(Imagen tomada del reportaje “Salvador
Dalí”)
VII.-
El Misterio. Jesucristo. (Última actualización: 20-04-2017)
Grandes hombres ha habido muchos. Los
más grandes entre los grandes, sin duda, los que han dirigido la humanidad en
busca de su destino; un destino que no está aquí, eso es obvio, porque esta
corta peripecia tiene siempre el mismo final para todos: el adiós y el
olvido. Se supone que tú, que me lees, como la mayoría de los hombres que han
pasado por la existencia, tampoco aceptas ese destino de disolución en la
“nada” (si existiese la “nada”). Tienes, entonces, un gravísimo problema. Tu
perro no sabe que ha de morir. Tú, sí. Es lógico que tu perro jamás piense en
suicidarse porque ignora lo que es la muerte. Pero tú, si no le has hallado
respuesta al problema del destino, puede que sí lo hagas, como tantos lo han
hecho. También es posible que intentes imitar a la mayoría y zambullirte en
el día a día para no darte tiempo a pensar. Pero, al descolgar las gafas y
dar por terminada la jornada, es inevitable que en tu pensamiento se repita
la misma pregunta que se hizo el primero de todos los hombres, hace ya
treinta mil años: Si no pedí venir y sé que he de irme... ¿Qué demonios hago
yo aquí? En la misma medida en que el reyezuelo
que hay en ti gana en autocomplacencia, midiendo cada día a zancadas la
reducida parcelita de sus dominios, en esa misma medida no puedes evitar que
te zumbe en la cabeza la pregunta maldita: ¿Qué hago yo aquí? Puede que
acabes por mejorar la estadística de suicidios. Puede que ninguno de esos
grandes hombres que pasaron por la historia te resuelva la papeleta. Desde
Zoroastro hasta Gandhi, pasando por Séneca, han
desfilado proponiendo mil soluciones. Inútilmente…. Sólo uno, nada más que
uno en la historia de la humanidad no te propuso ninguna solución, se propuso
a sí mismo, personalmente, como la única solución, como el camino, la verdad y la vida. Ese hombre fue Jesús de Nazaret. Esta excepcionalidad tan inaudita, este misterio
tan sorprendente constituye el portal de entrada para considerar todo lo que
te diga después. ¿Quién fue ese hombre tan osado y escandaloso? ¿Es posible
que la divinidad optase por algo tan insólito como bajar al mundo en cuerpo
de hombre? Es una posibilidad tan increíble que
levanta ampollas, y es perfectamente lícito que tú, hombre racional,
investigues todas las posibles vías que puedan explicar esta aparente locura
de un hombre que dice, nada menos, ser Dios. Por supuesto que si ese hombre
fuera uno cualquiera, como tú y como yo, darías la cuestión por zanjada y
cerrarías el libro. ¡Para qué seguir leyendo la historia de un loco que creía
ser Dios! El problema (no hace falta que te lo señale) es que ese hombre de
tamaña osadía no es uno cualquiera, como tú y como yo, es el hombre más
grande que ha pisado la tierra en los treinta mil años de historia humana. El
problema entonces resulta ser real, más aún, realísimo, de una realidad
inquietante. Solamente caben tres vías para intentar resolverlo: 1.
Si ese hombre único,
eje de la historia, se definió a sí mismo como el Hijo del Bendito ante el
Sanedrín y en tantas otras ocasiones.… ¿Es posible pensar que estaba
mintiendo? Esta sería la primera
imputación, la falsedad deliberada en sus palabras, a pesar de su grandeza
como hombre, y tal cosa resulta absolutamente contradictoria. Los testimonios que dio de su divinidad fueron muchos, tanto en
sabiduría como en poder, pero además de todas esas pruebas hay una más que no
admite réplica: ¿Es posible que el hombre más grande de la historia humana
fuera, al mismo tiempo que el más grande de los hombres, el más grande de los
embusteros? ¿Es compatible la grandeza de un hombre con una imperdonable
mentira sobre sí mismo? Nadie sensato puede admitir esta posibilidad. La
mentira y la grandeza no son compatibles. Si Buda hubiera creído en Dios, jamás habría
osado proclamar que Dios era él, simplemente porque Buda era honesto y no era
Dios. Si Jesús lo proclamó, sólo cabe pensar que lo dijo porque lo era. 2.
Si ese hombre único,
eje de la historia, se definió a sí mismo como el Hijo del Bendito ante el
Sanedrín y en tantas otras ocasiones…. ¿Es posible pensar que lo creía
honestamente, aunque no lo era? Esta sería la segunda
imputación, la ingenuidad de su conciencia, a pesar de su grandeza como
hombre, y resulta igual de incompatible. Esta segunda vía desemboca en la
misma estación de antes y se puede negar con el mismo argumento anterior: la
incompatibilidad entre la grandeza y la fatuidad: ¿Cómo es posible que el
hombre más grande de la historia humana fuera, al mismo tiempo, tan fatuo e
ingenuo como para pensar que era nada menos que Dios sin serlo? Resulta obvio
que no. El más trascendente de los hombres no pudo ser, a la vez que el más
trascendente, el mayor de los embusteros ni el mayor de los ingenuos. 3.
Si ese hombre único,
eje de la historia, se definió a sí mismo como el Hijo del Bendito ante el
Sanedrín y en tantas otras ocasiones….. ¿Es posible pensar que eso jamás
salió de sus labios, que ha sido falseada su historia? Esta sería la tercera
imputación, no dirigida a él, sino a sus seguidores, la imputación de haberle
adjudicado una divinidad que él nunca pretendió. Puedes pensar que quizás,
entre tanto ropaje añadido por sus propios discípulos a la verdad de Jesús de
Nazaret, se haya colado esta autodefinición de Hijo del Bendito, y que quizás esas
palabras nunca llegaron a salir de sus labios. Puedes pensar que fueron sus
seguidores los que magnificaron la figura del Galileo hasta hacer de un
simple profeta un dios. Esta es precisamente la tesis de muchos de los
estudiosos que niegan la divinidad de Jesús. Y sobre todo, puedes dar mayor
crédito a sus propias palabras, las del propio Jesús, en las ocasiones en las
que estableció una clarísima distancia entre el Padre y él, aludiendo a que
no eran iguales, como luego te recordaré. Te es lícito pensar todo esto
porque cabe dentro de lo posible, pero nunca podrás refutar lo que a
continuación te planteo en contra de este supuesto de un Dios inventado por
los discípulos: 3.1
Puestos a inventar un Dios donde sólo había un hombre, ni una sola
imaginación humana caería en la simpleza de inventarlo como un fracasado que
pasó desapercibido para la historia, un simple carpintero nacido en una
insignificante aldea de los confines del Imperio Romano, que vivió en la más
absoluta pobreza y murió ajusticiado. Esta rotunda paradoja rechina en la
mente. Nadie que invente dioses inventa uno así. 3.2
Puestos a inventar un mesías, hasta el menos
iluminado de los hombres inventaría uno hecho a la medida del Dios magnífico
que lo envía, un mesías lleno de poder, triunfante,
liberador y asombro del mundo, un mesías del tipo
del que lleva esperando Israel hasta hoy mismo inútilmente. Si a ti te dieran la oportunidad de inventar un hombre-dios, ¿qué
harías? Yo te lo digo: harías exactamente lo mismo que han hecho hasta hoy
todos los que han tenido esa oportunidad en los medios de comunicación, en el
arte, en los libros……. Inventarías tú también a Supermán,
nunca al Cristo pobre y ajusticiado. Este Cristo no puede ser un invento de
nadie. En el más grande
de los hombres de la historia no caben la mentira ni la ingenuidad. Al más
grande de los hombres de la historia nadie lo inventaría pobre y ajusticiado.
El más grande de los hombres de la historia no pudo ser ni mentiroso ni iluso
ni invento de nadie. Era lo que dijo ser. Era lo que dijo ser, a esta convicción hemos llegado. El más grande de los hombres de la historia no puede ser que
mintiese ni que creyese ser lo que no era; pero… ¿Qué fue eso que dijo ser?
¿Qué dijo exactamente de sí mismo? Aquí es donde surge el problema, porque
cuanto sabemos de él lo sabemos a través de los Evangelios, y los Evangelios
están cuajados de imprecisiones y contradicciones, como no podía ser menos en
un texto confeccionado a lo largo de tantos años, por tantas manos y tan
tarde. Yo me he acercado, en los párrafos anteriores, a la afirmación más
rotunda de cuantas han puesto los evangelistas en sus labios, la que declaró
ante el Sanedrín la noche en que fue entregado. A la pregunta de Caifás “¿Eres tú el Hijo de Dios Bendito?”, Jesús respondió: “Yo soy”. (Mc 14,61-62. Mt 26,63-64. Lc 22,70). Es
verdaderamente rotunda, concluyente. Pero más adelante citaré otras ocasiones
en las que, o bien sus propias palabras o bien los datos que se narran,
parecen contradecir esta afirmación tan rotunda. Si Jesús fue el más grande
de los hombres de la historia, no solamente no pudo ser mentiroso ni iluso,
tampoco pudo ser incoherente, de manera que este tipo de contradicciones no
puede ser que se debieran al propio Jesús, sino a quienes nos han transmitido
la figura de Jesús. Pero el misterio que rodea al Nazareno
no se debe únicamente a este testimonio confuso que nos han trasladado sobre
él, es un misterio que abarca toda su enigmática existencia. Porque el propio
hecho inicial, eso de que Dios bajó al mundo en forma de persona, resulta tan
increíble que escuece en el pensamiento. ¿Dios hecho hombre? ¡Es tan
humillante, tan disparatado!… Y esto no es todo, es que, además, no bajó a
este valle con la majestad propia de quien es el señor de la vida, sino al
revés, bajo la piel del más humilde entre los humildes. En tu cabeza no cabe
esto, cabe el Dios grandioso y cegador bajando de los cielos sobre las nubes
y acabando con todo vestigio del mal, exactamente igual a lo descrito en el
último día del Apocalipsis. No sólo constituye ya un sarcasmo admitir que el
Dios de los Cielos se humilla a hacer suya la condición humana, sino que,
para colmo, se hace carne en el último de los escalones sociales.
Verdaderamente increíble, ¿no es cierto? Pues bien, quiero hacerte ver que esta
sospechosa excepcionalidad, o inverosimilitud, constituye precisamente una
prueba de autenticidad. No tienes nada más que recorrer cualquier episodio de
la Escritura. Comprobarás que todas las intervenciones divinas se realizan
siempre por los caminos más inesperados y de las formas más inauditas. Pero
no te voy a aburrir con citas bíblicas que ya conoces, prefiero recomendarte
que te acerques a algo mucho más reciente y libre de sospecha, al relato de
la experiencia de quien fue catedrático de filosofía en la Universidad
madrileña, en los años de la Guerra Civil, y también conocido ateo, García Morente, en lo que él mismo calificó como El hecho insólito, hecho efectivamente
insólito que cambió radicalmente su vida hasta el punto de hacerse sacerdote.
En ese relato (de un intelectual ateo, no lo olvides) describe la acción, tan
inesperada como inexplicable, de los designios de Dios sobre él y sobre su
familia. Dios no actúa conforme a la lógica humana, Dios se escapa a todas
las previsiones. Dios es Dios. Por todo esto que acabo de contarte,
porque un Dios que baja de los cielos y se hace uno más entre nosotros es
absolutamente inverosímil; porque resulta que el más grande hombre de toda la
historia avaló ese aparente disparate, asegurando que él era precisamente el
bajado del cielo; porque no vino a consolidar los valores del mundo, sino a
denunciarlos y a prometer que los últimos serán los primeros; porque no vino
a restaurar el Edén y la felicidad, sino a predicar el dolor y el fracaso
como único camino a la eternidad; porque hablaba otra lengua que no es la del
mundo y cambió el orden del mundo; porque todo en él contradice la lógica
humana; porque, para remate, en el testimonio de los evangelistas aparecen
palabras que unas veces son palabras de Dios, pero otras veces son palabras
sólo de hombre …… por todo eso es por lo que yo le he llamado El Misterio, no porque personalmente
ponga en duda su real divinidad. Estoy persuadido de que era lo que dijo ser,
el Dios hecho hombre. Pero llegar a esa persuasión me ha costado infinidad de
lágrimas, tantas que comprendo que siempre resulte un auténtico misterio para
la mayoría de los hombres. La fe es la fe, procede de Él, inunda
el alma y no deja lugar a dudas. Pero esa seguridad tan certera de la fe
solamente es comprensible para quien tiene fe. En el plano de la razón todo
es diferente. La identidad, la figura del Dios-Hombre es tan misteriosa y
trascendental que constituye para el entendimiento humano un enigma en sí misma,
aunque la Iglesia se empeñe en presentar esa figura como una realidad diáfana
y fuera de toda duda en la literalidad de los Evangelios. Según la versión
oficial, Jesús aparece en el Nuevo Testamento de forma inequívoca como el
Dios mismo hecho hombre. Pero la verdad es que del texto sagrado, como antes
te decía, no es tan fácil deducir esa conclusión tan categórica de forma
objetiva y racional. Sus páginas están repletas de contradicciones, y si bien
las afirmaciones sobre la divinidad de Jesús son numerosas, tampoco faltan,
por desdicha, algunas que parecen querer decir lo contrario. Entre ellas, se
narra un hecho que resume a la perfección esta incógnita y que es más
esclarecedor que cualquier análisis: ·
Si el propio Juan el Bautista, el precursor de Cristo, fue incapaz
de resolver el misterio que envuelve la figura de Jesús, ¿cómo puede la
Iglesia pretender que lo tiene desentrañado? ¿Está la Iglesia más inspirada
que el Bautista? Juan comenzó por reconocer al Mesías en cuanto lo vio. En Jn 1,29-34, se nos cuenta con detalle ese acontecimiento.
Pero en Lc 7,18-23 se nos
presenta un Bautista que, a pesar de haber visto descender el Espíritu sobre
el Nazareno en forma de paloma el día en que lo bautizó en el Jordán, desde
la cárcel en la que se encuentra luego envía algunos discípulos a preguntar a
Jesús: “Juan Bautista nos envía a
preguntarte: ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” (Mt 11,2-6; Lc 7,18-29). Este desmoronamiento de la seguridad
del Bautista se debe, según la interpretación oficial, al hecho de que Jesús
no cuadraba con la imagen del Mesías que esperaba Israel, en la cual había
sido instruido Juan. Pero esta explicación es manifiestamente incierta. En
primer lugar, porque quien había sido iluminado para reconocer al Mesías en
Jesús y, para colmo, había visto descender el Espíritu sobre él al
bautizarle, no puede ser que tanta iluminación y tanta revelación se vinieran
luego abajo solamente porque no parecía cuadrar con las expectativas que se
tenían. En segundo lugar porque, además, esa condición humilde de Jesús ya
estaba patente cuando le bautizó en el Jordán y, a pesar de eso, le reconoció
como el Mesías, luego no podía ser la causa de su repentino cambio de fe.
Sencillamente, Jesús de Nazaret era un misterio
hasta para Juan el Bautista, y si lo era para él,…. ¿Para quién no lo será? Para la Iglesia, sin embargo, este
problema ya quedó resuelto en la contestación del propio Jesús a los
emisarios de Juan: “Decidle lo que
habéis visto: los ciegos ven, los sordos oyen, los leprosos quedan limpios,
los muertos resucitan…” (Lc 7,22-23), de lo
cual, según la interpretación oficial, se infiere que efectivamente era el
“esperado” al que se refería Juan. Pero resulta obvio que no es así. La
contestación de Jesús no fue categórica, ni “sí soy” ni “no soy”, que era lo
que procedía. Hay que interpretarla, por tanto, en relación a los términos
exactos de la pregunta que le habían hecho: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”, pregunta que alude claramente al Mesías esperado por el pueblo.
Por eso podemos interpretar que Jesús no contestó de forma categórica que sí,
puesto que no era el Mesías que Juan le preguntaba; pero tampoco contestó que
no porque él era el Mesías verdadero, el único que había de llegar, aunque no
el esperado por el pueblo. Esta es la explicación acertada de esa
contestación tan poco categórica, y también una prueba más de lo que
mantengo: Jesús nada tenía que ver con el Mesías del Antiguo Testamento. Yo no voy a entrar en ese juego inútil
de hacer una lista exhaustiva, a la vista de los Evangelios, de cuáles son
los versículos donde se dice que Cristo es Dios mismo y cuáles donde se dice
otra cosa; pero salta a la vista que son más de fiar los primeros que los
segundos. Arrio (Alejandría, siglo IV), seleccionando los versículos que estimó oportunos
para su causa, negó la naturaleza divina de Jesús, negó que el Padre y él
fueran una misma y única sustancia, concibiendo a Cristo, por tanto, como
criatura, no como engendrado, si bien la más excelsa de todas las creaciones
del Padre, el eslabón intermedio entre Él y el resto de la Creación. Se apoyó
principalmente en Juan 14,28 y en Juan 20,17. El primero de estos versículos,
lo que demuestra es un error de interpretación de Arrio.
