(Imagen tomada del reportaje “Salvador
Dalí”)
VI.-
Jesús de Nazaret (Última actualización: 20-04-2017)
La figura
humana más trascendente de la historia es, sin ningún género de dudas, la de
Jesús de Nazaret, conocido como el Cristo o
Jesucristo, y así lo avalan algunos caracteres que nunca han concurrido
juntos en ninguna otra figura histórica: - Haberse presentado como
el propio Dios hecho hombre, no como un iluminado más. - Haber instituido su
propio martirio como única salvación de todo lo creado. - Haber dado un vuelco en
el pensamiento del hombre, destruyendo los valores del mundo. - Haber situado el amor
como paradigma de la perfección. - Haber elevado el destino
del hombre a una vida personal eterna en el más allá. Se presentó a sí
mismo como la salvación hecha carne, cambió los valores del mundo y elevó el
destino del hombre a la eternidad. Jesucristo sigue siendo el centro de la
historia. Y sin
embargo, a pesar de constituir el quicio de la historia, la nebulosa que
rodea su figura es enorme, hasta el punto de que los problemas e
interpretaciones que plantea no afectan sólo a aquéllos que le rechazan y a
los científicos que le estudian, también a los propios creyentes y
seguidores. Para evidenciar este misterio, el misterio de Jesús, basta con
hacer un recorrido esquemático por algunas de la infinidad de posturas e
interpretaciones que se han adoptado alrededor de su imagen. Es cierto que la
libertad y la torpeza del hombre suelen crear verdaderas madejas alrededor de
cualquier hecho o de cualquier persona, pero nunca tanto como en este caso.
Este es un esquemático ejemplo de lo que digo: ·
Para el judaísmo, que es precisamente la religión monoteísta
en cuyo seno se manifestó Jesús, ni es aceptable la pretensión de que fuese
el Mesías ni menos la de una Trinidad de Personas dentro del Dios único. En
los textos rabínicos Jesús pasa desapercibido, no se hace mayor referencia
sobre él que la de un profeta que alentaba la apostasía entre los fieles de
la religión judía. ·
Los nestorianos (Iglesia Asiria de
Oriente) separan la persona humana de la persona divina en Jesús, rechazando
que el Dios Hijo haya podido ser nunca un niño (este argumento carece de
base, ver Teoría del alma en el
capítulo III). ·
Los coptos egipcios, por el contrario, rechazan la
distinción entre ambas naturalezas en Cristo, la divina y la humana (por eso
llamados monofisitas). ·
Los Testigos de Jehová ni lo uno ni lo otro, no consideran a
Jesús ni Dios ni hombre, sino una excepcional criatura espiritual y única
creación directa de Dios. ·
La Iglesia Científica de Cristo distingue entre el Jesús
humano y el Cristo, pero éste último como “Idea divina” que gobernó al Jesús
humano. ·
Loa adventistas, en general, son milenaristas y esperan la
segunda venida de Cristo, la parusía, de forma inminente. ·
Los gnósticos mantienen que el hombre se salva por la
“gnosis”, es decir, por el simple conocimiento de su origen espiritual en
Dios. Una parte de ellos identifica al Yahvé del Antiguo Testamento con un
demiurgo o dios inferior que hizo el mundo y cree ser Dios, aunque no lo es.
El Dios verdadero está por encima de él y envió a Jesucristo. ·
Marción (siglo II) es gnóstico y, como tal, niega al Yahvé del A.
Testamento; pero se distancia del gnosticismo en cuanto a que considera a
Jesús Hijo de Dios, no una criatura especialmente enviada al mundo. ·
Basílides de Alejandría (siglo II) también creía en las dos naturalezas de Jesús, pero
consideraba que su naturaleza divina era incompatible con la muerte de la
naturaleza humana, por lo que mantenía que la muerte en el Gólgota fue una
muerte irreal, ilusoria. Las iglesias cristianas,
con su simplicidad y dogmatismo habituales, pretenden no sólo conocer a Dios
(como así se puede comprobar leyendo sus teologías), también al Cristo
enviado por Dios. Aquello que, aun siendo verdad, no tiene más acceso que la
fe, pretenden presentarlo como algo plenamente probado en la letra de los
Evangelios. En Jesucristo hemos creído y creemos millones y millones de
hombres, a lo largo de los tiempos, por una sola razón, porque “Yo te alabo, Padre, porque has ocultado
estas cosas a los sabios y se las has revelado a los sencillos” (Mt 11, 25), pero no porque constituya una verdad probada,
como la Iglesia pretende. Jesucristo se revela con toda claridad a quien le
busca, pero la obra humana Evangelio
dista mucho de constituir una prueba objetiva. A Jesús se le entiende de
forma individual y directísima viéndole colgado de la cruz, encarnando el
sufrimiento del mundo, por eso se le entiende mucho más que por los
testimonios tan confusos y tristemente contradictorios vertidos en los
Evangelios, que es a lo que se aferran las Iglesias cristianas. Las Iglesias
se aferran a los Evangelios, pero resulta que en esos mismos textos cada una
sigue viendo un Jesucristo diferente, lo cual echa por tierra sus dogmas y su
pretensión de tener claro este gran misterio. Al misterio
Jesucristo se accede solamente por la fe. El testimonio evangélico es
demasiado pobre y contradictorio. Érase una vez…. (el mito judío) Érase una vez….. un pueblo que se
autoerigió en encrucijada de todos los caminos, el pueblo hebreo, se inventó
una historia con la que rellenar los numerosos boquetes de su historia real,
pintó luego la fachada del azul de los cielos para autoconvencerse
de que, además, esa historia estaba tocada por el dedo de Dios, y más tarde
se diseminó por todo Occidente y dirigió los destinos del mundo desde la
sombra. A todos nos consta que su raza es inteligente y trabajadora,
seguramente por encima de la media universal. También se da por sabido que
entre los suyos hay gente extraordinaria, íntegra, como en todos los pueblos
(¡faltaría más!). Pero esto no empece que la
impronta histórica que ha dejado hasta ahora su paso por la tierra sea la que
he reflejado en el principio del párrafo: aderezó su pasado hasta autoconvencerse de ser un pueblo elegido y se impuso a
todo Occidente desde la sombra. Para ello, comenzó por remontar su
historia hasta enlazar directamente con el primer hombre, según el Génesis,
Adán. En ese libro se hace un relato de todos los descendientes de Adán,
pasando por Noé y su hijo Sem hasta llegar a
Abraham, padre del pueblo judío. Y entonces surgió un grave problema: la
falta de datos históricos con los que rellenar tantos siglos. ¿Qué hacer?
Pues no encontraron otra idea mejor que la muy pintoresca de alargar sin
medida los años de vida de los personajes. Todas aquellas vetustas figuras
patriarcales vivieron, milagrosamente, entre setecientos y mil años, y la
falta de datos con los que trabar el hilo histórico la suplieron hilvanando
aquí y allá. Lo que fuese, con tal de rellenar siglos. Este afán tan
inusitado como absurdo por presentar un pedigrí completo y selecto, ya hace
referencia al egocentrismo de este pueblo. Su historia comenzó realmente con los
patriarcas, 1.800 años a.C. Algunas tribus nómadas de Caldea emigraron a
Egipto, y entre ellas las de un hombre llamado Abraham, a quien, según dicha
historia, Dios bendijo y se propuso dirigirle hacia la tierra prometida.
Judea, como toda tierra montañosa, habría de influir en el carácter cerrado y
patriotero de sus moradores. Y a partir de aquí, el pueblo judío pretende una
historia lineal que no parece muy cierta y que obedece, más que nada, al afán
de fundamentar su individualidad y supremacía sobre los demás pueblos. Nunca
hubo tal historia lineal, se trataba de diferentes episodios de diferentes
tribus. Según los estudiosos de hoy, es muy probable que ni Abraham fuese
padre de Isaac, ni Isaac de Jacob, incluso que cada uno de ellos perteneciese
a tribus diferentes. Otro ejemplo de ese afán de magnificar su propia
historia es el hecho de presentar el éxodo como una gran epopeya, pero
resulta que ni siquiera aparece mencionado en los anales egipcios. Seis siglos más tarde de Abraham, otro hombre
clave, Moisés, marcó el segundo gran hito de esa historia. El anterior
vínculo de elección y bendición del pueblo judío por encima de los demás
pueblos (según ellos) en la persona de Abraham, Yahvé lo amplió ahora con una
alianza definitiva, entregando las Tablas de la Ley a Moisés en el Sinaí. Se configuró así el fundamento de Israel como
pueblo elegido de Dios (según ellos), lo que afirman sin empacho ni reparo
ninguno (“amó más a Israel” Dt 7.6-9). Y se configuró también, como no podía ser de
otra manera a la vista de estos datos, una cultura fundamentalista que abarca
todos los aspectos de la vida del pueblo (circuncisión de los hijos varones, prohibición
del trabajo en sábado, purificación antes de las comidas, prohibición de
consumir carne de cerdo, etc). Sin embargo, Israel, por mucho que
pretenda presentar su historia religiosa como único fundamento de su nación,
lo cierto es que, según la historia moderna e independiente, tanto o más
influencia tuvieron en ello los sucesos político-militares, al intentar
asentarse en una zona que ya estaba habitada desde antes por otros pueblos de
mayor cultura y desarrollo que el hebreo. Si grande fue el factor yahvista en cuanto a la cohesión nacional, no menos
grande fue el peligro circundante de jebuseos, cananeos, etc. Como tampoco es
cierto ese blasón monoteísta de que tanto se vanagloria, porque Israel no
siempre creyó en un Dios único. Ahí están las citas bíblicas (Ex 20,2-5; Jue 11,24; Sal 27,19; Deuteronomio 6,14) que dan fe de su
aceptación primera del politeísmo y de la pretensión de ser su Dios superior a
los dioses de los demás pueblos. Su monoteísmo no apareció hasta el VI a.C. (Es 45,22) Todos estos datos históricos y
religiosos aparecen enlazados de forma indisoluble en los libros sagrados, el
Antiguo Testamento, a lo largo del cual se irá reforzando sin descanso la
convicción de ser el pueblo elegido de Yahvé y al cual acabarán sometiéndose
todos los pueblos de la tierra, según la promesa hecha a Abraham. Supongo
que, como a mí, esta creencia del pueblo hebreo de ser el “elegido” y el eje
del mundo te producirá el respeto que merece cualquiera otra pretensión igual
de descabellada. Y sin abandonar ese debido respeto, propongo dos reflexiones
por las cuales yo no sólo no reconozco para nada el Antiguo Testamento, más
aún, lo censuro y pregunto airado a mi Iglesia cómo puede siquiera atreverse
a darle cobijo en nuestra doctrina. Estas dos reflexiones son 1.
Presenta un Dios terrible (Yahvé), muy distante de la imagen
de un Padre celestial. Las páginas bíblicas
están tan saturadas de ese Dios temible que sobra buscar citas para
atestiguarlo, basta con abrir por cualquiera de sus páginas para toparse con
el problema. Porque ese tipo de divinidad es un inmenso problema. Si le
preguntas a alguien sobre la existencia de Dios, puede que te diga que no
cree, pero si le fuerzas a que se sitúe en la hipótesis, por supuesto te dirá
que, si creyera, sería en un Dios amoroso y magnánimo, un “padrazo”. Una de
las razones del ateísmo es precisamente esta imagen del Padre acusador que
pide cuentas y castiga ferozmente. Yahvé dirige a su pueblo
israelita y le regala las Tablas de la Ley para que se purifique, pero lo
dirige frente al resto del mundo (“… yo
arrojaré delante de ti al amorreo, al cananeo, al heteo, al fereceo, al jeveo y al jebuseo”
Ex 34,11) como si, de toda su obra creadora, lo único que le interesase fuese
la descendencia de un buen hombre, patriarca de una minúscula tribu del
desierto, llamado Abraham. ¿Y del resto de su Creación, qué? La respuesta
también está en sus páginas: el resto será sojuzgado por ese pueblo, el
elegido, sin que sepamos por qué méritos. Por eso Yahvé no duda en intervenir
en las guerras. Es presentado como un Dios vengativo (“Yahvé se venga contra sus adversarios y su ira es terrible” Na 1,2), como un Dios celoso (“No te arrodillarás ante otro dios, pues Yahvé lleva por nombre
Celoso, soy un Dios celoso” Ex 34,14), como un Dios inmisericorde (“… por la falta de los padres pide cuentas
a sus hijos y nietos hasta la tercera y la cuarta generación” Ex 34,7).
La pregunta adecuada, después de leer estas cosas, es cómo la Iglesia no se
avergüenza de tanto disparate. 2.
