(Imagen tomada del reportaje “Salvador Dalí”)
V.- EL HOMBRE Y SU DESTINO (Ultima actualización: 08-04-2020) La muerte....
¿fin o sólo tránsito? El concepto muerte, cesación de vida, puede ser objeto de dos
interpretaciones, según se refiera a la individual o a la universal. En torno
a estos dos hechos clave se ha tejido toda una maraña de especulaciones en
escatología. El primero de estos hechos es el de la muerte como fin del
episodio de vida de cada uno en el mundo, hecho que nos consta por
experiencia. Sin embargo, de este hecho no puede testimoniarse otra cosa que
la defunción del cuerpo físico, que queda inanimado y se corrompe, pero
ninguna certeza sobre la suerte que pueda correr el alma o principio vital
que ha estado animando ese cuerpo durante su vida física. El segundo de los
hechos clave, el de la muerte entendida como fin del mundo vivo, sólo es
abordable desde las hipótesis científicas, desde la especulación filosófica y
desde la fe religiosa, y te contaré lo que de él sé en el último capítulo.
Ahora toca ocuparnos de la muerte individual. Para un ateo materialista está claro
que la única realidad relevante es que un día dejará de existir él personalmente
y que todo lo que pueda acontecer desde ese momento, incluido el hecho de si
habrá o no habrá fin del mundo algún día, no le inquieta lo más mínimo, por
la simple razón de que él ya no estará en parte alguna. Para él, la muerte,
en cuanto a su conciencia personal, es la disolución en la nada (si la nada
existiese, lo malo es que no existe, de manera que su creencia no tiene
sentido). Para el resto de la humanidad, es decir, para la inmensa mayor
parte de los mortales, que no somos tan ingenuos y sí que comulgamos con esa
certeza de que al alma tiene que ir a parar a alguna parte, para esa gran
mayoría es lícito el interés en saber
en qué puede consistir ese más allá
del mundo. ¿Qué es lo que te espera al morir? Ateniéndote a lo que has leído al
principio del libro, queda claro que eso que te aguarda no será otra cosa que
la vida auténtica y para toda la
eternidad. Pero lo primero que te interesa como lector es una referencia,
siquiera a brochazos, de lo que el hombre ha pensado, a lo largo de los
siglos, sobre su propia muerte: · En Oriente no hay grandes escuelas de pensamiento, como en el
mundo clásico de Occidente, lo que hay son grandes religiones que resumen
todo el saber cultural. El hinduismo existía ya veinte siglos antes de
Jesucristo, y ocurre con él lo mismo que ocurre con el judaísmo, que marcan
el camino de todo el pensamiento colectivo. El budismo es posterior (VI antes
de Cristo), pero en lo esencial es continuación del hinduismo, hasta el punto
de que por los hindúes fue visto como una secta hereje y provocó su éxodo y
arraigo en el Tíbet y en Mongolia. En esta corriente religiosa común a todo
Oriente, el yo realmente no existe, es una mera apariencia esclavizada por el
cuerpo y por los deseos. Su única meta, por tanto, es la liberación, la cual
puede lograrse por sucesivas purificaciones, a través de reencarnaciones
sucesivas, hasta conseguir el retorno al origen, al “Todo universal y
trascendente”, del cual es una parte y en el cual se diluye al morir
definitivamente. La muerte significa, por consiguiente, vista hacia atrás,
una liberación del cuerpo y del mundo, y vista hacia delante, una
desaparición o disolución en el “Todo”. No significa, por tanto y a pesar de
su profunda espiritualidad, ninguna pervivencia personal en la eternidad,
ninguna salvación personal al estilo de las religiones monoteístas. · En nuestra cultura, la inmortalidad del alma y su separación sin
problemas del cuerpo, al que concebían unida de forma accidental, fue
defendida por filósofos como Platón. Epicuro, positivista donde los haya,
iniciador del hedonismo, se refugió en un puro artificio mental para
defenderse de ese perfecto aguafiestas que es el morir, con un razonamiento
más o menos así: “Cuando yo existo, la muerte no, y cuando la muerte existe,
yo ya no, luego no me inquieta”. Es ingenioso, pero auténticamente estéril,
porque únicamente vale para un ser que no tenga conciencia de que la muerte
le ha de llegar algún día, es decir, vale para mi perro, pero no para mí. · Otro artilugio mental no menos absurdo, saltando, desde luego,
bastantes siglos, es el del materialismo ateo de Marx, que solamente postula
la inmortalidad del alma en cuanto “alma humana”, es decir, en cuanto alma común de toda la especie. Esto le lleva al
disparate de defender un mundo y una especie humana que jamás se agotarán,
pero en cuanto fenómeno colectivo, no en cuanto suma de individualidades. Marx
pensaba así porque creía únicamente en la materia y veía la pretendida alma
individual como un simple epifenómeno general de la materia. Habría que
preguntarle al señor Marx, entonces, cómo es posible que la suma de muchas
no-almas individuales lleguen a producir un alma única. · En la tradición judeo-cristiana, este
tema de la muerte y sus consecuencias ha tenido una clara raíz religiosa, de
manera que ha sido la creencia la que ha arrastrado y marcado la evolución
del pensamiento. Esa creencia, para nada materialista, nunca mantuvo la
expectativa de la disolución en la nada como único
fin. La cultura judía mantenía la existencia de un “lugar”, más o menos
misterioso, arcano, oscuro y poco definido, al que llamaban “sehol” (también conocido como “los infiernos”), en el
cual continuaban existiendo “los muertos”, mientras que sus cuerpos se
corrompían en el sepulcro. Parece claro que esta creencia discernía ya entre
el cuerpo y otra cosa diferente a la que designaba con el nombre genérico de
“el muerto”, es decir, con la identidad de la persona en su conjunto. · Es en los Salmos donde aparece ya la idea de la justicia de Dios
liberando del sehol a los justos, donde solamente
permanecerían indefinidamente los impíos, mientras de los cuerpos nada se
añade a su destino corruptible del sepulcro. Y es en el judaísmo tardío, es
decir, el que corresponde al tiempo de Jesús, cuando aparece ya en clara
dualidad la realidad alma-cuerpo, pero de forma radicalmente inseparable, de
manera que cuando se muere, muere el hombre entero, no solamente su cuerpo.
Esta idea imperante entonces de una muerte total es decisiva a la hora de
interpretar las enseñanzas de Jesús, en el sentido de que la idea de un más
allá eterno tenía que pasar por una previa resurrección del hombre, pero del
hombre completo, puesto que completo había muerto, una resurrección
personalizada en la que lo primero que tenía que ocurrir era la vuelta del
cuerpo desde el sepulcro. · Con esto último se ha producido un paso hacia delante en la
concepción integral del hombre, pero también se ha dado un paso atrás en
cuanto a la posible eternidad del espíritu, puesto que no lo concebían como
separable del cuerpo. Como acabo de escribir y como luego verás en el
capítulo de la Redención, la resurrección solamente era concebida de forma
integral, como un levantamiento del cuerpo desde el sepulcro, otra vez
animado por el alma. Y esto, que no pasaba de ser una simple creencia de una
cultura determinada en un tiempo histórico determinado, iba a tener, por
desdicha, una influencia absolutamente decisiva y nefasta en torno a los
temas escatológicos. La resurrección corporal, la cual Cristo quiso
protagonizar con el único fin de que le creyeran, porque era una necesidad
impuesta por la cultura del pueblo, ha sido interpretada por la Iglesia al
pie de la letra y para siempre, olvidando esa mera finalidad de puro testimonio de que la muerte no es
el final de todo. · Extendiendo la experiencia de la resurrección física del Salvador
(a pesar de ser un hecho excepcional y con fines prácticos de fe) a todo el
género humano, la Iglesia no solamente defiende el error de la vuelta a la
vida de los cuerpos, sino que, a veces, lo ha hecho de una forma
absolutamente estricta, es decir, con la misma carne con la que se ha vivido.
En el capítulo anterior he hecho mención de un Concilio, el VI de Toledo, que
así lo declaró: “... no se trata de una
carne aérea o etérea, porque esto supondría una nueva creación corporal y no
se correspondería con la resurrección de Cristo”. Esta defensa a ultranza
de la resurrección carnal fue la causa de que la modificación posterior del
Credo, en el sentido de que la resurrección es “de los muertos” y no “de
la carne”, provocase una fuerte critica y rechazo dentro de la propia
Iglesia. · Por otra parte, los Padres de la Iglesia justificaban este tipo
de “resurrección al pie de la letra” fundamentándola en la pura lógica, de
esta guisa: “… si los cuerpos han sido
creados por Dios, redimidos por Cristo y alimentados por la Eucaristía, es de
cajón que los cuerpos han de ser resucitados”. Nada más y nada menos. Lo
malo es que ninguna de las tres premisas es cierta. Lo que Dios crea, Cristo
redime y la Eucaristía alimenta son almas, no cuerpos. Y tan al pie de la
letra cundió la creencia que Atenágoras llegó a
asegurar que, en el caso de que el cadáver hubiera sido devorado por las
alimañas, Dios recuperaría las partículas desde dentro de los devoradores
para recomponer exactamente el mismo cuerpo anterior del muerto. Solamente el
hombre puede ser capaz de urdir absurdos de este tamaño. · Convicciones, posturas y doctrinas como las del párrafo anterior
resultan tan pintorescas que se comentan por sí mismas, a pesar de que
pertenezcan, o hayan pertenecido en algún momento, al magisterio de la
Iglesia oficial. Pero lo cierto es que en ese magisterio oficial también se
encuentran abundantes contradicciones con lo anterior. En definitiva, la
propia Iglesia tampoco ha acabado de definirse, de forma clara y terminante,
sobre este tema de la pretendida resurrección física. Tan pronto la
resurrección de la carne, tal cual era antes de la muerte, constituye una
verdad dogmática inapelable (Cc IV de Letrán, Cc VI de Toledo), como todo lo contrario, la resurrección
se produce en cuerpo glorioso, espiritualizado, nada de carnal (Flp3,21; 1Co15,44; Catecismo Iglesia Católica 999). Si, como acabas de ver, el hombre es
incapaz de pronunciarse sobre su propia existencia, menos aún va a hacerlo
sobre su destino. Inicié este capítulo con una pregunta en el segundo
párrafo: ¿Qué es lo que te espera al
morir? Y ha quedado patente la
incapacidad del hombre para responder a preguntas tan lejanas cuando ni
siquiera es capaz de responder a algo mucho más elemental y cercano: ¿Qué soy yo realmente?........ Porque
resulta obvio que tampoco lo sabe. A través de siglos y generaciones ha ido
amasando una leyenda maravillosa sobre sí mismo como eje del mundo, sin caer
en que su realidad no está fuera de sí mismo, sino dentro: ü Si yo soy realmente algo, soy
precisamente mi intimidad. Antes de lo que veo, lo que toco y lo que oigo,
antes incluso del rumor interno de mi propio cuerpo, antes de ninguna
sensación llegada desde fuera de mi conciencia, está precisamente eso, mi
propia conciencia, convivo inseparablemente con ella. Pueden aislarme de todo
estímulo exterior, pero resulta imposible que me aíslen de mí mismo. No se
trata solamente de que yo sea capaz de pensar y sentir, no se reduce sólo a
que yo tenga pensamientos, emociones, recuerdos y anhelos, se trata de algo
más, se trata de que no soy esencialmente otra cosa que eso mismo, mis
pensamientos, emociones, recuerdos y anhelos. La sinfonía de la vida suena
fuera, bajo el cielo luminoso y el murmullo de la gente, pero se vive dentro
del espíritu. ¿Qué cosa soy yo, sino la máquina imparable de mis cavilaciones
y sentimientos? ¿Qué cosa soy yo, sino mi espíritu? Lo más cercano y evidente para ti no es
tu cuerpo, es tu espíritu. Si tú eres algo, eres precisamente tu intimidad.
Pueden aislarte de todo estímulo sensorial, pero resulta imposible que te
aíslen de tu intimidad. Tu conciencia eres tú, no eres otra cosa. Ahora que te he forzado a pensar qué
cosa realmente eres tú quizás estés en condiciones de comprender tu destino,
que es de lo que estábamos hablando en este capítulo. Hasta ahora, ante la
duda de lo desconocido, siempre te colocabas fuera de ti mismo, confuso y mirando
al horizonte que te rodeaba y haciendo preguntas que nadie contestaba...... Y
resulta que la respuesta la has tenido siempre dentro, en lo más profundo de ti mismo, en una verdad tan
simple como segura, en la cual nunca se te ocurrió pensar: Si yo no soy otra cosa esencial que no
sea mi espíritu y el espíritu es ajeno al espacio, también es ajeno al tiempo, porque espacio y
tiempo no son dos realidades independientes, son una única realidad
espacio-temporal que no puede ser escindida. Todo lo espiritual es eterno. Esta verdad tan esencial sobre el espacio-tiempo la proclamó
Einstein hace más de un siglo, sin enterarse (como siempre) del significado tan
profundo que ese descubrimiento encerraba en el ámbito de la filosofía, de
las ideas. Él, como buen físico, lo descubrió sin querer analizando los
secretos de la materia, lo consideró como un hallazgo más dentro del mundo de
las cosas y se quedó tan feliz. Porque lo espiritual es tan ajeno al
tiempo como al espacio, ni la muerte es el fin de la vida ni sólo el hombre
es inmortal. Todo lo espiritual vive para siempre porque es obra del Creador. Juicio, condena e infierno Bien, ya estamos situados en la
eternidad de las almas. Y ahora….. ¿Qué? ¿Qué ocurre
con ese alma? ¿Es igual la muerte de un bigardo que
la de un santo, los dos llegan a la eternidad y ya está? ¿O realmente hay
algo más? Se han pasado la vida diciéndote que, efectivamente, hay mucho
más…. y lo hay, pero te lo han dicho de forma inquietante, cuando no
preocupante y hasta tenebrosa. Te han contado esta vida de aquí como una
fugaz partida de naipes en la que te juegas toda tu fortuna para siempre y
sin posibilidad de enmienda, te han pintado la eternidad como un tribunal que
sentencia y ante el que ya no caben recursos ni lágrimas. O eres inocente, o
eres culpable. En esa historia que te han contado no hay medias tintas, hay
buenos y hay malos, hay gloria y hay infierno. Si eres, como antes supuse,
una persona sensata, sabes que no puede ser así, sabes que, además de que la
vida sigue después de la muerte, no puede ser que te juegues esa eternidad por
este estúpido episodio de ochenta años de vida en el mundo…..