El segundo, sin embargo, es claro y terminante. Pero igual de claro y cierto
es que Arrio ignoró, intencionadamente, aquellos
otros y numerosos versículos en los que el propio evangelista Juan escribió
todo lo contrario, como el 10,30. Arrio, que merece
todo respeto en cuanto hombre que buscaba la verdad, sólo consiguió quedar
para la historia como uno de los más señalados heresiarcas, que es lo que
hace la Iglesia con los hombre de fe y bien intencionados que buscan una
verdad que no coincide con la suya, con la oficial. En todo caso, para quien abre la
Escritura con sólo el arma del pensamiento y lee lo que nos han transmitido,
Cristo es un misterio, sencillamente eso, un misterio, el más sublime de los
misterios en la historia del género humano, un misterio porque la palpable
imperfección de la Escritura no da para más. Leyendo sus páginas solamente
con la razón, las contradicciones son tan señaladas que la figura del
Nazareno se queda en la mente prendida de una profunda interrogación. ¿Quién
era realmente Jesús de Nazaret? ¿Cómo podía hablar
de condenación eterna quien todo lo perdonaba y a todos exigía perdonar?
¿Quién era ese maravilloso galileo que dijo ser la
encarnación de Dios y cambió el mundo? ¿Qué viento de confusión barrió las
páginas de quienes tuvieron la inmensa osadía de perpetuar su paso por la historia? Que no era un hombre solamente, eso
resulta palpable. Pero si no te conformas y te asalta la duda entre el Dios-hombre y el hombre-Dios, cierra la Escritura, clava la mirada en Él, colgado
de la cruz, y pregúntaselo directamente. Nunca deja de contestar a quien de
verdad le busca. Mirándole un día tras otro, acabarás por comprobar que en la
cruz se borran todas las distancias entre el Dios mismo y el Enviado de Dios:
si es Dios, porque lo es; y si sólo es su Enviado, porque le transparenta. Un
día, hace ya algún tiempo, un día en el que fui yo quien hizo eso mismo,
cerrar la Escritura y clavar la mirada en Él sin descanso, encontré esta
respuesta: No me inquieta Dicen que eres
Dios y que te hiciste hombre. Dicen que sólo
hombre, y que te hicieron Dios. No sé si
Dios-Hombre, no sé si Hombre-Dios, sé que eres Tú, te
nombren cómo te nombren. No me inquieta
cuánto haya en ti de hombre colgado así en la
cruz, a pesar de ser Dios, ni menos me
inquieta qué clase de Dios eres así colgado,
como cualquier hombre. No me inquieta si
de verdad es tu cuerpo lo que está en la
forma del pan consagrado, o si el pan es
sólo un símbolo sagrado del holocausto que
hiciste de tu cuerpo. No me inquieta
porque sé que estás entero para el alma de
aquél que, en ti confiado, a ti se acerca y
te recibe enamorado, sea sólo pan o sea
en verdad tu cuerpo. Nada me inquieta
ya, Jesús Nazareno, desde el día que
vi en la sábana tu rostro. No lo conocía,
pero era igual que el rostro del Cristo-Jesús que veía en mis sueños.
Y puesto que a mí ya no me inquieta y a
ti, si eres de los que buscan la verdad y no te da miedo encontrarla, tampoco
debe causarte inquietud, me voy a limitar a recordarte, a continuación,
algunas de las citas evangélicas más señaladas sobre este aspecto. Si al
final coincides en que un hecho así, el Dios
que se hizo hombre, ya en sí mismo constituye un profundo misterio,
comprobarás que al misterio también contribuyeron las imprecisiones y
contradicciones de sus propios seguidores, los que dejaron escrita esa
historia, los que pusieron en su boca palabras que quizás él nunca dijo. Algunas de las citas en las que se
declaró como Hijo de Dios (según los Evangelios): ·
Sumo sacerdote: “¿Eres tú el
Mesías, el Hijo de Dios Bendito?”
Jesús: “Yo soy”. (Mc
14,61-62. Mt
26,63-64. Lc
22,70). ·
Pedro: “Tú eres el Mesías, el
Hijo del Dios vivo”. Jesús: “Eso no
te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los
Cielos”. (Mt 16,17). ·
“Yo y el Padre somos uno”.
(Juan 10,30). El término “uno” quiere decir una única sustancia. ·
Definirse a sí mismo y de forma reiterada como el Hijo del hombre significa su
naturaleza humana en lo físico, herencia de María, pero divina en la
concepción, conforme a lo explicado en apartados anteriores, es decir, el Hijo humano de Dios. Otras citas en las que se declaró
criatura (según los Evangelios): ·
En la Cruz: “Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?”
(Mc 15,34.
Mt 27,46). Invocar a Dios como “Dios”,
implica que el que invoca no lo es. ·
“.... Subo a mi Padre, que es vuestro
Padre; a mi Dios, que es vuestro Dios” (Juan 20,17). “Padre” vale como
expresión de un hijo, pero “Dios” implica que quien así se expresa es
criatura. ·
Jesús nombra a Dios reiteradamente como “Aquél que me ha enviado” (Jn 4,34 y
otros), locución que establece una clara distancia entre los dos sujetos de
la misma. La utilización de “aquél”, en vez de “mi padre”, y de forma tan
reiterada, no resulta propia de quien es hijo. Otras citas, mal interpretadas, en las
que se han basado para negar la divinidad de Jesús de forma improcedente: ·
“El Padre es más grande que yo” (Juan 14,28). Arrio
se basó en esta afirmación para mantener que Jesús no era Dios. Pero Arrio se equivocó. No tuvo en cuenta que aquí Jesús habla
de Dios como Padre, no como Dios. Si hubiera dicho “Dios es más grande que
yo”, entonces Arrio tendría razón; pero no dijo
eso, dijo “El Padre es más grande que yo”, y esto es cierto en la relación
entre un padre y un hijo. Sin embargo, aunque cualquier padre sea más que su
hijo en el orden temporal, los dos son una misma sustancia, la humana; es
decir, Jesús aquí se declaró menos que el Padre en cuanto hijo, pero igual al
Padre en cuanto naturaleza divina. ·
En el bautismo se oyó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, hoy te he dado la vida”. (Lc 3,22) La
expresión “hoy te he dado la vida” o “te he engendrado”, indica, en lo
temporal, que antes de ese día del bautismo Jesús no era Hijo de Dios, sino
solamente hombre. En esto se han basado muchos para negar la divinidad de
Jesús desde el nacimiento, la virginidad de María, la anunciación del ángel, etc, etc. Sin embargo, la cuestión no tiene fundamento,
porque ese “hoy” es temporal y es del mundo, pero no tiene ningún significado
en la eternidad, que es desde donde habla el Padre. La eternidad es un “hoy”
permanente. Por lo tanto, ese “hoy”, dicho desde la eternidad, al traducirlo
al tiempo del mundo no tiene precisión ninguna, ni implica ni deja de
implicar que se refiera al momento concreto del bautismo en el Jordán. Todas estas
contradicciones, cosa normal en una obra escrita tantos años después y
proveniente de tantos testimonios y por tantas manos, dejan en claro, para un
lector objetivo, una verdad de fondo y un coro de dudas. La verdad que dejan
en claro es que Jesús de Nazaret no era únicamente
un hombre, en lo cual convergerá también todo lo que queda aún por tratar
(martirio, sepultura, resurrección). El coro de dudas se refiere a quién era
exactamente Jesús, puesto que no era únicamente hombre. En los propios
Evangelios aparece, indistintamente, como el Hijo de Dios, el Mesías
y el Enviado de Dios. Mesías
significa en hebreo ungido, y ungido, por definición, no es igual a hijo,
pero si cuadra con enviado. Los Evangelios, por tanto, dejan abierta la duda
final entre Hijo y Enviado, y no significan lo mismo:
hijo precisa la naturaleza, enviado no precisa naturaleza ninguna. En este
sentido, Jesucristo es el más trascendental de los misterios, no sólo por sí
mismo, sino por el cómo nos lo han transmitido. Pero también es cierto que
pueden reunirse los dos conceptos, sin faltar a ninguno de ellos, en una
síntesis perfecta: El Hijo que ha sido
enviado. Olvídate de las contradicciones de los Evangelios y no te
canses de mirarle colgado en la cruz. Él hará que acabes viendo solamente a
Dios. El
Misterio en manos de los evangelistas El principal argumento de los
intelectuales que no creen en la divinidad de Jesucristo es, después de lo
inverosímil de la encarnación de Dios en hombre, la escasa fiabilidad de los
Evangelios. En ellos hay de todo: imprecisiones, claras contradicciones y
hasta manifiestas tergiversaciones. Hago esta pequeña entronización del tema
para resaltar su enorme importancia. La interpretación general que hacen las
diferentes Iglesias, a la vista de las Escrituras, es que constituyen palabra
de Dios en su esencia o fondo, en las ideas medulares, y palabra de hombres
sólo en lo literal, en la forma, en la construcción. Esta es la teoría
dominante en esta cuestión de la verdad evangélica. Los Santos Padres
mantienen, por tanto, que el único autor es Dios y que los hagiógrafos son
sólo instrumentos. Los protestantes, sin embargo, piensan lo contrario, que
es una obra casi exclusivamente humana y que contiene solamente un remedo o
eco de la verdad. La controversia, por tanto, parece que consiste en ponderar
cuánto haya de ponerse en cada brazo de la balanza, cuánto corresponde a la
autoría de Dios y cuánto a la palabrería de los hagiógrafos. En la práctica, la postura de los
teólogos de la Iglesia en este problema es que no hay tal problema, lo tienen
muy claro: si la nueva palabra evangélica coincide con el intocable
antecedente de las profecías de la antigua palabra y, además, coincide con el
espíritu del nuevo mensaje traído por Jesús, miel sobre hojuelas; pero si no
coincide, no importa, se retuerce el significado de la palabra hasta hacerlo
coincidir, como enseguida comprobarás. Cualquier cosa menos reconocer dos
verdades, a saber: primera, que la nueva palabra evangélica tiene todos los
errores y defectos de cualquier obra humana; y segunda, que no es la
continuidad de nada anterior, todo lo contrario, la ruptura con todo. En la
búsqueda de esa verdad que todos anhelamos, es incuestionable que los
protestantes van casi siempre y casi en todo por delante, sin duda porque la
Iglesia Católica está encorsetada en sus dogmas. Resulta imposible otear el
horizonte con la cabeza sepultada bajo una losa. El problema de los
protestantes es el contrario: tienen la cabeza más aireada, pero han reducido
las raíces de la práctica religiosa a casi la nada. Esto de la “palabrería” de los
escribanos es lo que posibilita que, sobre el hecho bíblico que se narra,
puedan hacerse todo tipo de interpretaciones y luego aferrarse a lo literal o
a lo intencional, según convenga. Lo que jamás hace el magisterio de la
Iglesia, a pesar de admitir que la letra la han puesto los hombres, es
reconocer fallos evidentes en la Escritura, porque si la autoría es de Dios,
¿cómo admitir que contenga fallos? Lo que es obra esencialmente de Dios ¿cómo
puede ser estropeado por la mano del hombre? Según la Iglesia, también la
mano del hagiógrafo ha sido dirigida en lo esencial por Dios. El error viene,
por tanto, a recaer en la autoría, viene a suponer que Dios no ha dejado a la
simpleza y torpeza libre del hombre más margen que el de la pura forma o
literalidad del texto. Pero si así fuera, los fallos serían insignificantes,
meramente formales, y no es así. Hay fallos que son serias contradicciones,
predicciones incumplidas y hasta intencionadas tergiversaciones, como ya has
visto y seguirás viendo. Jesús fue autor sólo de sus palabras,
no de las que fueron escritas. Si las escritas hubieran sido autoría
fidedigna de Jesús, no tendrían mácula. El problema
de la contradicción y la imprecisión es tan frecuente en el relato evangélico
que parece que los mayores enemigos de Jesús no fueron sus perseguidores, que
no consiguieron otra cosa que agrandar su figura en la cruz, sino que fueron
sus propios seguidores, que con su torpeza, aunque con la mejor de las
intenciones, por supuesto, dejaron para la posteridad unos relatos en los que
las afirmaciones de lo que antes negaron y las negaciones de lo que antes
afirmaron se producen con sólo pasar página. No puede ser que Jesús se contradijera
a sí mismo. Así es que reconozco en los evangelistas cuatro santos varones,
esforzados y bien intencionados, pero pésimos en cuanto a su testimonio,
basado, a su vez, en mil voces y mil manos. Y si confuso aparece el pie de la
letra con tanta contradicción, las interpretaciones que luego se ha visto
forzada a inventar la Iglesia para salvar los baches suelen resultar
pintorescas. Las auténticas palabras que Jesús
dijera durante su paso por la tierra han sido tan alambicadas, tan manoseadas
y filtradas por quienes las oyeron directamente, por quienes las
transmitieron después, por quienes las recopilaron más tarde y por quienes
las tradujeron finalmente, que es lógico que haya inmensas lagunas en su
coherencia. Basta que leas en cualquier libro la introducción sobre cómo se
gestaron los Evangelios, a lo largo de varias décadas, a partir de un montón
de tradiciones orales y documentos dispersos, en los cuales intervinieron
tantas voces, para que deduzcas que lo que lees puede ser reflejo de los discursos
originales solamente en su fondo general. Y así es. Lo que ha llegado a tus
manos únicamente son extractos y resúmenes que se quedaron en la memoria de
los oyentes y que, luego de ser repetidos y discutidos mil veces, se
convirtieron en testimonio escrito, el cual, a su vez, con el paso de los
años, fue enmendado y ampliado con nuevos datos y testimonios de aquí y de
allá, hasta quedar por fin plasmado todo en enseñanzas sentenciosas, casi
siempre inconexas y, por supuesto, siempre sacadas del contexto de cada
predicación de Jesús. No otra explicación puede tener lo
narrado por Mateo en 15, 21-28. Para unos ojos neutrales, la desconexión y la
incoherencia de este episodio con el resto son absolutas. Se presenta en
escena a una mujer cananea implorando misericordia para el mal de su hija.
Jesús, aunque acabó accediendo a lo solicitado, dio muestras repetidas de una
dureza de corazón y de una discriminación racial absolutamente inaceptables y
absolutamente incompatibles con el Jesús compasivo y universal, con el Jesús
habitual. Este episodio evangélico, por tanto, es impensable que se produjera
como es presentado, constituye un ejemplo irrefutable de la torpeza y escasa
fiabilidad de quienes lo escribieron. De la Iglesia, sin embargo, no esperes
jamás la menor duda de cuanto está escrito; siempre hay una explicación, por
forzada que sea, para justificar lo injustificable. Es inútil querer
convencernos de que, si adoptó Jesús esa actitud tan inmisericorde con la
cananea no lo hizo por falta de piedad, según ellos, sino con el fin de
arrancar un testimonio público de fe sin límites en la mujer, para luego
presentarlo como ejemplo a los demás. Inútil empeño. Si Jesús pecó de algo a
lo largo de su vida pública, según los propios textos, fue precisamente de lo
contrario, de pródigo en la misericordia y en la universalidad y de no andar
con ambages ni rodeos nunca. Sencillamente, el Jesús que nos presenta Mateo
en este pasaje no es Jesús, es un Jesús inventado por Mateo, como en tantas
otras ocasiones. Acabo de ofrecerte un ejemplo de la
incredibilidad del Jesús que a veces se presenta, pero otro tanto cabe decir
de la incredibilidad de las palabras concretas que a veces se ponen en su
boca. Los pasajes 16, 27-28 de Mateo y 8, 38 y 9, 1
de Marcos, se refieren a lo que Jesús dijo sobre la llegada del Reino. En
primer lugar, identificó esa llegada del Reino con su propia Parusía al final
de los tiempos, puesto que hizo la misma descripción y con las mismas
palabras (“El Hijo del hombre vendrá en
la gloria del Padre, con sus ángeles…”). Esto confirma lo que expongo en
este libro, que el Reino no es cosa de este mundo, por más que la teología
oficial se empeñe en lo contrario, identificando el Reino con la propia
presencia de Jesús en el mundo y su permanencia en la Eucaristía. En segundo
lugar (que es a lo que voy), añadió
algo que resulta inverosímil de todo punto: “Os aseguro que algunos de los aquí presentes no gustarán la muerte
hasta que vean eso”. Estas tan inesperadas como sorprendentes palabras
nunca pudieron ser así dichas: ·
Descartado que el Reino al que Jesús se refería fuese el de
su propia presencia física en el mundo o el de su permanencia en la
Eucaristía, confirmado que el único Reino se iniciará con la Parusía y el
final del mundo, nunca pudo decir que la llegada de ese Reino era cosa
inminente entonces (antes de que hubiesen muerto todos los presentes), no
pudo decirlo porque no se produjo, y como no sucedió así, aceptarlo supone
admitir que Jesús también se equivocaba como cualquier mal profeta. Lo que
realmente dijo o quiso decir no es, sin duda, lo que nos han trasladado. Según los
textos, Jesús también utilizó el tipo exagerado y radical de predicación
propio de los profetas. Hay frases en el Evangelio que, si se toman al pie de
la letra, son escalofriantes y resultan inmorales: "El que no odia a
su padre, a su madre o a su esposa no puede ser mi discípulo." (Lc 14,26) ¿Es que nos mandó odiar a nuestros seres más queridos? Por supuesto que
no. Sin duda que las palabras originales de Jesús serían más bien de este
estilo: “El que antepone el amor a su padre, a su madre o a su esposa al amor
por mí no puede ser mi discípulo”. Esto es lo coherente en boca de Jesús. Lo
mismo habría que decir de las frases evangélicas: "Al que te abofetee en la mejilla, ofrécele también la otra”
(Mt 5,39) “Si
tu ojo te es ocasión de tropiezo, arráncatelo” (Mt
5,29). Este estilo tan radical y deshumanizado, propio de los profetas,
resulta del todo increíble en boca de Jesús, y prueba de la falsedad de este
tipo de atribuciones es que, cuando a él le dieron una bofetada en presencia
del Sumo Sacerdote, la noche del prendimiento, no presentó la otra mejilla,
sino que protestó por la afrenta, como es lo normal (Jn
18,22-23). Presentar la otra mejilla no es bondad, es un exceso estúpido, es
bondad exhibicionista. ¿Qué clase
de Jesús nos han transmitido los evangelistas?