No contempla el destino trascendente de la Creación. Todo lo
contrario, espera un paraíso en la tierra. Todo el Antiguo
Testamento, con sus profetas, presenta un mesianismo de tejas para abajo que
nada tiene que ver con el reino espiritual de Jesús: "Mi reino no es de este mundo" (Jn
19,36) Para el pueblo hebreo, en cambio, el horizonte definitivo se cerrará
con los tiempos mesiánicos, pero siempre dentro de esta vida. Una mirada tan
limitada revela un profetismo casero que en absoluto parece inspirado por
Dios; y en todo caso, una esperanza (con minúsculas) ajena al mesianismo
lleno de luz de otra realidad más allá del mundo, el reino celestial que
Jesús proclamó ante Pilatos como su reino eterno. Profetismo y mesianismo judíos La edad de
los profetas de Israel transcurrió desde el VIII
hasta el V antes de Cristo, y alrededor de ella se ha tejido un auténtico
mito de originalidad y exclusividad que en modo alguno se corresponde con la
verdad. Numerosos estudios recientes han desvelado que el profetismo judío no
es original, hunde sus raíces en todas las culturas circundantes: Mesopotamia, Fenicia, Grecia, Canaan,
y especialmente en Egipto, que es considerado la fuente de todos los
profetismos antiguos. En todas estas grandes culturas del mundo antiguo hay
elementos que el pueblo hebreo asimiló e hizo suyos, como es cosa ya habitual
en todos los aspectos en el Antiguo Testamento. Sin embargo, ninguno de esos
profetismos antiguos presentó algo como lo que tanto inmortalizaría luego al
hebreo, la universalidad de Jesús de Nazaret. Alrededor
del término “profeta” se ha construido una auténtica montaña hueca que nada
tienen que ver con la realidad a la que se refiere. Profeta es palabra
derivada del griego profetes, que
significa literalmente locutor,
es decir, persona que habla, pero que no es el autor de lo que habla, sino
que se limita a repetir lo que es cosecha de otro. Locutor se dice de
aquél que pone solamente la voz, no la idea. Referido al tema que nos ocupa,
queda claro que profeta es
aplicable a quien pone voz a lo que la divinidad le inspira. En este mismo
sentido se dice en hebreo nabii, que significa el que ha sido
llamado, el que cumple la misión
de enlace entre Dios y los hombres, el “locutor” de Dios. El precedente en la
antigüedad eran los sacerdotes y pitonisas de los templos que recibían
oráculos de los dioses. El profeta,
por tanto, es un iluminado que recibe inspiración divina de cualquier signo,
pero resulta obvio aclarar que Dios no se entretiene en adelantar el futuro
al hombre, porque eso, además de un ejercicio absurdo y contra natura, sería
coartar la libertad. Si Dios desvelase el futuro estaría reduciendo, aún más
de lo que es, la precaria libertad humana. La locución que Dios pueda
dirigirte, a través del profeta, estará siempre encaminada a tu
perfeccionamiento, lo cual, salvo excepciones, no se consigue desvelando lo
que está por venir. Los profetas, por tanto, no son adivinos de nada, como la
gente cree, son aquellos elegidos a los que Dios ilumina con la verdad con el
fin de que desentierren la corrupción en que se mueve la sociedad de su
tiempo, el pecado generalizado, la banalidad de las costumbres, la idolatría
de la carne, la explotación del hombre por el hombre…. Esto es
genuinamente un profeta, un fustigador de la sociedad de su tiempo, un
testigo de Dios en medio del pueblo. Sin embargo, el significado que se ha
venido en dar a esta capacidad de recibir oráculos divinos es, precisamente,
la que antes he descartado, la que se refiere a la premonición de sucesos
futuros, profecía como sinónimo de “pre-decir”, de
conocer por adelantado el porvenir, profeta igual a adivino. Y el triste
origen de esta dislocación del significado se debe al empecinamiento en ver,
en los textos del Antiguo Testamento, una continua premonición del futuro,
cosa que en absoluto es cierta (enseguida lo verás con algunos ejemplos),
pero que ha acabado por consagrar el error de concepto. El origen está en la
historia sagrada del pueblo judío y en su desafortunada asunción por el
cristianismo. Profetismo no es igual a premonición, es igual a denuncia de
las corrupciones temporales. El profeta no predice el futuro, fustiga a la
sociedad de su tiempo. Una
característica inseparable del profeta es la convicción profunda de haber
sido llamado para esa misión. Isaías, el mayor de los profetas judíos después
de Moisés, así lo explica en Is 6,1-13; si bien con
la particularidad de que dice haber sido llamado por el “Yahvé de los Ejércitos”,
y resulta obvio que Dios (Yahvé) no es caudillo de ningún ejército. Debido a
esa tan dura misión de denuncia, el profeta, a los ojos de sus coetáneos,
suele convertirse en un personaje molesto, incluso odioso, conciencia y
espejo social que a nadie gusta y que le conduce a la soledad, el rechazo y
la incomprensión. Son famosas las quejas del profeta Jeremías en este
sentido. Tienes, así, las cuatro características propias del profeta: 1.
El elegido que habla en nombre de Dios es un iluminado en cuanto que recibe la
verdad, y es un profeta en cuanto
que la transmite al pueblo. Todo profeta, por tanto, es un iluminado previo;
pero no todo iluminado es un consiguiente profeta, sólo aquél que es
impulsado a esa misión irrenunciable. 2.
La iluminación no se recibe inadvertidamente. Todo profeta
tiene conciencia clara de ser profeta y de su misión. 3.
El lenguaje de Dios es claro y conciso. Ninguna “verdad”
envuelta en términos ambiguos, oscuros o crípticos es profecía ni su autor es
profeta. 4.
El mundo no ama la luz ni la conciencia que Dios envía. Todo
profeta es rechazado en su tiempo. Ser profeta no es
ser santo ni ser adivino. Ser profeta es sólo ser voz enviada por Dios para
denunciar la corrupción de su tiempo. El penúltimo punto es clave del tema, porque la historia está
llena de pretendidas profecías que no lo son. Quien verdaderamente goza de
iluminación queda enteramente poseído por el mensaje, diáfanamente
poseído, de manera que sabe que le viene de Dios y no es capaz de vestir la
idea que recibe de nada, y menos de oscura retórica. El contraste abismal
entre la sencillez de los Evangelios y la pródiga verborrea del Antiguo
Testamento es una prueba irrefutable de esto que digo. La verdad siempre es
precisa, escueta, preñada de significado y amiga de pocos rodeos, como era el
hablar sentencioso de Jesús, independientemente de que utilizase imágenes y
parábolas adecuadas a la cultura de su tiempo. El lenguaje de una profecía ha
de ser rotundo, sin ambigüedades, porque es así como corresponde a una iluminación
de Dios y porque, si fuera dudoso e interpretable, cualquier mentira podría
ser profética. El recurso de exponer lo pretendidamente profético de forma
enigmática y velada sirve para que pueda ser siempre acomodado a la verdad
que se pretende, aunque sea con calzador. Un ejemplo
que clarifica este papanatismo tejido sobre la veracidad de las profecías es
la reflexión de Pascal (Pensamientos, 523), “Las profecías sólo se entienden
cuando se ven luego las cosas acaecidas”. Además de confundir profecía con
adivinación, Pascal se equivoca porque parte de una verdad inamovible para
él, aunque falsa: que los hechos que anuncian las profecías son ciertos
aunque se presenten con lenguaje misterioso, y por eso no le importa que no
sean inteligibles hasta que se producen los hechos. Pascal se equivoca, es
justamente al contrario: un lenguaje ambiguo siempre es signo de una verdad
falsa, y más si es en forma de profecía sobre hechos futuros. Sólo de esta
fraudulenta manera, tanto si el hecho luego se cumple como si no se cumple,
en cualquiera de los dos casos la profecía parecerá válida: si se cumple,
porque estaba predicho, y si no se cumple, porque se considera tan misteriosa
la predicción que no se ha sabido interpretarla. Pero es que profecías que cumplan esta necesaria condición de ser
claras y terminantes prediciendo sucesos futuros nunca han existido. La
retórica oscurantista del A. Testamento constituye el ejemplo más extenso de
ello, y Nostradamus el ejemplo más desvergonzado.
Las profecías son otra cosa que, en la inmensa mayoría de los casos, nada
tiene que ver con el futuro. Desde Isaías hasta Zacarías, pasando por
Ezequiel, todos ellos han sido un vivo ejemplo del hombre diferente al común,
rechazados precisamente por ello dentro de su pueblo, verdaderos locos que
tuvieron la osadía de fustigar a la sociedad en masa por su clara desviación
de la verdad. En esto fueron hombres de Dios y profetas en su tiempo, pero
nunca por haber predicho con exactitud nada entonces oculto, en lo cual
insistieron y no acertaron. Ejemplos de lo primero los encontrarás en cada
página de la Escritura; de lo segundo, baste con la siguiente muestra de esa
elasticidad engañosa de las palabras tenidas por premonitorias. ·
Cuando Babilonia estaba todavía en su esplendor, Isaías vaticinó
su destrucción, sin dar más datos al respecto que sería obra de los medos y
que dejarían tierra arrasada, al estilo de Sodoma y
Gomorra (Is 13:19-22). Este tipo de vaticinios
está al alcance de cualquiera. Si yo hubiera nacido en el XVI,
en vez de en el XX, también podría haber augurado
la caída de nuestro Imperio Español sin dar fecha concreta ninguna y hubiera
acertado, porque es ley natural que todo lo que está en su cenit ha de
venirse abajo algún día. Para eso no hace falta llamarse Isaías ni ser
profeta. Caso distinto sería si Isaías hubiera situado el suceso con alguna
aproximación en el tiempo (ocurrió dos siglos más tarde) o si hubiera tenido
acierto en la autoría, porque quien entró vencedor en Babilonia fue Ciro con
su ejército persa, aunque dentro del mismo hubiera, entre otros, también
soldados medos. Para tratarse de un oráculo divino contiene demasiados
errores. Pero en lo que falla estrepitosamente es en el tinte apocalíptico de
la destrucción, porque cuando Ciro entró vencedor, tal aniquilamiento, estilo
Sodoma y Gomorra, no se
produjo en absoluto, según la historia. Como Isaías no podía
equivocarse (¡faltaría más!), siempre hay alguna explicación a mano para
justificar el acierto. En este caso se argumenta que los profetas utilizaban
los mismos esquemas convencionales que eran usados en la historia de
entonces, de manera que lo que debe interpretarse, según ellos, es que el
profeta auguró la caída del imperio babilónico, si bien lo revistió con los
colores de un arrasamiento total que no se produjo, pero que era lo que solía
acontecer en las conquistas de la época. Este modo de vaticinar “conforme a
lo usual” es propio de un adivino callejero, pero en un profeta que pretende
haberlo recibido en un oráculo, pone en duda qué clase de divinidad es la que
le iluminó de forma tan deficiente. ·
Sobre la futura llegada del
Mesías, Miqueas
(5,1-2) profetizó que “Belén nos dará
el que ha de gobernar” y habló de “aquella
que alumbrará ese hijo”, pero no dijo cuando. -
Isaías (7,14) también predijo “La
joven está embarazada y da a luz un varón”, pero situando el hecho como
inminente. -
Estas metafóricas y bellas palabras, tan imprecisas, son las que se
requieren para poder ser interpretadas luego cómo se quiera. -
Según los hebreos, esa “joven embarazada que alumbrará un Salvador”
simbolizaba al pueblo, del cual surgiría algún día el Mesías; pero, según los
cristianos, no simbolizaba nada, se refería textualmente a la Virgen. -
Por otra parte, la “inminencia” de Isaías ha diferido, respecto al
nacimiento de Jesús, ocho siglos, y respecto al Mesías judío, todos los
siglos, puesto que nunca ha llegado hasta la fecha. -
Y por último, el nacimiento del Nazareno en Belén (en cumplimiento
de la profecía de Miqueas), en vez de en Nazaret,
ha sido severamente refutado por los exegetas (lo trataré en El Jesús histórico) ·
Sobre el trono de Jerusalén, Natán
profetizó que en el mismo siempre estaría sentado un descendiente de David (2
Sm 7,4-16) y que todos ellos gobernarían con
sabiduría y justicia. El vaticinio no pudo ser más desastroso. El pueblo
judío esperaba la llegada del Mesías, entre otras razones, para que acabase
la corrupción permanentemente instalada en esa misma historia palaciega tan
ejemplar vaticinada por Natán. Como se ve, un recurso para no fallar,
en esto de las predicciones, consiste en no fijar el cuándo, como hizo Miqueas, con lo cual se evitó el descalabro de
Isaías. Pero otro recurso, no confesable, consiste en “predecir” hechos ya
acontecidos y, por tanto, conocidos. Este sistema infalible consiste en
situar el autor su vida en un momento histórico anterior a aquél en el que
realmente vive, fingiendo así que el libro ha sido escrito siglos antes. De
este modo tenemos nada menos que el Libro de Daniel. El autor narra su propia
biografía supuestamente como exiliado en Babilonia en el
siglo VI a.C. pero resulta que ninguno de los profetas de ese tiempo le cita
y, además, el texto está lleno de vocablos persas y griegos, lo cual
demuestra que realmente vivió después de las invasiones de Ciro y de Alejandro
Magno. Por consiguiente, según los exegetas, el libro debió ser compuesto en
el siglo II a.C, no
cuatro siglos antes. Pero, a pesar de semejante fraude, nadie todavía lo ha
desterrado de la Escritura y, con él, la Escritura entera. Hay un rasgo común en los profetas testamentarios que es
claramente sospechoso. Todos comienzan asegurando que el oráculo de turno lo
han recibido mediante visiones, audiciones, etc, y
como esta reiteración suena efectivamente a sospechosa, los que se dedican