Quizás menos, solo cuarenta….. Incluso puede que
solamente diez…. O puede que unos pocos días....... ¡Qué injusto todo, si así
fuera! Lo más importante ya está dicho: todo
lo que es espíritu, todo lo que no es materia, vive para siempre, es eterno,
estás creado para no morir jamás porque eres creación de Dios, y Dios no
otorga la vida para una curiosa experiencia de un fin de semana. Esto primero
es lo más trascendente, pero lo que viene detrás no se queda a la zaga:
además de vivir eternamente, ¿qué te
espera en esa vida interminable? ¿Es todo tan justiciero y tan duro como te
han contado? Encima de la incertidumbre que te suscita la muerte, se
amontona esta segunda incertidumbre de qué será lo que allí te espera. Pues
verás, solamente hay dos caminos a seguir para llegar a saberlo, y no es que
sean alternativos, no tienes que elegir, son complementarios y los dos debes
recorrerlos. Uno es lo que dice la Escritura del monoteísmo más arraigado y
universal, el cristianismo, y el otro es lo que te dice la luz natural que el
Creador te ha instalado en el alma, tu pensamiento. Lo que dice la Escritura La reiteración de Jesús sobre el juicio que sufrirá cada hombre y
la posible condena que seguirá, según sus obras, es abrumadora. En la
explicación que da a los discípulos sobre la parábola del sembrador (Mt
13,37-43 y 49), así como en las parábolas de las diez jóvenes, de los
talentos y del juicio final (Mt 25), como también en la narración del rico y
Lázaro (Lc 16,19-31), insiste, una y otra vez, en
que serás juzgados por tus obras, y lo hace duramente, hablando de fuego
eterno y de rechinar de dientes, utilizando palabras y expresiones que
recuerdan en todo al Dios justiciero y temible de la Antigua Alianza. Es más,
incluso la imagen de un infierno en llamas está literalmente tomada de Isaías
(Is 66,24). Se trata sin duda del Jesús judío,
instruido en la destemplanza de Yahvé. Esta reiteración tan desesperanzadora supongo que te habrá
producido siempre el mismo estupor que a mí me ha producido, y sigue
produciéndome, cada vez que lo leo. ¿Cómo es posible? Constituye un hecho
verdaderamente sorprendente y contradictorio dentro del contexto en el que
aparece, por cuanto discurre en sentido inverso al resto del Evangelio, que
va justamente en el sentido del amor y el perdón. Este Jesús que así habla,
haciéndose innegable eco de las enseñanzas recibidas desde niño, pidiendo
cuentas al hombre por los errores, nada tiene que ver con el otro Jesús, el
que proclamó solemnemente “El que cree
en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás”
(Jn 11, 25-26). Esto también aparece en sus labios
y no exige, para nada, conductas intachables, exige solamente fe en el
corazón; y es natural, porque el hombre puede pecar incesantemente a pesar de
creer en Dios y amarlo, como todos los creyentes sabemos por propia
experiencia. ¿Es que Jesús se contradice a sí mismo? ¿A quién condenará? ¿Al
que no fue amante del prójimo, aunque tenía fe, o al que no la tenía, pero
era amante? ¿A quién salvará? ¿Al que cumplía, aunque era incrédulo, o al que
tenía fe, aunque era pecador? ü Este desconcierto es inevitable si encaras la Escritura con
espíritu neutral y desapasionado, prescindiendo de las interpretaciones
dogmáticas de la Iglesia. La Palabra fue escrita para todos los cristianos,
para ti personalmente, no para que te la impongan filtrada e interpretada por
ninguna cúpula eclesial, y menos por una cúpula que se ha alejado tanto de la
herencia de Cristo. Si lees la Escritura con ojos críticos e independientes, vas a
sacar dos inequívocas conclusiones: Una es que, palabra a palabra y juicio a
juicio, el texto sagrado está abarrotado de contradicciones. Otra es que,
prescindiendo de esa literalidad contradictoria, contiene un innegable
mensaje de amor, perdón y esperanza. El resultado final debe ser, en buena
lógica, que esa literalidad, a veces contradictoria, es de menor importancia
y probablemente no se debió al propio autor de las palabras, Jesús, sino al trabajo humano de cuantos participaron en
la trascripción de sus enseñanzas. Lo lógico es quedarse sólo con el espíritu
que alienta a lo largo y ancho de las páginas. Sería un error ingenuo asumir
al pie de la letra palabras que fueron pronunciados bastantes años antes de
ser recogidos en los textos y después de haber pasado por añadidos,
referencias y traducciones de unos y otros. La
contradicción entre el Jesús del amor y el perdón y el Jesús rabino y
justiciero, entre el mensaje de fondo y la literalidad del texto, es la
contradicción más clamorosa de la obra de los evangelistas. Según la Escritura, ninguna palabra del hombre será válida si no
va acompañada de obras (parábolas del sembrador, de las diez jóvenes, de los
talentos y del juicio final, como también la narración del rico y Lázaro).
Tomando esto al pie de la letra, parece que el hombre de fe nada tiene que
esperar si no ha sido capaz de llevar su fe al cumplimiento concreto de cada
día. Y sin embargo, también está escrito todo lo contrario y con igual
claridad: “El que cree en mí, aunque
muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás” (Jn 11, 25-26), dicho tal cual, con esa rotundidad: no morirá jamás...... sin poner por
condición conducta ninguna y sin que deba sobreentenderse que quien tiene
auténtica fe es necesariamente intachable, porque todos sabemos que esto no
es así. Si ahora unes estas contradicciones literales a la gran contradicción
de fondo, esto es, la inserción de este lenguaje exigente en un texto que,
por lo demás, es de piedad y perdón, levantarás la mirada del libro
evangélico desconcertado, sin saber a qué atenerte. Tanta discordia puedes resumirla en dos bloques de mensajes, tan
bien definidos como desiguales entre sí: los que anuncian estricta justicia y
los que hablan de amor sin límites, desiguales porque la justicia es ciega y
no conoce al amor, y el amor sí que conoce la justicia, pero prefiere
ignorarla. Es inevitable que la justicia desoiga al amor, y es notorio que el
amor se olvide de hacer justicia. ¿Qué hacer con las palabras del Maestro? 1.
Puedes pensar que
Jesús tenía, ante todo, el conocimiento propio de la cultura de su pueblo y
de su tiempo. Puedes pensar que decía esto porque así había sido instruido
desde niño. Y en apoyo de esta tesis vuelvo a recordar la imagen concreta del
infierno como un lugar de fuego eterno, imagen descrita por Isaías (Is 66,24), que Jesús habría leído y escuchado tantas
veces en la sinagoga y que luego pudiese repetir en sus enseñanzas
(suponiendo que realmente las repitiera, porque siempre estamos partiendo de
lo que los evangelistas han escrito). Por descontado que Jesús desconocería la redondez del planeta o
la evolución de las especies, porque en todo lo referente al mundo era uno
más del mundo y no alcanzaría aquello que estuviera fuera de los
conocimientos de su época, pero hacer extensiva esta suposición al tema tan
trascendental del destino del hombre al morir...... Las suposiciones no
pueden llevarse al extremo de lo inasumible. 2.
Puedes pensar que
Jesús conocía, desde luego, la verdad, pero prefería adaptarla a la
mentalidad del pueblo que le escuchaba y a la cultura singular de ese pueblo.
Este pudiera ser el motivo de que se plegara a veces a las severas palabras
del Antiguo Testamento...... pero no hasta el extremo de declarar algo que
afectase a la misión para la que había venido al mundo. Según Mateo (5,17)
Jesús llegó a declarar “No penséis que
he venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a darles cumplimiento”.......
Pero resulta palmario que, de hecho, la abolió enteramente, sustituyendo la
ley del talión por la ley del perdón. Este es uno de esos pasajes que
demuestran la frontal contradicción entre los testimonios que de sus palabras
(de sus "pretendidas" palabras) nos dejaron los evangelistas en sus
textos. 3.
Puedes pensar que,
según otros analistas de hoy, en algunas ocasiones sus palabras no estaban
orientadas a la información desnuda de la verdad, sino que tenían un enorme
componente didáctico y estaban orientadas a la exhortación moral, dentro del
marco cultural de las gentes para las que hablaba. Esta pudiera ser una
explicación de por qué insistía (si es que de verdad insistía) en esa
terrible posibilidad de condenación y de infierno, absolutamente inverosímil
dentro de un discurso henchido de perdón sin límites (“No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces
siete” Mt 18, 23). ¿En qué quedamos? ¿Hay que perdonar siempre o el
perdón tiene límites? Esa cultura de su pueblo, tan tenida en cuenta por Jesús,
consistía en la creencia de un lugar indefinido, llamado sehol,
en el que permanecían para siempre los “muertos”, mientras que los cuerpos se
corrompían en los sepulcros, y que no era posible una vuelta a la vida del
“muerto” si no iba acompañada de la resurrección del cuerpo como prueba.
Según esta tesis, cuando Jesús repetía la durísima justicia de la Antigua
Alianza, lo hacía hablando de un sehol convertido
en infierno permanente y de una salvación convertida en resurrección de los
cuerpos. 4.
También puedes pensar
que esa parte tan justiciera (y tan discordante), dentro de las enseñanzas de
Jesús, ha sido añadida al mensaje original desde fuera o, cuando menos,
enfatizada y manifiestamente exagerada por las sucesivas manos y voces que
han intervenido en los relatos evangélicos, con el fin, nunca justificable,
de contribuir a un mayor poder de persuasión entre los fieles. Es una teoría
que ha sido ya propuesta entre los exegetas y que aparece, en determinados
pasajes, como la más probable. Es preciso tener en
cuenta que desde las palabras pronunciadas por el Maestro hasta su vertido en
los textos transcurrió un larguísimo recorrido en el tiempo, en las fuentes
utilizadas (como el famoso documento “Q”) y en las traducciones. Todo este
tortuoso y largo camino, como siempre que algo es demasiado manoseado y alquitarado
en el tiempo, tiñe de colores interesados la verdad histórica, aunque eso no
desacredite el fondo sustancial del mensaje, que en este caso es de amor y
perdón. Personalmente considero absurdo suponer que Jesús desconociese la
imposibilidad de un infierno eterno, así es que la primera la descarto.
Acepto con trabajo la segunda. Me cuesta pensar que repitiese tanto y tan
vivamente la condenación sólo por respeto a la tradición de su pueblo, Sin
embargo y en cuanto a la última, estoy persuadido de que esas imágenes
proféticas del infierno y todas las demás referencias terroríficas que tanto
desafinan en el seno de sus enseñanzas, nunca fueron dichas por Jesús tal
cual aparecen. He creído y creeré siempre en el medio siglo transcurrido
desde la muerte de Jesús, la transmisión oral de sus enseñanzas y el deseo de
dotarlas de mayor persuasión (especialmente esto último) como la causa que ha
llevado a unos y otros a añadir, exagerar y adulterar el fondo heredado de
sus palabras. Lo que sí sé es que, por supuesto, en la eternidad de Dios no
existe el mal, y menos una mazmorra eterna llamada infierno. La Iglesia de hoy sigue insistiendo en la existencia de la
condenación y del infierno eternos, pero ha admitido
cambios significativos. Ya no reconoce, por ejemplo, que el infierno sea un
“lugar” determinado y menos aún que consista en “fuego”. Estas palabras son
textuales en la Escritura y la Iglesia las mantuvo antaño. Sin embargo y
aunque dichas por el propio Jesús (según los evangelistas), no ha tenido
problemas de conciencia en pasar a considerarlas ahora como un valor
puramente simbólico. El infierno ya no es un “lugar” concreto según la
Iglesia, ya no consiste en la tortura del “fuego”..... Pero por esa misma
razón de que estos caracteres del infierno, a pesar de tan literales en la
Escritura, no tienen más valor que el simbólico, ¿por qué no ha de tener el
mismo carácter simbólico la pretendida “eternidad” de la condenación? Es más
fácil aceptar que el infierno consista en fuego (lo cual ya no predica la
Iglesia), que aceptar que sea eterno (lo cual sigue predicando). La eternidad
no es un sitio donde está Dios, la eternidad es Dios mismo, y en Dios no
puede haber infiernos. El hecho clave He intentado someter a tu consideración lo que entiendo que son
graves contradicciones, y también he intentado buscar alguna explicación a
ese “cisma interno” de la Escritura. Pero al margen de que haya conseguido
dar con la explicación o no, se advierte un hecho que es clave, porque supera
la controversia y sitúa el problema en el plano de lo objetivo. Esa clave la
encontró un hombre agudo, Von Balthasar, teólogo
suizo. Von Balthasar fijó la atención en un
hecho tan elocuente como poco considerado por los exegetas, y es éste: las contradicciones
no se produjeron de forma aleatoria y a lo largo de toda la enseñanza
pública, sino que hay un momento claro de inflexión en el discurso de Jesús,
momento que marca un cambio en el sentido de sus enseñanzas, antes de ese
momento orientadas principalmente al cumplimiento riguroso de la ley mosaica
y la posible condenación eterna, y a partir de ese momento orientadas hacia
la redención de todos los hombres sin excepciones. Ese momento de inflexión fue el inmediato anterior a la subida a
Jerusalén y a la inmolación en la cruz, es decir, al capítulo definitivo de su vida, la Redención. Hasta
ese hecho habló principalmente como el predicador del Antiguo Testamento. A
partir de ese hecho habló como el redentor de la Nueva Alianza. Esta es la
clave definitiva en este problema. La contradicción entre el Jesús-rabino y el Jesús-redentor no fue
continua, tuvo un momento claro de inflexión: el de la subida a Jerusalén y
su inminente inmolación. Ahí, el Jesús del Viejo Testamento judío desapareció
ante el Jesús de la Nueva Salvación Universal. Para fundamentar su tesis, Von Balthasar se apoyó singularmente en los versículos 31 y
32 del capítulo 12 de Juan, que literalmente dicen así: “Ahora es el juicio de este mundo, ahora el que gobierna este mundo
va a ser echado fuera, y yo, cuando haya sido levantado de la tierra, atraeré
a todos a mí”. De estas palabras sacó la misma conclusión que a todos los
creyentes nos alienta: que el mundo está gobernado por el mal y que sólo la
crucifixión de Jesús nos devolverá a la eternidad....... Pero no son palabras
para enmarcar en el tiempo del mundo,
en el cual Jesús no hablaba casi nunca y en el cual, por el contrario, la
teología eclesial se sitúa casi siempre. La inmolación en la cruz sucedió, como
hecho físico, en el tiempo del mundo, pero sucedió, como Redención, en la
eternidad, y es en la eternidad donde está el único reino existente de Dios,
el del bien. El mundo ha sido, es y seguirá siendo el reino del mal hasta su
destrucción definitiva. Aquí, ni ha reinado Jesús ni ha pretendido reinar
nunca (“Mi reino no es de este mundo”
Jn 18, 36 ). En el corto
espacio de tiempo entre la subida a Jerusalén y el Gólgota, todas la palabras
del nuevo sermón de Cristo van a confluir en un nuevo anuncio, el de la
universalidad de su misión de salvación. Ahí están sus palabras en el
cenáculo, o en la cruz, en las que proclama de forma inequívoca la salvación
de todos los hombres sin excepción, Ese "atraeré a todos a mí" no se trata de una atracción mundana,
libre, como la teología la interpreta y a la cual el hombre pueda oponer su
voluntad y rechazarla, se trata de la atracción irrenunciable del Creador
sobre sus criaturas. Lo que dice el pensamiento Si eres creyente, pero de los creyentes por herencia y sin
libertad ninguna, imagino la pregunta que me harías si estuviera frente a ti:
¿Qué importa lo que diga el pensamiento si existe el Evangelio, que es la voz
directa del propio Jesús? Así expuesto, a brochazos gruesos, tienes toda la
razón y estoy de acuerdo contigo. El pensamiento es una pobre herramienta que
jamás podrá alcanzar por sí sola la inaccesible profundidad de la verdad. Por
encima está la revelación. Estoy de acuerdo. Pero reconoce que es la única
herramienta de que disponemos, por lo cual tampoco se puede pretender
alcanzar la verdad prescindiendo de la razón totalmente, porque, incluso para
asimilar lo que en el Evangelio se dice, tendrás que valerte del pensamiento,
¿no? Todo lo que entre en tu conciencia tendrá que hacerlo a través del
pensamiento, incluida la palabra de Jesús. El pensamiento es una pobre
herramienta, pero imprescindible, así es que te propongo que la usemos los
dos juntos en estos razonamientos que siguen sobre la imposibilidad de que
exista esa terrible losa de una condenación para siempre. En esto, la línea
del pensamiento es verdaderamente abrumadora. 1.
En la eternidad no
existe el mal. Con estas siete palabras se dinamita toda posibilidad de una
condenación y un infierno eternos. Este argumento, tan simple y tan
elemental, lo expongo el primero y ante todos los demás porque constituye el
argumento más determinante. Aceptar que el mal puede prevalecer eternamente
es irracional, es imposible por definición y es un atentado contra la esencia
de Dios, que es la eternidad en sí mismo. Una condenación para siempre, con
su correspondiente infierno, constituye la quintaesencia del mal, la sede
misma del mal, allí donde todo el mal se reúne en medio de la desesperación y
el horror, entonando un inacabable miserere entre tinieblas, bajo la
siniestra batuta de Satanás. No sé si he cargado las tintas lo suficiente.