Parece claro que un Jesús pasado por la oscura criba del mesianismo judío,
por la exagerada y radical visión de los profetas y de la tradición rabínica.
Y si a esto unes el testimonio tan tardío en el tiempo y la forma sintética
de redacción, hacen de los cuatro textos sagrados una sucesión de evidentes
contradicciones en lo estrictamente literal. Léelos y quédate, ante todo, con
el espíritu que emana de sus fondos, e incluso con la letra concreta que se
escribió cuando resulta coherente, pero pásala por alto cuando resulta
manifiestamente inverosímil, porque las muchas manos que intervinieron
añadieron por su cuenta a la música estribillos que no puede ser que estuvieran
en el original. Un ejemplo llamativo de estos
estribillos, más que dudosos, lo constituye lo referente al escenario del
nacimiento de Jesús. La imagen bucólica del Portal, los pastorcillos y los
ángeles sólo aparece en el relato de Lucas. ¿Cómo es posible que un
acontecimiento tan señalado fuese omitido por los otros tres autores?
Inexplicable. Pero si a esta omisión tan clamorosa sumas que Lucas era (¡qué
casualidad!) el único de los cuatro con formación griega, la conclusión
parece clara: es lo sensato pensar que Lucas desenterró este tierno episodio
(que con toda probabilidad nunca se produjo) de su particular acervo cultural
y lo plantó en la Escritura como marco adecuado para la verdad de fondo que
iba a narrar. Cuál fue el escenario real del nacimiento no lo sabemos. Pero
cuando conmemores cada año ese pasaje del Portal de Belén, sin embargo, no
enturbies la conmemoración pensando que nunca fue así, piensa lo único que
importa, esto: que Jesús efectivamente nació y que además nació más o menos
en esa misma pobreza. ¡Qué más da el escenario! Un último dato para la reflexión: como
sabes, hay también un montón de otros Evangelios, llamados apócrifos, que la
Iglesia hace muy bien en rechazar porque casi nada fiable añaden y sí mucho
manifiestamente falso. Pero lo que resulta inaceptable, entonces, es esta
radical bipolaridad de la doctrina oficial entre lo que es absolutamente
rechazable por falso y lo que es absolutamente santificable por fiable. Ni
tanto ni tan poco. Los apócrifos, desde luego, merecen muy poco crédito, y en
ocasiones, ninguno; pero tampoco los del Canon son tan perfectos como para
considerarlos palabra fidedigna y sin mancha inspirada por el Espíritu Santo,
como la Iglesia pretende, porque si así fuere no habría en ellos contradicciones.
La gigantesca figura de Jesús, en resumen, levantó tal polvareda tras de sí
que lo que nos ha llegado de él es imagen suya en lo esencial, desde luego,
pero enmarcada en contornos polvorientos y borrosos. Cristo, el Misterio, no cabe en las manos
de ningún hombre. Tampoco en las manos de los evangelistas. Jesucristo
trascendente En el
caminar de la historia ha habido encrucijadas en las que la humanidad ha
cambiado el paso de pronto y ha provocado un caos en el desfile. En algunos
de esos casos, el cambio de paso lo ha iniciado un hombre más o menos genial;
pero, a menudo, el tropezón no lo ha dado nadie, ha caído del cielo como un
signo de los tiempos y todos se han mirado unos a otros sorprendidos, a punto
de disculparse con ese “Yo no he sido”. La historia, a veces, la escribe el
cielo. Los historiadores, sin embargo, suelen hilvanar unos antecedentes con
otros en una cadena de causas, más o menos razonables, para explicar el
porqué de la ruptura producida en el desfile. Pero la verdad es que nadie
sabe nada, porque si alguien lo supiera sería capaz de anunciar el futuro, y
el futuro es siempre un misterio. Está escrito, pero lo desconocemos. En la
prehistoria, por ejemplo, nadie sería capaz de imaginar los grandes imperios,
ni en el medievo nadie imaginaría la ilustración
del dieciocho, ni menos aquella sociedad tan banal del dieciocho podría
figurarse un mundo marxista o tecnológico; y sin embargo, todo eso ha ido
llegando. El hombre pinta poco en la historia, aunque cree ser el gran autor,
y prueba de ello es que se autoestima capaz de explicarla…. a toro pasado,
claro, porque antes de que el toro salga de chiqueros, resulta de una
manifiesta incapacidad para saber qué casta ni por cuál pitón va a embestir.
El rumbo lo marcan las leyes dejadas por Dios en su obra, no el hombre. Hasta
los actos humanos más libérrimos son actos de hombres, sí, pero hombres
diseñados cada cual de una forma determinada por las leyes naturales. Quería ir a
parar a que el cambio de paso que inició un aldeano de Nazaret
no provocó un pequeño caos en el desfile, provocó un auténtico cataclismo que
nunca ya ha prescrito. Este hombre desconocido (este insignificante grano de mostaza) cambió el orden de
las cosas, ese orden social que siempre está sustentado sobre lo mismo, sobre
el interés y el egoísmo, y su palabra revolucionaria, a pesar de tan
sumamente molesta para todos, provocó un fuego que nunca ya se ha extinguido
y que pone a prueba a toda la humanidad. Desde entonces, desde que él llegó,
no se trata ya de averiguar por qué camino saciar el egoísmo y el interés, si
por la guerra o por la diplomacia, si por el liberalismo o por el socialismo…
se trata de que el único camino es el contrario, el de la renuncia, el de la
austeridad, el de la pobreza interior, se trata de que es estúpido cualquier
afán mundano. Jesús de Nazaret, el Cristo, el
Enviado, cambió los tiempos de la humanidad así: ·
Invirtió la escala social. Los peldaños no avanzan desde los
fracasados hacia los triunfadores, desde los desdichados hacia los felices,
como la sociedad pretende y celebra, sino al contrario. Al mundo lo mantienen
sobre sus espaldas los que sufren y lloran, y por ello estarán delante en
la eternidad (Bienaventurados los
mansos…, Bienaventurados los que lloran….) ·
Denunció todos los tesoros del mundo: el poder, la fama, el
dinero, el placer. Todos los tesoros se herrumbran y corrompen. No hay más
tesoros que la desnudez y la renuncia (Bienaventurados
los pobres en el espíritu….) ·
Derogó las leyes vigentes, aquéllas y éstas, todas. Porque
no hay actos ejecutados, hay actos en la conciencia, se ejecuten o no. Se
peca con el espíritu, no con el cuerpo (Bienaventurados
los limpios de corazón…) ·
Instauró la primacía del amor sobre la justicia. Quien ama
no descuida la justicia, la cumple y la sobrepasa (Bienaventurados los misericordiosos….) ·
Anunció el triunfo final sobre el mal y la muerte. Todo será
reparado en el Reino de los Cielos (Bienaventurados.......
porque ellos serán saciados, porque ellos serán consolados, porque ellos serán
llamados hijos de Dios) ·
Arrebató, en fin, en el hombre la ciudadanía del mundo para
situarla más allá de la muerte, en la eternidad. Jesús de Nazaret
cambió el paso a la humanidad. El desfile continúa como antes de él, pero
ahora la humanidad lo hace a sabiendas de que lleva el paso cambiado. La trascendencia histórica de un gran
hombre, de un profeta, no se mide por el número de adeptos, porque la ceguera
de los seguidores de cualquier reyezuelo se agudiza en cuanto hacen pandilla;
se mide por la talla personal de ese gran hombre, por los signos inequívocos
de su grandeza. Nadie ha significado tanto en la historia, nadie ha
revolucionado tanto a la humanidad como el predicador de Galilea,
precisamente porque denunció y derribó al reyezuelo que llevas dentro. Su
discurso fue justamente el contrario del que quisieras oír. El Galileo no
hablaba del mundo ni buscaba el poder ni halagaba los oídos de las masas,
como hacen los corruptos líderes prometiendo paraísos en la tierra; todo lo
contrario, denunciaba la escala de infravalores del reyezuelo que llevas
dentro y despreciaba al mundo. Jesús fue el gran innovador que se
presentó ante la sociedad con un orden nuevo. Esto provocó el malestar y el
recelo de eso que puedes nombrar como el “Poder establecido”, eso que en su
tiempo era el judaísmo de escribas, sacerdotes y maestros de la ley. Hoy los
poderes establecidos tienen otros nombres más acordes con la ventolera
democrática. Hoy, aquellos escribas
de entonces se llaman ahora políticos
y redactan leyes. Pero son pobres títeres en manos de aquellos sacerdotes que administraban la verdad
y que ahora se llaman periodistas;
los cuales son títeres en las manos de aquellos grandes maestros de la ley, que hoy son los financieros que montan, sufragan y mantienen los medios de
comunicación que adoctrinan a las masas e imponen catecismos. Sin embargo,
todos estos ministros y ministrillos del poder establecido tienen los días
contados. Las nuevas tecnologías de la comunicación acabarán en poco tiempo
con los monopolios de esos sacerdotes adoctrinadores de masas que son los
medios de comunicación actuales. Ese día no es que esté por llegar, es que ya
está asomando hoy. Las masas, la Bestia, ya no necesitan a los poderes
mediáticos para congregarse, se congregan ellos solitos a golpe de
comunicación tecnológica. Veréis caer todo orden social a manos
de la Bestia, la Bestia de las masas levantadas sin control, convocadas por
el lenguaje universal de las tecnologías modernas. Para ver esto no hace
falta ser profeta. Ante estos modernos escribas,
sacerdotes y grandes maestros de la ley que ahora nos dominan (financieros,
periodistas y políticos) y ante la Bestia desencadenada de las masas que ha
de llegar detrás de ellos, aquel Cristo, fundador de aquella Iglesia primitiva,
habría aparecido como entonces, denunciador y atrevido. La cúpula oficial de
esta Iglesia que tenemos hoy y que asegura ser su heredera, desdichadamente
aparece cauta, conciliadora y diplomática, todo ello en nombre de la
“prudencia”. La mentira siempre se esconde detrás de bellas palabras. Jesús
no era “prudente”. Era lógico que fuese perseguido por quienes veían temblar
el orden establecido, el que ellos mismos representaban. Hojear las páginas
de los Evangelios es hojear una continua serie de asechanzas, a ver en qué
conseguían pillar al nuevo iluminado. Acabo de escribir que fue el gran
innovador que se presentó ante la sociedad con un orden nuevo, y así fue.
Jesús de Nazaret demolió los lazos de la Antigua
Alianza de Yahvé con su pueblo y universalizo lo que por naturaleza era
universal (y esto constituye prueba objetiva de que no era el mesías bíblico). Si bien es cierto que defendió la
vigencia de los preceptos de la Ley de Moisés, no es menos cierto que esta
conservación del contenido literal de la norma (no matarás, no cometerás
adulterio, no hurtarás….) fue solamente eso, conservación del mero contenido
literal, pero ahí está el giro copernicano que le dio a su significado y a su
praxis. Desde Cristo, la ley conserva la literalidad de su contenido, pero ha
pasado a significar otra cosa muy diferente, ésta: ha pasado de la salvación
por la observancia externa y material de la ley en actos concretos, a la
salvación por la actitud interior del corazón y la intención de la
conciencia. No todo lo que objetivamente es pecado significa que el autor sea
pecador, ni todo lo que objetivamente es virtud significa que el autor sea
virtuoso. El hecho de que fuera condenado y
ajusticiado demuestra que, lejos de haber venido a “completar” lo existente,
aunque así lo proclamase él mismo (según los evangelistas), lo que realmente
hizo fue demolerlo y cambiar los valores existentes, porque, de ser cierto lo
primero, nunca habría llegado a la crucifixión. Le crucificaron por hereje y
revolucionario, no por maestro aventajado. La cruz es la expresión de su
ruptura frontal y total con el orden anterior, por más que la teología siga
aferrada al prejuicio de un Salvador que, por el hecho de que así lo pusieron
en su propia boca los evangelistas, tenía que ser necesariamente el anunciado
en la cultura judía, el que habría de venir a “completar”. Nada completó,
como antes te decía, cambió el paso del desfile de la humanidad, le dio
un vuelco al sistema salvífico en todo: - Sustituyó la justicia, como eje y
fundamento de la ley, por el amor. - Sustituyó la salvación de un pueblo
escogido, el judío, por la salvación universal - Sustituyó la salvación en el orden
temporal por una salvación eterna. Se trata, por tanto, de que la ruptura
que Jesús representa en la historia de la salvación del género humano
desmiente (desmiente categóricamente) las afirmaciones de continuismo puestas
en su propia boca por los evangelistas. La manifiesta contradicción entre su
significado en la historia, por un lado, y sus supuestas palabras de continuismo
profético, por otro, ha de decantarse a favor de lo primero y poner en tela
de juicio la autenticidad de lo segundo. No se trata de discutir un mayor o
menor grado de continuismo entre Jesús y la historia mesiánica hebrea, se
trata de que aparece una quiebra total entre el antes y el después del
Nazareno, de modo que el ayuntamiento entre lo uno y lo otro resulta
artificioso y forzado. El término biblia significa etimológicamente libros, nombre adoptado para señalar a los “libros por
excelencia”, los libros sagrados. Como el Antiguo Testamento judío tiene
libros y el Nuevo Testamento cristiano también, debería abandonarse esa
distinción entre el Antiguo y el Nuevo y pasar a llamarse Biblia judía y Biblia cristiana. Jesucristo nada tiene que ver con todo lo
anterior, a Dios gracias. Jesús nada “completó”, aunque así lo afirmase él mismo
(según los evangelistas). El hecho objetivo es que demolió la Antigua Alianza
e instauró un Orden Nuevo. El resultado
de todos estos cambios, de este vuelco a lo establecido durante siglos de
historia, se resume en el anuncio insistente que Jesús hizo del Reino de
Dios, reino que ni aquella sociedad ni esta de hoy han acabado de comprender
nunca. El motivo de la confusión está, como siempre, en el empecinamiento en
situar a Jesús dentro de la tradición bíblica del judaísmo y sus profetas, la
cual esperaba con ansiedad una intervención definitiva de Dios en los asuntos
del mundo con la llegada de un Mesías justiciero. Esta es la causa de que el
Reino de Dios, anunciado por Jesús con tanta insistencia, fuera esperado como
algo con los caracteres del mesianismo profético judío, es decir, inmediato y
mundano. Por supuesto, ese tipo de reino ni llegó ni llegará nunca. El mundo
es reino de Satanás, no de Dios (“Si me
adoras, te daré todos los reinos del mundo, porque a mí me han sido dados y
yo se los doy a quien quiero” Lc 4, 6-7). El judaísmo
no comprendió ese Reino anunciado por Jesús, pero nuestro cristianismo
oficial parece que tampoco. Los investigadores actuales no se ponen de
acuerdo sobre a qué se refirió con ese “Reino de los Cielos”, explicado por
el propio Jesús valiéndose de la parábola del grano de mostaza” (Lc 13,18-19),
simiente diminuta que, una vez germinada, se convierte en una planta grande y
frondosa. La idea central de esta parábola es una idea muy definida: la
posible conversión de lo que es pequeño en origen en algo que acaba siendo
grandioso después, la paradoja de lo que comienza humilde para acabar
excelso… Pero nada explica sobre dónde situar ese proceso. ¿Dónde situar esa
humilde mostaza que germina y se vuelve grandiosa? La Iglesia,
empeñada en la senda bíblica que he citado antes, la senda que secularmente
sitúa el Reino de Dios en la tierra y en el tiempo, no ha tenido más salida
que identificarlo con la institución dejada por Jesucristo aquí abajo, la
Eucaristía. el reinado de gracia eucarística en el mundo. Y es cierto que la
parábola tiene un claro paralelismo con lo ocurrido en el mundo temporal,
porque, efectivamente, la palabra incendiaria de Jesús, proclamada dentro del
judaísmo, era independiente y se extendió por todo el Mediterráneo tan voraz
que las persecuciones no pudieron con ella. Esa palabra de esperanza, ese
grano de mostaza que acababa de comenzar como un suceso en un rincón olvidado
del Imperio de Roma, protagonizado por un aldeano de Nazaret
del que ni siquiera se ocupó la historia, germinó violentamente y transformó
al mundo. La comparación entre el suceso inicial y su repercusión en la
historia universal constituye un abismo, un hecho inexplicable, como no podía
ser de otra forma, viniendo de Dios. Este es un significado aceptable, desde
luego, pero muy por debajo del verdadero grano
de mostaza encerrado en la parábola. Jesús sigue siendo el Gran
Desconocido. El Reino de Dios y su parábola del “grano de mostaza” no
pueden ser identificados si no se los busca a la luz de lo escrito en Jn 18,36: “Mi reino no es de este mundo”. El
insistente Jesús de Nazaret, por tanto, cuando
hablaba de su Reino no se refería a un reino que dejaría establecido en el
mundo, ni siquiera el de la Eucaristía, se refería a lo que habría de
acontecer en la cruz, al episodio de su crucifixión como hombre, acto
material acaecido en la tierra, pero capaz de abrir la puerta de los Cielos y
convertirse en el Reino de toda la humanidad redimida en la eternidad. Esa
gestación tan fantástica era lo que comparaba con la humilde imagen del
desarrollo de la mostaza. Sus palabras “Atraeré
a todos hacia mí” (Jn 12,20-33) constituyen la
imagen perfecta de la frondosidad inesperada de su Reino, y ese triunfo final
no se ha dado ni se dará en este mundo, sino en el otro. Este es el verdadero
y último significado del Reino de Dios y de la parábola del grano de mostaza.