con tanta benevolencia al estudio del Antiguo Testamento suelen decir que
esto es sólo un modo de hablar, una costumbre de la época que no debe tomarse
al pie de la letra; dicen que quiere indicar simplemente que lo que sigue es
transmitido por inspiración divina. Esta explicación tan forzada lo único que
acredita es que quien la hace parte de la convicción predeterminada de dar
por cierto el oráculo, de manera que siempre encuentra a mano algún
argumento, por increíble que sea, para razonar la veracidad del mensaje. Ese esfuerzo exculpatorio de los eruditos oficiales resulta
inútil. La fórmula de las supuestas visiones y audiciones divinas revela una
pretensión de autenticidad que sobraría si realmente fuera auténtico el
mensaje. Cuando el profeta es auténtico, recibe una certeza que permanece
oculta a los demás mortales, pero simplemente la recibe en su conciencia por
iluminación divina, de manera que todo aquel que comienza con ese tipo de
fórmulas “tuve una visión”, “escuché una voz que me decía”, “un ángel me
dictó”, lo más probable es que se trate de un impostor (aunque siempre sin
olvidar que las actuaciones de Dios son impredecibles). ¿Ha existido verdaderamente, por parte de los llamados profetas
testamentarios, auténtica intención de fraude en este aspecto de las
premoniciones? La cuestión no debe inquietarte, pertenece a una cultura tan
lejana como ajena. Pero la impresión es que no, la impresión que da es que se
afanaban en relatar ideas, más o menos inauditas, siempre tocadas de un
misterioso halo de trascendencia, simplemente porque era el modo de escribir
entonces, porque interpretaban que era el papel que les correspondía y porque
así aparejaban mejor las exhortaciones que dirigían a sus conciudadanos. Ese
lenguaje simbólico, grandilocuente y preñado, sin duda impresionaba a las
gentes de su tiempo, aunque hoy se vea cómo realmente es, fantasioso y
ridículo. Niego en rotundo la trascendencia que se ha dado al papel de los
vaticinios proféticos en la Escritura, no lo considero otra cosa que un
renglón más en esos textos tan poéticos y tan arcanos de un pueblo sin duda
singular, el pueblo hebreo; y deploro, por supuesto, la asunción de esa
historia ajena por parte del cristianismo. Las predicciones
del Antiguo Testamento o no son diáfanas o no se han cumplido. Sólo se han
“cumplido” las primeras, las no diáfanas, las interpretables, es decir, las
falsas. Aquí me imputarás si con estas afirmaciones tan escandalosas
pretendo enmendar la plana al propio Jesús, que siempre pareció aceptar todo
ese profetismo anterior de su pueblo. Quizás te gustaría recordarme el
momento más representativo de esa aceptación, ese día en el que Jesús había
vuelto a su tierra, había entrado en la sinagoga con todos y, después de leer
la profecía sobre el Mesías, cerrando el libro y sentándose afirmó con toda
naturalidad: “Acaba de cumplirse ante
vosotros esta escritura que acabáis de oír” (Lc
4, 21). La situación debió ser dramática. Refiriéndose a la anunciada llegada
al mundo del Mesías esperado, Jesús sorprende a todos diciendo que ya nada
hay que esperar, porque ése es él. Te preguntarás, entonces, cómo puedo yo
atreverme a desvincular a Jesús de una historia profética que él mismo
pareció reconocer. Tratándose del Misterio
(Jesucristo), nada puede afirmarse con toda seguridad. Ésta es la primera
verdad a tener en cuenta. Pero consta que el Maestro nunca quiso aparecer
como punto de ruptura con la cultura de su pueblo, y que ese principio de
preservar la tradición le guió claramente en su etapa de predicador. Mas
también es cierto que hay materias en las que no cabe explicación lógica si
no se supera esa apariencia de mero predicador judío. En este supuesto que
ahora nos ocupa, ya no se trata tanto de poner en duda la veracidad de las
palabras puestas en boca de Jesús por los evangelistas (que también cabe), se
trata más bien de poner en duda, a veces, la interpretación superficial que
se hace del verdadero significado que tienen esas palabras. ·
Siempre he mantenido que,
cuando Jesús parecía aceptar el profetismo anterior, no era porque
admitiese ser el Mesías profetizado, sino porque él era realmente el único
Mesías de Dios, aunque nada tenía que ver con el de la profecía. Puede que
suene parecido, pero son dos cosas muy diferentes. Jesús aceptaba solamente
el fondo veraz de esa pretensión (ser el Mesías), pero eso no conlleva que
aceptase ser el Mesías concreto esperado por el pueblo. Sus palabras “... Esto acaba de cumplirse ante
vosotros....” significan lo que literalmente dicen “Yo soy el Mesías y
estoy ante vosotros”, sin necesidad de entrar a discutir que el verdadero
Mesías (o sea, él) nada tenía que ver con el que ellos esperaban. Esto es algo más que una interpretación particular, es que hay
pruebas fehacientes de ello en la propia Escritura. En varios pasajes se pone
de manifiesto que nunca toleró que le identificasen con el Mesías esperado
por Israel; es más, llegó a prohibir expresamente a sus discípulos que así lo
hicieran. Jesús de Nazaret, a estas alturas, aún
sigue siendo el Gran Desconocido,
en parte por su naturaleza divina, desde luego, pero también en parte por una
triste causa: no haber sabido el cristianismo desprenderse de la sofocante
herencia judía, a lo cual tanto ha contribuido el testimonio de los
Evangelistas. Los teólogos, sin embargo, siempre encuentran algún resorte, a
veces pueril, como en este caso, para explicarlo todo. Es común entre ellos
la explicación banal de que, si Jesús hubiera aceptado ser el Mesías esperado
en la Escritura, le habrían ajusticiado de inmediato, como así hicieron la
triste noche de la comparecencia ante el Sanedrín; con lo cual, según los
teólogos, se habría truncado su misión en el mundo antes de tiempo. Causa
estupor oír estas cosas. Ya es habitual que los teólogos, cuando hablan de
Dios, se olviden de que están hablando de Dios, no de un hombre cualquiera, y
olviden que el destino en la tierra del Dios hecho hombre, por ser Dios, no
hubiera podido nunca ser torcido por la voluntad de los hombres. Disparates
de este tipo hay todos los que quieras entre los eruditos de carril. La prueba de lo que digo está en el propio pasaje citado antes.
Cuando tuvo la osadía de asegurar “...
esto acaba de cumplirse ante vosotros....”, efectivamente tuvieron la
idea de lincharle. Dice el Evangelio que lo arrastraron hasta un precipicio
para despeñarlo, y a continuación aclara “Pero
aún no había llegado su hora y, pasando por medio de ellos , se marchó” (Lc 4, 27). Más claro y terminante, imposible. Jesús
podría haber reconocido desde el principio que era el Mesías, y no por eso le
habrían ajusticiado antes de cuando correspondía hacerlo, conforme a los
planes de Dios. Por tanto, la cuestión vuelve a quedar en el aire: ¿Por qué
no lo reconoció desde el principio durante las predicaciones? ¿Por qué lo
ocultó hasta la noche de la Pasión? La respuesta es sólo una: porque él no
era el Mesías judío esperado por su pueblo, porque él era el Mesías real, el
único, el de la Pasión. Jesús jamás se declaró a sí mismo el Mesías judío, y si lo
hubiera hecho no habría precipitado la Pasión. Está escrito: “Pero aún no
había llegado su hora y, apartando a la gente, se marchó” (Lc
4, 27). El
mesianismo, en cuanto pórtico de lo trascendente, ha sido siempre una
realidad universal, una necesidad verdaderamente “genética” del hombre, del
hombre de todos los tiempos y culturas. La humanidad esperando un enviado
liberador de la esclavitud del mundo, no se trata de una peculiaridad propia
del pueblo hebreo, como se ha venido en señalar. En un papiro descubierto en Carhak, a finales del siglo pasado, se presenta a un mesías egipcio como salvador del pueblo,
y en el Valle de los Reyes, en la tumba de Nefertari,
hay una inscripción en forma jeroglífica que habla de un salvador de Egipto,
también conocido mediante oráculos divinos. Lo que quiero señalar con esto es
que el mesianismo, en cuanto característica propia del pueblo israelita, no
es cierto, el mesianismo es universal. Se ha
pretendido resaltar la original personalidad de Israel en relación a los
demás pueblos de su entorno, en cuanto a ser poseedor de una especial sensibilidad
hacia lo religioso, como, en otro orden de cosas, la especulación filosófica
tuvo una especial sensibilidad en el pueblo griego. Pero esta bella teoría se
halla en contradicción con los datos concretos que aparecen en la propia
Biblia, en la cual los autores acusan al pueblo “elegido” de ser reacio a
toda elevación espiritual. Y parece cosa fundada, puesto que el pueblo hebreo
es semita y los pueblos semitas suelen ser sensuales y materialistas.
Inclinación innata a la espiritualidad habría que buscarla en pueblos del
Extremo Oriente, no el semita. También se
dice que el centro del Antiguo Testamento es la esperanza en el Mesías, que todo el Antiguo Testamento gira
en torno al mesianismo. Y esto es rigurosamente cierto, sin que por ello se
contradiga lo anterior. Lo que ya no es cierto es que, de tal verdad, se
extraiga otra que no lo es, a saber: que el pueblo judío es intermediario entre Dios y la humanidad, que es un pueblo sacerdotal y una nación santa. Esta atribución es completamente gratuita y la desmiente la
propia Escritura, porque lo que espera ese pueblo,
pretendidamente embajador de Dios en el mundo, es justamente lo contrario,
espera un Mesías radicalmente judío y triunfante, que ensalzará el judaísmo
sobre las demás naciones, que sojuzgará a los demás pueblos. Por otra parte,
el embajador que ha difundido el monoteísmo por el mundo, y además el
monoteísmo de un Dios de todos por igual, ha sido el cristianismo, no el
judaísmo. Ese mesianismo judío esperaba (y espera) una nueva era con la
llegada, al fin, del Mesías, una era maravillosa de felicidad y bienes sin
cuento, en la que, por supuesto, desaparecerán la injusticia y hasta el
pecado; en una palabra, el Edén de nuevo…. pero en el mundo, siempre en el
mundo que conocemos y habitamos. Es la llamada “nueva era mesiánica”. Isaías
saluda a la nueva Jerusalén así, hablando por boca de Yahvé: “Y
tenderé mi mano sobre ti, y purificaré en la hornaza tus escorias..., y te
llamarán entonces ciudad de justicia, ciudad fiel”, y la describe en numerosos pasajes como
nueva era llena de paz y bienaventuranzas: “… el lobo habitará
con el cordero, el puma se acostará junto al cabrito, el ternero comerá al
lado del león y un niño chiquito los cuidará…” (Is 11, 6). Como ves,
los profetas hebreos no gustan de las recompensas espirituales en el más
allá, después de la muerte. Predicen un futuro feliz, pero siempre aliñado
con el tiempo del mundo y con la materia, nada de trascendencias.
Desaparecerá el pecado, se instaurará el reinado integral de justicia y
santidad en sus ciudadanos y Yahvé los colmará de bendiciones temporales sin
cuento. En los vaticinios mesiánicos, Israel aparece como el centro político
y religioso de todo el mundo. Esto arranca ya desde la bendición a Jacob: "Te servirán los pueblos, y las
naciones se postrarán ante ti." En Is
49,23 aparece plásticamente reflejada esta bendición “celestial” que, además
de puramente temporal, coloca a Israel como centro y medida del mundo
mundial. Así es la fantasía ególatra de este pueblo. El Jesús
histórico ¿Qué dice la
ciencia sobre Jesús de Nazaret? Por supuesto que te
traerá sin cuidado si eres un hombre de auténtica fe. Si es así, tú conoces
plenamente la verdad y la ciencia no es competente para llegar hasta donde tú
has llegado, estás muy por encima, puesto que conoces de forma directa
sin recurrir a pruebas ni análisis. Pero qué duda cabe de que también puedes
asomarte, aunque únicamente sea por curiosidad, a lo que los estudiosos dicen
del objeto de tu fe. Pues bien, hasta hace no mucho tiempo todavía había
quienes negaban la existencia real de Jesús de Nazaret,
considerándolo sólo una figura mítica de culto, como tantas otras de la
antigüedad. Hoy día ningún historiador que se precie se atreve a sostener tal
tontería. El interés y la investigación sobre la grandiosa figura de Jesús de
Nazaret han puesto de relieve los datos suficientes
para admitir la autenticidad del personaje histórico, al margen, por
supuesto, del testimonio evangélico, que nunca puede ser objeto de ciencia. No vayas a pensar,
sin embargo, que la historia está repleta de referencias al Nazareno y que
por eso ya todos los estudiosos se ven obligados a admitir su existencia
real. En absoluto. Los testimonios de los historiadores de la época son
escasísimos y además consisten en citas casi “de pasada”, como quien hace una
lacónica concesión a un personaje poco relevante. Pero esto no debe
extrañarte ni inquietar tu fe, es cosa completamente normal. Si Jesús pasó
desapercibido en su tiempo y fuera de su entorno geográfico, estos son
motivos más que suficientes para que pasara desapercibido a los ojos de un
historiador, sólo los justos para dejar constancia de su existencia y nada
más. Las citas históricas son las siguientes: ·
Plinio el Joven, en el siglo II, en una carta al emperador Trajano, habla de los
cristianos como “… los que cantan
himnos a Cristo, casi Dios, según dicen.” ·
Suetonio, también en el II, menciona a los cristianos y, en otro pasaje, a un
agitador, un tal “Chrestus”
(que se estima una deformación de Christus). ·
Tácito, en el mismo siglo II, es
el que hace una alusión más clara al referirse a las persecuciones de Nerón.