Supongo que no, porque el rostro del mal es difícil de ser imaginado en toda
su fealdad. Esta terrorífica realidad del infierno debe ser aceptada como
precio del pecado, puesto que la dimensión del pecado también es terrorífica,
pero lo que no puede ser aceptado, en modo alguno, es que la duración de ese
desastre sea sin límites, sea eterna. ¿Por qué? Porque hablar de eternidad
es, simple y llanamente, hablar del mismísimo Dios. Él es la eternidad, Él es
la infinitud. Lo infinito no es un espacio tan grande que nunca se acaba, ni
lo eterno es un tiempo tan largo que nunca se acaba, ni Dios es una persona
que está instalada en ese espacio infinito y eterno. El espacio y el tiempo
son cosa del universo nada más. Ni Dios es una persona en el sentido físico,
ni está en ningún lugar físico concreto. Dios es, en sí mismo, la infinitud eterna. Aceptar, por tanto, que la condenación y su infierno son eternos
es lo mismo que aceptar que en Dios también cohabita el mal para siempre. En
la eternidad, que es el reino de Dios, que es Dios mismo, es imposible que
perdure el mal, no hay sitio para el mal. Las pretendidas afirmaciones de
Jesús sobre la condenación y el infierno eterno no las hemos oído de su boca,
nos han sido transmitidas a través de textos y traducciones, a lo largo de
los primeros setenta años de nuestra era. ¿Fueron realmente dichas así?
Metafísicamente es imposible que dentro de la eternidad, es decir, dentro de
Dios, cohabite el mal en su forma más escalofriante, el infierno. Lo único
que cohabita es su obra, la Creación. Defender
la cohabitación del infierno en la eternidad es tan imposible como defender
la cohabitación del infierno en Dios, porque Dios es la eternidad en sí
mismo. 2.
El don no solicitado. Sabes que el
fundamento sobre el que se asienta esta posibilidad de salvación o
condenación eterna es la tan manoseada libertad del hombre. Según la
doctrina, será juzgado y el veredicto realmente se lo habrá impuesto él
mismo, ya antes de la muerte, con sus actos, según el uso que haya hecho de
su libertad para delinquir o no y arrepentirse o no. Pues bien, este
fundamento es una clarísima sobreponderación de la
pobre y vulnerable criatura llamada humana, porque para ser responsable hasta
ese punto extremo de jugarse la eternidad necesitaría, primero, ser una
criatura verdaderamente sabia y verdaderamente libre, esto es, conocer la
verdad y actuar sin determinismos, y ni se cumple lo uno ni se cumple lo
otro. Que no conoce la
verdad sería necio ponerlo en duda. Ante un mismo hecho, hay tantos cientos
de miles de millones de opiniones contrarias como hombres pasan por el
planeta. Todo en el hombre es subjetivismo. ¿Dónde está la verdad? ¿Cómo
puede ser juzgado quién no es enteramente consciente de lo que tiene ante sí?
Y en cuanto a la libertad, el hecho de ser capaz de elegir, dentro de esa
nebulosa que le ofrece el pensamiento, es de escaso valor cuando su voluntad
está condicionada por un sinfín de predeterminismos,
desde los puramente psíquicos hasta los educacionales, culturales, etc, etc. Hacer pender un efecto tan trascendental, la
salvación-condenación eterna nada menos, de unas facultades personales tan
precarias, ni es justo ni puede ser asumido por la razón. Es cierto que, puesto
Dios a juzgar, como ve lo que el propio interesado no ve, hasta los pliegues
más íntimos del alma que le condicionan, en su juicio no faltará la
ponderación de esas profundas limitaciones del juzgado. El juez infinito no
puede equivocarse. Este es el argumento de los que rechazan que la torpeza de
la criatura sea suficiente motivo para eximirla de responsabilidad, y es un
argumento correcto. Démoslo por bueno. Pero es que hay otra razón
irrefutable, palmaria, que demuele la posibilidad de que la criatura sea
juzgada tan duramente como para jugarse la eternidad, y consiste en que se la
juzgue en virtud de un don que no ha solicitado, que le ha sido impuesto, la
libertad. Por eso acabo de titular este apartado como “El don no solicitado”. El hombre no se ha hecho a sí mismo, y resulta obvio que, de
haber podido hacerse a sí mismo, habría elegido no poseer ese don tan nefasto
como estúpidamente alabado por la sociedad, la libertad, que puede servirle
para hacer el mal y condenarse. La suya es una naturaleza enteramente
recibida. Reconocer, por consiguiente, que el Creador ha hecho al hombre
libre porque así lo ha querido, y luego añadir que si se condena el hombre,
en uso de esa libertad que le ha sido impuesta, la culpa es exclusivamente
del hombre y no del Creador que así le ha diseñado, no puede ser cierto en
modo alguno. No puede defenderse, como así lo hace la doctrina oficial, que
el Creador “respeta” la libertad del hombre, porque respetar el resultado
final y lamentable de un ser que él mismo ha creado cómo ha querido crearlo,
constituye un sarcasmo. El fin al que quiero llegar no es, obviamente, el que algún
despistado estará suponiendo, contra toda lógica, al leer lo anterior: que
Dios es arbitrario y se divierte creando seres limitados, a los que luego pide
cuentas por sus limitaciones. Este no es mi corolario, sino el de la doctrina
oficial, que predica la posibilidad de condenación eterna para la criatura, a
pesar de sus limitaciones. Mi corolario es justamente el contrario, el
esperanzador, el lleno de fe en la justicia y la bondad del Creador, de esta
manera: precisamente porque hizo a la criatura limitada, porque no la hizo ni
sabia ni enteramente libre, el Creador la juzga de forma proporcionada, no
eterna, la ama cómo es, cómo la hizo, y la salva para siempre. Inhabilitar en cierta
medida la libertad, como acabo de hacer aquí por considerarla relativa y
precaria, conduce a habilitar, en la misma medida, la predestinación, lo cual
ya sé que es motivo de escándalo. Los defensores de la supuesta autonomía
responsable del hombre se llevarán las manos a la cabeza, indignados, al leer
estos renglones. Pero claro, se indignan porque tienen metido en su cabecita
el concepto "predestinación"
como algo asociado tanto a salvación como a condenación, lo cual nos conduce
al Dios arbitrario que salva a unos y condena a otros de forma caprichosa. Es
que no se trata de esto, se trata de que yo afirmo, con toda solemnidad, que
Dios, efectivamente, ha predestinado a todas sus criaturas, pero las ha
predestinado no para salvarlas o condenarlas caprichosamente, sino única y
exclusivamente para salvarlas a todas. Si la predestinación de que yo hablo,
instituida por el Creador para el hombre, es siempre de salvación, porque le
hizo y le ama cual le hizo, ¿dónde está el escándalo? Estar predestinado a
salvarse es la mayor de las bendiciones, no un escándalo. La criatura no puede ser condenada eternamente por el mal
uso de un “don” que nunca solicitó, que le fue impuesto. Si la libertad puede
servir para condenarse, la criatura habría elegido no ser libre. 3.
La gratuidad
condicionada ¿Qué entiendes por gratuito? Supongo que como yo y como
todos, un bien que se dona sin contraprestación ninguna. Y por contraprestación, ¿qué entiendes? Esta
respuesta va incluida en la anterior: lo que se satisface a cambio del bien
recibido cuando el bien no ha sido donado gratuitamente. ¿Y si la donación se
supedita al cumplimiento de una condición determinada? Es evidente que dicho
“cumplimiento de condición” constituye una contraprestación exigida a cambio
del bien, por lo cual éste deja de ser gratuito. Gratuito, por tanto, es
aquello que se regala sin exigir absolutamente nada a cambio. La teología debería
aplicar este mismo razonamiento al don incuestionablemente gratuito de la
salvación. La criatura es radicalmente incapaz de autosalvarse,
es más, nace ya condenada según la doctrina del pecado original, y únicamente
puede ser su Creador el que lave la mancha con la gracia de la Redención. Gracia conlleva gratuidad. Dicho de otra forma, la criatura no puede ofrecer nada
a cambio de ser salvada, no puede pagar con contraprestación ninguna. El
pecado, la vulneración de la ley divina, tiene una dimensión trascendente que
la criatura, que es pura finitud, resulta incapaz de restablecer. No tiene
otra alternativa que esperar de la clemencia de su Creador que le rehabilite,
que le done la salvación enteramente gratis, sin mérito ni precio ninguno. Sin embargo, los
teólogos, los Santos Padres, la Iglesia toda y su doctrina, ateniéndose a lo
que literalmente aparece en algunos versículos de los textos evangélicos,
versículos que hieren la vista leerlos, mantiene que, efectivamente, la
salvación es recibida gratuitamente de la mano de Dios (no pueden decir otra
cosa)….. pero con una
salvedad que todo lo cambia: sólo la alcanza aquél que reconoce su pecado y
ofrece su arrepentimiento. Aquí tienes la contraprestación, es obvio. Ya no
se trata de recibir, se trata de alcanzar. Es como si el Creador
hubiera cambiado de pronto su mensaje de amor sin límites por este otro: “No te regalo el perdón siempre, aunque te
exijo que tú sí que lo hagas con tu hermano, te lo regalo sólo si cumples una
condición inexcusable, la del arrepentimiento”. Una salvación así
sigue siendo gratuita sólo en parte, en cuanto a que es recibida
graciosamente de la mano de Dios, puesto que el hombre no tiene capacidad de
alcanzarla por sí mismo; pero deja de ser gratuita en cuanto a que no se la
regala a todos, sino solamente a los que pagan un precio determinado, el del
arrepentimiento. Evidentemente, éstas no son palabras del Jesús-redentor, el
de la institución de la Eucaristía y el de la inmolación en la cruz, son
palabras del Jesús-bíblico predicando a judíos, no son las de la Nueva
Alianza, las del perdón universal, son las implacables del Antiguo
Testamento. A mi Jesús me lo han cambiado de pronto, no lo reconozco, y los
responsables no pueden haber sido otros que los evangelistas. No sé si
cambiaron el sentido de sus palabras, no sé si enfatizaron lo dicho hasta
desfigurarlo, no sé si lo añadieron por su cuenta para que se ajustase a la
Escritura; pero me lo han cambiado. No pueden ser
defendidas, al mismo tiempo, la gratuidad de la salvación regalada por Dios y
la autocondenación del hombre en uso de su
libertad, porque son cosas que resultan contradictorias. El hombre está
radicalmente incapacitado para interferir en la gracia recibida, y si fuera
capaz, ya no sería gracia, sería merecimiento. Si la salvación se recibe del
único que puede donarla a la criatura, su Creador, se recibe y nada
más. Lo que se recibe de él no se gana, ni se merece, y tanto es así que ni
siquiera cabe la posibilidad de rechazarlo, hasta ahí llega la gratuidad de
lo que Dios manda. Convendría que La criatura está incapacitada para rechazar ni interferir en los
dones gratuitos de su Creador, y menos en el don supremo, la salvación. Nada
puede hacer para evitarla. 4.
La ley ajena. El espíritu de la ley no puede ser traicionado por el propio
legislador, no es justo que imponga a los demás lo que no quiere para sí
mismo. Aquí el Legislador es el que ha hecho la Creación y la ha sometido a
una única ley, la del bien. Luego vino Jesús a recordar al hombre que bien y
amor son la misma cosa, que la antigua ley del talión, la de la justicia, no
es ley de Dios, no es la ley del bien, que la ley que el Padre quiere para el
hombre es la del amor sin límite. Y cuando le preguntaron cuántas veces se ha
de perdonar contestó: “No te digo que
perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 23),
que es una forma gentil de decir que se ha de perdonar sin condiciones, sin
descanso, siempre. La misericordia por encima de la justicia. Esto es lo que
prescribe Dios para el hombre, la piedad sin límites..... Pero resulta que no
lo prescribe para sí mismo (según la doctrina oficial). Aceptar como cierta
esta inmisericorde posibilidad de que condene al fuego a su criatura para
toda la eternidad, supone admitir que Dios no cumple aquello que exige
cumplir a sus criaturas: el perdón sin condiciones y siempre. La justicia de un infierno para siempre, la justicia que deniega
el perdón a la criatura que no se arrepiente, estará repetida todas las veces
que se quiera en la Escritura, pero, por muy repetida que esté, no dejará de
ser una justicia escandalosa, la justicia de un legislador que se exime a sí
mismo del mandato que impone a sus criaturas. El ajusticiado, a pesar de
imperfecto y mísero, ha de comportarse heroicamente perdonando a sus hermanos
siempre, aunque no le pidan perdón y sigan ofendiéndole. Y sin embargo, el
Creador perfectísimo no, el Padre celestial de la criatura puede ser que
deniegue el perdón con un infierno que jamás acaba, justamente porque su
criatura no se arrepiente de lo hecho y no pide perdón…..
Todo esto según la doctrina oficial, claro. Juzga tú mismo si puede ser
cierto. La Justicia ajena lo he
titulado porque el mandato del perdón sin límites solamente rige para los
ajusticiados, pero no para el legislador, según la literalidad de las palabras
presuntamente dichas por el Jesús-predicador. ¿Qué dijo realmente, o qué
quiso decir, si es que lo dijo? Es algo que, sin lugar a dudas, no nos ha sido transmitido
verazmente. En el punto inmediatamente siguiente a éste cito una de las
expresiones más hermosas de Jesús: “Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc
23, 34), pero dicho precisamente en referencia a sus verdugos, unos verdugos
que jamás se arrepintieron. Adelanto aquí esas palabras porque constituyen la
prueba irrefutable de que la disyuntiva “arrepentimiento o condenación
eterna” no es cierta, comenzó por no cumplirse en los propios verdugos de la
cruz. El perdón del Creador es gratuito y universal, como expondré enseguida. El Dios
que exige a la criatura que perdone siempre y sin condiciones, no puede
convertirse en trasgresor de su propia ley al juzgar. 5.
La justicia
incongruente. Este aspecto de la incongruencia de una justicia estricta,
insertada en medio de una predicación que abunda en lo contrario, en el amor
y el perdón, ya lo he desarrollado en páginas anteriores. Ya te he recordado
que, hasta ese momento trascendental de encaminarse a Jerusalén para culminar
su misión en el mundo con la cruz, las palabras del Jesús-predicador han
repetido (según las transcripciones evangélicas) el antiguo mensaje del Yahvé
implacable, que administrará justicia conforme a los actos de cada uno. Y
también te he recordado que estas palabras, tan intransigentes y justicieras,
constituyen una auténtica excepción en el conjunto de sus enseñanzas, en las
que Jesús se muestra cómo realmente es, como el Dios de la misericordia sin
límites, el Dios que ama al hombre y ha venido al mundo a salvarlo, sólo a
eso. Este hecho es doblemente excepcional si tienes en cuenta que,
durante ese mismo tiempo prepascual de sus
predicaciones, Jesús ya había dado la vuelta a la ley enteramente, no había
dejado un solo precepto en pie, había dado la vuelta a todo.... menos
precisamente a esto, seguía repitiendo las inclemencias del Antiguo
Testamento en cuanto a la posible condenación para siempre. ¿Por qué? ¿Por
qué dentro de un mensaje de amor, perdón y esperanza, con el que había
derogado de facto la Antigua Alianza? ¿Por qué seguía manteniendo la impiedad
de un juicio en el que el hombre puede acabar con sus huesos en condenación
eterna? El Evangelio (el de los evangelistas) encierra una incoherencia
interna que no puede ser eliminada si no se desconfía de la literalidad de
sus autores. Al tratar el tema de la salvación, un poco más adelante, volveré
a hablar sobre este problema de la justicia y la misericordia. De momento,
valga una verdad axiomática: quien es estricto aplicando justicia, no ejerce
misericordia ninguna, puesto que se limita a dar lo debido y nada más; y
quien ejerce la misericordia, incumple la justicia, porque dar más de lo
debido es una forma de injusticia por exceso (lo cual no empece
que esta forma de injusticia por exceso constituya una maravillosa virtud).