Y así lo enseñó en la oración del Padrenuestro, en el que se pide al Padre
que nos envíe su Reino, lo cual no tendría sentido si ese Reino ya estuviera
aquí desde que Jesús pisó la tierra, como se pretende. Es cierto
que en Lc 17, 20-21, contestando a la pregunta de
los fariseos sobre cuando llegaría el Reino, Jesús les dijo “El reino de Dios ya está entre vosotros”;
pero es obvio que estaba refiriéndose únicamente a su presencia personal
entre los hombres en ese momento, no a que, a partir de ese momento, se
iniciase en el mundo un Reino que no podía iniciarse, puesto que no era del
mundo (“Mi Reino no es de este mundo” Jn 18,36). Como también es cierto que dijo “Estaré con vosotros hasta el final del
mundo” (Mt 28,20), pero esas palabras
significaban lo que literalmente dicen, que estaría con nosotros en el sufrimiento,
la infelicidad y la renuncia, un reinado que, en todo caso, no pasaría de ser
un reinado “virtual”, el reinado de la fe y la esperanza en medio de un mundo
que es reino de Satanás. El “grano de mostaza” de su Reino no lo plantó el
Jesús-Mesías en el mundo con su venida, lo plantó el Cristo-Redentor en la
eternidad con su cruz. Jesucristo redentor Te he recordado al Jesús bíblico, el que pasó
por el mundo en la pobreza y la castidad, acompañando su predicación con
hechos portentosos. Te he recordado al Jesús trascendente, el que derribó la
Antigua Alianza e instauró un orden nuevo que se extendió por todo Occidente.
Te he recordado el misterio que envuelve la figura de Jesús, por lo que en sí
mismo es y por la torpeza y contradicciones de los escribanos que intentaron
dar fe de él. Ahora llega el Jesús más inquietante y sublime, el Jesús de la
cruz, el que se ofreció en holocausto por el mundo, aunque podría haberlo
salvado sólo con su palabra. Has leído ya tantas páginas desde el principio
del libro, desde la Verdad básica
con la que le di comienzo, y desde el capítulo donde se narra la Creación,
que quizás sea necesario volver a situarte en ese origen para que puedas
comprender lo que ahora sigue. Te recuerdo lo ya leído: ·
No existe más realidad que la
espiritual, de manera que el Ser en sí mismo (Dios), cuando creó la finitud
la hizo de lo único que existe, de lo único en que consiste el ser, es decir, de lo espiritual. Creó,
por tanto, la vida, creó las almas, que son vida, no creó mundo material
ninguno. ·
Te recordaba como prueba de
esto (aparentemente tan inverosímil para quienes estamos habituados a tocarlo
todo con las manos) que ya lo había demostrado racionalmente la filosofía
espiritualista desde hace siglos, pero que ha sido en la última centuria
cuando la física cuántica lo ha demostrado científicamente, a saber:
la materia es una pura ilusión de los sentidos que no corresponde a realidad
existente ninguna, y que si la perciben los sentidos es porque ellos también
constituyen parte del juego, parte de la falsa ilusión, puesto que también
son materia. ·
De esta verdad probada se
deduce que el episodio “vida en el mundo” es una especie de espejismo en el
que creemos estar, constituye una realidad sólo de formas, como cualquier
sueño; y que, por lo mismo, la muerte física únicamente supone la salida del
sueño y la vuelta a la única verdad, la de la vida eterna del espíritu, de la
cual realmente nunca hemos llegado a salir. Simplemente, hemos soñado estar
en otra parte, en un lugar hecho de “materia”, que es la sede del mal. Cuando todo esto te conté, no recuerdo si
supuse la pregunta que me harías, pero aunque no me la hicieras, seguro que
te rondó por la cabeza. Era ésta: “Si todo lo de aquí abajo es un espejismo y
morir es liberarse y volver a la eternidad…. ¿Para qué la bajada de Cristo?
¿Para qué la Redención, si nada hay que redimir? Basta con pasar el umbral de
la muerte y todo está arreglado”. Esta pregunta, me la hicieras entonces o
no, también la he contestado a lo largo del libro así: ·
Puesto que la materia, sede
del mal, no existe, tampoco su mal existe objetivamente. Es cierto. El mundo
y su mal, los dos son una ficción. La Creación de Dios sólo es espiritual
(vida), regida por el bien y está en la eternidad (el Reino de Dios evangélico). ·
Pero que el mal no exista
objetivamente, no impide que tu conciencia lo cometa en este mundo en el que
“cree vivir”, porque se peca con la intención, no con los actos. Que la vida
en el mundo sea una ilusión, que el escenario no sea real, no impide que tu
intención sea realísima, del mismo modo que cuando en sueños pecas, pecas con
todo realismo en tu conciencia y te repugna ese pecado al despertar, porque
quien vive y peca no es tu cuerpo, es únicamente tu espíritu. ·
Esta es la razón por la que tú,
incapaz de lavar tu pecado (que es trascendente) con tu propio sufrimiento
(que es solamente humano), necesitas que Dios te salve, necesitas ser
redimido. ·
Es cierto que podría haberte
redimido con sólo su palabra, sin necesidad de bajar al mundo ni ser
crucificado, porque, si Dios es Dios, puede hacer cuanto quiera. Pero la
trasgresión de su ley eterna (el bien) no era justo que quedase impune; de
manera que, para que el amor no anulase la justicia, bajó para pagar
por ti, asumiendo sobre sus espaldas tu pecado en la cruz. De esta manera
concilió amor y justicia en un solo acto. No hay más motivo para la bajada de Dios al
mundo, en la carne de Jesús de Nazaret, que ése: la
Redención del género humano, que trasciende al tiempo y es válida para todos
los hombres, anteriores y posteriores. Otra cosa es que su paso por aquí nos
dejase, además de la Redención, el regalo de la verdad y del amor en sus
predicaciones. No podía ser de otra manera. Resulta impensable que se hubiera
mantenido siempre en el anonimato y desde ese anonimato hubiera saltado su
biografía, de repente, a la muerte en el Gólgota. La historia en el mundo se
escribe cómo se escribe, los hechos (en este caso su crucifixión) necesitaban
una causa suficiente, y esa causa no fue otra que sus tres años de
predicación pública. Era inevitable que nos dejase el rastro inefable de Dios
Padre entre las cuatro paredes del mundo, y así lo hizo. Pero deducir de esto
último que la finalidad de la encarnación de Jesús ha sido traernos al mundo
a Dios me parece un error bastante “gordo” de quien lo ha escrito hace no
mucho. Atiende a las palabras y, sobre todo, a quien las firma: “Aquí surge la gran pregunta que nos acompañará a lo largo de
todo este libro: ¿qué ha traído Jesús realmente, si no ha sido la paz al
mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído? La respuesta
es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios. Aquel Dios cuyo rostro se había
ido revelando primero poco a poco, desde Abraham hasta la literatura
sapiencial, pasando por Moisés y los Profetas; el Dios que sólo había
mostrado su rostro en Israel y que, si bien entre muchas sombras, había sido
honrado en el mundo de los pueblos; ese Dios, el Dios de Abraham, Isaac y
Jacob, el Dios verdadero, Él lo ha traído a los pueblos de la tierra.” (Papa Benedicto XVI, libro “Jesús de Nazaret”, pág. 69) Al Papa Benedicto XVI
habría que preguntarle (si uno pudiera hacerlo): Si Jesús de Nazaret vino para traernos a Dios al mundo, ¿qué pasa
entonces con los millones de millones de hombres que han habitado el planeta
durante los veintiocho mil años anteriores a la venida de Jesús? ¿Es que
todos esos hombres no tenían el mismo derecho a conocer a Dios? ¿Qué Dios es
ese tan injusto como para aparecer en el mundo de sus criaturas con tantísimo
retraso? ¡Qué despiste, para ser Papa quien esto ha escrito! A Dios no tenía
que traerlo nadie porque Dios está con el hombre en el mundo desde que el
hombre fue alumbrado, Dios está grabado a fuego en la conciencia, en el
corazón y en el alma de todo hombre desde que nace; y si así no fuera, no
tendría explicación ninguna ese fenómeno tan maravilloso llamado Fe. Jesús no vino a bajarnos a Dios al
mundo, todo lo contrario, vino a subirnos a nosotros al Reino de Dios, a la
eternidad, mediante la Redención, lo cual no es óbice para que su venida
produjera todo lo que además produjo: ejemplo de vida, destrucción de los
valores mundanos, predicación de la verdad y del amor. Pero su objetivo
verdadero fue redimirnos. La cuestión que queda sin resolver (la que
siempre queda sin resolver) es la que tantas veces llevo repetida, la que
corresponde a esta pregunta tan lógica y sencilla: Si Dios es Dios y nada es
imposible para él, ¿por qué hay que pasar por esta maldita pesadilla del
mundo, origen de todos los problemas? ¿Por qué no ha hecho todo diferente?
Como has ido viendo a lo largo del libro, todo tiene una explicación…. menos
esto. Es innegable que, al final, esta pregunta quede siempre sin resolver.
¿Por qué no ha hecho todo diferente, siendo Dios? Es innegable. Pero también
es innegable que no tiene solución para ti porque arrancas de un error
inicial que es de catón: aceptar al Dios infinito, pero intentar, a la vez,
comprender sus designios con la pobre lógica humana es una solemne estupidez.
Lo que es imposible comprender para ti no lo es para él. Si no fuera así, no
sería Dios, sería el ridículo diosecillo de Nietzsche, el superhombre. “El mundo, el mal, el sufrimiento y la Redención, todo ello
sobraría con sólo que Dios lo hubiera querido”. Esta conclusión es cierta,
rigurosamente cierta…… dentro de tu limitada y pobre lógica humana. La Cruz y la Eucaristía La Redención la escenificó Jesucristo en la
cruz, clavada en lo alto del Gólgota, un día tristísimo, en la hora nona (Mc 15,33-34). Cuando le mires, descubre la tragedia que
cuelga del madero con su cuerpo: el sufrimiento agónico de los hombres bajo
el peso del pecado y el perdón de Dios por ese pecado. Estas dos cosas penden
con Cristo de la cruz. Pero aún queda algo más, queda esto: que el Padre
perdone al hombre conlleva dejar la ley eterna del bien infringida,
transgredida, vulnerada, conlleva dejar la justicia divina incumplida, puesto
que el reo ha sido liberado sin pagar la deuda. ¿Qué harías tú, si fueras
Dios? ¿Perdón o justicia? Perdonar y hacer justicia a la vez es,
sencillamente, imposible. Para ti, hombre limitado, el problema no tiene
solución. Para ti, pero… ¿para Dios? Los caminos de Dios son imprevisibles. Ese Dios
infinito, impensable, autor del milagro llamado vida y del fastuoso espejismo
llamado universo, decidió bajar a la miseria del mundo, a la miseria de la
carne y del sufrimiento, asumir sobre sus espaldas tu pecado y borrarlo así
de la historia. Porque sus espaldas no son las tuyas, son las de Dios, las
únicas que tienen poder de lavar la afrenta del pecado contra su ley eterna.
El Dios relatado en los capítulos anteriores, el Dios que se hizo carne en Nazaret, se sometió a la ira de los hombres, dejó
humillar su cuerpo, someterlo a la barbarie en la cruz y darle así al
sufrimiento humano la realeza divina que le faltaba. Así resolvió Cristo en
la cruz lo imposible: cumplir la justicia pagando la deuda que tú no puedes
pagar, y cumplir, a la vez, la misericordia salvándote. Justicia y amor todo
junto en aquel mediodía del Gólgota. “Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen”. Eso dijo cuando tú y yo le mirábamos aquel día desde abajo,
indiferentes, al pie del patíbulo, porque también tú y yo estábamos allí, en
el Gólgota, vestidos del verdugo romano que todos llevamos dentro. Cristo resolvió en la cruz lo imposible: justicia y perdón en un
solo acto. Justicia, pagando el precio del pecado. Perdón, pagándolo por ti. Cerré el apartado anterior diciendo que
bastaría la voluntad del Padre para que el mundo y todo lo que en él ocurre
sobrase (mal, sufrimiento, redención). Ahora añado que, en todo caso, puestos
a admitir la necesidad de una redención, bastaría con la aceptación de Jesús
a morir en la cruz para que, una vez consumado el sacrificio, la humanidad
entera, la anterior y la posterior a la crucifixión, la humanidad toda
quedase redimida, porque en la eternidad no hay tiempo, no es necesario el
efecto retroactivo de las leyes de los hombres, todo se produce en un eterno
presente. Puestos a admitir la necesidad de una redención, bastaría con que
el espíritu de Jesús hubiera subido al Padre, al morir en la cruz, para que
esa redención hubiera quedado consumada. La Redención comenzó y acabó en la
cruz, y nada de lo que ocurrió antes o después la alteraría. -
Sin embargo, ocurrieron dos hechos
de enorme trascendencia: la noche anterior instituyó la Eucaristía, y al
tercer día levantó su cuerpo del sepulcro. -
Ninguno de estos dos hechos
era necesario. Sin Eucaristía y sin Resurrección, la Redención habría sido la
misma, porque se consumó con la entrega de Cristo en la cruz. -
Aunque no necesarios, estos
dos hechos tienen en común, además de su enorme trascendencia, la dificultad
semiológica y simbólica que respectivamente encierran y que nada tiene que
ver con lo que materialmente ocurrió (que es lo único que ve la Iglesia). En contra de la pretendida pugna ciencia-fe,
cuando se contempla a Cristo a la luz de las verdades científicas de hoy
adquiere una verosimilitud definitiva. El cuerpo de Jesús, como todo cuerpo
humano, como toda entidad material, era una pura apariencia formal; pero, aun
así, necesitaba levantarlo del sepulcro y que todos volvieran a verlo si
quería que le creyeran, porque los hombres entienden por lo que ven. De
idéntica forma, la noche anterior, mientras cenaba con los discípulos,
necesitaba poner entre sus manos y en el cáliz algo concreto y material, algo
tangible para visualizar el sacrificio inminente de su cuerpo, igual a como
pondría, unas horas después, el propio cuerpo en la cruz para visualizar la
Redención. La Iglesia, sin embargo, cuando se ha producido el trascendental
descubrimiento de la física cuántica, a pesar de que constituye un paso
definitivo hacia la espiritualidad, prefiere mirar a otra parte, prefiere
seguir anclada en el precuantismo. Jesús, en la Iglesia
del siglo veintiuno, sigue siendo interpretado en la literalidad de la
materia. Cuando Cristo puso en el cáliz vino, como signo de su sangre que
aún no había sido derramada, estaba poniendo en el cáliz mucho más que las
realidades físicas de vino y de sangre (no existen realidades físicas). La
materia utilizada en una ofrenda no deja de ser un mero signo de la ofrenda
misma, y lo que él ofrendó en el Calvario, bajo el signo de su cuerpo
sufriente, fue la expiación del pecado, la Redención de la humanidad. La
carne inmolada y la sangre derramada no son la ofrenda, son solamente el
signo, la materia, la imagen sensorial de la ofrenda. Y a eso te invita él, a
que pongas tú también tu vida maltratada en el cáliz sin necesidad de que
hagas correr tu sangre; te invita a que tú también pongas en el cáliz tu
particular crucifixión, aunque nunca hayas sido clavado materialmente en una
cruz. La carne y la sangre de Cristo en la Eucaristía no
son carne y sangre. La materia no existe. Son el espíritu de Cristo que baja
a tu alma….. si es tu alma, y no tu mísero cuerpo, la que se acerca a
recibirle con auténtica fe. No hay más realidad que la espiritual. Interpretar las palabras de Jesús tal
cual, sin ver otra cosa que las palabras mismas, carece de sentido, “Quien come mi carne y bebe mi sangre
tiene vida eterna y le resucitaré el último día” (Jn
6,54). Esta inusitada sentencia, a todas luces inasumible
en su sentido literal, no significa invitarte a ningún
banquete de carne y sangre, al banquete eucarístico, como lo llama la
Iglesia, como la doctrina asume de forma literal (¡qué disparate!). Si así
fuera, casi todas las predicaciones de Jesús estarían repletas de mandatos
radicalmente inaceptables. Los ejemplos de esta imposibilidad de atenerse al
significado estricto de las palabras son continuos, incesantes. Quizás de los
más expresivos, por su dureza, es ese en el que el evangelista Lucas
reproduce lo que el Maestro predicaba sobre la incompatibilidad del amor a Él
con todos los demás amores. Es tan rotundo, tan inapelable, y al tiempo tan
inaceptable en la más elemental cordura, que en este sentido muestra un claro
paralelismo con el de la Eucaristía. Sirva como ejemplo demostrativo de cómo
han de tomarse las sentencias, siempre metafóricas, del Maestro. Ya lo he
citado antes, pero te lo recuerdo. Dice así: ·
“Quien no odie a su padre y a su madre por mí causa no es digno
de mí” (Lc 14,26). También
esto aparece en boca de Jesús en el Evangelio. ¿Qué hacemos con ello?