En sus Anales (15:44:2-3) habla de los cristianos como los seguidores de un
tal “Cristo, que en época de Tiberio
fue ajusticiado por Poncio Pilato”. ·
Y por último, además de estos tres anteriores romanos, el
historiador judío Flavio Josefo se ocupa de Jesús
en dos pasajes. En el primero (el 18,63 de Antigüedades judías) lo hace de
una forma muy favorable, pero de cuya autenticidad se duda hoy en el sentido
de haber sido, quizás, añadido por copistas cristianos. El segundo pasaje
(20,200 del mismo texto), habla de la lapidación de Santiago, al que
identifica como hermano de Jesús. Como ves,
poquísima cosa. Y si a esta precariedad de testimonios unes el escaso valor
que la ciencia da a la única fuente abundante, la de los evangelistas, seguro
que te preguntarás: ¿Cómo es posible? ¿Cómo tan poco caudal ha anegado tanto
el mundo? ¿Dónde y cuándo se ha producido esta multiplicación tan impensable
de panes y peces? Ya te previne al
encabezar el capítulo así, El Misterio.
Jesucristo, porque Jesucristo constituye un misterio en todo, en su
significación y en su literalidad humana. Pero si abres la escritura por el
13,31-32 de Mateo o por el 4,30-32 de Marco, encontrarás la respuesta a este
enigma: ·
Jesús y su Reino de los Cielos son exactamente eso, como el grano de mostaza que se hace inmenso
desde la nada. Eso es lo que contaba en su parábola para hacerse entender por
aquella gente ruda. Si hubiera hablado hoy, seguramente habría sustituido el
grano de mostaza por el Big-Bang,
la explosión de un simple punto desde el que se ha generado todo el universo.
Así eran Él y su Reino de los cielos, como un incendio que se provoca a
partir de una humilde chispa, y así ha incendiado el mundo. La chispa que en su tiempo pasó desapercibida para el mundo
y luego lo incendió no podía ser otra que el Gran Misterio (Jesucristo). Para
situarle en la historia tienes que recurrir, por tanto, a los textos
sagrados. Solamente las fuentes cristianas proporcionan suficiente
información sobre la figura de Jesús de Nazaret y,
obviamente, no pueden ser tomadas como rigurosos documentos históricos, dado
que constituyen testimonio de parte interesada. Ese conjunto de fuentes
cristianas reconocidas por la Iglesia está constituido por los tres
Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas), el Evangelio de Juan, las
epístolas de Pablo y algunos de los Evangelios llamados apócrifos. Pero
siempre hay que tener presente que la génesis de estas fuentes fue larga y
laboriosa, pasando por las fases de compilación, redacción, copia y
traducción a lo largo de un siglo después del paso de Jesús por el mundo, y
en un proceso tan sumamente largo y prolijo es inevitable que la imagen del
Cristo haya quedado hondamente desfigurada. ·
Primero fue la tradición oral, obviamente. Las primeras comunidades
cristianas no paraban de transmitir las experiencias vividas junto a Jesús de
Nazaret. ·
Surgieron así las primeras redacciones sueltas en arameo y en
hebreo, que más tarde fueron reunidas en dos grandes textos, uno de relatos y
otro de “dichos y palabras”, pero en los que nunca dejaron de añadirse nuevos
testimonios. ·
Según los investigadores
modernos, llegó a confeccionarse una compilación muy general, conocida hoy
como documento “Q”, que sirvió de base para los sinópticos, especialmente
para los de Lucas y Mateo. ·
Los Evangelios, como tales, no aparecieron hasta los años 70 después
de la muerte de Jesús, y el de Juan aún más tarde, en el 95, ya muerto el
apóstol. ·
Todos ellos fueron escritos en griego, que era la lengua común usada
dentro del Imperio Romano. El latín solamente se usaba como lengua oficial y
administrativa. ·
La forma actual en que los conocemos es del siglo II, en el que fueron traducidos del griego al latín. ·
Las copias más antiguas que se conocen de los Evangelios son del
siglo III, en Egipto, manuscritas en papiro.
Manuscritas en griego sobre pergamino se conocen más de 2.000 copias. La
primera impresión por Gutenberg fue en 1456. Por tanto, entre la tradición oral,
después la redacción primera de los documentos fuente en arameo y hebreo,
luego la unión en otros documentos compilatorios, más tarde la redacción de
los evangelistas en griego y, por último, la traducción al latín, el camino
es tan largo y tortuoso que ofrecen muy poca garantía histórica. Queda claro que el conjunto del Nuevo Testamento es una obra de
raíz popular, gestada por los propios seguidores del Maestro con carácter
apologético y dirigida a difundir el cristianismo. No es, por tanto, un libro
de historia en sentido estricto, como no podía ser de otra forma, puesto que
Jesús se desenvolvió en un ámbito rural y marginado, totalmente alejado de la
cultura. Y ha sido precisamente este carácter extrahistórico,
unido a lo aparentemente inverosímil de la encarnación humana de Dios y a las
contradicciones internas de los Evangelios, lo que más ha motivado al ateísmo
para rechazar esta obra. No obstante
y a pesar de todos los inconvenientes anteriores, debes tener en cuenta que
el hecho de que no pertenezca a lo que científicamente se considera historia
no significa que su contenido no sea realmente histórico, es decir, no
significa que lo que relata no sea cierto. Obviamente, a Dios no se le ha de
buscar dentro de lo científicamente correcto; más aún, su modo de
manifestarse va más allá de lo verosímil, lo natural y lo lógico. En otro
caso no sería Dios, sería uno más de los hombres. Por otra parte, los libros
evangélicos presentan otros rasgos esenciales que los convierten en obras
plenamente aceptables: 1.
Sitúan la narración dentro de un marco, tanto social como
histórico, que es del todo verídico. Nada en ellos contradice los perfiles
tradicionales y culturales del pueblo judío en aquel momento histórico. 2.
Presentan una biografía personal congruente en su conjunto,
homogénea en el fondo de las actuaciones y los sucesos, si bien esto no evita
frecuentes contradicciones que serán la materia del apartado siguiente El Misterio en manos de los evangelistas. 3.
Manifiestan ese carácter único que es esencial a efectos de
aceptar su autenticidad. Me estoy refiriendo al distanciamiento de toda la
literatura de su época. Ésta sigue un mismo canon de estilo narrativo, el de
lo fantástico, exagerado y maravilloso, lo cual choca de frente con el estilo
sobrio y sencillísimo de los Evangelios. Teniendo en cuenta que no es obra de
un autor culto que hubiera podido buscar, deliberadamente, ese efecto de
“desmarque” de lo que era lo habitual en la época, esta independencia y
originalidad en una obra que es de autoría popular, constituye un claro signo
de su autenticidad y verdad narrativa en lo sustancial. Del
Jesucristo hombre solamente los evangelistas Mateo y Lucas hablan de él en
cuanto a los datos de su llegada al mundo. Y aquí se presentan ya los primeros
problemas, porque ni la fecha ni el lugar son ciertos. Mateo y Lucas
coinciden en que Jesús nació durante el reinado de Herodes el Grande, y
Herodes reinó del año 37 a.C. al 4, pero no al 4 después de Cristo, como
cabría esperar, sino al 4 antes de Cristo. ¿Cómo es posible? La culpa no es
de Herodes ni de los evangelistas ni del nacido, obviamente, la culpa está
en un error de cálculo de un monje del
siglo VI, Dionisio el Exiguo, que fue quien fijó la división de la historia
en dos etapas: antes de Cristo y después de Cristo, pero se equivocó a la
hora de fijar el año de la muerte de Herodes el Grande, posponiéndola unos
años, y en consecuencia, también la del nacimiento de Jesús. Según esto, el
Galileo nació unos años antes del año 1 de nuestra historia y fue siempre
algo mayor de lo pensado. Por lo tanto, ya tenemos como erróneo el año de
nacimiento. La fecha oficialmente reconocida, 25 de Diciembre,
también parece un error de la Iglesia. Fue oficialmente proclamada por los
Padres de la Iglesia en el año 440 d.C, influidos
por la tradición del día festivo de la Saturnalia,
que se observaba cerca del solsticio de invierno y que era una de las muchas
tradiciones paganas heredadas del sacerdocio babilónico. Sin embargo, las cuentas de los estudiosos del texto sagrado
no coinciden con esto. Partiendo de la anunciación del ángel Gabriel a María,
de la visita inmediata de María a su prima Isabel, de que ésta se encontraba
ya en el sexto mes de embarazo y de que todo esto era en la cuarta semana de
Diciembre del año 3 a.C, se sitúa el nacimiento de
Jesús sobre el 29 de Septiembre del
año 2 a.C. Por tanto, quizás Jesús tuviera dos años más cuando comenzó
su vida pública y cuando murió en la cruz. Pero estos detalles de la fecha y
el año concretos de su nacimiento carecen de importancia, lo único que debe
importarte es que nació. Los estudios
modernos han acreditado que Jesús nació dos años antes de la fecha tenida
como histórica por la Iglesia, y quizás en torno al día veintinueve de
septiembre. En cuanto al lugar, como ya he dicho en
algún momento, parece que no fue Belén, sino Nazaret,
según han puesto de relieve los estudiosos de hoy. Lo que menos podían pensar
Mateo y Lucas es que sus bienintencionadas mentiras, cuyo único fin era el de
encajar a Jesús en las profecías bíblicas (¡Siempre el problema de las
infalibles profecías bíblicas!), acabarían siendo descubiertas con el tiempo.
La verdad es tozuda. Esas profecías del A. Testamento decían esto: ·
El profeta Natán había asegurado al rey
David que siempre habría un descendiente suyo en el trono de Jerusalén (2 Sm 7,4-16) y que gobernarían con sabiduría y justicia. ·
La realidad, sin embargo, venía demostrando todo lo contrario. En el
trono se sucedían reyes corruptos, y cada vez que subía un nuevo heredero en Jerusalén,
el pueblo se preguntaba si sería el ansiado Mesías. Esta es una prueba más
del crédito que merecen los vaticinios tenidos por proféticos y tan
incomprensiblemente asumidos por la teología cristiana. ·
El profeta Miqueas, en el 500 a.C., completó la anterior profecía en
el sentido de que ese Mesías tan esperado no nacería en Jerusalén, como todos
los reyes anteriores, sino en Belén, el pueblo de David. "Pero tú, Belén Efratá, la menor entre los clanes de Judá,
de ti saldrá el que ha de dominar Israel... Él pastoreará con el poder y la
majestad de Yahvé su Dios" (Mi 5,1-3). Estos son los datos bíblicos, los
cuales le plantean al pueblo judío el problema de que tal llegada, anunciada
como más o menos inminente entonces, aún no se ha producido, después de
veinticinco siglos; pero al pueblo cristiano no debería plantearle problema
ninguno si se hubiera mantenido al margen del profetismo judío y de todo el
A. Testamento, como debería ser. Pero no. El evangelismo se ha empeñado en
identificar al único Mesías, Jesús de Nazaret, con
el esperado por Israel, entroncándolo en la leyenda judía, en el“Érase una vez….” con que inicié este
capítulo. Se ha dado prioridad al contenido de las Antiguas Escrituras por
encima del significado personal de la figura de Jesús, y esto nos ha metido
también en el problema, porque ¿cómo justificamos ahora que Jesús, si era el
mismo Mesías anunciado por Miqueas y esperado por Israel, naciera cinco
siglos más tarde y, además, en Nazaret, en vez de
en Belén? Aquí entra en acción, una vez más, la
interpretación elástica y acomodaticia, la explicación oportuna para que todo
esté en orden y justificado. Según la teología cristiana al uso, esta
profecía de Miqueas, aunque lo parezca con tanta evidencia, no pretendía
determinar un lugar concreto para el nacimiento del Mesías, no, no; lo dice
con toda claridad, pero no es eso lo que quería decir, porque los señores
teólogos han sido capaces de entrar en la cabeza del señor Miqueas y han
comprobado que su intención era decir otra cosa muy distinta, han comprobado
que utilizó esas palabras como meros símbolos de lo que realmente pensaba, a
saber: que era muy conveniente volver a los orígenes, volver a la sabiduría y
la justicia de David, simbolizada por Belén; o dicho de otra forma, la profecía
no quiere decir lo que dice, que el Mesías nacería físicamente en Belén,
aunque lo dice bien claro, sino que el Mesías volvería a instaurar el
espíritu davídico y belenita. Y así, con este tipo
de inverosímiles explicaciones llevamos siglos. Todo con tal de no reconocer
que el profetismo adivino es un fraude y que Jesús, a Dios gracias, nada tuvo
que ver con el mesianismo judío. Consciente la teología de lo
insostenible de esta exégesis tan pintoresca, idea, para apuntalarla, otro
nuevo argumento: no son aplicables a la literatura bíblica los conceptos de
la mentalidad occidental de hoy, en la cual distinguimos perfectamente entre
lo histórico y lo literario; aquella era una mentalidad semita, tremendamente
imaginativa, y no discernía todavía entre los géneros literarios. Esto es
cierto, claro, es cierto…. pero no hasta el extremo de sembrar confusión
diciendo una cosa por otra; y sobre todo, es obvio que, para saber
exactamente qué era lo que el autor semita de entonces quería decir, habría
que hacerlo desde una mentalidad como la suya, no desde la nuestra, que es la
del investigador de hoy que afirma estas cosas. El profeta de entonces,
metido a futurólogo, era un fraude; pero el investigador de hoy, metido a
médium, también. Todo tiene un límite razonable. Miqueas quiso decir,
sencillamente, lo que exactamente dijo y que luego nunca se cumplió, y
ninguna otra cosa quiso decir. Volviendo a la “autoría” y la
“palabrería”, tan cierto es que el fondo sustancial del relato evangélico es
verdadero, es decir, que Jesús era el salvador enviado por Dios, como cierto
es también que el revestimiento verbal es un desastre en cuanto verdad
histórica. Como casi toda obra literaria debida a muchas manos, está sembrada
de contradicciones e imprecisiones; pero no sólo eso, es que también aparecen
datos que demuestran una intencionalidad deliberada. La absoluta seguridad de
que Jesús era el Mesías (piensa que los apóstoles estuvieron con él después
de muerto y resucitado, mayor seguridad imposible) les llevó a dejar para la
posteridad alteraciones en algunos de los hechos transmitidos, sin duda con
el fin de dar mayor poder de convicción a la verdad de fondo. Es cosa sabida
que el fin nunca justifica los medios, pero lo hicieron. Lo que no podían
prever los bienintencionados evangelistas que transcribieron luego esas
memorias es que la exégesis de otros investigadores, al cabo de veinte
siglos, descubriera esas pequeñas trampas. Como ejemplo
irrefutable de lo anterior tenemos el caso del lugar de nacimiento de Jesús.