Por tanto, las referencias a una justicia estricta, dentro de una ley de
misericordia, constituye una incongruencia que ha de tener una explicación
causal ajena a la propia ley. Algo no ha sido fidedignamente transmitido. La
justicia implacable de una condenación eterna constituye la filtración más
repudiable de la Vieja Alianza en el Nuevo Orden.... o mejor, en el “testimonio”
que los evangelistas nos han dejado del Nuevo Orden. 6.
La justicia injusta. Hasta en la pobre justicia humana es condición indispensable que
el procesado tenga conocimiento cabal de sus actos y libertad al ejecutarlos.
De forma casi invariable, los abogados basan las defensas de los reos en la
imposibilidad del conocimiento de la ley, la incapacidad mental, la ceguera
de las pasiones, los estados transitorios de pérdida de lucidez, el consumo
de drogas, etc, etc; en
definitiva, la irresponsabilidad del reo por falta de conciencia exacta del
alcance de sus actos o falta de libertad al ejecutarlos, de forma que es
habitual que los procedimientos judiciales comiencen por una valoración
pericial del estado mental del reo, o de otras causas que pudieran perturbar
su claridad de conciencia. Si esto aplican los humanos en sus leyes y en sus
juicios, ¿cómo cabe que el Padre eterno no tenga en cuenta la incapacidad
congénita de todo hombre para estar seguro de la verdad? Hasta el más cuerdo
de los humanos duda y se equivoca, y hasta el más íntegro flaquea. Ante las monstruosidades de los demás, hay una estúpida
inclinación social a pensar que se debe a que el autor es diferente, es de
otra estirpe, es un engendro de Satanás, es realmente un monstruo genético.
Luego todos se sorprenden cuando alguien que conoce al reo testifica que se
trata de una persona normalísima. Incomprensible. Resulta que el terrorista
duerme tranquilo esa misma noche, pensando que ha cumplido su deber al
servicio de un ideal político que, según él, está por encima de la vida
humana. La abortista piensa que tiene derecho a hacer lo que hace, porque la
vida del “feto” es una propiedad suya y a nadie ha de dar cuentas. Resulta
que no son monstruos, no son de otra casta, simplemente son necios que
encuentran argumentos para desviar su conciencia. Tú, que ves a los dos, terrorista y abortista, desde fuera, te
das cuenta de que necesariamente tiene que haber una ofuscación insuperable
en sus mentes para confundir de ese modo la verdad, aunque ningún psiquiatra
lo certifique. Un tribunal humano los condenará o no, depende de lo que
tengan establecido las leyes. Pero Dios no necesita leyes, Dios ve lo que hay
en el fondo de sus conciencias, las ve envueltas en la oscuridad, en la
necedad, en la incapacidad para descubrir la verdad clamorosa que tienen
delante de los ojos. Sólo cuando el hombre, con la muerte, se libera de su
naturaleza temporal y limitada, sólo entonces contempla, de pronto, la
inmensa fealdad del mal y sufre en proporción a lo que hizo. Ese será su
terrible infierno antes de recibir el perdón para siempre. Mientras tanto: -
¿Es el hombre
enteramente libre frente a sus actos? Para eso tendría que haber nacido
desprovisto de pasiones, haber crecido incontaminado, haber permanecido ajeno
a toda cultura, solamente así se le podría colocar ante el bien y el mal con
garantías. Si no es así, esa libertad suya tan precaria, tan predeterminada,
¿es merecedora de castigo nada menos que eterno? -
¿Es el hombre
verdaderamente sabio? El hombre conoce el bien y el mal y, obviamente, anhela
el bien y detesta el mal, nadie hay que busque al contrario; pero ¿acierta a
identificar lo que ve como bueno con el bien objetivo y lo que le parece malo
con el mal objetivo, o solamente "cree"
haber acertado? La contestación a esta pregunta se resuelve con otra pregunta
que no deja lugar a dudas: ¿Están todos los hombres de acuerdo en lo que es
bueno y lo que es malo? No, de ninguna manera. Ni siquiera ante el derecho a
la vida y la prohibición de matar se ponen de acuerdo (véase aborto, véase pena de muerte). Entonces, una razón humana tan confusa, tan
ofuscada, ¿es merecedora de castigo nada menos que eterno? Pobre en
sabiduría y predeterminado en voluntad. Así es el hombre. Si su
responsabilidad es tan limitada, ¿cómo puede ser castigado por toda una
eternidad? 7.
El Dios “abuelo”. Algunos teólogos
despistados defiende una tesis verdaderamente pintoresca que reza así:
“Defender al Dios-abuelo que todo lo perdona es desconocer la terrible
hondura del pecado”. En esto se basan para justificar la eternidad de la
condenación y del infierno. Que la Iglesia invoque la eternidad del castigo, tal y como
aparece literalmente en el texto evangélico, a pesar de la profunda
incoherencia con el resto del contenido del mismo texto, es disculpable
quizás; pero que además intente fundamentarlo en buena lógica con teorías
como la anterior del Dios “abuelo”, resulta ridículo. A continuación someto a
tu criterio lo que cabría calificar de despiste en el razonar de un hombre
cualquiera, pero que, escrito en un docto libro de escatología, resulta un
error inadmisible y da una cabal idea de la clase de pensadores que hay en la
casta eclesial. En el libro Escatología
del doctor en teología José Antonio Sayés, he leído
(aunque no recuerdo si de la cosecha del propio Sayés
o como cita que se hace en su libro de otros teólogos) justo lo que acabo de
exponer en el párrafo anterior, el rechazo a la peregrina tesis del
Dios-abuelo para justificar la condenación eterna. Lo primero es puntualizar que esto de “desconocer la terrible
hondura del pecado”, que dice el señor Sayés, es
común a todos los hombres, no es que algunos la conozcan y otros no, no
existen listos (tampoco usted, señor Sayés) que
conozcan esa terrible hondura. Una vez aclarado esto, es decir, que tú que me
lees, yo y todos los hombres no tenemos conciencia exacta de la terrible
hondura del pecado, tengo que comentar que el juicio que expone este
desafortunado teólogo constituye un manifiesto desenfoque de la relación
causa-efecto, lo cual sería admisible en un ciudadano de profesión músico,
por ejemplo, pero no en un doctor en teología. El resultado correcto de esa
deducción es justamente el contrario del que pretende el señor Sayés, y es este: § Precisamente porque el hombre desconoce la terrible hondura del
pecado, precisamente por eso, por su falta de conciencia clara de la
iniquidad de lo que hace, es merecedor de piedad y no de castigo, señor Sayés, precisamente por eso. El fundamento es justamente
al revés de cómo usted lo aplica. Si hasta los hombres perdonan a quien no
sabe realmente lo que hace, menos lo va a condenar Dios. El hombre ni es
sabio ni libérrimo ni malísimo cuando peca, cualquiera de las razones que
podrían merecerle el patíbulo. El hombre es, simplemente, necio. Las últimas palabras de Cristo en la cruz desvelan, de una vez
por todas, la solemne torpeza y estupidez del hombre, no la maldad, sino la
solemne torpeza y estupidez, porque incluso haciendo el mal no se entera de
que está haciendo el mal.“Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Le
habían flagelado, coronado de espinas, abofeteado, escupido, se habían
ensañado con él y habían acabado colgándole en una cruz.... y sin embargo,
Cristo seguía viendo al hombre tal cual realmente es: pequeño, necio, torpe,
digno de piedad, no de justicia. El hombre
no es sabio ni enteramente libre ni enteramente malo cuando peca, el hombre
es, por encima de todo eso, necio. Así es como vio Jesús a sus verdugos en la
cruz. 8.
El hijo pródigo del
hombre. Si hay alguna parábola en boca de Jesús que da la medida exacta
del amor humano, esa es la del Hijo
pródigo. El protagonista en ella no es el “hijo pródigo”, a pesar de que
así se titula, porque la historia del hijo es del todo vulgar. El verdadero
protagonista es el amante padre que da la “medida exacta del amor humano”, es
decir, la medida que está por encima de toda medida, la de un padre. Ese es
el paradigma de amor humano que Jesús invoca, el del amor responsable e infinito
del hombre hacia su descendencia. Sin duda que ese padre de la parábola,
cuando vio que el hijo volvía, se quedó con ganas de juzgar y castigar con el
destierro de la casa paterna para siempre a un hijo así; pero le venció su
inmenso amor y sólo acertó a enloquecer de alegría por la vuelta del hijo que
consideraba perdido. ¿Y el Padre eterno ha de ser menos que el padre carnal
en eso? ¿El Padre eterno es capaz de desterrar al hijo no arrepentido? El teólogo de turno que pudiera leer esto se frotaría las manos
pensando que me ha pillado, que he ido a poner un ejemplo de la Escritura
cuya moraleja es, a su juicio, la contraria de la que pretendo. Según ese
posible teólogo, en la base del perdón del padre de la parábola hay que
situar la vuelta del hijo, porque eso supone,
según él, cumplir el requisito previo e inexcusable de arrepentimiento
por parte del hijo pecador. Pero no es así. Ese hijo no volvió de forma
espontánea y libre, no volvió cuando todo le iba bien, no volvió antes de
fracasar, volvió cuando la miseria le obligó a volver; no volvió por
arrepentimiento sincero, volvió como único recurso para subsistir, como así
se refleja en el texto con todo detalle. Y sin embargo, el padre todo lo pasó
por alto con tal de recuperarle. Esto hace un padre del mundo. ¿Y el Padre
eterno ha de ser menos que el padre del mundo en eso? ¿El Padre eterno no
perdona al hijo no arrepentido? Aceptar que la misericordia divina tiene un límite, el de la
falta de arrepentimiento del pecador, es rebajar el amor del Padre eterno por
debajo del amor del padre carnal. 9.
La salvación
incompleta. A alguien, quizás, un día se le ocurrió algo que es obvio, tan
obvio, tan obvio que seguro que no se le ocurrió a alguien concreto, sino a
media humanidad a la vez. Se trata de que cualquiera, además de amar a Dios
por encima de todo (si es creyente, claro), está en el mundo y también ama al
prójimo (“cómo a ti mismo”, dice el mandamiento). Acabo de poner el ejemplo
del amor del padre en el punto anterior. Ahora figúrate que ese padre, que
por amor lo perdonó todo en su hijo, al llegar a la gloria de Dios se
encontrase con que allí no está su hijo amadísimo, el que retornó después de
estar perdido, debido a que, lejos de rectificar, el hijo siguió pecando y
jamás se arrepintió. ¡De qué le había servido todo su amor paternal y su
perdón sin condiciones, si al final resulta que el Padre eterno no había
tenido la misma clemencia que él y había desterrado de la casa celestial al
hijo! La doctrina oficial, maestra en tejer razonamientos inútiles en
defensa de sus “verdades dogmáticas”, también tiene una respuesta para este
problema tan angustioso, el problema de quien se salva y se encuentra con que
allí no están aquellos a los que tanto amó en la tierra, porque murieron en
pecado. Los doctos de la Iglesia dicen que ese angustioso problema no existe
en modo alguno por una razón "muy simple", porque, según ellos, la
visión de Dios colmará de tal felicidad al hombre que borrará todo motivo de
tristeza. Según esta inhumana tesis, el amor inmenso de un padre por su hijo
en la tierra ni es realmente nada ni sirve de nada, porque todo será
“barrido” por la presencia de Dios. En algún lugar de este libro he dejado escrito que todo lo que es
espiritual es lo que constituye la única y verdadera Creación de Dios y que,
como tal, jamás desaparece y estará contigo en la eternidad. Contigo también
estarán tus amores del mundo, por tanto, si fueron amores verdaderos. Y daba
entre otros un fundamento irrebatible: si lo espiritual no ocupa espacio, tampoco
ocupa tiempo, porque el espacio y el tiempo no son realidades independientes,
constituyen una única realidad espacio-temporal. Lo espiritual es tan ajeno
al espacio (lo cual nadie discute, obviamente) como lo es al tiempo, no
muere, no se descompone, pervive eternamente. En la eternidad de la Creación,
por tanto, volverás a encontrarte con todo lo que aquí has amado limpiamente,
con todos los seres vivos a los que has amado, porque amor y bien son la
misma cosa, son espíritu, son vida, son la obra del Creador. Lo único que no
volverás a encontrar, al doblar la puerta liberadora de la muerte, será la
maldad del mundo, porque eso no es obra de Dios, no es obra de nadie,
solamente lo has soñado. Esa felicidad absoluta en presencia de
Dios que la Iglesia defiende es, por supuesto, cierta, pero resulta patente
que la Iglesia que así habla no ha llegado a comprender en qué consiste. Esa
felicidad absoluta, la que no echa nada en falta, la que no conoce la
tristeza, se fundamenta, como es obvio, en el bien absoluto. Sólo en
presencia del Bien Absoluto (Dios) la criatura se siente absolutamente feliz.