¿Ponemos en duda la veracidad del testimonio del evangelista Lucas o lo
asumimos enteramente? Porque si admitimos la literalidad de “la carne y la
sangre” también tendremos que admitir la literalidad de “odiar a los padres”
y tomarlo como una invitación expresa a odiar a quienes nos dieron la vida, en
una clara incongruencia con el mandamiento cuarto de la Ley. ¿Qué hacemos?
¿Han de tomarse las palabras literalmente o han de tomarse en su sentido
oculto? ¿Cómo explicar que ha de odiarse a los padres del mundo para poder
amar al Padre de los cielos? Ni es posible explicar esta última pregunta ni hace falta
hacerlo. Es obvio que el Maestro, como buen semita, todo lo explicaba con
imágenes rotundas, desde sus sermones, que no eran sermones, sino parábolas,
hasta sus sentencias, que no eran sentencias, sino alegorías. Reducir el
significado de sus enseñanzas a las imágenes sensoriales que utilizaba (el
pan, el vino, la sangre, la carne) es, sencillamente, disparatado, tan
disparatado que no es necesario que la ciencia física nos diga ahora que
todas esas cosas tan materiales no son sino puras formas sin contenido
material ninguno. No es necesario el auxilio de la ciencia Se trata,
simplemente, de un mínimo de sentido común. La carne
y la sangre salvadoras de que Jesús habla no son otra cosa que los signos
meramente materiales de lo que, en definitiva, ofreció en la cruz: el sufrimiento
y la renuncia a la vida como única forma de expiar el pecado de la
humanidad y redimirla. Aquellas palabras de Jesús pueden ser traducidas, en
un sentido más propio, así: “Quien es
capaz de compartir el sufrimiento conmigo, tiene vida eterna y le resucitaré
el último día”. Bajo la imagen plástica de la carne flagelada y la sangre
derramada que ofrece compartir, está invitando a todos a compartir lo que hay
detrás de esa imagen: la entrega personal. Cuando esa noche instituyó la
Eucaristía, “Este es el cáliz de mi
sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada….” estaba
instituyendo un rito sacrificial, y en un rito sacrificial la materia (la sangre de la cruz) es lo de
menos, lo importante es lo que simboliza: el sacrificio personal del
Dios hecho hombre que se ofrece. Es fácil comprender que el Maestro no podía
hablar de otra manera que no fuera esa, llena de referencias a la materia,
porque hablaba con la cultura del siglo cero, no con la cultura del siglo
veinte y de la física cuántica. Cuando te acercas a recibir la Sagrada
Forma, tus sentidos dan fe de que has recibido pan, no carne. Sin embargo, en
contra de lo que tus sentidos puedan testimoniar, puede ser que Dios esté en
ese trozo de pan, ¡qué duda cabe!, porque nada es imposible para Dios.
Bastaba con que la doctrina proclamase este milagro (sin meterse en más
honduras ni explicaciones) de que el pan que sabe a pan no es realmente pan,
sino el cuerpo de Cristo, para que todos lo aceptásemos sin ningún problema.
Pero no, la doctrina oficial no hace ese alarde de cordura, la doctrina
oficial, como siempre, pretende desentrañar ese milagro físico de que el pan
que sabe a pan no es realmente pan y nos da una explicación filosófica que es
inasumible, a saber: ·
En ontología, toda realidad tiene una sustancia determinada e intransferible que es lo que la
diferencia radicalmente de las demás sustancias; es decir, sustancia es
aquello que es esencial, invariable y necesario para que la cosa sea tal cosa
y no otra. Aparte, pueden aparecer algunos caracteres que ni son esenciales
ni invariables ni necesarios, por lo cual son llamados con acierto accidentes (lo innecesario, lo
variable y contingente que puede concurrir o no concurrir en una cosa,
acompañando a la sustancia). Queda claro lo que es la sustancia y lo que son
los accidentes. Una cosa es el agua (sustancia H2O)
y otra diferente son la transparencia, estado líquido o sólido, carencia de
sabor, etc. (accidentes) ·
En el cáliz consagrado, según la doctrina, la sustancia antes
depositada (zumo de uva fermentado), conocida como vino, se ha transformado,
sin proceso químico ninguno, en la sustancia conocida como sangre (suero,
minerales, células….) En esto, la doctrina reconoce, como no puede ser de
otra manera, el milagro. Sin embargo, en lo que sigue en el párrafo siguiente
ya no; en lo que sigue pretende poseer una explicación racional. ·
Según la doctrina, el hecho de que, a pesar de la conversión de la
sustancia vino en la sustancia sangre, a pesar de eso, en el cáliz consagrado
sigan manteniéndose los accidentes de antes; es decir, el aspecto, el color,
el aroma, el sabor y demás propios del vino, esto ya no es milagroso (según
ellos), esto tiene una explicación filosófica. ·
La explicación que dan es ésta: Al ser los accidentes, como su
nombre indica, cosa puramente accidental, es decir, no necesarios, la
presencia continuada en el cáliz de los accidentes propios del vino no empece que la sustancia que ahora hay ya no sea la misma,
sea otra, sea sangre, en vez de vino. ·
Resumiendo: la doctrina oficial mantiene que la sustancia ha
cambiado de ser vino a ser sangre…. pero que los accidentes no necesitan
cambiar y siguen siendo los del vino. La falacia de tal explicación consiste
en desligar totalmente a los accidentes de su causa, que es la sustancia,
como si los accidentes fueran cosas que, si aparecen acompañando a la
sustancia es que han caído del cielo, porque nada tienen que ver con una
sustancia determinada (el vino, en este caso) y, por lo tanto, pueden
aparecer en otra sustancia cualquiera (la sangre, en este caso). Este error
sería comprensible en alguien que pasa por la calle, pero no en aquellos
teólogos tan expertos que nutren el pensamiento de la Iglesia. Me explico: ·
Debido a la naturaleza innecesaria y contingente de los accidentes,
el vino puede presentar todos los que le son propios, o sólo algunos e
incluso ninguno. De hecho y como ejemplo, un vino expuesto a la luz y a la
oxidación del aire puede perder todos sus accidentes: color, aroma y sabor
originales. Dicho de otro modo: la naturaleza sustancial del vino no
depende de la presencia o no de sus posibles accidentes. ·
Sin embargo, en sentido inverso no se produce esa misma relación,
porque los accidentes sí que dependen causalmente de la sustancia en
la que aparecen. Los accidentes del vino están causados por la naturaleza
sustancial del vino, no de la sangre, de manera que pueden conservarse o no
en el vino, pero jamás pueden aparecer en la sangre, cuyos accidentes propios
son otros muy diferentes que, igualmente, jamás pueden aparecer en el vino. ·
Resumiendo: La doctrina oficial defiende el milagro de la conversión
del vino en sangre, pero ante el hecho cierto de que los accidentes de lo que
hay en el cáliz siguen siendo los del vino, y no los de la sangre, pretende
justificarlo con una explicación filosófica que no es válida, en vez de
reconocer que también eso es milagroso. En definitiva, en el cáliz consagrado
hay vino y nada más que vino, de ninguna manera hay sangre, porque así lo
demuestra la presencia de los accidentes del vino….. Lo cual no obsta que,
para quien lo recibe con fe, bajo esa forma del vino esté el propio Redentor.
Se trata de un milagro de Dios, no de una explicación científico-filosófica
como la Iglesia pretende y, además, con absoluto desacierto. Todo este esfuerzo tan errático de la
doctrina oficial, intentando explicar (sin acierto) cual es el fundamento
filosófico por el que lo que hay en el cáliz, después de la consagración, es
ya sangre y no vino, a pesar de que sigue presentando los accidentes del
vino, no sólo es fallido, es que además carece de sentido. Ni sangre ni vino.
La materia es una tonta ilusión de los sentidos. La noche de la última cena,
lo que Cristo ofreció fue lo único que existe, lo espiritual, ofreció su sufrimiento y entrega personal
(valiéndose de los signos del pan y del vino), para el perdón de la
humanidad, y al siguiente día consumó la ofrenda bajo el signo de su cuerpo
en la cruz. Cuando tú, creyente, te acercas
a recibir esos mismos signos del pan y del vino que él ofreció esa
noche, recibes en tu alma (no en tu cuerpo, que también es ilusión de los
sentidos) el espíritu de Cristo, no recibes ni pan ni vino ni carne ni
sangre, que ilusión de los sentidos son también. No rebajes la entrega personal de
Cristo en la cruz y en la eucaristía a los signos materiales que utilizó para
hacer visible esa entrega en el mundo de los sentidos. Si estás tentado de interpretar todo lo
anterior como que niego la presencia real del Salvador en la Eucaristía,
entonces es que no me he explicado con toda claridad o que no has querido
entenderme. Por supuesto que Cristo está personalmente en la Eucaristía,
según enseña la doctrina, por supuesto…. pero no como la doctrina pretende
que está, hecho carne verdadera y sangre verdadera, interpretando al pie de
la letra las palabras del Redentor. La carne y la sangre son solamente los
signos de los que se valió Jesús para materializar la Redención en
este mundo. La Redención verdadera no se produjo en el Gólgota, solamente se
escenificó en el Gólgota; la Redención se produjo en la eternidad, abriendo
la puerta del Reino de los Cielos al pueblo de Dios. De igual modo,
Jesucristo se persona en el alma que recibe con fe el signo eucarístico, por
supuesto, pero no materialmente como carne y como sangre, ni tal cosa quiso
Él decir cuando instituyó la Eucaristía. En el alma no caben carne ni sangre, ni
Jesús pretendió tal cosa al instituir la Eucaristía. En el alma que se acerca
a recibirle lo único que cabe es el esplendor del Espíritu de Cristo. Jesucristo resucitado Te decía en el apartado anterior lo que es
presumible que debería haber ocurrido después de la crucifixión. Sin embargo,
parece que el Padre eterno no estimó suficiente redimirnos por medio de
Cristo y quiso dejarnos, además, constancia de esa eternidad que nos espera
después, disponiendo una prueba que nos tranquilizase para siempre. Esa
prueba consistiría en la resurrección del cuerpo de Jesús después de ajusticiado.
Y así sucedió…. sólo que a este hecho de la resurrección del cuerpo de Cristo
se le ha dado un significado absoluto que no tiene, porque si no es real
cuanto se refiere al mundo sensible, tampoco lo es la “muerte material” ni lo
es la “resurrección material”. Entendido el hecho de resucitar como la
Iglesia lo entiende, como fenómeno total que implica a la persona entera y no
solamente al cuerpo, basándose en una interpretación simplista de las
palabras de Jesús, no es cierto. Y no es cierto, además, porque no necesita
resucitar lo que jamás muere, el alma. Si eres un cristiano instruido según la
tradición y la doctrina de la Iglesia, estoy seguro de que esto que acabo de
decir aquí, así como otras muchas cosas que he dejado escritas en este libro,
te ha afectado. No debería afectarte, puesto que la fe en Dios y en la figura
de Cristo que declaro en este libro son tan profundas como las de todo el
cristianismo, pero sé que te sentirás afectado porque a nadie le gusta que le
desmonten la versión que le contaron desde niño. Pero la verdad es la verdad.
Tienes todo el derecho a pensar que quizás la verdad no sea la que yo
defiendo, pero jamás tengas miedo a hablar de ella. Que lo que ocurrió no
fuera exactamente como te lo han contado, nada significa si la creencia de
fondo es la misma. Aquí no pongo en juego la fe, pongo en juego el magisterio
de la Iglesia, que se arroga el derecho de ser la única intérprete válida de
la palabra de Cristo, y es obvio que no lo es. Cristo habló para ti, no para
que otro te explique qué es lo que quiso decir. Ya sé que eso justamente es
lo que estoy haciendo yo ahora, pero sólo como propuesta. Esa es la
diferencia. La Iglesia no, la Iglesia te dice lo que has de pensar bajo pena
de excomunión. En el capítulo III te
he contado cuanto sé sobre este tema de la posibilidad de que un muerto
resucite. Te conté, entre otras cosas, que la muerte, que es el mayor de los
males del mundo, constituye, como el mundo mismo y su mal, una simple
apariencia, una ilusión sensorial. Si eso te conté, menos real aún puede ser
la pretendida resurrección de lo que nunca ha llegado a morir. Jesús,
entendido como Jesús, no entendido sólo como el “cuerpo de Jesús”, ni bajó al
“sehol” (lugar de los muertos en la cultura judía,
la “bajada a los infiernos” del credo) ni resucitó al tercer día, Jesús pasó
directamente de la cruz a la eternidad, junto al Padre. Cosa diferente es que
levantase de la tumba su cuerpo sólo como prueba para que todos creyesen. No
te escandalices por lo que digo, porque el propio Jesús dejó constancia de
esto en su promesa al ladrón también ajusticiado: “En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). Dijo “hoy mismo”, no dijo “en tres días”. Esta aparente contradicción entre su reiterada
promesa de que resucitaría en tres días y su afirmación en la cruz de que
estaría en la eternidad inmediatamente, ¿significa falsedad en alguna de las
dos declaraciones? No, en absoluto, significa únicamente que estaba hablando
de lo que habría de ocurrir después de la crucifixión en dos planos
diferentes, el del mundo sensible y el de la eternidad espiritual; pero el
plano válido es el segundo, no el primero. Jesús no murió en la cruz, como
ningún hombre muere nunca, cuanto menos quien era el Hijo de Dios. Ningún
hombre muere porque por hombre hay
que entender lo único que realmente existe, el alma humana creada por Dios, y
el alma es eterna. Lo único que muere es la carne, que no pasa de ser una
apariencia sensorial. Seguir considerando al hombre como unión de alma y cuerpo es un
anacronismo que estaba bien para la mente de Aristóteles. Hoy, hasta la
ciencia ha probado que la materia es un espejismo. Morir es liberarse de ese
espejismo. El hombre no es otra cosa que su alma, nada más que su alma. Cuando Jesús en el patíbulo hablaba con el
ladrón también ajusticiado, estaba hablando en el plano de la única realidad
existente, la espiritual, la del alma, y le emplazaba de inmediato en el
cielo, nada más morir. Cuantas veces Jesús se había referido antes a su
resurrección en tres días, no estaba hablando en ese plano, no estaba
hablando en absoluto de su destino, del orden real de los sucesos que le
ocurrirían al abandonar el cuerpo, ni estaba hablando tampoco de algo
necesario para la Redención de los hombres, porque la Redención se consumó y
terminó en la cruz; estaba hablando solamente en el plano de este mundo, de
algo particular que haría después con el fin de que todos creyeran, estaba
hablando del milagro de levantar su cuerpo de la sepultura como prueba
de su poder sobre la muerte…. prueba para aquellos hombres que entendían el
cuerpo como la realidad primordial, la realidad de realidades. Para todo hombre, la “evidencia” de lo que
testimonian los sentidos pesa demasiado. El hombre tiene conciencia de que
es, ante todo, espíritu, pero no es capaz de concebir ese espíritu desligado
para siempre del pedestal del cuerpo. Si ahora te remontas a los tiempos de
Jesús, a una cultura que nada sabía de las corrientes filosóficas
espiritualistas del XVIII ni menos de la física moderna
del XX, a una cultura de carácter semita que
esperaba un Mesías salvador, pero no salvador para la eternidad espiritual,
sino un salvador que establecería su reinado en el mundo; si eres capaz de
situarte con la imaginación en ese escenario, comprenderás que las promesas
de Jesús sobre el más allá carecerían de significado si, una vez muerto en la
cruz, nadie hubiera vuelto a saber nada de él, como ocurre con cualquier
muerto. La Redención quedó totalmente consumada al expirar en la cruz, pero
“esa prueba que nos tranquilizase para siempre”, de que antes te hablé, no.
