero ¿Qué entiende un ateo por el concepto “bien”? Eso ya es otro asunto y lo abordaremos inmediatamente. No obstante, existen excepciones. Aunque muy pocos, hay ateos que llevan su radicalismo (y su coherencia, hablaremos de ello más adelante) al extremo de superar la contradicción entre el orden natural y el orden moral, negando la existencia de este último.

 

En este apartado, “La moral huérfana de los ateos”, toca hablar de esa legión de ateos que, aunque niegan la existencia de lo trascendente, miran lo ético como un valor en sí mismo, íntimamente ligado a la naturaleza del ser humano, es decir, inherente a su naturaleza. Tomando en consideración que éstos son la inmensa mayoría dentro del ateísmo, podemos dejar redactado el “credo” ateísta de esta manera:

 

ü             Credo ateísta: Lo ético es inherente a la naturaleza del hombre, y como tal, es normal su práctica en la vida exclusivamente terrenal y temporal en la que vivimos. No son necesarias las religiones para ser ético y practicar el bien.

 

La premisa básica desde la cual parte es impecable: “Lo ético es inherente a la naturaleza del hombre”, es decir, común, propio del hombre y no de las demás criaturas; de cuya verdad deduce otra igual de verdadera: por lo cual “es normal su práctica”. Pero después de este monumento a la verdad, añade su conocida y errónea creencia de que “la vida es exclusivamente terrena y temporal”. En resumen, lo que el ateísmo nos declara merece un punto y aparte por su incongruencia.

 

ü             Aunque la vida es solamente terrena y temporal, lo ético se justifica por sí mismo, de manera que ambos son compatibles.

 

Esta declaración de principios constituye un auténtico monumento a la incoherencia. ¿Por qué? Porque el ateísmo que así piensa ignora algo que está en el abc del conocimiento humano, a saber: orden moral y orden natural son radicalmente contradictorios, de manera que justificarlos a los dos por igual y autoconvencerse de que son compatibles, constituye evidencia de que no se sabe lo que se dice.

 

·               En el orden natural, que es el del universo temporal en que vivimos, el único principio existente es el del bien-mal ontológico, consistente en la búsqueda del propio provecho y satisfacción de los instintos naturales por cada individuo, lo cual genera una confrontación permanente que se dirime por la ley del más fuerte, la consiguiente selección natural y el perfeccionamiento de los individuos y las especies, todo ello orientado hacia el equilibrio y autorrealización del propio mundo al que pertenecen.

 

·               En un mundo así, un orden moral que quiebra el orden natural y lo sustituye por otros valores opuestos, no es aplicable en modo alguno, porque conduce a la ruptura del equilibrio y de la conservación de la naturaleza, como así ocurre precisamente con la actuación del hombre. Sustituir el instinto por la libertad, el interés propio por la renuncia, la conservación de la vida por el sacrificio en aras de los ideales, etc, etc, constituye un atentado contra el orden natural, que es la ley aplicable en el mundo. Es sabido que, justamente por esto, es por lo que el hombre, con su libertad y sentido moral, no opera a favor de la naturaleza, sino contra ella

 

El orden natural y el orden moral son antagónicos. El primero se fundamenta en el bien ontológico y el segundo en el bien sustantivo.

 

En el orden natural, los seres vivos no tienen problema ninguno porque no son libres, llevan el mandato ontológico grabado en sus genética y se dejan conducir ciegamente. El ser humano, sin embargo, debido a su doble naturaleza físico-espiritual, se siente atrapado entre los dos órdenes y obligado a decidir a cuál de los dos otorga prioridad, a cuál de los dos sitúa por delante, en cuál de ellos se esfuerza y con cuál de ellos se limita sólo a cumplir. Inevitablemente, está dotado de alma y cuerpo, de espíritu y materia, y ha de elegir cuál es el que prefiere de esos dos mundos. Servir a Dios y al diablo, a la vez, es imposible. La pretendida asepsia equidistante del ateísmo es, simplemente, imposible.

 

·               Acabo de escribir, más o menos: “El ser humano se ve obligado a caminar con sus dos naturalezas, la de la carne y la del espíritu, se siente atrapado entre las dos y obligado a decidir entre esos dos mundos”.