Hasta ahí, el razonamiento de la Iglesia es correcto. Lo que no es correcto
es olvidar que toda forma de bien, por pequeño que sea, es manifestación del
Bien Absoluto. Cuando tú has amado a cualquier criatura viva de la
naturaleza, a cualquiera, por humilde e insignificante que sea, en tu amor se
ha manifestado el amor absoluto de Dios por su Creación, con lo cual esa
forma humilde tuya de hacer el bien ha quedado incorporada al Bien Absoluto. El error, por tanto,
consiste en pensar que todo bien anterior (el amor en el mundo, por ejemplo),
al llegar a la presencia de Dios será “barrido”, será eclipsado por el Bien
Absoluto, como si tu amor y el de Dios fueran cosas diferentes y ajenas la
una a la otra, de manera que la grande, la de Dios, eclipsara a la inferior,
la tuya. No es así. Tu amor por alguien, cuando es amor sincero, forma parte
del amor de quien a ti te hizo capaz de amar y pervive con Él en la eternidad,
porque si amas, amas inspirado por Él. Una eternidad sin el amor de los tuyos
sería una felicidad incompleta, porque el bien, a pesar del mal (el mal de la
ausencia de quien amaste), ya no sería “bien absoluto”. Si los hombres pudieran condenarse, su condena también la
pagarían los justos que en el mundo los amaron y en la eternidad los
perdieron. Todo amor viene de Dios y ningún amor se pierde. Todo amor perdura
en la eternidad. 10. La condena por un sueño. En el argumento
capital, el del punto 1, te he contado que la condena a un infierno eterno no
es posible por algo muy elemental: en la eternidad (la eternidad no es un
“sitio” donde está Dios, la eternidad es, sencillamente, Dios mismo) no
existe el mal, porque en Dios no puede cohabitar el mal. Y si allí no existe
ninguna clase de mal menos puede existir el infierno, que es la quintaesencia
del mal. Pero esto no debe conducirte a confusión. Aunque el Padre celestial
ama, comprende y perdona a su criatura, es obvio que la justicia ha de
restablecer el orden eterno, el bien, de manera que la criatura no puede
retornar a su Creador si no se purifica primero de sus pecados. En eso
consiste el llamado infierno, en una purificación dolorosa en la que el
hombre se enfrenta al mal cometido, pero un infierno que ni es eterno ni su
fin es castigar, sino purificar, restablecer el bien, en el mismo sentido en
el que la Iglesia concibe el purgatorio. Efectivamente. Según
el punto 1, en la eternidad no existe el mal, no existe ningún infierno. El
mal sólo es cosa del mundo, el mal cohabita en la materia, es inseparable de
la materia, como ya he contado en páginas anteriores. Pero si ahora vuelves
al capítulo primero, La verdad básica,
y recuerdas que la materia realmente es un espejismo de los sentidos, que la
realidad que percibes es únicamente un mundo formal hecho a la medida de los
sentidos, que, en consecuencia, este mundo fastuoso que observas es una pura
quimera en la que tu alma (o sea, tú) sueña estar viviendo, después de
recordar todo esto, resulta que el mal, como ya entonces dije, al ser cosa
del mundo y de la materia, tampoco se comete de facto, se comete sólo en la
conciencia del que sueña que peca. Con esta verdad, todos
los enigmas que la existencia del mal ha venido planteando en el pensamiento
del hombre, a lo largo de la historia, quedan resueltos de una sola vez. Lo
mismo que el mundo físico es realidad solamente en nuestra percepción,
también el mal que engendra ese mundo es realidad solamente en nuestra
conciencia, mientras creemos estar en el mundo. No existe objetivamente como
no existe objetivamente el mundo, y desaparecerá para siempre con la
desaparición del mundo. No existe más realidad que la infinitud de Dios y su
Creación eterna, de la cual formamos parte. Adiós a la herejía de Manes y a los
desvelos de San Agustín. Adiós a la angustia del hombre terrenal. Únicamente
existe el bien y no otra cosa. Pero a los efectos del
pecado, como el hombre protagoniza en su conciencia esa vida soñada, si en su
conciencia peca, el mal es enteramente real en su conciencia. Poco importa, a
los efectos del pecado, que esa conciencia suya crea estar viviendo lo que es
nada más un sueño, como sueño es la tierra que cree estar pisando. El pecado
es pecado como la tierra es tierra…. mientras no despierte. Aquí es donde
conoce el mal y del mal habrá de purificarse al despertar de la pesadilla,
antes de volver a la casa del Padre. Pero volverá a la casa del Padre. Porque
condenar para siempre por un mal sueño de libertad no lo hizo siquiera el
padre terrenal de la parábola con su hijo
pródigo, que también se marchó de la casa paterna pensando que era libre. Lo que
nunca hará el Padre será proscribir a su criatura para siempre porque optó
por el mal....... mientras soñaba ser
libre. Dios no juzga. Dios no condena. En el mundo se juzga, pero a menudo el
reo ni reconoce su culpa ni se arrepiente, siempre está dispuesto a encontrar
algún tipo de justificación a sus actos. La razón es maestra en hallar
montones de argumentos para justificarlo todo, incluidos los más monstruosos
de los crímenes, los de seres inocentes. Si se le pregunta a una mujer que
aborta voluntariamente o a un terrorista, nos darán multitud de razones para
justificar su proceder. Sólo cuando el hombre ve el mal tal cual realmente
es, sólo cuando la verdad le ilumina la conciencia se queda mudo ante la
iniquidad de sus actos. Esto último es exactamente lo que sucede en lo que
histórica y universalmente viene llamándose “Juicio de Dios”. No hay tal
juicio, hay iluminación en la mente de quien antes era pecador. El Dios
omnipotente no necesita juzgar. Juzgar es cosa exclusiva de los hombres, por
su limitación. La violación de la ley no se ha
producido de forma objetiva, puesto que no ha sido en la eternidad de la
Creación, que es la única realidad existente y es, además, inviolable. Los
hechos a juzgar han ocurrido en un escenario ficticio, el mundo físico en el
que creemos estar. Objetivamente, por tanto, no ha ocurrido nada, la Creación
sigue intacta. La infracción se ha cometido sólo en el ámbito subjetivo de la
conciencia, el escenario personal donde se desarrolla la vida de cada uno. El
hombre no es responsable de vivir esa ficción, pero sí es responsable de los
actos, en alguna medida “libres”, que decide mientras cree vivirla, y esa
deslealtad pide a gritos ser reparada, por supuesto. Sin embargo Dios no juzga, ni mucho
menos aún castiga, no es necesario, porque todo en Dios es perfección. La ley
que gobierna la Creación no es una ley cualquiera, es ley de Dios, de forma
que su violación lleva inherente, inseparable, la pena que corresponde sin
necesidad de la intervención del autor de la ley. Ni juzga ni fija la pena.
Su justicia es perfecta, es autónoma, de esta manera: ü Coloca al hombre ante el despojo de sí
mismo, frente el espejo, para que descubra con sus propios ojos todo el
horror del pecado, le coloca ante la Verdad
para que la comprenda en todo su esplendor. Es el hombre mismo el que se
juzga al contemplar, descarnada, su propia maldad. ü No es preciso que nadie le acuse ni le
pida cuentas, él mismo ejerce de fiscal contra sí mismo. No es necesario juez
que sentencie, él mismo se juzga y se condena en el acto de adquirir
conciencia exacta de su culpa. Así es la justicia de Dios, perfecta, como no
podría ser de otra manera. Perfecta es su obra y perfecta su justicia. Soy consciente de que las palabras de Jesús sobre
la real existencia de los juicios divinos son numerosas, pero igual de cierto
es que, en tantas otras ocasiones, dejó constancia bien clara de por quién y
cómo es ejercida esa justicia, aclaraciones que justifican cuanto acabo de
afirmar en el anterior párrafo. La ruta a seguir en el esclarecimiento de
esta verdad es ésta: ·
Juan 5,22: “El Padre no juzga a nadie, sino que ha
entregado al Hijo toda potestad de juzgar”. ·
Juan 3,17: “Pero Dios no ha enviado a su Hijo al
mundo para juzgarlo, sino para que el mundo se salve por Él”. ·
Juan 12,47: “No he venido a juzgar al mundo, sino a
salvar al mundo”. ·
Juan 12,48: “El
que me rechaza y no acoge mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la palabra
que yo he pronunciado lo juzgará el último día” Ahí no se habla de ninguna exposición de terribles
cargos contra la criatura convertida en reo, no se habla de severísimas
imputaciones pronunciadas por un Dios-Juez sobre su indigna criatura, no, no es así, el mal llamado "Juicio de Dios" consistirá en la
repentina y luminosa claridad con que la "Palabra divina" se presentará ante la conciencia del hombre tras
la muerte, consistirá en el reconocimiento inequívoco de donde está Si ahora recuerdas cual era la forma de
juzgar del propio Jesús de Nazaret en su paso por el mundo, comprenderás
mejor esa mentira sobre la pretendida severidad de los juicios divinos,
añadida a su Nuevo Testamento, sin duda, con el único fin de emparentar todo con
la dureza del otro, del Antiguo Testamento judío. El Nazareno protagonizó, a veces, episodios
de severa indignación ante al pecado, como el día en que expulsó a los
mercaderes del templo, pero no te molestes en buscar precedentes de
condenación personal de nadie en los tres años de su magisterio. Siempre que
emitió veredicto lo hizo de perdón; más aún, no solamente perdonó siempre, es
que además lo hizo sin condiciones, sin imponer expreso arrepentimiento, sin
exigir confesión relatada de las culpas, sin vincularlo a penitencia ninguna,
porque era consciente de la pequeñez y torpeza del hombre. Estos son los
juicios del Dios amoroso hecho hombre, como no podrían ser de otra manera: “Vete y no peques más” (Jn 8, 11). “Tus
pecados te son perdonados” (Lc 7, 48). Dios es padre, no es juez. Al morir, te
iluminará ante tus miserias para que descubras por ti mismo toda la bajeza de
tu vida. Esas lágrimas y ese inmenso dolor personal que sufrirás ante tus
culpas es el llamado “Juicio de Dios”. Y aún así, ese llanto tardío del
hombre, ¿qué valor tiene ante su quebranto de la Ley del Bien, instituida por
Dios mismo en la naturaleza? ¿Qué hacer ante el fracaso de tu vida equivocada
y la desesperación de no poder volver atrás para escribirla de otra manera?
¿Qué hacer?...... Tú, ya nada. Dios, todo. Se entregó al mundo para que el
mundo no fuera exterminado por el peso de los pecados, y lo que hizo el mundo
fue colgarle a Él en una cruz. Eso es lo que está en la Escritura y es lo que
a ti te han contado desde que eras un colegial...... Pero te lo han contado
con una mentira imperdonable que ha llenado de angustia tu corazón
siempre: te han dicho que, por muy
alto que esté el Cielo, hasta allí también alcanza la mano de Satanás para
hacerse cargo de los "condenados". Yo te digo que no es así. En esa
eternidad luminosa de Dios estará Él y estarás tú, pero que allí no hay sitio
para ninguna mazmorra en llamas. También me figuro que ahora estarás
pensando, escandalizado, que la eternidad de la condena y del infierno la
anunció el propio Jesús. El problema de lo que dijo o no dijo Jesús (o mejor,
de lo que se pretende que dijo y no puede ser que dijera) te lo contaré más
adelante, en uno de los apartados del capítulo VI, Jesús en manos de los evangelistas. Las contradicciones de los
Evangelios son tan clamorosas que, o prescindes de la divinidad de Jesús, o
prescindes de la exactitud de los evangelistas, ambas cosas juntas son
imposibles. Por supuesto, yo prescindo de la exactitud y fidelidad de los
evangelistas, y no creo, por tanto, que Jesús traicionase su propia doctrina de
amor y de perdón sin límites amenazando con una condenación eterna a quien no
se arrepiente. Pero, sea cómo fuere y además de eso, hay un hecho
absolutamente trascendental que ya recogí y que ahora te recuerdo: ·
La condenación eterna, el infierno y, en definitiva, el reinado de
la justicia por encima del reinado del amor, es algo absolutamente incongruente
con el resto de las enseñanzas de Jesús y, además, únicamente aparece en la
primera parte de su vida pública, cuando todavía hablaba como rabino judío.
Jesús era consciente de haber sido engendrado por Dios y de haber venido al
mundo para redimirlo, pero en todo lo demás era un hombre de su pueblo y de
la cultura de su tiempo. Esto no debe olvidarse. ·
A partir de la subida a Jerusalén para cumplir el destino que le
había traído al mundo, todas sus palabras, absolutamente todas, desde el
anuncio de su muerte hasta expirar en la cruz, pasando por la institución de
la Eucaristía, todas sus palabras fueron las del reinado del amor por encima
del reinado de la justicia, las de la Redención universal, la
Redención de todo el género humano sin excepciones, con lo cual sobran todos
los infiernos y condenaciones eternas del Antiguo Testamento judío. El reinado de la justicia por encima
del reinado del amor sólo aparece en el Jesús-rabino. El Jesús-redentor sólo
habló del reinado del amor por encima del reinado de la justicia. Decide tú
cuál es el verdadero. Tratando de aclarar estas dos
confusiones tan universales sobre el temido “Juicio de Dios” y la posible
“condenación”, hemos ido a caer en el mito de los mitos, en ese sombrío
“infierno” que tanto acongoja el alma, ese pretendido “infierno” que ni
decide Dios ni está en ninguna parte ni rige ningún diablo, sino que se
infringe el propio hombre al atentar contra el bien, que es el orden
establecido por el Creador en su conciencia, y que se resuelve con la visión
de la verdad, la autocondenación del propio hombre
y la redención de Cristo. Un infierno eterno constituye un imposible porque
en la eternidad del Creador solamente existe Él, que es el Bien, no hay sitio
para esa espantosa realidad de dolor y desesperación llamada infierno, búnker
de todos los males. Si el Redentor no hubiera salvado al mundo en la cruz,
resulta imposible saber cuál hubiera sido el destino atormentado del hombre,
pero desde luego nunca la eternidad de Dios, porque allí no hay sitio para el
mal. Colocado ante el espejo, al morir,
descubrirás la vaciedad de tu vida. Esa lacerante desesperación es el único
infierno que existe, y no es eterno. Llevado de consideraciones como éstas,
Orígenes (Orígenes fue estigmatizado de hereje en el Concilio de
Constantinopla) también defendió, como hago yo aquí, una salvación universal.
Pero él concibió el infierno como un tránsito, como una purificación temporal,
al final de la cual todas las almas retornarían al Creador; es decir, en todo
similar a lo que viene llamándose “purgatorio”. Esto equivale a situar la
condenación en el tiempo del mundo. Definitivamente, el hombre es incapaz de
desprenderse de la noción espacio-tiempo, incluso cuando trata de lo
escatológico. La purificación del alma para presentarse ante el Creador no
debe ser entendida de forma extensiva, como tiempo, como la concibió
Orígenes, debe ser entendida de forma intensiva, como acto purificador,
aunque esto del “no-tiempo” constituya una realidad que nos resulta imposible
de imaginar. En el extremo opuesto de Orígenes estaba aquella Iglesia de
entonces y sigue estando la de ahora. En el monasterio benedictino de El
Paular, durante el recorrido por el monasterio de un grupo de visitantes, el
fraile que hacía de guía, al llegar a un lugar determinado del huerto, se
detuvo y nos dijo: “Aquí exactamente
descansará mi cuerpo dentro de unos pocos años. Pero tal cuestión es lo de
menos, lo único importante es que ese día a mí no me pille el Señor en
números rojos. Porque esto es como una rendición de cuentas cuando menos lo
esperas, y si no están en caja los fondos que deberían estar, vas a la
cárcel. A todos nos harán balance el día menos pensado, y al incauto que le
pillen en números rojos irá a la caldera de Pedro Botero para siempre”.
Una visión tan trivial y mezquina del Padre eterno y, por si fuera poco, en
boca de un fraile benedictino, resulta de una ignorancia tan estremecedora
que uno se pregunta en qué siglo de la prehistoria sigue habitando la Iglesia
de hoy. Una cuestión última, a propósito de la
condenación, es la distinción tan pintoresca entre pecados veniales y
capitales que hace la doctrina y que Jesús jamás hizo, motivando esta
distinción en la gravedad de las culpas, con la pretensión de que unas son de
poca trascendencia, pero otras son capaces de matar el alma. El fundamento de
esta distinción no está en parte alguna. Todos los pecados son pecados, y el
que unos sean enormemente más graves que otros solamente significa que unos
han de ser enormemente más purgados que otros, pero no que algunos sean
capaces de “matar el alma”, porque el alma es obra del Creador y su obra es
invulnerable, jamás muere. El grado de ahogamiento del alma en el mal tiene
escalones descendentes, pero en una escala única en la que todos los peldaños
permiten el regreso, no en dos escalas diferentes, una con regreso y otra sin
él, según la gravedad del pecado en “veniales y mortales”. Salvación. La Salvación en la doctrina En cuanto a la salvación, Jesús, y la
Iglesia con él, heredó los Diez Mandamientos de las Tablas, entregadas (según
dice el Antiguo Testamento) a Moisés en el Sinaí como ley a cumplir para
salvarse. Sin embargo la historia ha demostrado que, en el caso de aceptar
esta imagen bíblica de la “entrega personal” de Dios a Moisés, la misma nada
tendría de original, porque los preceptos de las Tablas del Sinaí no eran en
absoluto cosa nueva, ya figuraban en la tradición de los pueblos más antiguos
de Mesopotamia. La única novedad que aportaban era lo que concierne al
monoteísmo, la observancia del sábado y la prohibición de adorar imágenes.