Para la ruda mentalidad de aquellos pobres pescadores no podía haber más
prueba que la resurrección del muerto, y no podía haber más forma de
resurrección del muerto que la del cuerpo que estaba en el sepulcro. Es en ese contexto cultural en el que hay que
situar los acontecimientos. Haz un breve esfuerzo mental e imagínate lo
siguiente: si el Maestro, triunfante sobre la muerte, se hubiera aparecido
luego a sus discípulos al estilo de todas las demás apariciones celestiales,
bajo una figura intangible y luminosa, es decir, como parece que sería lo
lógico, aquellos pobres hombres habrían sentido pánico y habrían creído ser
víctimas de una visión fantasmal. La
prueba tenía que ser absolutamente convincente, natural, naturalísima, y por
eso se llevó a cabo en carne y hueso, y por eso mostró sus llagas y dejó que
lo tocasen y hasta comió algo con ellos, todo necesario para que aquellos
pescadores se convencieran de que se trataba de una resurrección auténtica
según sus creencias, es decir, física, y no de una simple alucinación. Pero
que volviera de la eternidad y se mostrase así, con ese exclusivo fin de que
creyeran, no significa que se hubiera producido ni muerte ni resurrección
ninguna, porque todo hombre es únicamente espíritu y jamás muere ni resucita,
y con mayor razón el Hijo de Dios. Vuelvo a recordarte sus últimas palabras
en la cruz: “En verdad te digo que hoy
mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lc
23,43). Todo hombre es únicamente espíritu y jamás muere ni resucita. Que
Jesús aceptase el sufrimiento temporal de la cruz para redimir al hombre y
levantase luego su cuerpo del sepulcro, no pasa de ser solamente una prueba
de eternidad para la fe de los hombres. Pero es que ni siquiera interpretando la
Escritura al pie de la letra se deduce, en este caso de la aparición carnal
de Jesús a sus discípulos después de muerto en la cruz, lo que la Iglesia
deduce. Según San Juan, 20,19 y ss, “.......los discípulos tenían cerradas las
puertas del lugar donde se encontraban, pues tenían miedo a los judíos.
Entonces se presentó Jesús en medio de ellos..... les mostró las manos y el
costado....” Según este relato, al pie de la letra, hay dos hechos
ciertos: uno es que la aparición fue verdaderamente carnal, puesto que les
mostró las heridas de las manos y del costado, y el otro es que se presentó
en medio de ellos estando las puertas cerradas. Resulta evidente que ambos
hechos se contradicen entre sí, porque los cuerpos materiales no pueden atravesar
muros ni puertas cerradas. De esta contradicción, sin embargo, no cabe
deducir que alguno de los dos hechos narrados no fuera cierto, puesto que
eran demasiados los que dieron testimonio de ello. Lo que cabe deducir es lo
siguiente, que nada tiene que ver con lo que interpreta la Iglesia: ·
Jesús, después de morir en la
cruz, se mostró como lo hacen todas las apariciones trascendentes, incluidas
las numerosas apariciones de María. Todas las apariciones se muestran en
cuerpo glorioso, es decir, en figura humana, pero intangible. Únicamente así
puede explicarse que apareciese de improviso donde no estaba y sin disponer
de entrada. ·
Sin embargo, una aparición
“sin carne ni hueso” nunca hubiera sido tomada por los discípulos como una
verdadera resurrección, sino como una visión, una alucinación. ·
Como ya he dejado explicado,
el concepto resurrección, según la cultura judía de ese tiempo, estaba
mediatizado por la vuelta de la vida personal al mismo cuerpo en el que antes
se había vivido. El soporte “cuerpo” era absolutamente imprescindible. ·
Jesús, a efectos de
demostrarles que, conforme a sus creencias, era el mismo del sepulcro, sólo
a esos efectos, recuperó la forma carnal cuando ya estaba con ellos,
dentro de la estancia, como único medio de testificar su vuelta a la vida,
ofreciendo las llagas a los dedos de Tomás. ·
Pero esa aparente materialidad
carnal constituye la excepción, no la regla (esta es la clave). Porque
todo lo que se narra después de la crucifixión (como esto de aparecer estando
las puertas cerradas, la ingravidez física de la ascensión a los cielos, etc) evidencia que su aparición fue como todas las demás
apariciones sobrenaturales, es decir, en forma gloriosa, inmaterial. ·
La conclusión final a la que
quiero llegar es ésta: Jesús, después de sepultado su cuerpo, lo levantó de
la tumba en forma gloriosa (ver apartado “Sabana Santa”) y lo mostró en
determinados momentos en forma carnal únicamente como prueba y con el fin de
que creyeran; lo cual ha de entenderse como una excepción, nunca con la
interpretación sobreabundante y disparatada de que lo resucitó de forma
carnal y para siempre, que es la que mantiene la doctrina oficial; como asímismo la creencia de que también nuestros cuerpos
resucitarán. Gracias a Dios, la miseria conocida como “carne” no resucita, ni
falta que hace. Es cierto que Jesús levantó del sepulcro a
Lázaro en carne y hueso y que, con mayor motivo, podría haber levantado su
propia carne del sepulcro, por supuesto, pero ahí está la Sábana que envolvió
su cuerpo para testimoniar que no fue así, como verás enseguida. A Lázaro lo
resucitó en carne y hueso, pero sólo de forma provisional, porque es obvio
que a Lázaro le llegó, algún tiempo después, su hora definitiva y no sigue
vivo hoy. Deducir de lo narrado en los Evangelios que en la eternidad se
produce la resurrección carnal de todos los salvados, como sigue diciendo hoy
la Iglesia en el credo, es ridículo. En la eternidad no hay “carne resucitada”, ni siquiera “carne
gloriosa”, porque no es un “lugar”, hecho de espacio, donde puedan habitar
formas corporales. En la eternidad sólo existen almas, lo único creado por el
Padre. El sepulcro Si lees a los cuatro evangelistas, uno detrás
de otro, en cuanto a los hechos ocurridos en la tumba de Jesús en la
madrugada del domingo, nunca llegarás a saber qué fue en concreto lo que
sucedió. El fondo es uno solo: que Jesús había resucitado y su cuerpo ya no
estaba allí; pero las versiones difieren en tantos extremos que un lector
imparcial, por poco escéptico que sea, quedará convencido de que ese episodio
jamás ocurrió realmente. Se pueden admitir diferencias en los testimonios,
incluso constituyen prueba de veracidad cuando son mínimas y en detalles no
esenciales, porque eso acredita las pequeñas diferencias subjetivas de los
testigos, pero nunca tantas y tan dispares. Esto constituye una prueba más
del exasperante confusionismo que reina entre los evangelistas, que dejaron
memoria del paso de Jesús por el mundo, pero visto a través de cristales
demasiado turbios y desenfocados. -
Las mujeres que fueron al
sepulcro esa madrugada fueron: María Magdalena (Juan); María Magdalena y la
“otra María” (Mateo); María Magdalena, María la de Santiago y Salomé
(Marcos); María Magdalena, María la de Santiago, Juana y otras (Lucas). -
El sepulcro estaba cerrado
(Mateo); el sepulcro estaba abierto (Marcos, Lucas y Juan) -
El ángel era uno (Mateo y
Marcos); eran dos (Lucas y Juan) Y de este tenor todo lo que se
relata. Estudio aparte merece la narración que hace de estos hechos Juan,
testigo directo de los mismos, junto con Pedro. Dice que, avisados por María
Magdalena, fueron al sepulcro, y ofrece una serie de datos sobre los lienzos
mortuorios que no están en los otros textos y que merecen mayor credibilidad.
Enseguida entraré en el análisis de estos datos. De momento y para comprender
su alcance, es preciso saber que, en aquella cultura, los cuerpos eran
sepultados dentro de una sábana de más de cuatro metros de larga por más de
uno de ancha, que envolvía el cuerpo por detrás desde los pies a la cabeza y
daba vuelta, por delante, en sentido contrario, desde la cabeza hasta los
pies, y que quedaba sujeta al cadáver por medio de unas tiras o fajas,
también de lienzo. El resultado, por tanto, era el de un volumen cerrado en el que se apreciaba la forma corporal del muerto
(este dato es capital). También era costumbre envolver la cabeza en un
pequeño lienzo, llamado sudario. Dejando a un lado tantas
imprecisiones y contradicciones entre unos evangelistas y otros, el análisis
sobre los extremos en los que los cuatro coinciden conduce, al menos, a dos
conclusiones. 1. El sepulcro abierto. La primera conclusión se
refiere al hecho de que el sepulcro estuviese abierto (dando por buena la
versión de tres de los hagiógrafos, frente al cuarto, que dice que estaba cerrado).
De este dato solamente puede
deducirse la conclusión de que “alguien” lo abrió, pero alguien ajeno al
hecho estricto de la resurrección. Que estuviese apartada a un lado la piedra
que cerraba la entrada no puede atribuirse a la salida de Jesús, porque dicho
supuesto carecería de lógica. Para el Jesús vencedor de la muerte, capaz de
resucitar del sepulcro, que es un hecho bastante más “difícil”, no puede ser
que una piedra, cerrando la entrada, sea ningún inconveniente para salir de
dicho lugar sin tocarla. Pero es que, además,
este razonamiento queda avalado por los sucesos de los días
siguientes. El mismo Jesús resucitado que fue capaz de atravesar los muros o
la puerta cerrada del lugar donde estaban los discípulos encerrados un día
después (Jn 20,19-23), no es posible que fuese
incapaz de atravesar la piedra de la puerta del sepulcro. Resulta obvio que
Jesús, si fue capaz de resucitar, fue también capaz de salir sin remover ese
obstáculo. Si estaba removido, por tanto, es prueba de que alguien lo
removió. La única explicación aceptable
que figura en los textos sobre este hecho es la que da Mateo (28 1-6), según
la cual, quien removió la piedra de la entrada fue el ángel al llegar las
mujeres, con el fin de que pudieran comprobar que el cuerpo de Jesús ya no
estaba porque había resucitado. Esta exposición es plenamente coherente. En
las versiones de los otros evangelistas, cuando ellas llegaron el ángel ya
estaba dentro y la piedra removida, lo cual no es creíble porque carece de
finalidad (Mc 16, 1-2). ¿Para qué habrían de
remover la piedra de la entrada ni Jesús, al resucitar, ni el ángel, al
entrar, si para ninguno de los dos era un obstáculo? Como la conclusión inapelable
a que hemos llegado es que alguien abrió la tumba, o se acepta la versión de
Mateo (la abrió el ángel con el fin de que las mujeres comprobasen que había
resucitado) o alguien había estado ya en el sepulcro antes de que llegasen
las mujeres. Si esto último fuese cierto, ¿con qué fin? Imposible saberlo.
Desde luego esto no acreditaría que el cuerpo fuese robado, no acreditaría
nada, caben multitud de explicaciones. Quien tiene poder para resucitar no necesita abrir la puerta del
sepulcro para salir. Alguien la abrió. Probablemente el Ángel que cita Mateo. 2. Situación de los lienzos. La segunda conclusión es sobre
cómo encontraron la sábana y el sudario, según el relato de Juan, que es el
único que lo describe como testigo directo. Con la imprecisión habitual
(depende de la Biblia que leas), se dice que la sábana que había envuelto el
cuerpo de Jesús estaba “extendida”, “tumbada”, “caída en el suelo”, y que el
sudario de la cabeza estaba aparte y “plegado” o “enrollado”. A la luz de las
dos hipótesis posibles, resurrección o robo del cuerpo, el significado de
estos datos es: 2.1 Puestos a suponer que
alguien hubiera robado el cuerpo de Jesús (concretamente sus discípulos,
según la sospecha judía), este dato aportado por Juan lo desmiente por
completo. Carece de sentido que quienes roban un cadáver se entretengan en
quitarle la mortaja y se lleven el cuerpo desnudo, nadie lo haría así, no
tiene finalidad lógica ninguna. Ni siquiera cabe pensar que quisieran
cerciorarse de que aquél era el cuerpo de Jesús, porque, aparte de consistir
en una desconfianza absurda (sólo habían transcurrido unas horas), es que, ni
aun así, cabe suponer que nadie se entretuviese en quitar la mortaja entera
al cadáver, bastaría con haberle descubierto la cabeza, por uno de los
costados de la sábana, para comprobar que efectivamente seguía siendo el Maestro. 2.2 Por el contrario, en el caso de una
resurrección, este abandono de los lienzos mortuorios no sólo es explicable,
sino absolutamente adecuado. El resucitado es obvio que no iba a salir de la
tumba al exterior envuelto en una mortaja que le cubría incluso el rostro,
carece de sentido. 2.3 Pero los detalles de que el sudario
estuviese plegado en un sitio y los lienzos por el suelo, resultan
inverosímiles. Quien tiene poder para resucitar, que es lo extraordinario,
tiene poder para salir de su mortaja sin necesidad de tocarla para nada, y
resulta de todo punto increíble, además, que se entretenga en plegar el
sudario y colocarlo aparte. 2.4 Todo este laberinto sin lógica depende del
significado que se le dé al término griego keimena. Parece ser (yo no soy
lingüista) que el significado de este vocablo, utilizado para describir cómo
estaban los lienzos, no es ni “por el suelo” ni “caídos” ni “tumbados”, como
siempre se nos ha dicho, sino que su traducción exacta es desinflados. Con esto, los hechos
acaban de dar un giro copernicano, acaban de despejarse todas las dudas. Como
antes dije, si el cuerpo de Cristo resucitó no necesitó tocar siquiera los
lienzos que le envolvían, lo cual concuerda plenamente con el significado desinflados del término griego keimena. “Desinflados” es el estado normal de
unos lienzos en los que el cuerpo que contenían ha desaparecido
milagrosamente. Esta constituye la prueba clave de la resurrección del cuerpo
de Jesús que antes te anuncié, prueba que quedará luego reforzada al estudiar
la Sábana. 2.5 Ahora es cuando cobran sentido esas
palabras de Juan “vio y creyó” que
figuran en el Evangelio y a las que antes me referí (Jn 20,5-6-7). Ver, al entrar en la tumba, los
lienzos por el suelo no hubiera sido nunca prueba lógica de una resurrección,
sino de una manipulación del cadáver. Y en el supuesto del hecho sobrenatural
de la vuelta a la vida de un muerto, esto se contradice con el hecho de
incorporarse del sepulcro con la mortaja puesta y tener que quitársela el
propio resucitado, que sería lo deducible de haberla encontrado por el suelo.
Sin embargo, ver la mortaja en su sitio y desinflada sí es prueba inequívoca
de la desaparición sobrenatural del cuerpo. Estas palabras son clave porque
explican a la perfección la reacción de Juan: “Vio y creyó”, que puedes sustituir por “vio algo tan enormemente
testifical que no tuvo más remedio que creer”. 2.6 No obstante, el detalle del ”sudario
plegado en sitio aparte” sigue sin tener explicación posible en ninguno de
los sentidos que se busque, y es prueba, junto con los errores en la
traducción del término keimena,
del confusionismo reinante en los textos. La simple presencia de la sábana
mortuoria en el sepulcro es hecho suficiente para acreditar la resurrección,
pues, de haber sido robado el cuerpo, nadie se lo llevaría desnudo. El significado del término “keimena” constituye la clave. Los lienzos estaban
“desinflados”, justamente lo que corresponde a un cuerpo que desaparece
milagrosamente de su interior por resurrección. La Sábana Santa Un caso aparte, por la polvareda que ha
levantado y por seguir envuelto en el misterio, es el de la Síndone (tejido de lino, en griego), Sábana en la que
aparecen las huellas de un cuerpo a escala natural y que, según la tradición,
corresponde a la imagen de Cristo por ser la que envolvió su cuerpo en la
sepultura, de la cual acabo de hablarte. Como sabes, según el relato
evangélico, fue comprada por José de Arimatea y
usada como mortaja. Pero, a partir de ese momento, el periplo histórico de
esta reliquia es verdaderamente inusitado. Hay constancia de su existencia en
Turquía, en el siglo X, por el sermón de Gregorio Refendario
al ser recibida en Constantinopla (sermón aparecido en el archivo Vaticano y traducido en 2004), así como por el
testimonio del cruzado Robert de Clari, en el XIII, que dijo era
expuesta para el culto de los fieles. Parece que desde el saqueo de
Constantinopla hasta la desaparición de los Templarios, en el XIV, fue custodiada por los Caballeros de dicha Orden. A
continuación se inició un auténtico peregrinaje por Francia y algunas
ciudades europeas. Un suceso
que más tarde traería sus consecuencias, a la hora de identificar el lienzo,
fue el incendio sufrido en 1532. Una gota de plata fundida del relicario
donde se guardaba le dejó una marca simétrica repartida entre las capas de la
tela doblada, daño que, al ser reparado por las monjas clarisas,
así como también la acción del humo y la acción del agua utilizada en el
incendio, dejarían sus huellas y contaminaciones a la hora de realizar las
recientes pruebas del carbono 14. Especial significación tiene el hecho de
que, para estas pruebas radiométricas, fuera
elegida una zona del tejido que había sido reparada siglos más tarde con
hilos nuevos. En 1578, el
sudario quedó definitivamente en la ciudad de Turín, donde sigue venerándose.