Acabo de señalar, poco antes, que nada tiene que ver con lo augurado por el
profeta Miqueas. Pero entonces, ¿dónde nació realmente? Dos de los
evangelistas, Mateo y Lucas, afirman expresamente que Jesús nació en Belén.
Mateo dice " Jesús nació en Belén
de Judea, en tiempos del rey Herodes" (Mt
2,1), y Lucas escribe: "Cuando
ellos (José y María) estaban allí (en Belén), ella dio a luz a su hijo
primogénito" (Lc 2,6-7). Sin embargo, ya
aquí aparece una primera y clara contradicción entre ellos. Según Mateo se
expresa, da claramente a entender que Jesús había nacido en Belén porque sus
padres vivían allí, ya que, al referirse a la llegada de los Magos de
Oriente, dice “Al entrar en la casa….”
(Mt 2,11). En cambio, según Lucas, Jesús había
nacido en Belén porque sus padres habían acudido a dicha ciudad con motivo de
un censo (Lc 2.4).
Otros datos
que avalan lo dicho son numerosísimos. Cuando se relata la entrada triunfal
de Jesús en Jerusalén, la gente lo aclamaba diciendo: "Este es el profeta Jesús de Nazaret"
(Mt 21,11), lo cual no tiene ningún sentido si no
fuera cierto, porque, de ser belenita, sin duda que
habrían dicho “Este es el profeta Jesús
de Belén”, ya que, de paso, se situarían así del lado de la profecía de
Miqueas. En el Evangelio de Juan, las palabras de rechazo de Natanael, por causa de no ser Jesús de Belén, son
incontrovertibles: "¿Acaso de Nazaret puede salir algo bueno?" (Jn 1,46). Y por último, el testimonio más determinante de
todos, el que sitúa el nacimiento de Jesús en Nazaret
de forma irrefutable: ·
En una discusión entre judíos sobre el origen de Jesús, se
le rechaza como el Mesías precisamente por haber nacido en Nazaret, en vez de en Belén, con estas palabras: "¿Acaso va a venir de Galilea el
Cristo? ¿No dice la Escritura que vendrá de la descendencia de David y de
Belén, el pueblo de donde era David?". (Juan 7,41-42) Resulta
obvio que Mateo y Lucas conocían la verdad, de manera que su tergiversación
era consciente e intencionada, y no hay más que analizar las circunstancias,
como han hecho los investigadores, para darse cuenta del porqué de esta
alteración. Marcos no se sintió tentado a cambiar el lugar de nacimiento
porque sus lectores eran de origen pagano y desconocían la tradición y la
profecía sobre el nacimiento del Mesías judío, así es que no tuvo motivo
ninguno para alterar la verdad. En cambio, Mateo y Lucas escribieron más
tarde y para lectores que eran procedentes del judaísmo. Presentarles un
Mesías que no era de Belén, más aún, que era de una zona fronteriza y pagana,
la llamada "Galilea de los gentiles", y de una insignificante aldea
con mala reputación, Nazaret, resultaba embarazoso
para su causa. Con tal de convencer al auditorio de la verdad de fondo, la mesianidad de Jesús, cualquier recurso era bueno, aunque
faltase a la verdad. Esto último,
contado así, cómo lo he hecho, es disculpable, o al menos comprensible,
porque constituía una mentira, pero una mentira al servicio de la verdad de
fondo. Lo irritante es que la Iglesia y sus teólogos no se conformen con que
sea comprensible la mentira y se obstinen en demostrar que la mentira no
existe. John P. Meier,
uno de los más cualificados entre ellos, intenta justificar lo injustificable
manteniendo que ese dato no debe juzgarse históricamente porque no pertenece
a un relato histórico, sino teológico; es decir, intenta aplicar aquí también
el argumento de los géneros literarios que se ha aplicado al Génesis, lo cual
es inaceptable por lo siguiente: ·
En el Génesis, la falsedad del relato fáctico de la Creación
es disculpable porque consistió en inventarse un proceso de formación del
universo que entonces desconocían totalmente, de forma que procedieron a
suplir con la imaginación los episodios de tal proceso; pero siempre
presentándolo como obra, en última instancia, de Dios, como todo lo
existente. Aquí no es ése el caso, no se trata de suplir con la imaginación
lo desconocido, aquí se trata de haber cambiado intencionadamente un dato
histórico que sí que les constaba, y además sin necesidad de hacerlo, porque
podían haber mantenido silencio en torno al origen nazareno
de Jesús y nada hubiera pasado. Lo que demuestra este episodio es el empeño
en tergiversar la verdad con el afán de presentar al Mesías como el mesías esperado por Israel. En efecto, Nazaret era una aldea insignificante y de mala fama, tan
insignificante que en el Antiguo Testamento no se la menciona nunca. Incluso
el libro de Josué, que describe toda la región de Galilea (Jos 19,10-16), no hace mención de Nazaret.
Un dato más garantista: el historiador judío del
siglo I Flavio Josefo, al relatar las guerras
judías contra los romanos, llega a citar 54 ciudades galileas, pero entre las
54 no aparece Nazaret. Todavía hay más: el Talmud, antigua colección de escritos judíos, hace una
lista de 63 ciudades galileas en la que tampoco aparece Nazaret.
¿Cómo admitir que Jesús había nacido en semejante lugar y no en el
profetizado? El nacimiento del Mesías fuera de Belén y, para mayor escarnio,
en semejante aldea, produciría escándalo y rechazo inmediato. Fueron
incapaces de caer en la cuenta de que Jesús nada tenía que ver con el Mesías
judío y que quiso ser un marginado en todo, incluido el lugar de nacimiento. La obsesión por encajar al Mesías en las profecías judías
llevó al evangelismo al extremo de alterar intencionadamente el lugar de
nacimiento. El Nazareno era de Nazaret, no de
Belén. El Jesús
bíblico Lo primero
que se requiere en cualquier predicador es solvencia moral, la solvencia que
se deriva de una vida ejemplar. Si vuelves la mirada sobre los grandes hombres que han dirigido la humanidad a su destino
espiritual, los grandes profetas, en todos ellos encontrarás el mismo
testimonio de vida. Pasaron por el mundo en la pobreza, en la castidad, en el
sentido de la dignidad, en la palabra de paz y perdón, en el abandono de su
voluntad y renuncia a su vida, en la fe en lo trascendente y en el valor para
denunciar a la sociedad. Así han sido los grandes profetas, con independencia
de que acertasen o no en encontrar a quien con tanto ardor buscaban, a veces
incluso sin saberlo, al Dios único. Para comprender esto último, haz el siguiente
ejercicio: lee primero la vida de Jesús, de Buda, de Confucio, de los
profetas judíos, y lee a continuación la de aquel otro “profeta”, Mahoma,
cuya vida fue tan opuesta, consumida al servicio de la carne, del poder y de
la guerra. Comprenderás que era un impostor, a pesar de que su rastro pervive
en el tiempo con tanto éxito. Su vida personal no dio testimonio de su
pretendido cometido. Occidente sigue escandalosamente ciego ante esta verdad
innegable, Occidente ha abierto sus puertas al impostor, ha permitido sembrar
de minaretes el cielo de sus catedrales, ha dado hospedaje a la cizaña, y la
cizaña invadirá la casa. ¿Y la Iglesia? En ayunas. Lleva quince siglos
incapaz de reconocer al Falso Profeta, como lleva más de uno incapaz de
reconocer a la Bestia Democrática de Occidente. “Os perseguirán, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis
ante gobernadores y reyes por mi causa” (Mc
13,9). Estas palabras de Jesús sobre la persecución a los cristianos,
anterior al fin del mundo, ya han comenzado a cumplirse con la invasión de
los enemigos comunes del cristianismo: el fanatismo envidioso de las masas
descreídas y el fanatismo de las masas islámicas. La izquierda fanática ha
puesto de moda la persecución de la fe y Europa reniega de su raíz cristiana. Occidente ha dado asilo a la cizaña. La
Iglesia no es capaz de distinguir la cizaña de la mies. La persecución del
cristianismo ha comenzado. Jesús vivió con sus discípulos en la pobreza,
tanta que a veces llegó a quejarse “Las
zorras tienen guaridas y la aves del cielo nidos,
pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20). Había en el grupo un “tesorero”, Judas (el que
le traicionó por unas monedas, pero luego se ahorcó desesperado, arrepentido…
Judas también está en el cielo), había un tesorero, pero el tesoro
administrado debía ser tan exiguo que a menudo se ve a Jesús invitado en casa
de alguien, como último recurso. Fue la suya esa pobreza redonda que todo lo
abarca, no solamente la pobreza del dinero que administraba Judas, también la
pobreza de la renuncia al poder y al placer. En su boca solamente hubo
censura para los tiranos y para los hipócritas, y en sus actos sólo hubo
honestidad y castidad. La persecución contemporánea, la más
cruel de la historia de las persecuciones a los cristianos, la persecución de
las ideas y el descrédito, que es mil veces más ponzoñosa que la del martirio
de entonces, intenta ensuciar la figura de Jesús con gratuitas suposiciones
en su relación con María Magdalena. Se intenta por todos los medios presentar
a Jesús como un hombre más, claudicante ante la tentación, se hacen películas
y reportajes blasfemos sobre esa falsa relación con la Magdalena, y sobre
otras muchas mentiras que causan repugnancia por la grosería y la falta de
respeto con que se presenta la sublime figura de Jesucristo. Las autoridades
no prohíben este tipo de espectáculos y la Iglesia no los denuncia con el
vigor y la valentía que debiera, ni ante el pueblo ni ante la justicia. La
Iglesia actual se ha rendido ante el viento sombrío que nos barre. Afortunadamente, el otro lado de investigadores y
científicos, el de los descreídos pero no envenenados, ha sido unánime en
comentar elogiosamente esta inclinación limpia de Jesús hacia las mujeres. Es
otra de las
peculiaridades del excepcional personaje. En medio de una sociedad en la que
las mujeres eran ignoradas, más aún,
rigurosamente despreciadas, mostró una especial y reiterada inclinación a valorarlas, a
incluirlas en su grupo de seguidores y a mostrar una tierna predilección
hacia ellas. Ha llamado la atención de los
estudiosos la multitud de situaciones en las que Jesús compartió su tiempo y
su palabra con mujeres, generalmente pobres, marginadas e incluso
prostitutas, a las que ofreció su consuelo y su perdón, algo inaudito en la
sociedad de su tiempo, y más en un hombre considerado popularmente como un
rabí, como un maestro. En alguna de estas ocasiones, Jesús
llegó a resumir, en un solo encuentro con una mujer, toda la hondura de su
vuelco a la moral de la sociedad. Ante el escándalo de los presentes, no sólo
se dejó regar los pies por las lágrimas de una prostituta, sino que,
adivinando la vida de aquella mujer a la que no conocía, le perdonó los
pecados “por lo mucho que has amado”
(Lc 7,37-47). Otro tanto cuando valoró como la
mayor de las limosnas, en el templo, la de una viuda pobre que se desprendió
de lo poco y único que tenía (Mc 12,41-44) Este es
el nuevo orden que trajo el Nazareno: las palabras por debajo de los actos, y
los actos por debajo de lo que hay en el corazón. Son tantos los casos que
solamente en estos encuentros con mujeres podría resumirse todo el contenido
de su doctrina. Y como colofón, otro hecho llamativo: solamente mujeres
fueron las que permanecieron al pie de la cruz cuando los discípulos le
abandonaron, y mujeres también fueron las primeras en verlo después de
resucitado. Su predicación fracasó entre los judíos,
precisamente entre los judíos, como no podía ser de otra manera, puesto que
Dios eligió para la venida al mundo de su Mesías el único pueblo que lo esperaba,
pero que había perdido completamente las señas de identidad de aquél a quien
esperaba. En el salto desde el politeísmo hasta el monoteísmo, Israel se
había perdido en el camino. Le urgía a Dios enseñar a la humanidad que la
bienaventuranza no está en el mundo, ni menos en el mundillo de un pueblo
concreto, que Dios es universal y que su reino está más allá de la frontera
de la muerte, no aquí. Pero el consejo de la soberbia suele ser terco.