Por tanto, el protagonismo que se da en el A. Testamento a este pasaje de las
Tablas en el Sinaí, presentándolo como una entrega personal del propio Dios a
Moisés y acompañado de efectos físicos espectaculares, resulta a todas luces
melodramático, puesto que el contenido, en nada novedoso, era ya patrimonio
de culturas anteriores. Textualmente, Los Diez Mandamientos
consiste en una serie de prohibiciones escuetas. No habla para nada de
directriz de vida, de actitud personal frente a la libertad, de aceptación
del destino; sólo tasa qué actos concretos no deben cometerse para no caer en
la condenación eterna. Es, por tanto, una norma prohibicionista, negativa,
conminatoria y enfocada, además, a los actos puntuales que puedas ejecutar,
no a la trayectoria de vida, no a la intencionalidad, no al esfuerzo diario
por cambiar, sino a los hechos concretos y desnudos cometidos, sin más
paliativos. A favor de esta evidente precariedad ha de tenerse en cuenta, sin
embargo, en qué época histórica se produjo y a qué nivel cultural estaba
dirigido. Por otra parte, esta herencia,
defendida como tan santa e intocable, resulta que ha sido manipulada por la
propia Iglesia para adaptarla a su conveniencia. En el texto original
(Deuteronomio) eran efectivamente diez los mandamientos, pero había uno, el
segundo, que resultaba altamente molesto, porque rezaba: “No te harás ídolos, figura ninguna…. no te postrarás ante ellos ni
les darás culto….”, lo cual se daba de bruces con la tradición cristiana
y con la realidad de sus templos, repletos los muros de iconografía a la que
se rinde culto. Había que suprimirlo y se suprimió. Y para que siguieran
siendo diez, se recurrió a desdoblar el último en dos, quedando así: 9º No desearás la mujer de tu prójimo,
y 10º No codiciarás los bienes ajenos,
cuando en el texto original los dos eran uno solo que prohibía, de forma
conjunta, ambas cosas. Esta denuncia de alteración de la ley
original judía no la hago porque no esté yo de acuerdo con tal alteración,
todo lo contrario, me parece muy afortunada la supresión de ese segundo
mandamiento. Pero esto es coherente en mí, que niego ese pretendido cordón
umbilical entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre la realidad del Yahvé
judío y la realidad del Cristo universal. Lo que denuncio es la incoherencia
en la que incurre Cuando la doctrina analiza ese conjunto
de mandamientos lo resume en solamente dos, cuyo sentido, afortunadamente,
cambia radicalmente de signo: Amarás al
Señor tu Dios con todas tus fuerzas y al prójimo como a ti mismo. En este
nuevo y valioso enfoque, ya no se habla de lo prohibido bajo sanción
infernal, sino de lo que debe hacerse en el camino esperanzado hacia la
salvación. La antigua ley judía queda así adaptada al nuevo y amoroso mensaje
de Jesús. Como puedes ver, la esencia última de toda la Ley queda resumida en
una sola palabra, en un solo y único mensaje, el amor; si bien antepone, como
es lógico, el amor a Dios (lo cual lleva implícita la fe) sobre el amor a los
demás y a uno mismo. Bastante más importante que esta Ley
heredada es la doctrina personalmente impartida por el propio Jesús. Sin
dejar de respetar la Ley en lo esencial, sus enseñanzas rectificaron los dos
defectos antes señalados: el carácter prohibitivo y el carácter puntual
(actos). Jesús cita los Mandamientos, pero rebajándolos del rango de ley suprema
del concepto judío a “mínimo exigible”. Las enseñanzas de Jesús en las que
fundamento esto que acabo de escribir son abrumadoras, pero especialmente
representadas en la conversación con el joven que le pidió consejo para
salvarse. En Mateo 19,16-22 se narra como Jesús le recordó, simplemente, que
guardase los Mandamientos (el mínimo exigible), pero ante la insistencia del
joven, fue más allá y le recomendó todo un programa de vida: “Si quieres ser perfecto, vende tus bienes
y dáselo a los pobres”. Aquí, el Maestro ha saltado desde la simple
prohibición de actos concretos a señalar un rumbo, un estilo de vida, que es
lo que el Padre tendrá en cuenta. No pienses en qué pecado pueda pillarte
la muerte. Todo hombre está en continuo pecado. Piensa si te has esforzado
siempre en no pecar, aunque nunca lo hayas conseguido del todo. Para un auténtico creyente, sin
embargo, nada de todo lo anterior tiene mucho que ver con el verdadero
significado Salvación. Sí, has
leído bien, no te escandalices. Una serie cualquiera de preceptos a cumplir
para alcanzar algo encierra, exclusivamente, el esfuerzo personal y meritorio
de quien pretende hacer suyo eso que desea, no encierra en absoluto el
carácter gratuito de aquello que recibe por donación. La Salvación, entendida
como el cumplimiento de los Mandamientos de la Ley, se convierte en un
derecho, en un salvarse uno mismo,
no en una gracia, no en un ser salvado,
y es justamente al revés: la SALVACIÓN (con mayúsculas) consiste en el don de
dones, en aquello que está del todo fuera de tu alcance y te es regalado por
quien subió a la cruz a expiar tus miserias. La Salvación no se gana ni con
todos los Mandamientos del mundo. Hagas lo que hagas, tus actos justos nunca
podrán redimir tu naturaleza pecadora, esclavizada por la carne. Sólo la
inmolación de Cristo te devuelve a la eternidad. (Y si alguien saca de esto
la conclusión de que, haga lo que haga, tiene la salvación asegurada, tal
conclusión solamente demuestra la necedad de quien así piense. Obviamente,
quien entiende de verdad la Salvación está henchido de agradecimiento y se
aleja del pecado). Un solo mandamiento te impone Dios: que
te encamines hacia Él. Pero nunca te contará los pasos. La Salvación no la
alcanzas tú, la recibes de Él. Naturaleza moral del hombre En mi libro La otra filosofía puedes consultar lo referente a los dos grados
de intelección: el del simple conocimiento
de la existencia e identificación del objeto singular que se contempla, lo
cual está al alcance de cualquier inteligencia, y el de la abstracción o comprensión de la
esencia o forma sustancial de ese mismo objeto, propio únicamente de la
inteligencia humana. De ahí que cuando se ha intentado establecer qué es
aquello que difiere esencialmente entre el hombre y las demás criaturas, se haya
caído en la obviedad de que solamente el ser humano es papaz de abstraer y
razonar. Sólo el hombre se pasea por el mundo
con esa etiqueta en la solapa: "especimen racional".
Y evidentemente es el único ser que razona, pero cuando esto se afirma es con
olvido de que ese discurso complejo, conocido como razonamiento, no es sino una herramienta consistente en poner en
relación unos conceptos con otros hasta obtener conclusiones, y que por
encima de ese método discursivo, lento y tedioso, está la abstracción en su
forma pura, es decir, la comprensión directa e instantánea de las cosas sin
utilizar herramientas, forma pura conocida con el nombre intuición y que está, evidentemente, un escalón por encima en la
forma del conocer humano. Sea por la vía intuitiva o por la
discursiva, solamente el hombre es capaz de alcanzar la esencia o forma sustancial de las cosas, te decía antes,
capacidad que le conduce al hallazgo del bien
y del mal, por un lado, y por otro a la auto objetivación de sí mismo
desde fuera y formación de la conciencia
personal. Las más cualificadas de las restantes criaturas, los animales
llamados superiores, al no ser capaces de la abstracción, existen, pero no
saben que existen; practican el bien y el mal objetivos, pero no saben que lo
practican porque lo desconocen; viven en sí mismos, pero no tienen conciencia
de sí mismos. Por la conciencia personal eres capaz
de adquirir conocimiento de tu propia existencia, de tu propia identidad,
eres capaz de objetivarte a ti mismo desde fuera de ti como ser espiritual
que habita en un cuerpo y que un día, como todos los demás seres vivos, te desprenderás
de ese cuerpo en el acto de morir; de lo cual ni el más inteligente de los
animales superiores tiene la más mínima noticia. Los animales ven morir a
otros, pero ni se les pasa por la cabeza que eso mismo ha de pasarles a
ellos; existen, pero no tienen conciencia objetiva de su propia existencia.
Esta es la conciencia personal que distingue al hombre. Bien. Pero si únicamente por la
inteligencia fuese, el hombre estaría en el más alto de los peldaños de la
escalera...... pero en la escalera, en la misma escalera. De nada de lo dicho
hasta este momento puede sacarse la conclusión de que el ser humano estaría
encaramado en una escalera particular, diferente. Seguiría siendo el más
inteligente de la clase, pero seguiría ocupando un pupitre como los demás,
sin otras expectativas más trascendentes. Los demás vivientes tampoco tienen otras
expectativas trascendentales ni saben qué es eso, se dejan llevar por la vida
tal cual es en el mundo, y cuando mueren, mueren........ Pero el
hombre........ ¡Ahí tienes la diferencia! ¡Esa es la clave que todo lo
explica! La diferencia sustancial entre el hombre y las demás criaturas no
radica en que sea más "listo", porque esa diferencia es meramente
cuantitativa. Le colocaría en lo más alto de la escalera, pero no le sacaría
de esa misma escalera en la que todos están. No se trata de
"inteligencia", ni de ninguna de las demás cualidades que le hacen
amo del mundo, se trata de destino. El hombre es aparte
porque ha sido diseñado para otra cosa. ü La diferencia sustancial entre el ser
humano y las demás criaturas no descansa en la superior capacidad intelectual.
Esta capacidad, aunque tan señalada, no deja de ser un criterio que sirve
para distinguir y clasificar dentro del abanico inacabable de criaturas que
ocupan todos los peldaños de una única escalera: la de su mayor o menor perfección y adaptación a la realidad para la
que han sido diseñados, que es la realidad llamada mundo. Son concebidos y hechos para el mundo. ü Únicamente existe otro ser vivo ni diseñado ni adaptado a esa realidad
común llamada mundo, ni regido por las leyes que al mundo rigen, y en el cual
mundo diríase que habita por puro error. Esa es la criatura excepcional
conocida como Humano. La diferencia entre el hombre y el sin
fin de las de más criaturas es apreciable a primera vista y ya lo he señalado
en otras páginas. El resto de habitantes del planeta nacen solos y con la
mayor naturalidad, se valen por sí mismos desde el primer instante, llegan
equipados con toda suerte de defensas naturales y tienen una niñez cortísima,
no necesitan que les enseñen a comer, ni a nadar ni a tantas otras
habilidades en las que el hombre precisa de un aprendizaje previo, nacen
dotados de instintos para desenvolverse solos en medio de la naturaleza......
y así una lista interminable de defensas y habilidades que les permiten arrancar
a vivir sin tutelas desde el minuto cero en este mundo. Y frente a esa suficiencia natural tan
apabullante, el pobre hombre nace desnudo, desvalido, desprovisto de
instintos y dependiente de una larga niñez para ir aprendiendo todo. ¿Nunca
te habías parado a pensar la razón de este manifiesto desequilibrio? Dentro
de una naturaleza tan autónoma, ¿qué pinta el hombre tan desorientado y tan
indefenso, como si fuera de otro planeta y se hubiera equivocado al
aterrizar? Pues la respuesta ya ha quedado escrita dos párrafos más arriba y
no parece que haya otra: ü El mundo de la materia, con sus leyes naturales
y sus moradores irracionales, no parece en absoluto que sea la patria
natural de ese otro ser inteligente y dotado de espíritu inmortal llamado
hombre.
¿De dónde es entonces y qué hace aquí, mezclado con los corderos y las
gallinas?........... (Al llegar a
este punto, el hombre suspende su pensamiento, porque lo que queda para
resolver tal conflicto cae fuera de su capacidad....... A no ser que
decidamos volver a la historia del Paraíso Terrenal y al destierro de Adán y
Eva, que es el relato bíblico que da una solución tan inesperada como perfecta). Según esto que acabo de escribir, lo
que diferencia esencialmente tu naturaleza de la de tu mascota no es tu
evidente superioridad, la excelencia de tus facultades intelectuales frente a
las suyas, no es tu “racionalidad” (a pesar de que sigan contándote este
cuento desde siempre); la verdadera diferencia consiste en que tú estás
inscrito en otra esfera no solamente distinta, sino además absolutamente contraria
a la esfera de las leyes naturales, que es la que rige exclusivamente a
tu mascota. Tú perteneces a lo trascendente, a lo que, ya aquí, dentro del
mundo, trasciende al mundo y tiene conciencia del más allá, cosa que a tu
mascota le es imposible concebir, aunque él también esté llamado a esa eternidad,
como está llamada toda forma de vida dentro de la Creación (cosa que tampoco
te han dicho nunca). La diferencia del hombre respecto a las
demás criaturas está en otra escala solamente suya, la que le inserta en la
esfera de lo trascendente, la escala moral. La ecuación imposible Pero volvamos a las dos condiciones de
la moral humana; eran éstas: ser consciente de la bondad-maldad de las cosas,
es decir, conocer la verdad,
y optar por esa verdad con entera libertad.
Sin darnos cuenta, acabamos de plantear la salvación como una ecuación
algebraica: salvación=verdad+libertad. Lo malo es
que en esta ecuación sólo hay un término conocido: el bien, hacer lo que es
bueno para salvarse, pero frente a él hay dos incógnitas: verdad y libertad,
por eso lo he llamado la “ecuación imposible”. ¿Cuál es la verdad? ¿Dónde
está la libertad? Esto es como aquel caminante que sabe dónde quiere ir,
conoce su destino, pero cada vez que la senda se divide en dos no está seguro
de cuál es la acertada; y además no es libre, no puede evitar acabar siempre
eligiendo la más cómoda, aunque no llegue a ninguna parte. Ahora resulta que
la ecuación algebraica se resuelve con unos conocidos versos: “Caminante, no hay camino, se hace camino
al andar”. Sin ser matemático, el poeta es el que resuelve la ecuación: “Caminante, echa a andar con ánimo, aunque
te consta que ni siempre aciertas ni siempre eres libre. Abrirás con tu
empeño un camino hacia la salvación”. Por libertad se entiende la
independencia respecto de algo, la no predeterminación, situación de
independencia que es posible alcanzar a través de la capacidad de
abstracción. El animal y el niño, por carecer de esa capacidad, solamente ven
en las cosas objetos singulares que les estimulan, inclinándoles a actuar de
forma determinada y necesaria, por impulsos irremediables e iguales para cada
especie. Cuando el hombre abandona la niñez, la capacidad de abstracción le
lleva, lo primero de todo, a ser independiente de las cosas singulares que
tiene delante y que antes le estimulaban a actuar de una forma determinada.
Ahora se han convertido en abstractos universales y evaluables ante los
cuales puede ejercer una elección consciente.......lo cual se convierte en un
problema. Por eso me gusta llamar a esto el laberinto. La entrada en el laberinto te parece
prometedora. La libertad parece colmar todas tus expectativas. “Haré lo que me dé la gana, mientras no
hiera a los demás”, te dices. Y además compruebas que la libertad está en
todos los altares, desde el altar de la Iglesia hasta el altar de la sociedad
democrática. Pero no es así. La libertad es una de las dos grandes
maldiciones que te esclavizan, porque por ella eres capaz de caer en la otra
gran maldición, el mal, el pecado. “Ya
sé lo que tengo que hacer, ya no es todo igual de imperfecto, ya he
encontrado lo mejor, la gran verdad: hacer siempre lo que es bueno”, te
dices, y vuelves a respirar tranquilo. Con esta última decisión acabas de
perder la tan cacareada libertad. Una cosa es decidir cómo actuar en cada
ocasión concreta (libertad), y otra diferente es tener decidido de antemano
actuar siempre de la misma forma porque es lo mejor (predeterminación), es
decir, hacia el bien. Y con esto acabas de aprender, además, algo realmente
sorprendente: que tu naturaleza humana necesita estar predeterminada para
sentirse segura, que la duda y la indefinición producen angustia. "Haré siempre lo que debe hacerse,
el bien". ¡Enhorabuena! ....... Pero inmediatamente te das cuenta de
que, a pesar del hallazgo, estás otra vez en el mismo laberinto de antes,
porque de todo lo que hay en la jungla que tienes delante, ¿cuál es lo bueno?
En la primera escapatoria del laberinto
de la libertad, esa primera puerta encontrada en la que se lee Hacer siempre el bien, está la
humanidad entera de acuerdo, y es lógico, nadie apetece el mal. Pero ahora
compruebas que sigues en el laberinto porque no sabes a ciencia cierta qué es
lo bueno y qué lo malo, y en esto nadie puede ayudarte porque nadie se pone
de acuerdo. La verdad es distinta según las culturas y los tiempos. Al laberinto primero de la libertad, ¿Qué es lo que hay que hacer?, ya
solucionado (hacer el bien), ha sucedido ahora el segundo laberinto ¿Dónde está el bien, cuál es la verdad?