Pero no fue hasta 1898 cuando cobró la actualidad que no ha dejado de
protagonizar hasta hoy. En el origen de esto, un hecho fortuito: al revelar
unas fotografías hechas a la reliquia, el autor, Secondo
Pía, se encontró con la inexplicable sorpresa de que los “negativos”
obtenidos no eran realmente negativos, sino positivos, lo que convertía a la
imagen de la Sábana en un inesperado y auténtico negativo fotográfico,
misterio sin resolver hasta la fecha, incapacidad que, teniendo en cuenta la
omnipotencia de la ciencia, constituye la primera prueba sobre el carácter
excepcional y milagroso del caso. Pero hay un segundo detalle que luego
resultará capital para deducir la autenticidad de la Sábana y de la
resurrección del cuerpo que contuvo, es éste: la imagen, que en la Sábana
aparece débilmente, en la fotografía de Secondo Pía
(y en todas las fotografías posteriores, que han sido muchas) resplandece con
una nitidez y un realismo fuera de lo común. Este dato resultará clave En 1988 la Santa Sede permitió lo que constituiría el
desencuentro final entre todos los seguidores de este problema, la
realización de las pruebas del Carbono 14. Se cortó una esquina del sudario
(con el negligente descuido de hacerlo en una zona que había sido reparada
siglos después) y se envió, en pequeños trozos, a los laboratorios de Oxford, Zurich
y Tucson, bajo la coordinación del British Museum de Londres. Los
resultados de dichos análisis coincidieron en datar la confección del lienzo
entre los siglos XIII y XIV,
con lo que, aparentemente, se ponía punto final al problema a favor de los
descreídos, que han mantenido siempre la falsedad de la reliquia. Pero nada
más lejos de la realidad. La ausencia de rigor científico en la prueba no
consiguió sino atizar la controversia. Los argumentos de los detractores del
resultado científico obtenido por las pruebas del Carbono 14 y, por tanto,
defensores de la autenticidad de la reliquia, se centran en estos tres
extremos: 1. Las pruebas radiométricas,
para ser fiables, han de realizarse sobre objetos recién desenterrados,
porque solamente así quedan libres de toda manipulación y contaminación de
tiempos posteriores al suyo, condición que en absoluto se cumple en este
caso. No solamente el lienzo ha sido manipulado durante siglos, sino que
además ha sufrido la determinante contaminación del humo de un incendio, del
agua utilizada en la sofocación del mismo y, en todo caso, de las labores de
reparación de dichos desperfectos con aportación de materiales nuevos. En
este sentido, se cometió el error increíble de cortar para el examen radiométrico un trozo en el que se habían hecho
restauraciones posteriores. Todos estos factores acumulan en el lienzo una
serie de datos que desvían los resultados del C-14 y los convierten en nada
creíbles. 2.
Se produce, además, la sospechosa coincidencia de que la fecha
estimada en la prueba radiométrica (entre los
siglos XIII y XIV)
coincide más bien con la media del tiempo que la sábana estuvo expuesta a
todos estos factores contaminantes, es decir, los catorce siglos que median
entre el V (antes del V estuvo oculta) y el XIX
(desde el XIX se mantiene protegida) Parece
confirmarse, por tanto, que los trabajos han detectado
mayormente la antigüedad de la contaminación recibida y de los nuevos
materiales aportados a lo largo de tantos siglos, no la antigüedad de
fabricación del lienzo. 3.
Como ejemplos de otros fallos
escandalosos del C-14 que desacreditan la fiabilidad de este tipo de pruebas,
se cuenta con algunos casos notorios: -
En 1970, cuando se dataron los
huesos de una momia del Museo Británico, resultó ser dicha momia (según el
C-14) unos 800 años anterior a su propia mortaja. -
En un pantano de Lindow Moss, en Cheshire, se halló el cráneo de una mujer que el C-14
dató como del siglo IV, y que luego la policía
identificó como perteneciente a Malika Rein-Bart, desparecida y
asesinada por su marido en 1960. El interés de unos y otros en demostrar
la autenticidad o la falsedad de la reliquia ha conducido a toda clase de
trabajos sobre la misma, trabajos científicos que nunca han conseguido una
conclusión válida sobre la formación de la imagen, lo cual constituye en sí
mismo un dato valioso, a saber: la explicación a la imagen de la Sábana Santa
resulta inútil buscarla por medios puramente físico-químicos. Dicho de otro
modo, se trata de un fenómeno singular que escapa a las leyes naturales. Las
diferentes tesis mantenidas en contra de la autenticidad y finalmente
desacreditadas, una por una, han sido principalmente éstas: ·
Pintura.- En 1979, Walter McCrone, miembro del equipo científico Sturp, publicó en revistas científicas que la imagen
estaba compuesta por miles de millones de pigmentos de menos de una micra,
mezcla de rojo, ocre y bermellón; es decir, se trataba de una imagen pintada.
Pero ni el prestigioso químico Raymond Rogers, de la Universidad de California, ni el experto Joe Kohlbeck de la Hércules Corp, pudieron hallar, con el microscopio de luz
polarizada, los pigmentos de óxido de hierro que Walter McCrone
pretendía. En 1990, una periodista, María Consolata
Corti, publicó un artículo en el que sostenía, de
forma tan gratuita como descabellada, que la imagen de la Sábana Santa no era
otra cosa que una pintura del genio medieval Leonardo da Vinci,
en la cual dejó plasmado su propio autorretrato. El detalle que olvidó (o
mejor ignoró) esta periodista es que Leonardo nació en 1452, y de la Síndone se tiene constancia de su existencia desde 1353,
cien años antes. ·
Máscara solar (teoría de la sombra).- En marzo de 2005, Nathan
Wilson, profesor del Nuevo Instituto de San Andrés, publicó en la revista Libros
y Cultura que había fabricado una imagen similar a la de la Sábana
exponiendo lino negro al sol, durante diez días, bajo una lámina de cristal
sobre la que se había pintado una máscara del positivo. Este método tan
rudimentario parte además de la hipótesis, no probada, de que en el Medievo pudiera disponerse de un cristal lo
suficientemente grande y bien acabado para crear una imagen de esa perfección
y dimensiones. ·
Color de las manchas de
sangre.- En la sábana se observan manchas rojas que asemejan sangre, y
esto ha sido utilizado para mantener la tesis de la falsificación, porque la
sangre se degrada en poco tiempo hasta adquirir un tono parduzco,
mientras que las del lienzo abarcan del rojo puro al pardo habitual. Sin
embargo, cuando las manchas no son de sangre propiamente, sino de los
exudados de los coágulos de sangre, están compuestas por bilirrubina y
hemoglobina oxidada, las cuales permanecen siempre rojas. Y efectivamente, Adler y John Heller hallaron bilirrubina y albúmina en las manchas, lo
cual justifica que permanezcan de color rojo. Por el contrario, las pruebas aportadas por los defensores de la
autenticidad de la Síndone han sido principalmente
éstas: ·
La imagen no existe donde hay manchas de sangre por contacto, lo
cual prueba que se formó más tarde que el sangrado. Constituye una prueba
concurrente al coincidir con la secuencia de los acontecimientos. ·
Granos de polen.- Los
investigadores Avinoam Danin
y Uri Baruch, de la
Universidad Hebrea de Jerusalén, descubrieron en las muestras de la Sábana
granos de polen de especies primaverales de Palestina, lo cual contradice la
teoría de una posible falsificación medieval en occidente. Pero tampoco este
dato a favor de la autenticidad de la Sábana es aceptable, porque las
muestras fueron facilitadas por Max Frei, criminólogo de la policía suiza desacreditado por
sus prácticas irregulares.
·
Estudio textil.- Está a favor
de los defensores de la autenticidad de la reliquia el estudio realizado por
la experta en textiles Flury-Lemberg.
Según su examen, “la tela de lino del Sudario de Turín no exhibe técnicas de
tejido ni costuras que contradigan su origen como producto de los obreros
textiles del siglo primero”. Y según Gilbert Raes,
del Instituto Ghent de tecnología textil, de
Bélgica, el diseño sirio del tejido es el propio de aquella época y lugar. ·
Técnica de la
crucifixión.- Es ésta, sin duda, la más contundente de las pruebas aducidas a
favor de la autenticidad de la reliquia. Aunque la Biblia dice que Jesús fue
clavado por las palmas de las manos, y así lo ha difundido todo el arte
medieval, lo cierto es que se ha demostrado que dicha afirmación no es
cierta, puesto que la técnica de crucifixión de aquel tiempo y cultura no era
por las palmas, sino por las muñecas. Esto está además avalado por estudios
científicos modernos, que han demostrado que las
perforaciones por las palmas se desgarrarían por no ser capaces, los huesos
metacarpianos, de soportar el peso de un cuerpo humano. El valor de este dato
de haber efectuado la crucifixión por las muñecas, que es como aparece en la Síndone, precisamente en contra de la Escritura y de la
tradición, constituye un aval de autenticidad difícil de discutir y, sobre
todo, una prueba irrefutable contra la tesis de que se trata de una
falsificación realizada en el Medievo, puesto que
en ese tiempo se desconocía esta técnica de crucifixión antigua.
·
Oxidación por radiación.-
Quizás el experimento científico más interesante lo ha llevado a cabo el especialista en medicina nuclear
Jean Baptiste Rinaudo, en
1992, que ha conseguido producir, mediante radiación, huellas similares en
tela de lino. El efecto principal producido sobre la tela ha sido éste: - El desprendimiento de energía oxida las
fibras superficiales de los hilos del lino, produciendo una imagen en
negativo (más oscura cuanto más cercana a la masa), que al fotografiarla sale
en positivo, es decir, un efecto idéntico al producido en la Síndone. - Sin embargo, esta
hipótesis de que la imagen se formó por radiación del cuerpo de Cristo en el momento de
la resurrección no es válida. El fenómeno de radiación se produce de forma
radial, es decir, en todos los sentidos por igual, por lo cual la imagen
aparecería también en los costados de la sábana y, además, la imagen se
distorsionaría al extender la Sábana sobre una superficie plana, extremos que
no se cumplen. Conclusiones finales: ·
La prueba del C-14 sobre la antigüedad del lienzo está ampliamente
desacreditada por parte de los propios científicos. ·
La ciencia no es capaz de explicar por qué la Sábana, al ser
fotografiada, arroja una imagen directamente en positivo, en vez de un
negativo. Dicho de otra manera, la imagen constituye, en sí misma, un
negativo fotográfico, hecho tampoco explicado por la ciencia. ·
El positivo obtenido al fotografiarla presenta un realismo, nitidez
y perfección que sobrepasan en mucho los correspondientes a la
imagen-negativo de la Sábana. ·
La ciencia no es capaz de explicar el origen de la imagen por ninguno
de las técnicas conocidas: pintura, estampado, vaporigrafía,
por relieve de bronce calentado, etc. Únicamente por radiación pueden
obtenerse imágenes similares. ·
Si la ciencia moderna no es capaz de producir imágenes parecidas por
ninguno de los medios conocidos, salvo por el de la radiación, resulta
imposible que ningún genio de la Edad Media fuese capaz de hacerlo, lo que
elimina absolutamente la posibilidad de que la Síndone
se trate de una falsificación de dicha época, a pesar de la datación del Carbono
14. ·
La conclusión final es sólo una: la Sábana Santa presenta unas serie
de singularidades que la convierten en un hecho sobrenatural y único fuera
del alcance de la ciencia. Esta manifiesta impotencia de la
ciencia en algo que teóricamente debería serle fácil desentrañar constituye,
ya en sí misma, prueba categórica sobre la autenticidad de la Síndone. El repetido fracaso científico en este asunto
acredita, de hecho, que se trata de una imagen singular e inexplicable, es
decir, no debida a ninguna falsificación por ninguno de los métodos
fraudulentos que acabo de enumerar más arriba. Pues bien, una vez llegados a
este punto de la autenticidad de la Síndone como
objeto, hago recaer la atención en un detalle del que nadie habla (yo, al
menos, no he encontrado ninguna referencia) y que resulta ser del todo
determinante. En la propia imagen del cuerpo depositado en la Síndone aparece la prueba definitiva de que el mismo
“desapareció” por resurrección y no por ninguna otra causa, un único detalle tan simple y tan abrumador que constituye, por sí
solo, prueba definitiva de la resurrección del cuerpo que estuvo envuelto en
esa sábana. La explicación es ésta: 1.
Una vez aceptada la Sábana como mortaja auténtica
de un cuerpo humano que había sido martirizado, y puesto que en la misma
todos los rastros anatómicos y biológicos (figura, lesiones, sangre, etc…) aparecen con exactitud y nitidez, este único
dato constituye prueba irrefragable de que el cuerpo que estuvo envuelto en
su interior no efectuó movimiento ninguno, porque de haberlo
efectuado, la imagen no sería nítida, presentaría distorsiones, difuminaciones y borrosidades. Los exudados y sangrados
de un cuerpo que se mueve o es movido, deja en la mortaja las borrosidades
propias de tal movimiento. Ni se movió por sí mismo en el interior de la
Sábana (posible estado vital y posible salida de la mortaja por sí mismo) ni
fue movido por nadie desde fuera (posible robo y traslado del cadáver). Una
vez depositado dentro de la sábana, reposó incólume en la más absoluta paz,
única causa posible por la que dejó la imagen tan nítida y perfecta que dejó.
2.
Si nos consta que no hubo
movimiento ninguno, ni causado desde dentro ni causado desde fuera, pero el
cuerpo ya no estaba luego dentro de la Sábana en la que había sido envuelto,
sólo existe una posibilidad, una única posibilidad, y es ésta: el cuerpo
contenido en su interior desapareció, simplemente eso, desapareció de
su interior sin salir por sí mismo ni ser sacado por nadie, desapareció de
forma inexplicable para la ciencia física. ¿Qué más prueba? Esa mortaja suministra la prueba objetiva del hecho
cumbre del cristianismo, la resurrección material del cuerpo que había en su
interior, coincidiendo plenamente con el significado del
término “keimena” que aparece en la Escritura, cuyo significado exacto es que la
Sábana estaba desinflada, no
“enrollada”. La nitidez de la
imagen de la Sábana acredita que no se produjo movimiento ninguno, ni desde
dentro ni desde fuera. El cuerpo al que envolvía, por tanto, ni salió por sí
mismo en el caso de hallarse aún con vida, ni fue sacado por nadie en el caso
de ser robado; simplemente desapareció de su interior y por eso la
Sábana quedó “desinflada”. Según los lingüistas, esto es lo que significa el
término griego “keimena” que aparece en el original
de la Escritura. Las apariciones Obviamente, la más determinante de las
pruebas de la resurrección de Jesús está en el testimonio que de ello dieron
todos sus discípulos, y basado no en una sola aparición, sino en varias. El
argumento aducido por quienes niegan valor a este testimonio, fundándolo en
el hecho de que se trata de un testimonio de parte interesada, y por tanto
poco creíble, carece de lógica porque, de ser así, estos interesados testigos
nunca hubieran adornado su falsedad con nada que pudiera menoscabarla. Y sin
embargo, ahí está en la Escritura el desaliento y desengaño de aquellos
hombres ante el hecho de la muerte de quien estimaban el Mesías, y con ello
el fin de todas sus ilusiones. Quien urde un plan no facilita argumentos en
contra. Su testimonio no es el de unos hombres que, desengañados, roban el
cadáver y urden una colosal falsedad para enmascarar su desengaño; todo lo
contrario, es el testimonio de quienes, derrumbados y entristecidos, ya no
creían en nada. Por este tipo de detalles tan honestos es por lo que los
Evangelios transpiran verosimilitud en el fondo de lo narrado, a pesar del
desconcierto que reina, a veces, en lo escrito en sus páginas. Es un claro ejemplo de esto lo narrado
por los dos discípulos que iban de camino a Emaús (Lc 24, 13-35). Quienes testificaron que iban dudando
de la divinidad de Jesús por su muerte, no puede ser que, acto seguido, se
pongan de acuerdo para asegurar lo contrario, que había resucitado. En este pasaje de Emaús la honestidad
es doble. No solamente iban hablando de la decepción por la muerte del que
consideraban el Mesías, sino que además añadieron que en el caminante que se
les unió no reconocieron a Jesús hasta el momento final, cuando procedió a
partir el pan y dárselo. Mayor honestidad imposible, porque, puestos a
inventar ese episodio, su conversación habría sido la contraria, la de su
seguridad en que el Maestro resucitaría porque eso era lo correcto y
oportuno; como igualmente habrían dicho que el caminante que se les unió era,
sin lugar a dudas y desde el primer momento, el Maestro. Nadie adorna una
falsedad con datos absurdos y contrarios a lo que se pretende. Como es sabido, el texto evangélico se basa en varias fuentes,
unas solamente transmitidas y conservadas oralmente y otras vertidas en
documentos escritos. Pero, remontándonos a los orígenes, todo ese caudal se
asemeja a un embudo invertido, en el cual toda la información que cae copiosa
en los textos arranca de un estrecho cuello, el del testimonio de quienes
vivieron con Jesús, sus discípulos. En el pasaje de Emaús
fueron solamente dos, por lo que cabe argumentar que es fácil que dos se
pongan de acuerdo para inventar fantasías con un fin determinado, en este
caso el de salvar la autenticidad de quien les había adoctrinado y luego
había acabado ajusticiado en una cruz. Pero de las varias apariciones de
Jesús después de sepultado, no son dos, son todos los discípulos quienes dan
fe (Mt 28, 16-20; Mc 16,
14-19; Lc 24, 36-53; Jn
20, 19-29 y 21, 1-24). A pesar de tanto testimonio de Jesús vivo, después de muerto,
quizás no lo tengas tan seguro y en tu corazón florezca la duda, porque es
cierto que no existe testimonio de persona que sea capaz de no dejar, en
quien lo escucha, un margen para la sospecha y la duda. Tanto es así que,
incluso lo vivido personalmente, se oscurece con el paso del tiempo y puede
llegar a parecer en la memoria un simple ensueño. Todo esto es cierto…. sobre
todo cuando el corazón se cierra de antemano a lo trascendente. Y este es el
caso de la infinita maldad de quienes, desde la otra trinchera, urden falsas
historias sobre Jesús, como la de una vergonzosa relación carnal con María de
Magdala, con el fin de bajarle de la cruz y de la
Redención y presentarlo como un hombre cualquiera. Y a esto es a lo que voy a
referirme en el apartado siguiente. El milagro inverso Entre estas patrañas urdidas para deshonrar la memoria de Jesús
de Nazaret, el Mesías, el Hijo de Dios, por el
socorrido método de presentarle como un hombre de tantos, que ni murió en la
cruz ni redimió al mundo, sino que siguió viviendo y murió y fue enterrado
como otro cualquiera, entre estas patrañas, decía, hay dos recientes que
merecen un apartado. La segunda, la más llamativa e increíble, es la que ha
dado pie para este título, El milagro
inverso. Pero primero voy a referirme brevemente a la otra, a la más
burda e intrascendente de estas dos maniobras. En el 2002 corrió como la pólvora la noticia de haber sido
descubierta la tumba de Santiago, el llamado en los propios Evangelios
“hermano de Jesús”. Ya sabes que dicha expresión tenía entre los judíos de
entonces un sentido mucho más amplio del actual, en la misma medida en que el
sentido de familia era mucho más íntimo y vinculante que ahora, de tal modo
que “hermano” era habitual usarlo para designar a los primos y otros
parientes. Por otra parte, en ninguna sitio consta que Jesús no tuviera
hermanos de padre, es decir, hermanastros de uniones anteriores de José, lo
cual no empaña la virginidad de su madre, María. Pero es que, en todo caso,
no hay fundamento ninguno para atribuir a Jesús la existencia de hermano
ninguno, por lo que voy a contarte. Los judíos tenían costumbre de excavar tumbas de tipo familiar,
en las que depositaban los cuerpos hasta la descomposición y desaparición de
las partes blandas. Una vez reducido el cadáver a la parte ósea, ésta era
encerrada en un cofre de pequeñas dimensiones (50 cmts),
se tallaba en la piedra una referencia al difunto y se trasladaba al fondo de
la tumba, junto a los osarios de anteriores miembros fallecidos. En esta
triste historia que nos ocupa, el “hallazgo” consiste en un cofre en el que
se lee la inscripción, en arameo, “Santiago, hijo de José, hermano de Jesús”.