Israel, con su flamante profetismo, no quiso dar por vencido su brazo ante un
Mesías humilde y fracasado que, sin embargo, sí fue rápidamente reconocido
por todos los que nada esperaban. El reino de Dios fue rechazado en la
pequeña Israel, pero se extendió como fuego por todo el Imperio. Te he recordado el testimonio que Jesús
dio con su vida personal. Más adelante, en Jesucristo trascendente, te recordaré lo más importante, lo que
su doctrina representó en la historia de la humanidad. No voy a entrar en el
testimonio concreto de sus enseñanzas porque tienes a mano los Evangelios, y
¿qué podría añadir yo? Pero hay dos rasgos en la personalidad de Jesús de los
que se habla poco y a mí me han impresionado siempre. Estás tan acostumbrado
a leer la Escritura que los episodios pasan ante tu ojos casi sin relieve, como
cosa ya sabida, oída y leída montones de veces. Te pido que abras por donde
quieras y leas como si fuera la primera vez, como si no supieras de qué va el
libro. Independientemente de la más trascendente de las impresiones que te
producirá, la que se refiere al fondo de su predicación, con la cual dio
vuelta a todo lo establecido (que dejo para luego), sacarás otras dos
impresiones inmediatas: ·
El Nazareno era valiente. No se atenía para nada a lo que todo
mortal se atiene. Nunca decía lo socialmente correcto. No era diplomático ni
contemporizador. No respetaba los intereses mundanos. No se callaba lo que
podía comprometerle. No pactaba con el Poder. En resumen, no hacía ninguna de
las cosas que hace la Iglesia de hoy. Y era este estilo independiente y agresivo,
de valor y de compromiso frente al orden social establecido, estilo que la
Iglesia actual ha abandonado vergonzosamente, pasando a compadrear con el
Poder, era este estilo el que atraía de forma irresistible porque constituía
un signo infalible de verdad. “... la
gente estaba admirada de cómo enseñaba, porque lo hacía con autoridad y no
cómo los maestros de la ley”” (Mt 7,28-29).
Esto podría repetirse al pie de la letra hoy respecto de los maestros
actuales de la ley, la Iglesia. ·
El Nazareno tenía una sabiduría no humana. La prontitud espontánea y
no meditada que había en muchas de sus reacciones siempre me ha causado
estupor. Y de esto que tanto me ha impresionado siempre es de lo que quiero
hablarte ahora, recordando para ello un par de pasajes en los párrafos
siguientes a éste. Se pueden decir cosas parecidas, en el fondo igual de
sabias, pero no con la prontitud y la originalidad de que hacía gala el
Maestro, una prontitud y originalidad no humanas. “Le llevaron una mujer sorprendida en
adulterio, la pusieron en medio y le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido
sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la ley apedrear a
estas mujeres. ¿Tú qué dices?” (Jn 8,1-11) Si esta situación tan
imprevista nos la hubieran planteado a ti o a mí, no sé muy bien cuál hubiera
sido nuestra reacción, y no estoy refiriéndome al partido que hubiéramos
tomado, si a favor o en contra de la pecadora, sino al modo de reaccionar
para convencer a todos del veredicto. Si en vez de esta situación tan
perentoria nos hubieran dado un día entero para pensar, es posible que esa
noche, después de meditarlo largamente, a lo mejor hubiéramos optado por
recordarles a todos que eran igual de pecadores que la mujer a la que querían
lapidar, como Jesús hizo. Es posible. Lo que es de todo punto improbable es
que por la mente de un hombre cualquiera, como tú y como yo, se pasara en ese
mismo instante esa misma solución genial: “Aquel
de vosotros que esté sin pecado, que arroje la primera piedra”. Valiente
como siempre, puesto que acusó de hipócritas a todos, pero más que nada
genial, porque le bastó un instante para dar con la respuesta que desarboló y
humilló a todos los verdugos, de manera que todos se marcharon. La de Jesús
no era sólo sabiduría humana. La segunda cita que
voy a recordarte puede ser que ya te la figures. “Le preguntaron: Maestro, sabemos que hablas y enseñas con rectitud y
que no tienes en cuenta la condición de las personas, sino que enseñas con
franqueza el camino de Dios. ¿Nos es lícito pagar tributo al César o no?”
Por las alabanzas que anteceden a la pregunta se ve que esperaban un “no”
rotundo, con lo cual poder luego acusarle de agitador ante el Procurador. El
Maestro no cayó en la trampa, tenía que decirles que debían pagar, pero….
¿cómo decirles que debían pagar? Cualquier líder político, de entonces y de
ahora, habría repetido un manoseado discurso sobre la independencia entre los
deberes cívicos y los morales. Jesús no, Jesús improvisó este modo tan
“visual” de resolver el problema: “Les
dijo: Mostradme un denario. ¿De quién lleva la imagen y la inscripción? Ellos
respondieron: del César. Él les dijo entonces: Pues bien, lo del César
devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios “ (Lc
20,20-26). ¿Qué hombre habría contestado así? Era la vida de Jesús de esa pobreza redonda que a todo
renuncia, y era su palabra de esa luz valiente que todo lo denuncia. Vivía en
el mundo al revés de cómo se vive en el mundo. Este hombre
único en la historia, verdadero, valiente y genial, acompañó además toda esa
excepcionalidad con hechos sobrenaturales. Con esto quiero entrar contigo en
el capítulo de los milagros, que es quizás el más decisivo, porque si se
admiten es que el Galileo estaba por encima del mundo y de sus leyes. Pero
este signo de divinidad , tan definitivo, es una ocasión que no podían
desaprovechar los perseguidores, y no la desaprovecharon ni la desaprovechan
todavía hoy. Los
investigadores actuales han adoptado en general la postura que era
previsible, la de la duda escéptica. Como mucho, son capaces de admitir
aquellos hechos que pueden ser explicados a la luz de la intervención
psíquica del propio paciente (curaciones milagrosas, exorcismos de
pretendidos demonios…..); pero, como era de esperar, no ceden ante esos otros
hechos milagrosos en los que se relatan suspensiones de las leyes de la
naturaleza sin más. Por ahí no podía pasar la ciencia, ¡faltaría más!
Consideran que testimonios como el de la obediencia del viento o el de
caminar sobre las aguas constituyen puras fantasías perfectamente explicables,
según ellos, por el fenómeno de “proyección de la fe” de aquellos discípulos,
entregados anímicamente al Maestro. Morton Smith no ve en Jesús nada más que un mago, al estilo de
otros de aquella época, y Rudolf Bultmann se ha dedicado a buscar paralelismos entre los
milagros de Jesús y otros de la tradición helenística. Menos mal que, al
menos, no se han atrevido a decir que todo eso han sido puros inventos. Un hecho milagroso siempre es auténtico para quien lo presencia,
pero increíble para quien se lo oye a quien lo ha presenciado. Esta regla no
falla. Y es lógico, porque lo milagroso supone el quebranto de las leyes
naturales, y eso es mucho más fuerte que la confianza en el testigo. Pero,
por supuesto, esta desconfianza en el mensajero también tiene un límite. Sin
duda que conocerás a alguien que te merece todo crédito y de quien no serías
capaz de poner en duda sus palabras. Y en el caso de un científico que se
limita a testificar como tal, entonces no tendrás más remedio que creer en lo
que él certifica, aunque no lo hayas visto. Esto mismo es lo que ocurre hoy
en Lourdes, que un tribunal médico certifica que la curación se ha producido
sin explicación posible para la ciencia médica por una de estas dos causas:
bien porque se ha producido de forma repentina, bien porque se trata de una
enfermedad que es incurable. El problema está en que en los tiempos de Jesús
no había estos tribunales médicos de hoy, pero, si los hubiera habido, te
aseguro que sus veredictos tampoco hubieran sido aceptados hoy, hasta ahí
llega el empecinamiento en negar una evidencia tan molesta. Lo único que puedo hacer es poner al
descubierto la insidia de los enemigos de la fe. El recurso más a mano de los
descreídos consiste en afirmar que todos los milagros se produjeron en “aquellos
tiempos”, pero que hoy no se produce ni uno. Lo has oído mil veces, pero no
lo dejes pasar ni una más. Lourdes tiene un archivo impresionante de
curaciones sin explicación médica, y Lourdes no es de “aquellos tiempos”. Lo que ha variado con el paso del
tiempo no ha sido la producción de milagros, lo que ha variado ha sido la
indiferencia y el rechazo ante los milagros por esta sociedad alejada de Dios. Otro recurso, el de aquellos que se han
molestado en rebuscar entre los libros confirmaciones que avalen su
incredulidad personal, consiste en echarte en cara que muchos de los
pretendidos milagros de Jesús ya estaban en otros relatos y eran, por tanto,
historietas pertenecientes al acervo cultural de épocas anteriores. No lo
admitas, no es cierto. ·
La curación del paralítico o la resurrección de la hija de Jairo no
son plagios de pretendidos milagros atribuidos a Apolonio
de Tiana. Este personaje, tenido por mago, fue
contemporáneo de Jesús, pero sus “milagros” fueron narrados por Filóstrato cien años después de los Evangelios, de manera
que, puestos a dudar quién plagió a quién al escribir las historias de los
dos personajes (lo cual ya es bastante ridículo) parece claro que el plagista fue Filóstrato, no los
evangelistas. ·
El milagro de Jesús y Pedro caminando sobre las aguas (Mt14,25-31) nada tiene que ver con lo narrado por Buda
seis siglos antes, porque Buda, en su libro Parábolas, no pretendió narrar milagro real ninguno, sino simples
cuentos imaginarios, como él mismo los llamó. No es admisible apoyarse en la
coincidencia con una historieta, con una ficción, para negar la verdad de
algo tenido por real. ·
Y en cuanto a uno de los mayores milagros, la concepción virginal de
Jesús en el seno de María, su autenticidad no puede negarse por el hecho de
que en los Evangelios se cite a José y a Santiago como “hermanos” de Jesús.
José y Santiago no eran hermanos de Jesús, eran primos carnales, hijos de la
hermana menor de la Virgen, María la de Cleofás, cuestión totalmente aclarada
en Mateo 27,55-56 y Marcos 15,40 y 16,1. Ha sido ya repetidamente denunciado,
por activa y por pasiva, que el hecho de que en las Escrituras se llame
“hermano” a alguien no significa, en absoluto, que se trate verdaderamente de
hermano en el sentido de hoy, porque era costumbre de aquella cultura llamar
así a los parientes próximos, como en este caso a los primos. Prueba
irrefutable de esto es que el propio Jesús llegó a llamar hermanos a sus
discípulos (Mateo 28,5-10). La palabra hermano
aparece más de 500 veces en el A. Testamento como sinónimo de familiar. Para referirse a un
verdadero hermano de sangre se decía “hijo de su misma madre” (Dt 13,7). ·
Pero quizás “el milagro de milagros” (excepción hecha de su propia
resurrección y la de Lázaro) fue un acontecimiento sin duda no tan llamativo
como estos prodigios físicos, pero también inexplicable. La soledad del
Redentor en la última noche, la de su prendimiento, debió ser realmente
pavorosa. Los doce que acababan de cenar con él desaparecieron: Judas para
venderlo, los otros once presas del pánico. El más señalado de todos, Pedro,
incluso le negó tres veces. Pues bien, fueron estos mismos hombres tan
escandalosamente cobardes los que, sólo unos días después, impulsados por el
aliento del Resucitado y luego por el Espíritu en Pentecostés, se dispersaron
por el mundo confesando públicamente su fe, predicando el Evangelio y
afrontando muchos de ellos el martirio. La pregunta es inevitable: ¿Cómo es
posible la conversión repentina de oveja en lobo? El cambio es tan numeroso
(once discípulos), tan radical y tan fulgurante que no admite explicación si
no se acepta una fuerza exterior a ellos, si no se acepta lo milagroso. El testimonio de su vida, el testimonio de su palabra, el
testimonio de sus prodigios… Todo en Jesús confluye en la divinidad. El Jesús
mesiánico Es cierto que hay afirmaciones directas del propio Jesús sobre su
filiación mesiánico-judía, en concreto una bastante rotunda: “No
penséis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a
abolirlos, sino a darles cumplimiento” (Mt
5,17). Con esto parece admitir que es el mismo que esperaba el
mesianismo judío. Pero esta es precisamente una de las muchas lagunas
contradictorias de que están sembrados los Evangelios, porque con estas
palabras, el Jesús reflejado en la Escritura se contradijo con sus propia
doctrina. A pesar de esta filiación mesiánico-judía que parece reconocer, es
incuestionable que lo que hizo fue echarlo todo abajo, es
incuestionable que instauró un nuevo orden y que, además, así lo hizo
constar, de forma solemne, con la proclamación de una Nueva Alianza al consagrar el cáliz en la última cena con los
discípulos. Dio un vuelco radical al contenido de la Antigua Alianza, y en lo
poco que conservó, lo hizo dándole un significado diferente y nuevo. Estima
tú mismo si fue un vuelco o no: 1.