En auxilio del hombre perdido en su laberinto, aparecen entonces las
religiones como la puerta definitiva de salida. Todas ellas vienen a
recordarle que por encima de esta realidad hay otra, y que por eso la verdad
no nace de abajo, de la sociedad democrática, no es cambiante ni
acomodaticia, sino que viene de arriba y es inamovible. ¿Y cuál es esa
verdad? ¿Dónde está definitivamente el bien? Obviamente, en la revelación
hecha por el propio Dios, no puede ser de otra manera. Pero al llegar a este punto adivino tu
sonrisa escéptica, querido lector. ¿Y cuál es la verdadera revelación? -me
preguntarías si me tuvieras delante-
¡Hay tantas religiones…! Sin duda. Pero no olvides que ese nuevo
laberinto lo ha creado la torpeza del hombre, porque la verdad es sólo una y
resplandece. Si bien es cierto que todos los grandes profetas de todas las
culturas y de todos los tiempos (excepto el falso) han buscado esa verdad
única y han creído con honestidad encontrarla, solamente uno, nada más que
uno, no se ha conformado con decir “La Verdad es ésta” y la ha explicado,
sino que se ha identificado a sí mismo como la Verdad hecha carne y se ha inmolado por la humanidad, únicamente
uno, Jesucristo (La Palabra). Cuanto más limitado el hombre, sin
embargo, más soberbio y más renuente a aceptar que la verdad le venga de
fuera de sí mismo, en este caso de un pretendido “Dios hecho carne”. Y esa
limitación altiva del hombre, además, si vestida de sabiduría científica,
resulta insufrible. Ser el más alto exponente del reino animal, el muy
cretino lo traduce en creerse el centro y la medida de todo. El XVIII, el
llamado Siglo de las luces, ya
desempeñó a la perfección el papel de Juan
en el desierto, el papel de precursor, y en el siguiente, en el XIX, se
consumó el desvarío, surgieron corrientes de pensamiento ávidas de dar el
último portazo a lo trascendente, sellar todas las salidas y dejar al hombre
encerrado para siempre en su laberinto. Si antes todas las religiones habían
coincidido en situar la Verdad más
allá del mundo, ahora todas las perversiones del pensamiento humano han coincidido
en situarla sobre el hombre mismo. La mísera altivez del homo, salido de la tierra, es así de estúpida. Señalo algunas: ·
Materialismo.- Marx es uno de los pensadores más influyentes en la
catástrofe contemporánea. Defensor de un tan imposible como estúpido “paraíso
terrenal”, creía en un mundo sólo materia en el que no tenía cabida Dios.
Según esta visión tan grosera, la religión (y la moral) no son otra cosa que
el opio con el que es adormecido el pueblo por las clases dominantes, el
instrumento de que se valen los poderes financieros y políticos para mantener
dormida y resignada a la humanad entera. Marx, además de ateo, era un
redomado ignorante, porque la moral ha existido desde que el hombre es
hombre, pero la lucha de clases no. En las primeras sociedades había clanes,
tribus, pero no clases sociales dominantes y clases sociales dominadas. ·
Positivismo.- El espectacular florecimiento de las ciencias
positivas ha alumbrado un segundo Renacimiento que ha borrado de la memoria
colectiva al primero, al de la cultura humanista y clásica del XVI, alejando
al hombre de su raíz natural, el espíritu, y confinándolo al imperio del “somo”, de lo meramente tangible. ·
El “Antivalor”.- Nietzsche, el filósofo ateo, tiene el triste honor
de haber sido el iniciador del disparate del antivalor que hoy se
extiende por el mundo como mancha de aceite. Él fue el creador de ese
"superhombre" que hoy campea en el imaginario de la sociedad:
poderoso, avasallador, triunfador, materialista, hedonista y despiadado,
dotado, en fin, de todas las “virtudes” necesarias para triunfar socialmente
y convertirse en el antivalor reverenciado por las masas. No nos consta que
Dios haya muerto, como Nietzsche aseguró. Sí nos consta que él murió loco. ·
Relativismo.- Quizás las tres perversiones anteriores tengan un
mismo y desafortunado denominador: la verdad no es realidad en sí misma, no
es independiente y preexistente al hombre, sino que la crea el hombre a lo
largo de la historia. En las tres ideologías aparece el hombre como fuente y
medida de todo, no hay una verdad exterior a él. Y según se le enfoque como
individuo o como colectivo aparecen: - Relativismo individual.- Las morales
son tantas como individuos en el planeta. Frente a la filosofía de Platón,
imperante desde antes de Cristo, que mantiene que las ideas son una realidad eterna y anterior al universo, aparecen en
el XIX-XX, en Alemania, la fenomenología de Husserl y el existencialismo de
Heidegger. El pensamiento moderno reniega de ese concepto trasnochado de lo
ideal como superestructura inamovible y eterna del mundo, y pasa a concebirlo
como un simple “suma y sigue” de las enanas ideas de los hombres. Para el
relativismo, la Verdad no está
escrita en parte alguna, la escriben los hombres con sus decisiones, igual a
como la escriben los propietarios en cualquier junta de vecinos. - Relativismo social.- La nueva y
victoriosa “Ciencia Social” ha diluido al individuo dentro del protagonismo
del grupo, ha sustituido la conciencia personal por el alma sin cabeza de las
modas, de los convencionalismos, y ha abocado a la sociedad actual al imperio
del rebaño, a la tiranía de las masas, a la sustitución de la verdad
inamovible por las leyes surgidas de la marea humana. Según este nuevo azote,
las morales son tantas como núcleos sociales y momentos históricos. No hay
una verdad objetiva. Estamos al albur de las mareas y de los vientos. La Tierra ha cortado el cordón
umbilical con el Cielo. El hombre-topo se ha encerrado en su galería y se ha
erigido en monarca del subsuelo. Coherencia y cisma Quizás te intrigue este título que he
dado al presente apartado, Coherencia y
cisma, pero no se trata de algo misterioso, se trata de la coherencia que debería reinar
entre las convicciones personales y los actos y, sin embargo, el evidente cisma que se produce entre
ambos en la práctica. Se trata de que la bondad debería ser norma permanente
de vida para el hombre de fe, y resulta que no es así en todos los creyentes.
Se trata de que, por la misma razón, para quienes su único credo es esta
existencia terrenal, la práctica de la bondad debería constituir un verdadero
absurdo (esto último te ha impactado y quizás no lo aceptes, pero te lo
explicaré enseguida), y sin embargo resulta que tampoco es así, resulta que
parte de ellos llevan una vida recta y abnegada. Se trata de que las
prácticas del bien y del mal, en resumen, parecen
ser autónomas, impulsivas y carentes de base racional. Este desbarajuste
entre lo que se cree y lo que se hace, que ya he tocado en puntos anteriores
y que vuelvo a desenterrar aquí, es lo que ha motivado el título que quizás
te haya sorprendido. Sobre la conciencia moral es muy
decisiva la otra conciencia, la personal (la de auto objetivación), porque es
en el ámbito de esta última donde se valora la existencia y donde se acoge o
se rechaza la trascendencia que encierra. Qué duda cabe de que, si eres de
los que no creen en trascendencia ninguna y nada esperas más allá de la
muerte, tu objetivo natural debería ser saciarte de esta vida cuanto más
mejor, puesto que es lo único que existe y que vas a tener nunca. Y si, por
el contrario, valoras lo trascendente y esperas otra existencia más allá del
episodio muerte, entonces deberías relativizar todo lo que es del mundo y
estar más dispuesto a la renuncia. La fe y la no-fe en Dios no es una
cuestión simplemente religiosa, en donde tantos se empeñan en atrincherarla,
es el alma de la actuación global del hombre que todo lo informa y a todo
afecta. De ahí que haya encabezado el título con la palabra coherencia, coherencia entre lo que se
cree (conciencia personal) y lo que se hace (conciencia moral). La fe y la no-fe en Dios no es una
cuestión simplemente religiosa, como la sociedad actual pretende, es el alma
de la actuación global del hombre y a todo afecta. Esto anterior es lo que he titulado
como coherencia, como lo que
debería ocurrir en buena lógica, pero que en la práctica no ocurre. Aunque
presume de consecuente, el hombre es impredecible en todo: actúa por
impulsos, por sentimientos (entre ellos el del bien o el del mal), que son
los que le gobiernan, no la razón. En la práctica se produce un cisma
frecuente entre la conciencia personal y la moral. Es fácil ver un hombre
ateo que, aunque sin reconocerlo, lleva el germen de lo trascendente en el
alma y se siente feliz siendo estricto y recto en sus principios; y también
es frecuente ver un creyente que contradice su fe con una vida de auténtico
bigardo. Esto es lo que he titulado como cisma
entre la conciencia personal (creer o no creer en la espiritualidad
trascendente) y la conciencia moral (practicar o no practicar el bien). Si tú, que me lees, eres ateo, sin duda
que disentirás de esto que digo y estarás revolviéndote en el asiento,
indignado por no poder contestarme. No te preocupes, creo conocer el motivo
de tu indignación y voy a hacerme cargo de tu contestación, ésa que no puedes
hacerme porque estás al otro lado del libro, pero que conozco porque la he
escuchado cientos de veces. Más o menos, me dirías, si me tuvieras delante:
“Mi inclinación al bien no se debe a ninguna realidad trascendente, en la
cual no creo, se debe, simple y llanamente, a que no soy un animal más, soy
un ser racional y siento inclinación natural hacia el bien, eso
es todo. No me hace falta Dios para practicar el bien.” ¿He acertado? ¿Es esa la causa de tu
indignada protesta? Pues si es así, tengo que decirte que estás equivocado.
Es esa una mentira que se repite entre
los ateos y que nunca será cierta, por mucho que se repita. He subrayado
antes lo de “racional” y lo de “natural” porque son los dos pilares en los
que has fundamentado tu protesta. Pues bien, tengo entonces que decirte que
estás doblemente equivocado: primero, porque la inclinación hacia el bien
moral no es patrimonio necesario de lo racional; y segundo, porque, desde
luego, menos aún tiene que ver con la naturaleza. Esta paradoja, esta incoherencia entre
lo que se cree y lo que se hace, entre la fe y las obras, es lo que ha
servido de excusa para intentar alterar el orden teologal de las virtudes y
relegar a la fe socialmente. Hoy no se estila ser creyente, ser hombre de fe,
lo que se estila es ser “buena persona”, sencillamente porque, en el delirio
de su paranoia, el hombre moderno ha desplazado el centro de la existencia
desde Dios hacia sí mismo, como si él fuera el inventor del bien. Es la misma
razón por la que tampoco se estila hoy, entre los propios creyentes,
contemplar “inútilmente” al Creador entre los muros de un monasterio, cuando
la que se le atribuye como su obra, el mundo, hace aguas por babor y por
estribor. Ni está de moda ni hay vocaciones para encerrarse en un convento
con Dios. Pero sí que está de moda la acción abnegada con los hermanos, la
piedad, hoy rebautizada con otro nombre más laico, “solidaridad”. Esta vieja disputa de qué es antes, la
fe o las obras, esta discordia entre partidarios
de vidas activas y vidas contemplativas, hoy, más que nunca, se mira con los
ojos del cuerpo, antes de mirarla con los ojos del alma. En África se puede
dar hasta la sangre. Entre los cuatro muros de un convento, sin embargo, da
la falsa sensación de que sólo hay lugar para la acedía. Hasta la propia
Iglesia predica la prioridad de las obras (conducta personal, Decálogo) por
encima de la relación íntima de cada alma con su Creador (contemplación,
oración), A la Iglesia siempre le ciega la materialidad de los hechos
tangibles. Pero es ésta una discusión estéril, porque también Jesús sentenció
sobre ella, como te recordaré más adelante, y lo hizo con la misma magia que
había siempre en sus palabras. Siempre te
han dicho que lo principal son las obras, y no es así. La rectitud por
delante de la fe es una verdad sin brillo. Vale más un pecador que confía en
Dios que un perfecto que no le necesita, por mucho que esto te escandalice. Lo primero es la fe porque, si es auténtica, ella te conducirá a
todo lo demás, también a la rectitud. El peligro de esto, de anhelar la
rectitud, es que puedes desesperar con los remos en las manos, frente a la
corriente y sin avanzar. Es fácil que gastes la vida entera para llegar a
vencer, algún día inesperado, el más venial y ridículo de tus pecados. Somos
así de míseros. Por eso repito tanto que el bien es escaso. Pero confía,
porque aún te queda una humilde y pequeña “redención” personal a la que no
escaparás, la que voy a llamar La
virtud obligada, que no es otra cosa que el sufrimiento. Ése será el humilde hatillo con el que siempre
podrás presentarte en la eternidad sin las manos vacías. Del sufrimiento
nadie escapa. La virtud obligada “Si me adoras, te daré todos los reinos del
mundo, porque a mí me han sido dados y yo se los doy a quien quiero” (Lc 4, 6-7). Estas palabras de
Satanás, tentando a Jesús, no son nuevas, las sabe cualquier hombre por
experiencia antes de leer las Escrituras. Que en el mundo reina el mal es una
evidencia, y que es más fácil abrirse camino haciéndose súbdito de Satanás,
también. Éste, Satanás, dice que es rey del mundo porque "me ha sido dado", lo cual es un
modo figurado de decir que el mundo es la materia, la materia es el mal y el
mal es él mismo, el que está hablando, Satanás. Nadie “le ha dado el mundo”, lo encarna personalmente. Hablar del mundo,
de la materia, del mal y de Satanás es todo una
misma cosa, es hablar del sufrimiento
del hombre mientras en el mundo está. No
sé cuántas historias, novelas y películas habrás conocido sobre la pretendida
belleza de la vida en este mundo. Yo he perdido la cuenta. Todas son igual de
tontas, en todas acaba triunfando lo que hay de positivo.…..,
pero después de haberte presentado un piélago de frustraciones y
sufrimientos, que es el contenido real y cotidiano de la vida aquí. Lo que se
desprende de ese modo simplón de ver el mundo es que es bello solamente por
una cosa, por una única cosa, porque al fin siempre es posible salvar los
trastos en medio del naufragio general. Por supuesto que lo que en el hombre
hay de dignidad y de amor es hermoso, y que es motivo para vivir
esperanzados. Nadie tiene que convencerme de eso a mí, que estoy contándote
una salvación de todos, no sólo de los justos. Pero apoyarse en el éxito
final de la obra inviolable del Creador, no es excusa para presentar el
infortunio de esta vida de aquí abajo como algo “maravilloso”. ¿Qué ridiculez! Negar la evidencia es lo más humano (y lo
más cobarde) cuando la evidencia nos hace daño. No
sé, querido lector, si tú fuiste un niño de ciudad, como yo fui, acostumbrado
al asfalto y las fachadas interminables, al que un día, de pronto, le
abrieron los ojos a la naturaleza y se quedó sorprendido. Desde el caserío de
El Carrizal, dónde todavía nunca había estado por culpa de la guerra, se
veían las encinas y el amanecer. El espectáculo estaba tan repleto de colores
y de milagros que fascinaba. Más adelante, cuando presencié la primera
violencia de una vida contra otra, me contaron que eso era “normal”, que para
que el engranaje de la naturaleza siguiese funcionando y produciendo tanta
belleza, unas piezas tenían que engullir a otras. Y me lo dijeron sin un
escalofrío, sin pestañear, como si nada. Los seres vivos se devoraban unos a
otros, pero resulta que eso era lo adecuado para que cada día pudiera volver
a levantarse el telón. Luego
me enseñaron que en la cúspide de la pirámide estaba yo, yo mismo, devorando
todo lo que hay debajo, todo lo que te ponen cada día encima de la mesa a la
hora de comer, y acabé de comprender, aunque niño, que el mundo es solamente
eso, un espectáculo repleto de focos, radiante, pero detrás del cual hay unos
bastidores sangrientos y oscuros que causan pavor. La cara de la naturaleza
es maravillosa..... para mirarla de lejos. Si se te
ocurre inclinarte y acercar la mirada, descubres que los animalitos no están
en el campo para pasearse y tomar el sol, como creía, descubres horrorizado
que están buscando a los más pequeños para tragárselos, y tus inocentes ojos
de niño se llenan entonces de lágrimas, por primera vez, al comprobar que el
mundo sólo tiene bonita la cara, pero las tripas son las de Satán, ése del
que te hablan en el colegio. Pasados
los años comprobé que ese mismo mal que de niño me violentaba, resulta que
además el hombre había aprendido a explotarlo. Ahora eran mis hijos los que
se sentaban en el suelo en círculo, alrededor de la pantalla del televisor,
fascinados con las peripecias de Rodríguez de la Fuente, un hombre
"angelical" que divulgaba en los hogares las maravillas de la
naturaleza y arrasaba entre la audiencia. Para este caballero, que se hizo
más famoso que El Cid, no había mayor dios que el majestuoso vuelo del Águila
Real patrullando los cielos, y nos colocaba todos los días la maestría y la
fortaleza de ese semidiós alado, lanzándose en picado sobre las cumbres de
los cerros y apresando, entre sus garras, a sus inocentes víctimas, los
dulces corderitos. Pero lo repugnante no era que al tal Rodríguez de la
Fuente le fascinase el infanticidio con el que mantenía a la chiquillería de su
parroquia infantil embobada, lo repugnante era que él mismo era quien había
ideado y montaba los espectáculos, abandonando en los picachos de la sierra,
siempre a la misma hora, a los indefensos corderos, hasta que su entrañable compadre,
el Águila, se aprendió de qué iba el espectáculo y cómo comer gratis. Así era
aquel "fantástico" personaje que entontecía a toda España todos los
día, alrededor de los televisores a las cuatro de la tarde. Supongo que en
los cielos habrán hecho justicia sentando ante la mesa a los corderos por
delante de él. Si no barrieras la memoria cada día se
haría insoportable el camino. Todos los precios son desproporcionados,
cualquier meta exige un trabajo ingente, cualquier amor se rompe y te
abandona, cualquier lealtad te es devuelta con desprecio, caminas sin saber
qué te aguarda detrás de cada esquina, aprietas el paso y vuelves a levantar
la mirada y a soñar con nuevos proyectos, como si no hubieras tenido ya
suficientes descalabros. ¿Qué hacer?...... Cualquier cosa. Haz lo que
quieras, lo que se te ocurra para pasar el mal trago de la vida en este
mundo, pero no censures al poeta que te tacha de iluso y bobalicón por tu
incansable afán de volver a empezar una y otra vez, “….... pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que
vio” (Jorge Manrique). Todo pasa y se va para siempre. Si ya tienes canas, lo más probable es
que todo tu equipaje sea ya la soledad y un montón de recuerdos en una
desgastada mochila. Volverás a cerrarla con la desolación de haber hecho casi
todo mal, de no acertar a explicarte por qué lo hiciste mal y de no
reconocerte en aquél que lo hizo todo tan mal. No tendrás la sensación de
haber sido tú quien así lo hizo, sino un necio en quien no te reconoces. Lo
mejor sería no volver a abrir la mochila nunca más, pero tampoco encuentras
ninguna otra disculpa mejor para seguir con vida. Has sido hecho para sufrir y esperar. Pero no desesperes, porque la gran
virtud, el gran merecimiento del género humano ante Dios no es el bien hecho
en vida, a pesar de que así te lo cuenten todos los días los predicadores,
sino esa otra virtud nunca buscada y siempre padecida, el sufrimiento. Es "la virtud
obligada", inevitable desde que se nace, la que da un sentido diferente
y profundo de la existencia. El sufrimiento es la gran columna que mantiene
al mundo, la gran fuente de justificación del hombre ante el Creador.