Así presentado, el caso no significa absolutamente nada, porque Santiago,
José y Jesús eran los tres nombres más habituales entre los judíos de aquella
época, de modo que existen cientos de osarios en los que figuran esos mismos
nombres. La única forma de poder atribuírselo a la familia de José, el
carpintero de Nazaret, habría sido la referencia a
la tumba familiar en la que había sido hallado el osario, cosa que se
desconoce o ha sido ocultada deliberadamente. La Agencia Israelita de las Antigüedades, sospechando el fraude
de este pretendido descubrimiento, encargó a una comisión de expertos el
estudio del caso, y el resultado fue el que tenía que ser: el osario era
auténtico, pero la inscripción primitiva había sido retocada con partes
cursivas en las que la Comisión descubrió que faltaba la pátina original
causada por el tiempo, la cual había sido imitada con procedimientos de
envejecimiento artificial. En definitiva, un fraude intencionado. Y en todo
caso, un tal
Santiago, entre los miles de judíos llamados Santiago, que coincidió en tener
por padre a un tal José, entre los miles de judíos llamados José, y por
hermano a un tal Jesús, entre los miles de judíos llamados Jesús, ni es
noticia ni nada puede probar. La segunda historia de este tipo es la que ya te he anunciado
como la más pintoresca y ridícula, tanto que me ha sugerido este título El milagro inverso, porque si
milagrosa fue la resurrección de Jesús después de muerto, no menos milagrosa
sería su pretendida supervivencia, a pesar de tan terrible martirio. Esta
fiebre milagrosa, pero al revés, de quienes fabulan con una supuesta vida
posterior de Jesús después de resistir la espantosa tragedia del Calvario,
resulta tan inaudita, tan delirantemente inaudita que, por fortuna, no echa
raíces. Negar el carácter milagroso de la resurrección de Jesús y, sin embargo,
suponer lo que aún es mucho más milagroso, a saber: que resistió la prueba y
decidió llevar una segunda vida tan misteriosa como opuesta a la primera,
pertenece realmente al género novelesco, quizás bajo el título que mejor le
cuadra: El milagro inverso Te parecerá increíble por disparatado, pero tesis en contra del
fallecimiento de Jesús en la cruz ha habido varias y de todos los tipos. La
mayoría son simples patrañas ateístas, pero también las hay
“bienintencionadas”. A partir del siglo XVIII, el Siglo de las luces, el siglo del
racionalismo, algunos intelectuales como Dios manda, aunque aceptando la
historia del Nazareno, se han negado a aceptar el hecho cumbre, el de la
resurrección del cuerpo de un muerto en la tumba, y se han esforzado (nunca
mejor empleado este vocablo) en fabricar razonamientos pseudocientíficos
en pos de explicar el suceso como un simple estado de shock
o de coma, de muerte aparente, del cual se recuperaría luego el crucificado
con los cuidados y la complicidad inevitable de algunas personas. ¿Quiénes
serían estas personas, estos cómplices de hecho tan notorio? Estarás pensando que, sin duda, estos cómplices encubridores
serían sus propios seguidores, los discípulos. Es lo lógico. Pues no. Hasta
ahí llega el absurdo entramado pseudocientífico.
Según el señor Miguel Lorente, que es doctor en medicina y cirugía, médico
forense, profesor de medicina legal en
la Universidad de Granada y no sé cuántas cosas más, esa serie de adeptos que
llevaron a efecto la tarea de ocultar, cuidar y sanar el cuerpo de Jesús,
después de la crucifixión, fueron los del “Grupo de José de Arimatea”, grupo inventado ad hoc
para poder dar cobertura a su rocambolesca tesis. Adjudicar a los propios
apóstoles esa tarea, en contra de cuanto se dice en los Evangelios,
resultaría demasiado increíble. Según el señor Lorente, todos los encuentros
con los discípulos que se narran a partir de la crucifixión no fueron los de
un Jesús muerto y resucitado, sino los de un Jesús vivo y convaleciente, al
parecer con una salud tan prodigiosa que, ya al día siguiente mismo de la
brutal crucifixión, estaba en condiciones físicas de hacerse el encontradizo
con sus seguidores (Emaús). Y esto lo dice nada
menos que un médico. Bajo la vitola de los que supongo bien ganados títulos
académicos, este señor, que lleva un tiempo hurgando en esa tonta patraña de
la supervivencia de Cristo a la crucifixión, retuerce las interpretaciones
médicas hasta hacerlas encajar con calzador en su obstinada pretensión,
consistente en que Cristo no murió en la cruz. Lo malo es que, como él mismo
reconoce, esta empecinada pretensión ya le fue rechazada en la Conferencia
Internacional de Ohio, en 2008, en la cual los demás científicos se opusieron
a sus increíbles planteamientos. Pero antes de entrar en ellos, es preciso
que conozcas algunos fenómenos esenciales sobre lo que ocurre con un cuerpo,
una vez que muere, según lo que el propio autor, el doctor Lorente, expone en
su libro, de donde lo tomo de forma resumida. 1) Rigor mortis.-
Inmediatamente después de la muerte de un cuerpo vivo se produce una flacidez
muscular y, consiguientemente, flacidez también de los miembros, que a las
dos horas aproximadamente se transforma en lo contrario, una contracción
violenta, conocida como rigidez
cadavérica, que alcanza su mayor grado a las veinticuatro horas y que
comienza a desaparecer al segundo día. 2)
Livor mortis.- Una vez producida la muerte y
debido a la ausencia de bombeo de la sangre por el corazón, esta se acumula,
por gravedad, en las partes más bajas del cuerpo (en las partes más bajas
según la postura en que se encuentre), apareciendo manchas rosáceas conocidas
como livideces cadavéricas. 3)
Algor mortis.-
Este concepto se refiere a la hipotermia o descenso de la temperatura del
cuerpo , una vez producida la muerte, y también comienza, como hora límite, a
partir de la segunda después del fallecimiento. 4)
Hemorragias.- La sangre perdida a través de heridas vitales coagula,
como todo el mundo sabe, con bastante facilidad; mientras que en las hemorragias
posmórtem, a partir de los treinta o sesenta
minutos de la muerte, la sangre es bastante líquida y no coagula. Si a la luz de estos datos experimentales (que el propio doctor
Lorente expone) se examina la imagen del cuerpo de Cristo en la Sábana Santa,
puede comprobarse que la coincidencia es absoluta. La imagen de la Sábana
reúne estos mismos datos: ·
La imagen presenta una ligera
flexión de las rodillas, como también flexión y rotación del pie izquierdo, e
igualmente una discreta flexión del cuello y del cuerpo en su mitad superior,
apareciendo ligeramente inclinado hacia delante, razones por las cuales la
imagen frontal es menor (1,95) que la dorsal (2,02). Evidentemente, estos datos de la imagen de la Sábana se
corresponden con la imagen de Jesús en la cruz: rodillas flexionadas, pie
izquierdo rotado y flexionado sobre el pie derecho, y cabeza y parte superior
del cuerpo ligeramente inclinados hacia delante. Y no hace falta ser muy
sagaz para deducir que esa copia exacta de la imagen de la Sábana se debe a
que el cuerpo de Cristo, cuando fue envuelto en ella, ya se hallaba en la
fase de rigor mortis y trasladó al lienzo todos los
detalles de su violenta muerte en la cruz. Si estás pensando que el estado de rigidez no se produce hasta la
segunda hora del fallecimiento, debes tener en cuenta que José de Arimatea se dirigió a Pilatos para pedirle el cuerpo,
Pilatos le concedió lo que pedía, José de Arimatea
y Nicodemo buscaron entonces todo lo necesario
(ropas, ungüentos…), se trasladaron al Calvario, presentaron a la Guardia la
autorización y procedieron a desclavarlo y bajarlo de la cruz. Después de
todo esto, parece racional deducir que el cuerpo de Cristo ya se hallaría en
estado de rigidez cadavérica al ser descolgado de la cruz, estado de rigidez
que conservaría durante las siguientes manipulaciones, excepción hecha de los
brazos, que fueron sin duda forzados hasta dejarlos en la posición en que
aparecen. A continuación transportaron el cuerpo hasta la tumba, donde
procedieron a asearlo, purificarlo con perfumes y depositarlo sobre la Sábana
Santa en esa posición rígida que ya tenía. ·
En la Síndone
se observan manchas de exudados producidos por los coágulos de sangre que se
corresponden con las heridas recibidas en vida (flagelación, coronación de espinas…),
y aparecen también manchas de sangre líquida posmórtem
(especialmente la herida de la lanza en el costado), que han traspasado la
tela, siendo de mayor tamaño y nitidez en la cara de contacto y menor en el
revés de la tela. Todo correcto, conforme al sentido común y conforme a los
conocimientos forenses. Pues bien, ahora presta atención a los razonamientos que el señor
Lorente hace para alejarse de la interpretación normal y también académica,
la que defiende cualquier compañero suyo de profesión, y justificar el estado
todavía “vital” del “difunto” (permítaseme el juego de conceptos), forzando
los hechos, las situaciones y las conclusiones médicas con tal de dar pábulo
a un pintoresco resultado: ·
Rebuscando, el señor Lorente,
entre las diversas posibilidades etiológicas de un aparente estado de muerte,
dentro de un cuadro de acusada violencia como el vivido por Jesús en la cruz,
ha hallado (siempre se halla algo, la realidad suele ser muy compleja) el
cuadro adecuado que buscaba y que se llama “hipocalcemia”,
es decir, pérdida importante y súbita de calcio debido al estado de shock, producido, a su vez, por un violento castigo
físico. En estos casos, la hipocalcemia produce un
cuadro de contractura muscular, un cuadro tetánico, que puede ser confundido
con el de la rigidez cadavérica. Los adictos a la tesis de la no muerte en el
Gólgota, entre ellos el señor Lorente, ya han encontrado el filón que
buscaban. ·
Además concurre una
circunstancia en la que reafirman su tesis: los brazos, en la imagen de la
Sábana, aparecen descansando sobre el cuerpo, es decir, forzados a abandonar
la posición en cruz original; lo cual, según ellos, es más fácil conseguir en
un cuadro de hipocalcemia (rigidez más débil) que
en uno de rigor mortis. Sin embargo, resulta evidente
que este dato del diferente grado de rigidez puede ser utilizado, con el
mismo derecho, en sentido contrario, a saber: si se tratase de hipocalcemia, la menor rigidez habría facilitado
rectificar todas las contracturas del cuerpo y de los miembros, no solamente
la de los brazos, de modo que el cuerpo de Cristo no presentaría anomalías
somáticas de ningún tipo. Este dato, por tanto, no vale, puesto que puede ser
usado tanto a favor como en contra del propio argumento que el señor Lorente
aduce. ·
Una vez solventado (según él)
este primer problema, el de la presunta rigidez cadavérica, el segundo era el
de poder explicar por qué las manchas de sangre de la Síndone
aparecen con mayor dimensión y nitidez en el lado de contacto con el cuerpo y
más débiles en el lado opuesto, el exterior, lo cual parece evidenciar que se
trata de sangrado posmórtem, es decir, de sangre
líquida que no coagula. Pero nada más fácil que poder solventar también esto
de la siguiente forma: si la propia Sábana también fue empapada en sustancias
balsámicas (suposición), estos aceites, por capilaridad, difunden la sangre
de una cara del tejido a la otra, a pesar de tratarse de sangre vital, no
líquida, puesto que Jesús, según ellos, no había muerto. ·
Otro dato sobre el que insiste
está referido a que en la imagen de la Sábana se aprecian los dedos de ambas
manos, pero no los pulgares, de lo cual deduce que se trata de la conocida en
medicina como “mano de comadrón”, consistente en una cierta flexión de la
palma y retracción del dedo pulgar, que queda escondido debajo de la misma,
efecto que es típico (dice el señor Lorente) en un cuadro de hipocalcemia. Sin embargo, los muchos científicos que han
estudiado este dato no lo atribuyen a esta rebuscada “mano de comadrón” de la
hipocalcemia del señor Lorente, lo atribuyen a la
inevitable lesión del nervio mediano por el clavo introducido en la muñeca,
lesión que produce la retracción del dedo pulgar bajo la palma de la mano, lo
cual el propio autor define como “mano del predicador”. ·
Pero el cenit de lo absurdo
sobreviene cuando, en un último y supremo intento de justificar el porqué de
la inclinación del cuerpo hacia delante, al margen de cualquier rigidez
muscular, el doctor forense y profesor de medicina legal de la Universidad de
Granada, don Miguel Lorente, argumenta, con la mayor naturalidad, que esa
impresión quedó en la Sábana porque “…. el cuerpo de Cristo, que por supuesto
estaba todavía con vida, fue depositado por sus cuidadores, los del consabido
y misterioso Grupo de Arimatea, sobre un lecho en
esa misma postura de una cierta inclinación hacia delante de la parte
superior, con el fin lógico de aliviar la dificultad respiratoria del
moribundo y practicarle toda clase de cuidados y atenciones” (este resumen
entrecomillado es mío por extracto de lo que se lee en su libro). No sé cuál pueda ser el impacto que semejante hipótesis te haya
causado al leerla. A mí, desde luego, un impacto definitivo. Cuesta indecible
trabajo aceptar que en el libro escrito por un científico se cuelen suposiciones
tan infundadas y estrafalarias. Es la primera vez que me cuentan que, al
observar que un supuesto cadáver aún tiene vida, se le vuelve a tapar otra
vez con la sábana mortuoria (¿?), se le traslada a un lecho con un cierto
grado de inclinación hacia delante en la parte superior y, sin prescindir de
la sábana, se le prodigan todo tipo de cuidados… pero siempre sin prescindir
de la sábana, puesto que, según el autor de esta historieta, la forma
inclinada de la imagen hacia delante en la sábana se debe a la forma
adquirida por el cuerpo, aún vivo, al depositarlo en una cama igualmente
inclinada, luego se le prodigaron los cuidados sin quitar la sábana que le
envolvía. Esta enternecedora y mágica escena no es de un cuento infantil,
puede ser leída en el libro del científico señor Lorente. Asegurar que en la
sábana que le envolvía se plasmó la imagen de Jesús flexionada, debido a la
posición inclinada hacia delante en que fue depositado en la cama para poder
atenderle, implica que todos esos cuidados que le fueron prodigados, acto
seguido, se efectuaron milagrosamente a través de la propia sábana,
porque si la hubieran retirado para poder atenderle, como es lo lógico y todo
el mundo hace, entonces ya no estaría su imagen en posición flexionada, sería
una imagen normal producida antes de ser depositado en la cama. Este
disparate tan pueril y de bulto constituye, quizás, el más elocuente de los
muchos que abundan en las “conclusiones académicas” de este buen señor. Todos los intentos
serios de negar la resurrección del cuerpo de Jesús fracasan. Pero los de
negar su muerte en el Gólgota no hace falta que fracasen, pertenecen al
género novelesco. --------------------------------------- Esta publicación está destinada
únicamente a interesados particulares. Prohibida la reproducción total ni
parcial por ningún medio. Todos los derechos reservados. © Gregorio Corrales. |
|