Sustituyó al Autor de la Ley. El Yahvé exigente y
justiciero del A. Testamento, el que se declaraba “celoso”, el que intervenía
en la historia de “su pueblo” y había establecido una Ley de prohibiciones,
fue sustituido, en las enseñanzas del Maestro de Nazaret,
por el Padre amoroso de la Buena Nueva, acogedor de los despreciados, amante
de los fracasados, perdonador de los pecadores, un Dios no sólo diferente,
sino radicalmente opuesto al anterior. 2.
Sustituyó el ámbito de aplicación de la Ley. El Maestro la
universalizó. Desde él ya no había sido promulgada para un único pueblo, el
escogido. sino para todos los hombres. Más aún, practicó una continua
denuncia sobre ese supuesto pueblo escogido: “Había muchas viudas en Israel, pero a ninguna de ellas fue enviado
Elías, sino a una viuda de Sidón. Y había muchos
leprosos en Israel y ninguno fue purificado, sino Naamán
el sirio” (Lc 4,25-27). Denuncias éstas que ya
venían desde Juan, su precursor (“raza
de víboras” Lc 3,7). 3.
Sustituyó la propia Ley. Unos versículos más
adelante de esa declaración anterior que decía “No penséis que he vendo a abolir la Ley y los profetas. No he venido
a abolirlos, sino a darles cumplimiento” (Mt
5,17), estableció otra Ley que no es “superior”, como se pretende, sino que
es auténticamente nueva, diferente y esencialmente contraria a la anterior: “Habéis oído que fue dicho: No
cometerás adulterio… Pues yo os digo que todo el que mira con deseo a una
mujer ya cometió adulterio en su corazón. Habéis oído que fue dicho: Ojo por
ojo y diente por diente… Pues yo os digo que al que te abofetee en la mejilla
ofrécele también la otra. Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y
odiarás a tu enemigo… Pues yo os digo que améis a vuestros enemigos y roguéis
por los que os persigan” (Mt 5 20-47) No sólo modificó el alcance y el
sentido de cada Mandamiento concreto de la Ley, como ves, sino que le dio a
la Ley toda un vuelco completo en su significado, impuso otro orden
diferente, más atento a la intencionalidad y motivaciones del pecador que a
la ejecución de actos concretos. Lo acabas de ver en el adulterio del párrafo
anterior, cuando primó el deseo sobre el acto, y puedes seguir viéndolo en Lc 7,36-50, cuando puso el mucho amor de la pecadora que
lloraba a sus pies por encima de los muchos pecados que había en su
conciencia. Las prohibiciones de lo que hace materialmente el pecador han
pasado a ser prohibiciones de lo que hay en su mente y en su corazón, que no
siempre es lo mismo. ¿Por qué aseguró, entonces, que solamente venía a completar lo ya
instaurado, si de hecho no lo completó, lo sustituyó por entero? ¿Por qué
aseguró que no venía a derogar nada, si de hecho proclamó una nueva Ley, la
del Sermón de la Montaña, absoluta antítesis de la vieja Ley Mosaica?
Solamente puede ser atribuido a una más de las múltiples deformaciones que
sus palabras sufrieron en manos de tantos como las llevaron a la posteridad.
No puede ser que el Maestro se contradijera a sí mismo. Pero en todo caso y
puestos a elegir en cuál de los dos momentos fue vertido correctamente a los
textos, es obvio que el auténtico Jesús es el de la creación del nuevo orden,
y no el de la pasiva aceptación de lo anterior. Sustituyó al Autor de la Ley,
sustituyó el ámbito de aplicación de la Ley, sustituyó la propia Ley. ¿Era el
Mesías judío que venía a completar o era el Mesías de Dios que venía a
demoler? La Iglesia,
por supuesto, mantiene que la continuidad entre el Mesías anunciado por el
profetismo del A. Testamento y el Jesús del N. Testamento es absoluta y
resulta patente en la lectura de los Evangelios. Sin embargo, no solamente yo
niego esa diafanidad que la Iglesia pretende, es que también los
investigadores de hoy ponen de manifiesto que es un asunto no resuelto. Los
estudios recientes abogan por que su identificación como el Mesías de Israel
es una aportación posterior, obra de las primeras comunidades cristianas, no
del propio Jesús. Esa obsesión por encuadrarle en la tradición llevó a sus
primeros seguidores, y a los propios evangelistas, a cometer licencias que
están fuera de toda discusión. 1.
Manipulación
de los Evangelios para que coincidiesen con las profecías. En el próximo apartado, El
Misterio en manos de los evangelistas, me ocuparé de algunas de esas
licencias que los autores se permitieron para casar la figura emergente de
Jesús con la tradición hebrea, y en páginas anteriores me he ocupado ya de
una de esas manipulaciones de la verdad en la formación de los Evangelios.
Jesús no nació en Belén, como dejaron escrito Mateo y Lucas con el único fin
de que su nacimiento cuadrase con el lugar de nacimiento del Mesías anunciado
por Miqueas. El Nazareno nació,
como este gentilicio indica, en Nazaret, y te
remito a páginas anteriores para más datos sobre este tema del lugar de nacimiento
de Jesús. 2.
Encaje forzado de las
profecías judías en el Nuevo Testamento (tres ejemplos). -
La profecía de Amós “…levantaré la tienda de David, caída en
tierra” (Am 9,11), se refiere, con toda
claridad, a la restauración del pueblo de Israel después del destierro, pero
la interpretación que da la teología cristiana, con el fin de encajar esta
profecía en Jesús como el Mesías judío, es que la tienda no se
refiere al pueblo de David, sino al cuerpo de Jesús (que era de la estirpe de
David), que la imagen caído en tierra
no corresponde al pueblo desterrado, sino al Jesús muerto y enterrado, y que,
por tanto, la imagen de levantarlo
no se refiere a la restauración del pueblo, sino a la resurrección de Jesús
del sepulcro. -
La profecía del Emmanuel, de
Isaías (Is 7,14), “La joven
está embarazada y da a luz un varón”, ya citada en páginas anteriores, en la que el profeta, con motivo
de la crisis nacional planteada por la invasión asiría, presenta el próximo
nacimiento del Mesías liberador como solución, es obvio que está refiriéndose
a un hecho inminente, un nacimiento que está a punto de cumplirse, pero que
no se cumplió. Lo traigo de nuevo a colación porque, para este patinazo del
profeta, también tienen los defensores una explicación, ésta: los profetas no
tenían perspectiva del tiempo, confundían
y superponían con frecuencia los planos históricos, de manera que enlazaban,
sin más, un hecho futuro con otro que era actual como si ambos fueran
simultáneos. Esta oportuna suposición ha servido de excusa, a los exegetas
cristianos, para encajar la predicción de Isaías en el nacimiento de Jesús,
que se cumplió siglos más tarde, cuando lo único que revela, por la
inminencia con la que se anunciaba el hecho, es que el arte de futurizar estaba tan lejos de Isaías como de cualquier
otro mortal. -
Al final del apartado Profetismo y mesianismo judíos, te
hablaba sobre la Nueva Jerusalén
esperada por la tradición profética hebrea con la llegada del Mesías, algo
así como el Nuevo Edén aquí en la
tierra, descrito por Isaías como repleto de bienes sin cuento y regido por el
pueblo judío sobre todo reino y toda estirpe (Is
60). Pero como esta “verdad visionaria” del profeta no cuadra en absoluto con
la Nueva Alianza del cristianismo, los teólogos de la Iglesia, siempre
dispuestos a cuadrar las cuentas cómo sea con tal de hacer pasar a Jesús por
ese Mesías de Israel, se nos han escabullido con una explicación genial: debe
interpretarse que este mesianismo terrenal, temporal y victorioso de los
judíos no ha de tomarse como lo que realmente dice, sino como puras metáforas
que aluden, de forma figurada, a bienes exclusivamente espirituales. La
abundancia material que describe Isaías debe entenderse, según esta
ocurrencia interpretativa, como abundancia
de gracia en los sacramentos. Mejor dejarlo así. La mentira, cuando además
ridícula, se comenta sola. El
secreto mesiánico Llama la
atención, en el estudio de los Evangelios, el llamado secreto mesiánico, el no reconocimiento explícito de Jesús de ser
el Mesías esperado por su pueblo. Todos los indicios no hacen sino confirmar
la disyunción entre la conciencia que Jesús tenía de sí mismo y la conciencia
que tenía sobre el Mesías bíblico. No sólo nunca se nombró, cuando hablaba de
sí mismo, como el Mesías, sino que incluso prohibió a los discípulos que así
le llamaran. Se nombraba siempre, con reiteración verdaderamente abrumadora,
como el Hijo del hombre, término aparentemente ambiguo y que a tantos desconcierta, aunque
tiene un significado harto claro: Hijo
del hombre era la expresión que utilizaba para referirse a lo
excepcional, a lo insólito de aparecer en el mundo como uno más, como “hijo
de hombre cualquiera”, a pesar de haber sido engendrado por Dios. Con ese
heterónimo hacía hincapié en la paradoja de presentar cuerpo humano el que
era hijo de Dios. Esta insólita metáfora, “hijo de hombre”, aplicada
a cualquier ser humano constituiría un circunloquio innecesario y que nadie
utiliza, porque, evidentemente, todo hombre tiene cuerpo de hombre y es hijo
de hombre. La cosa carece de sentido. ¿Entonces? Entonces esto: el hecho de
que ese circunloquio, a pesar de tan aparentemente innecesario, fuese tan
repetido por Jesús, tanta reiteración en lo que era innecesario por obvio,
viene a indicar justamente lo contrario, que ni era innecesario ni era obvio,
que no era un mero circunloquio, sino algo trascendente; viene a significar
que el hecho de que él habitase también en un cuerpo de carne y hueso de la
especie humana no era cosa determinante en su naturaleza, porque tal herencia
humana la había recibido sólo de la Virgen que le albergó en su seno; ese
aparente e innecesario circunloquio viene a significar que su “ser”, sin
embargo, no había sido creado por Dios, como el de todos los demás hombres,
sino engendrado. Leído esto anterior, estarás pensando que si
aludía a lo insólito de tener cuerpo humano heredado de su madre, la
expresión exacta habría sido Hijo de la
mujer, en vez de Hijo del hombre;
pero recuerda que en aquella sociedad la mujer no era absolutamente nada, y
eso, además, unido a que el vocablo hombre
tiene un sentido genérico, explica perfectamente por qué se hacía llamar así.
Después de tantos testimonios y de tantas traducciones, resulta difícil saber
cuáles fueron las palabras exactas usadas por Jesús en este caso. Nos han
sido trasladadas como el Hijo del
hombre, pero quizás lo que Jesús quiso decir en su lengua aramea fuese el
Hijo humano (de Dios). Aparte de este significado profundo de la expresión Hijo del hombre, la cuestión sigue
estando en por qué prefería esta forma de ser llamado en vez de el Mesías, si, en definitiva, vienen a
ser una misma cosa. Si, según la teología al uso, Jesús era el mismo Mesías
ya anunciado en el A. Testamento, ¿por cuál misteriosa razón mostraba ese
empeño en no ser nombrado el Mesías, sino el Hijo del hombre? La respuesta es
contundente: porque Jesús tenía conciencia plena de ser el Mesías único,
auténtico y universal, no el esperado por Israel, porque no quería que le
identificasen con el Mesías de la Escritura judía. Si pretendes salir de dudas en este tema acudiendo al reciente libro Jesús de Nazaret,
del Papa Benedicto XVI, ahórrate el trabajo, porque
dedica varias páginas a tal cuestión, pero las consumirás sin hallar una sola
razón de fondo al porqué del Hijo
del hombre, hallarás un laberinto de consideraciones menudas que acaban
por no decir nada, un laberinto retórico en todo semejante al de la savia
perdiéndose en el laberinto de las hojas cuando se aleja del tronco.
Benedicto XVI, a pesar de su docta aureola,
efectivamente escribe mucho y bien, pero dice muy poco, como es lo habitual
en la mayoría de los que escriben. Otros teólogos sí, otros teólogos tienen
respuestas muy concretas en esto, pero igual de inconsistentes que concretas: ·
Primera hipótesis: “Si hubiera
admitido abiertamente ser el Mesías esperado, habría sido considerado
blasfemo y habría adelantado su condena a la cruz…. y para poder llevar a
cabo su misión debería disponer de un tiempo necesario antes de la
crucifixión”. De esto ya he hablado. Quienes así piensan demuestran que han olvidado
que están hablando de Dios. Es inconcebible que se le suponga a Dios sujeto a
los avatares de la vida, como cualquier hombre. Jesús, obviamente, no
precisaba engañar a nadie para darse tiempo suficiente a cumplir la misión que
le había traído al mundo, la habría cumplido de todas formas, se pusieran los
hombres cómo se pusieran. Es ridículo pensar que los hombres son capaces de
interferir en los designios divinos. Pero es que, además, olvidan la prueba escrita en los propios Evangelios,
en el episodio que cuenta la predicación en su tierra: “Acaba de cumplirse ante vosotros esta escritura que acabáis
de oír”
(Lc 4, 21).