 

·               Decidirse por el orden natural, el del mundo y sus leyes, le llevará a convertirse, quiera o no, en uno más del montón que pace en la superficie del planeta.

 

·               Decidirse por lo otro, por lo que lleva grabado en el alma, le llevará a una vida llena de respetos, privaciones y renuncias.

 

·               Un ateo, sin embargo, jamás aceptará esta contradicción existencial, intentará superarla de una de estas dos formas:

 

Superar la contradicción por “imperativo categórico”.

 

·               Ante el para qué de la vida moral, con todo su cortejo de resignaciones y renuncias, si al final para nada sirve, puesto que más allá de la muerte, según ellos, nada hay, los ateos suelen despreciar, con indignación, ese “para qué” y mantenerse en su principio básico: Una vida ética es inherente a la naturaleza humana, y debe aceptarse sin esperar recompensas (imperativo categórico de Kant).

 

Con esta actitud de superioridad: No interesa el “para qué”, sino el “porqué”, los ateos suelen dar por zanjada la cuestión. Practican una vida ética porque lo ético lo demanda su naturaleza humana. Y punto. Pero no, no hemos llegado al punto final, como ellos creen. Queda una última pregunta que les cae demasiado lejos, les incomoda y no saben contestar: ¿Por qué razón lo ético, siendo ajeno y opuesto a la naturaleza del mundo, sin embargo es inherente a la naturaleza del hombre, a pesar de que el hombre está en el mundo?

 

El ateísmo no tiene contestación, pero la contestación existe:

 

o           En la finitud universal nada existe que no esté causado y, por tanto, predeterminado por sus causas. Nada en la finitud universal ocurre “porque sí”, al azar. El azar en la evolución solamente lo defienden los científicos que aún no han llegado a descubrir las causas de la evolución.

 

o           A esto se debe que, en los seres vivos, en las especies, cuando la necesidad de algo es común, esa necesidad está denunciando que ese “algo” necesariamente existe y necesariamente es inherente a su naturaleza, porque en el orden natural nada es absurdo ni gratuito, todo está causado y predeterminado. La naturaleza no se equivoca.

 

o           La necesidad de lo ético en la naturaleza del hombre, a pesar de que el orden ético es opuesto al orden natural en el que vive, lo que demuestra es que el hombre no está viviendo en su verdadera medio natural..

 

En la naturaleza no hay absurdos. La necesidad moral del hombre, sin fundamento aparente, denuncia que su vida no es solamente la terrenal.

 

Superar la contradicción negando el orden moral.

 

De lo dicho hasta ahora en este tema del ateísmo compatible con la vida ética, debe entenderse que he intentado reflejar el sentir de la mayoría de los ateos, pero no de todos. Que el hombre ateo suela sentirse “animal moral”, no impide que, en las filas del ateísmo, también haya quienes se sienten sólo lo primero y no lo segundo. Dentro del ateísmo, no todos se empecinan en defender, contra natura, el orden moral, los hay que adoptan otra postura mucho más coherente con su concepción de un mundo sin Dios. Esta forma de superar el problema consiste, simplemente, en negar la existencia de uno de los dos miembros de la oposición: el orden moral.

 

·               Un ateo puede partir siempre (un teísta nunca) de que el orden moral no existe en sí mismo, de que es una invención humana sin fundamento ninguno ni correspondencia objetiva con realidad ninguna..

 

·               Esta postura ya ha sido abordada, comentada y rechazada en páginas anteriores, por lo que huelga insistir en lo mismo. Pero eso no obsta a que, referida a los ateos que así piensan, esta solución amoral, aunque censurada por la mayoría de ellos, constituye una actitud mucho más coherente con los principios del propio ateísmo, puesto que no incurre en la contradicción de “moral sí, pero vida eterna no”.

 

Ser ateo y ser ético son contradictorios. Solo la errática razón del hombre puede unir lo que unido constituye un absurdo. Ser ateo y ser amoral casi ninguno lo confiesa, pero es la actitud adecuada a los principios del ateísmo.