Esto fue lo que dijo al acabar de leer la profecía sobre la llegada del
Mesías. Indignada la concurrencia por lo que estimaba una blasfemia
intolerable, intentó despeñarle. “Pero
aún no había llegado su hora y, pasando por medio de ellos , se marchó” (Lc 4, 27). ¿Dónde
está esa precaución medrosa y humana de no proclamarse como el Mesías antes
de tiempo? ¿Dónde está esa posibilidad de que le ajusticiasen antes de
tiempo? ·
Segunda hipótesis: “Si Jesús hubiera reconocido públicamente ser el
Mesías esperado, y puesto que ese Mesías habría de llegar como liberador del
pueblo frente a Roma, habría propiciado la ruptura de la paz y se habría
constituido en fuente de rebeliones”. Como ves, esta otra excusa se fundamenta justamente en el supuesto
contrario. En el argumento anterior se nos presentaba un Jesús débil, incapaz
de dominar la situación y sacrificado antes de tiempo si reconocía ser el
Mesías. Ahora se nos presenta un Jesús triunfador, líder de masas, pero que
supo anteponer la prudencia a la verdad para no provocar una rebelión. Lo
malo es que quienes urden estos argumentos es obvio que nunca han llegado a
conocer a Jesús, porque él jamás se comportó como aquí se le presenta. Ni fue
nunca cobarde ni fue diplomático y calculador, resultó ser el más osado de
los revolucionarios de la historia humana. Jesús nunca tiñó la verdad de
otros colores, nunca tuvo en cuenta las conveniencias por encima de la
verdad. Si lo que aparece en las Escrituras es que Jesús rehusaba ser llamado
el Mesías, no era por ninguna de estas dos razones, era solamente porque nada
tenía que ver con el de la tradición de su pueblo ni llegaba en cumplimiento
de ninguna predicción. Todo lo contrario. Se personó en carne judía
precisamente para demoler el concepto equivocado del mesianismo bíblico. En
la escena del Sanedrín, la noche del prendimiento, en aquellas tensas
palabras “¿Eres tú el Cristo, el Hijo
del Bendito”. “Sí, yo soy” (Mc 14,61-62), sin
duda que Caifás estaba hablando de un Mesías y
Jesús de otro. Si así no fuera, si realmente fuese el esperado, no existe
ninguna razón para que no lo hubiera proclamado en alta voz desde el
principio de su vida pública, como acabas de ver en los dos supuestos
anteriores. Aquí, Caifás le preguntaba por el
Mesías de Israel y Jesús contestaba por el Mesías de Dios. No existe razón objetiva ninguna
que justifique el “Secreto mesiánico”. El Hijo del hombre, sencillamente, no
era el Mesías esperado por Israel. Este empeño de los teólogos cristianos, expuesto en los párrafos
precedentes, de encajar, uno en otro, dos mesías
tan manifiestamente diferentes, les ha llevado a elaborar un argumento tan
inverosímil como forzado. Se trata de la teoría llamada de la “revelación
ascendente”, y dice así: El pueblo no era apto para recibir la noticia de la
salvación tan de pronto, había que madurarlo poco a poco, había que darle la
gran noticia de forma gradual y progresiva, de forma muy lenta y ascendente,
había que prepararlo. Esta es la razón, según ellos, de que la revelación
haya ido perfeccionándose a medida de que el pueblo iba estando preparado
para recibir la gran verdad; según ellos, es la razón por la que la primitiva
idea del Mesías conquistador y justiciero del Antiguo Testamento se haya ido
espiritualizando, acercándose poco a poco en el tiempo a la idea del Mesías
amoroso y redentor por el sufrimiento, que es como aparece en el Nuevo
Testamento. Esta pretendida
explicación ni es lógica ni tiene fundamento racional, es voluntarista
y obedece a este fin: ¿Cómo vincular a Jesús, tan diferente, con el Mesías
esperado por Israel? ¿Cómo vincular el Dios misericordioso y universal del
cristianismo con el Yahvé justiciero y excluyente del judaísmo? Pues de la
única forma posible, fabricando una idea ad hoc que
no resiste el más mínimo análisis. Esta inverosímil “revelación ascendente”
ni está justificada ni es congruente ni es proporcionada: ·
No está justificada por una verdad de cajón que a nadie se
le escapa: una previa “preparación” solamente la precisa una mala noticia, no
una noticia que nos llena de felicidad. Sin duda te preguntarás,
como yo me pregunto, por qué había que guardar ese secretismo a ultranza, te
preguntarás por qué razón había que preparar el ambiente antes de dar la
noticia si la noticia no era mala en absoluto, todo lo contrario, era la
mejor de las noticias imaginables, la feliz noticia de que la vida no se
acaba con la muerte y que el Mesías esperado no se limitaría a reinar en este
mundo perecedero, sino que inauguraría la resurrección para toda la
eternidad. ¿Cuál es el motivo racional para esa pretendida preparación del
pueblo? Ninguno. Los políticos preparan a los ciudadanos cuando se avecinan
tiempos difíciles, y los amigos preparan a los familiares antes de darles la
noticia de un fallecimiento. Pero tanto unos como otros se apresuran cuando
lo que hay que anunciar es fantástico. ·
No es congruente porque una cosa es preparar y otra muy diferente
es confundir. Preparar a alguien para
una noticia cualquiera consiste, simplemente, en administrarle esa noticia
poco a poco, de forma progresiva. En este caso, sin embargo, no se procedió
así, se comenzó por presentar al pueblo una noticia radicalmente opuesta a la
que era el objeto de la preparación, se le predijo la futura llegada de un
Mesías mundano que reinaría solamente sobre el pueblo elegido. Para explicar
la futura llegada de un Mesías salvador de la humanidad entera, enviado por
un Dios amoroso, resulta grotesco y descabellado comenzar amenazando con un
Mesías opuesto, un Mesías exigente enviado por un Dios justiciero.
Perdóneseme el símil, pero esto es en todo parecido al sinsentido de comenzar
a hablarle a alguien de la posibilidad de que su padre haya fallecido…. para
luego acabar dándole la feliz noticia de que sigue vivo. ·
No es proporcionada porque la pretendida “preparación”
comenzó nada menos que ocho siglos antes del nacimiento de Jesús de Nazaret. El profetismo judío se
inició en el siglo VIII a.C. Pretender que un
pueblo, y menos un pueblo tan despierto como lo es el judío, precisaba de
ocho siglos nada menos de verborrea profética para que fuera haciéndose a la
idea de que estaba en camino un Mesías salvador, resulta tan exageradamente
desproporcionado que raya en lo pintoresco. Por
consiguiente y en resumen, ¿cuál podría ser la razón para la ocultación de
algo tan sumamente maravilloso y la necesidad de suministrarlo en etapas, a
lo largo de varios siglos? Pues está claro: ninguna, no existe razón ninguna,
constituye un absurdo carente de toda lógica, constituye, como ya he dicho,
una razón ad hoc para poder mantener a Jesús, que
representa la felicidad en la eternidad, entroncado en ese A. Testamento
judío que representa todo lo contrario, la felicidad en el mundo. Resulta tan
radicalmente insensato este argumento de una pretendida preparación lenta y
paulatina de un pueblo que ni siquiera bajo la óptica de la fe judía, es
decir, ni siquiera para la llegada del Mesías del Antiguo Testamento está
justificado el montón de siglos de preparación que lleva ese pueblo
esperando. Tratar de justificar una pretendida“revelación ascendente”,
de nada menos que ocho siglos de duración, para “preparar” al pueblo sobre
una noticia que no es mala, sino maravillosa, carece de sentido. Sólo las
malas noticias precisan preparación, y nunca de ocho siglos. ¿Por qué
Jesús nació en Judea? Pero ahora supongo que me plantearías tú a mí, si delante me tuvieras,
por qué entonces Jesús de Nazaret fue a nacer,
precisa y casualmente, dentro de ese pueblo de Abraham y de David si no se
correspondía con el Mesías esperado por ellos. El mundo es enorme (el mundo
civilizado, se entiende). En aquellos tiempos, no tanto, pero también enorme.
Que Jesús fuera a caer en ese mismo rincón geográfico en el que ya esperaban
un Mesías, no voy a pretender que constituya una pura casualidad. Pudiera
ser, pero resulta demasiado chocante. Tal coincidencia del nacimiento donde
parece que ya le esperaban no es mera casualidad, puede tener un fundamento
teológico que lo explique, por supuesto, pero no el fundamento que te han
contado toda la vida, el de que Jesús fuera precisamente ese salvador
esperado por Israel, porque no resultó serlo en modo alguno ni él mismo lo
reconoció. ¿Por qué Jesús nació judío, si no era el Mesías esperado en Judea? Esta
es tu pregunta, más que sensata. Y yo te contesto con una nueva pregunta: Si
de ti hubiera dependido, ¿dónde habrías situado la venida del Mesías?, ¿cuál
habría sido el lugar más adecuado? Pero antes de que me contestes, déjame que
te recuerde cual era la misión de Cristo en la tierra y luego decides. Jesús
no vendría a consolidar al mundo, no vendría a establecer un orden justo y
perfecto entre los hombres, no vendría a restaurar el Edén perdido; todo lo
contrario, vendría a recordarle a la humanidad que su destino está más allá
de la muerte y que, por lo mismo, no hay más camino que la renuncia al mundo.
Y una vez aclarado esto, te formulo nuevamente la pregunta: ¿Dónde habrías situado
tú la venida de ese Mesías tan espiritual, si de ti hubiera dependido? Desdichadamente no puedo escuchar tu opinión, pero la intuyo, porque es
la más lógica. Ese mensaje de renuncia y espiritualidad cuadraría en un
pueblo acostumbrado al silencio y la pobreza, un pueblo hecho al sufrimiento,
sin duda un pueblo de oriente, quizás el hindú. Esto es lo que me figuro que
piensas que hubiera dispuesto el Padre Eterno… si en vez de ser Dios fuera
hombre, claro, porque estás pensando con lógica humana. Pero Dios no es
humano, es Dios, y nos resulta siempre imprevisible. Dios siempre actúa por
la vía de la excepción, de lo inesperado, de lo aparentemente ilógico para
nosotros. Esta es la ley de oro que dejé formulada páginas atrás, el criterio
sorprendente que explica la aparente inexplicabilidad
de las actuaciones divinas, tantas veces constatada en los hechos que se
narran en la Escritura y en los hechos que acaecen en nuestra propia vida
cotidiana. Jesús podría haber bajado a la tierra en una cuna más “cómoda” para su
misión salvadora, pero no lo hizo así. En la encrucijada del mundo, sin
embargo, en el Cercano Oriente, había un pueblo muy diferente a todos, un
pueblo que ya esperaba un Mesías, pero un Mesías “suyo”, enviado por un Dios
nacional que culminaría su predilección racista con un Mesías triunfador
sobre la faz de la tierra e instaurador del predominio judío…. justamente un
Mesías opuesto al auténtico, al que Dios enviaba. ¿Lo comprendes ahora? Era
preciso sembrar en medio del páramo, iluminar en medio de la oscuridad. Ese
era el escenario perfecto para descender la verdad en medio del error, y ése
eligió. Si el Mesías venía para derribar
los mitos del Paraíso en la tierra y del Dios nacional, nada mejor que
hacerlo en el corazón mismo del error, en medio del pueblo que se aferraba a
esas ideas. No otra es la razón de que naciese en Judea. Ahí tienes
la única y verdadera razón teológica de que Jesús naciese en el seno de
Abraham, no para ser su Mesías (al que no se parece ni de lejos), todo lo contrario,
para destruir el error mesiánico de Israel. Y así ha sido: el cristianismo se
ha extendido, el judaísmo sigue estancado. Pero, como ves, Cristo sigue
siendo, a pesar de los siglos, el Gran Desconocido. Ni los teólogos ni la
Iglesia han sido capaces de comprender la verdadera razón por la que el
Mesías nació en el centro del error, incapaces de valorar la imposibilidad
del Jesús judío y predicador junto al Jesús universal y redentor, a pesar del
abismo irreconciliable entre uno y otro. Si Jesús es el de la última cena y
el de la cruz, no puede ser también el Jesús de los profetas y de la
condenación eterna. Leyendo los Evangelios, si un Jesús es verdad el otro no;
los dos juntos es obra de los evangelistas. Por eso en los templos se siguen leyendo textos que a uno le
dejan perplejo, textos que para un cristiano auténtico no son palabra de
Dios, son palabra contra Dios, porque hablan del Dios y del Mesías privados
de un pueblo determinado, el del Antiguo Testamento. A uno le deja perplejo
que la teología cristiana siga haciéndose eco de una historia anterior y
ajena que nada en absoluto tiene que ver con el Dios universal y
misericordioso. Jesucristo no vino a coronar una historia ajena, no tiene
nada en común con el Mesías anunciado por los profetas judíos, no vino a
completar nada, vino a instaurarlo todo. Jesucristo es entendible por sí
mismo, sin necesidad de echar mano de un pasado histórico con el que no tenía
otro vínculo que la sangre hebrea de una bendita hebrea, María. Sé que mis
palabras serán motivo de escándalo, pero son palabras sinceras. --------------------------------------- Esta publicación está destinada
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