 

Y sin embargo, el absurdo se extiende cada día más. Es una evolución contra natura, una involución que progresa en sentido inverso, desde la sabiduría hacia la ignorancia. En el pensamiento clásico, de una forma u otra imperaba la creencia en lo trascendente, lo espiritual, lo sobrenatural, lo divino, y ninguno de los grandes pensadores se ruborizaba en compartir esas creencias. A partir del renacentismo, comenzó a ser suplantada la divinidad por el propio hombre, y no mucho más tarde, con el racionalismo y el materialismo, el hombre ha acabado por subirse al altar y rendirse culto a sí mismo.

 

Hoy, al contrario de lo que ocurría entonces con los padres del pensamiento, no hay científico ni pensador ni nadie que se tenga por docto que no se jacte de increyente. Está de moda. Los pocos que, además de increyentes, son amorales, suelen silenciarlo porque resulta socialmente incorrecto. Lo que ahora se lleva es el disparate de autoproclamarse “ateo, pero ético”, en un alarde supino de incongruencia. Todo vale con tal de desligarse de lo trascendental y meterlo todo dentro del propio hombre, sujeto eximio..... pero que sigue ignorando por qué nace, por qué vive y por qué muere.

 

La solución teísta a la contradicción

 

Para superar la contradicción orden moral frente a orden natural en la que se siente inmerso el hombre, el ateísmo no ha encontrado ninguna otra vía que no sean las dos anteriores: o vivir sin Dios pero según la ley de Dios (mayoría ética), o prescindir de Dios y de sus leyes y vivir la naturaleza como los demás animales (minoría amoral). El ateísmo no ha encontrado más soluciones, pero el sentido común de la mayoría humana sí que ha encontrado una tercera vía, tan breve y sencilla en palabras como aplastante en lógica, capaz de superar esa querella entre el orden moral y el orden natural que el hombre arrastra mientras vive en el mundo:

 

·               Ateo o creyente, el hombre, en su inmensa mayoría, tiene conciencia segura de que no es un animal más en el concierto universal, de que el orden que corresponde a su naturaleza es el ético.

 

·               Sin embargo, el hombre habita un mundo en el que las leyes que rigen son las del orden natural, precisamente opuestas a las leyes del orden moral.

 

·               Si las leyes naturales del mundo en el que está habitando no son las que corresponden a su naturaleza moral, eso supone, de forma implícita:

 

o              Que ese orden moral suyo corresponde a otra realidad diferente y superior a la del mundo en el que está habitando, y que es ese otro mundo superior el que a él le corresponde como sujeto moral.

 

Como se ve, para salvar la oposición mundo y renuncia al mundo, el ateísmo ético recurre a la trampa de negar lo que es evidente, la oposición misma, defendiendo que vida sólo terrena (mundo) y orden moral (renuncia al mundo) son compatibles, a pesar de que consiste en hacer compatible lo excluyente. Por el contrario, el teísmo hace lo que el sentido común impone hacer: reconocer la oposición, y si le es posible, solventarla. ¿Cómo? De la única forma posible, a saber: considerando que la vida real no es la efímera vida del mundo, sino otra vida fuera del tiempo, del mundo y del orden natural, en la cual no existe más orden que el añorado por su naturaleza espiritual.

 

La profunda convicción humana de pertenecer al orden moral y no al natural del mundo implica, de forma necesaria, la existencia de otra realidad superior al mundo. Reconocer lo primero, pero no lo segundo, es contradictorio.

 

El último comentario sobre lo moral quizás esté de más por ser sobradamente conocido por pura experiencia, pero merece unas palabras. Sería lógico pensar que, con un comportamiento moral impecable, debería alcanzarse la felicidad, ya que con ello se estaría dando cumplimiento a la naturaleza y destino de lo humano. Y, sin embargo, no es así. El hombre es radicalmente infeliz, haga lo que haga, y la rectitud de conciencia tampoco le libera de esto. Con el comportamiento moral alcanza la felicidad de la autoestima, del sentimiento de dignidad, lo cual es más placentero que todo lo demás que ofrece el mundo; pero nunca alcanza la felicidad completa porque la ley moral, aunque la cumpla, conlleva tentación, duda y sacrificio, y todo esto, a pesar de ser vencido, es fuente de infelicidad. Haga lo que haga, el hombre está condenado a ser infeliz en el mundo.

 

 

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