Sufrimiento es casi todo, sufrimiento es la memoria del mal cometido,
sufrimiento es la impiedad recibida de los demás, sufrimiento es la
injusticia, y el dolor, y el fracaso, y la impotencia, y la decepción, y la
pobreza, y el miedo, y la duda.... Tengo tanta experiencia de esta humilde
virtud que hablar de ella me conmueve. Porque, carente yo de otras virtudes,
quien me hizo se ha encargado de enmendarme la plana de cada día a fuerza de
lágrimas y lágrimas. La gran columna que sostiene al mundo
no es el bien hecho, es el sufrimiento padecido. Lo más trascendental de
Cristo no fue la Bondad, fue la Pasión. Y sin embargo, el hombre se queja
amargamente de su destino, del sufrimiento, y arroja su ira contra el cielo,
con los puños crispados, cada vez que una catástrofe natural asola la tierra.
¡Dónde está vuestro Dios!, claman entonces los descreídos. Todo mal que el
hombre no hace con sus propias manos piensa que cae del cielo, que es un
regalo envenenado de Dios, que es una crueldad gratuita de quien ha hecho la
vida. El descreído es incapaz de comprender que el mal no existe en el cielo,
no cae de arriba, surge de abajo, estalla doloroso como el magma de un volcán
desde lo profundo de su sede, la materia, porque el hombre, hecho de materia,
lo amontona sobre la tierra y ya no cabe más. El sufrimiento por el mal lo
engendra en parte el hombre y lo padece enteramente el hombre, es el precio
que paga por sus continuos errores Tanto pecas, tanto sufres; y si no se
produce empate, es porque alguien está sufriendo por ti. Los inocentes cargan
con la miseria de los pecadores. El tercer mundo soporta sobre sus hombros la
perversidad del primero. Redención Supongo que siempre que leas la
parábola de los jornaleros de la viña (Mateo 20, 1-16), te quedará ese sabor
amargo de la incomprensión, la decepción y hasta la desconfianza que a mí me
queda. Retribuir lo mismo al que ha trabajado toda la jornada que al que se
ha incorporado al trabajo al final del día, resulta una afrentosa injusticia.
¿Cómo comprender a un Jesús que valora tan positivamente la manifiesta
arbitrariedad del amo de la viña? Porque, por más que lo leas, solamente
encuentras eso, arbitrariedad. Regalar el jornal a alguien no está mal, pero
regalárselo en presencia del que se lo ha merecido trabajando todo el día,
parece una afrenta. Y así es evidentemente, una verdadera afrenta
…. para quien solamente conoce la justicia,
pero desconoce por completo lo que es el amor. No todas las virtudes tienen
el mismo rango. Amor y justicia no valen lo mismo. El jornalero abnegado, como igualmente
el hermano abnegado de la parábola del hijo pródigo (Lucas 15, 11-32), son
hombres rectos, cumplidores del deber, y tendrán su reconocimiento asegurado
en la justicia infalible del Creador. Sin duda tendrán asignada una morada
más alta en el Reino. Pero exigir y congratularse con la justicia no
significa, en absoluto, condenar toda injusticia. A nadie se le ocurriría
condenar la injusticia de recibir más de lo merecido, a pesar de que
constituye una injusticia con todas las de la ley. Cuando se condena la
injusticia como una desviación moral, es obvio que nadie se refiere a toda
ella, sino únicamente a la injusticia por defecto, a la injusticia de no
satisfacer lo merecido. Pero la otra injusticia, la que se practica por
exceso, la consistente en dar más de lo merecido, nadie puede condenarla
porque es virtud, a pesar de ser una evidente injusticia. Esa injusticia
virtuosa es la que todos llamamos amor,
dispuesto a dar siempre de más. Quien es justo solamente es eso, justo,
puesto que da nada más lo merecido y únicamente a quien lo ha merecido. Quien
ama va más allá. En primer lugar, es igual de justo que el anterior, puesto
que también da lo merecido a quien lo merece; pero además regala lo que no se
ha merecido. No solamente da a quien debe algo, también es capaz de dar a
quien nada debe. El que hace justicia solamente hace justicia. El que ama hace
justicia y además ama. Y esto mismo, visto desde los ojos del abnegado
jornalero de la parábola de Mateo, que ha recibido en justicia su merecido
jornal, pero se compara con el otro y lamenta la injusticia del regalo que le
han hecho sin haber trabajado, lo único que revela es que él no estaría
dispuesto a regalar nunca nada a nadie, que es lo mismo que autoreconocerse incapaz de amar, porque quien ama se
alegra de los bienes de los demás, aunque inmerecidos. Esto es así, a pesar
de que a todos nos resulte un agravio comparativo tan duro de asimilar. Amor y justicia no valen lo mismo. El
amor está por encima de la justicia, de manera que la justicia de Dios es
infalible, por supuesto, y si toda la humanidad merece ser condenada será
efectivamente condenada, pero por encima está el amor de ese Dios tan justo.
Y aquí es donde se produce el más escalofriante y sublime de los milagros
divinos. La humanidad entera ha de ser condenada por vulnerar la ley divina y
ni siquiera el autor de la ley va a evitarlo, porque sería ir contra sí
mismo. Y no lo evita. Pero hace otra cosa que sólo el amor es capaz de hacer:
regala a la humanidad, inmolándose Él mismo, lo que a la infiel humanidad le
falta para salir de la condenación merecida. Es como si el dueño de la viña de
antes, no solamente regalase el jornal a quien no lo ha trabajado ni
merecido, sino que además, por regalarlo, se arruinase, llevando así al
extremo su magnanimidad. Dios no se arruina, obviamente, pero hace algo
infinitamente más oneroso: la humillación de bajar al mundo en carne humana,
y además hacerlo para expiar en la cruz lo que los hombres debemos. Al sufrimiento humano le falta, para
cancelar las culpas, el sufrimiento del Inocente, de Cristo. Al Dios que te hizo jamás podrás comprenderlo, justamente por
eso, porque es Dios. Te ha dejado aquí abajo con una irremediable sensación
de estar olvidado, huérfano. Te ha dotado de la suficiente capacidad para que
sepas que Él existe, pero no se muestra, no le sientes, o al menos no le
sientes tanto como quisieras. El mundo es el reino del mal, y el mal te
confunde. Airado gritas, mirando al cielo, ¿Dónde estás, Dios?, cada vez que
un revés agudiza tu orfandad. Pero Dios no baja a arreglar el mundo, ni
siquiera te dice por qué las cosas tienen que ser como son. Su “mente” es
otra, y a tu pregunta angustiosa contesta con algo que a ti, pobre animal
lógico, te resulta imprevisto, absurdo y misterioso, como todo lo que viene
de Él: te envía a Cristo a vestirse de tu miseria y a sufrir contigo. Sí, he
escrito absurdo y he escrito bien,
porque, para tu cabecita, absurdo es que te mande a Cristo a sufrir otro
tanto como tú, en vez de arreglar el mundo, o mejor aún, suprimirlo, que
parece que sería lo razonable, y más tratándose de una mera ensoñación. De
ahí que grites airado al cielo, porque no puedes entender a Dios. Imposible
comprenderle. Primero permite el mal, y luego te manda la compañía de Cristo
a llorar contigo. Por mucho
que la Iglesia pretenda razonar los designios de Dios, a Dios jamás podrás
comprenderle, justamente porque él es Dios y tú no. En vez de arreglar el
mundo, o suprimirlo, te envía a Cristo a sufrir contigo. Al Dios-Padre omnipotente que todo lo ha planificado así no
puedes entenderle, es demasiado para tu modo de pensar; pero a este otro
Dios-Hombre que te ha enviado sí puedes entenderle. No sólo es humano, es que
además está en la cruz, en la misma cruz en la que tú te sientes clavado
desde que viniste al mundo. Por eso le comprendes y le amas, porque te ves en
él, colgado del madero como él. No hace como los demás “salvadores”, no te
engaña con falsos paraísos terrenales ni teologías de liberación, no te
engaña con mundos de colores, te muestra el dolor hiriente e inevitable del
mundo como realmente es y te pide que renuncies a todo y le sigas a él a la
eternidad, que es donde está la única vida. Nacerás cuando mueras, cuando
despiertes de la pesadilla, y te encontrarás con que el mal habrá
desaparecido para siempre. Esta es la gran verdad que quiero transmitirte:
confía en el Dios que todo lo hizo así, aunque tú no puedas entender por qué
lo hizo como lo hizo. Cristo no
te engaña con falsos paraísos en el mundo, no te engaña con falsas teologías
de liberación. Te pide que renuncies al mundo y le sigas a él a la eternidad,
que es donde está la vida. Pero mientras ese día feliz llega, tú vives en el mundo y el
mundo te solicita. A menudo, desertas de la cruz. Es inicuo, pero es
comprensible, es más fácil dejarte llevar por la corriente. No hace falta que
me digas lo que estás pensando al leer esto, porque me lo figuro: “Quizás no
tenga tanta importancia, porque si todo es un sueño, el pecado también lo
es”. Sin duda. Si el mal no existe, su ejecución tampoco. Es cierto.... en la
realidad objetiva. Ya te lo he dicho, pero quiero recordártelo: la realidad
no es una, tiene ámbitos. En el ámbito de lo objetivo, no existen ni el mundo
ni el mal ni el pecado, todo ello es una pesadilla en la que el alma cree
vivir. Ya lo dije: sólo existe la Creación, la Creación está en la eternidad,
y en la Creación sólo existe el bien. Pero en la intimidad de tu conciencia,
que cree estar viviendo en esta fantasmagoría llamada mundo, tu transgresión
de la ley eterna del bien ha sido toda una realidad, porque has optado, con
toda la libertad de que eres capaz, por transgredirla, en medio de la
ensoñación. Si no estás muy seguro de esto puedo recordarte las palabras
bíblicas: “El que mira con deseo a una
mujer ya cometió adulterio en su corazón” (Mt 5, 28) No es necesario que
el acto se haya consumado físicamente para que haya sido absolutamente real
en tu conciencia, donde el deseo y la imaginación lo han consumado. Jesús no
tenía más conocimientos científicos que los de su pueblo y su época, nada
sabía de psicología ni filosofía, pero, aun así, sabía que lo auténticamente
real no es lo que ocurre o no ocurre en el mundo de los sucesos materiales,
sino lo que ocurre o no ocurre en el mundo de la conciencia. Cuando
despiertes, el mundo y su mal habrán desaparecido
para siempre y los olvidarás, pero tu pecado no, tu pecado seguirá habitando
en ti. Además de tu ignorancia, tu torpeza y tu debilidad, pondrás en la
balanza, más que nada, tu sufrimiento, ese fuego exterminador que habita en
tu corazón. Pero no será suficiente, porque tu sufrimiento es sólo
sufrimiento humano, y tu pecado, en cambio, es pecado contra la ley del
Creador. ¿Habrás de vivir con el mal toda la eternidad, en un lugar
terrorífico, llamado infierno? En la eternidad (esto es, en Dios) no existe el mal (esto es, el
infierno), porque es imposible que en Dios cohabite el mal, así es que ese
Dios amoroso hace lo que tiene que hacer para restablecer el orden y
devolverte a la eternidad, hace lo que poco antes no eras capaz de comprender
cuando te preguntabas perplejo: ¿Por qué cuando sufro me envía a Cristo a
sufrir conmigo, en vez de impedir el sufrimiento? Sigues sin tener
contestación de por qué Dios ha hecho las cosas como las ha hecho, pero el
“absurdo” de mandarte a Jesús a sufrir contigo, como si no fuera suficiente
con uno que sufra, eso sí que lo tienes muy claro ahora: tu sufrimiento es
pequeño, es humano, no alcanza a lavar tus culpas, que son contra la ley
eterna, así es que vino a llorar contigo Aquél cuyas lágrimas tienen valor
eterno. Dios siempre actúa por la vía de la excepción, de lo imprevisto,
de lo que escapa a nuestro pensamiento humano, y es lógico que así sea,
puesto que es Dios, no hombre. Mandar al Mesías a que padezca, en vez de
mandarlo a que arregle el mundo (como el pueblo judío sigue esperando,
inútilmente), es un ejemplo más de esa excepcionalidad que rodea todo lo que
él hace. Ahora, sin embargo, comprendes que lo que hace es pagar cómo Dios lo
que a ti te falta pagar cómo hombre para salvarte. Pero te ha costado
comprenderlo porque has juzgado lo que él hace con la razón, lo mismo que yo.
Para el común de los creyentes, sin embargo, el problema no existe porque
suelen mirar con el corazón, no con la razón. Basta con ver al Jesús de la
cruz para entender, sin más, lo que al pensamiento le cuesta tanto
comprender. La desafortunada
página de tu vida está escrita con tinta indeleble, tu pasado es imposible de
borrar. Pero no te atormentes. Cristo arrancó todas las páginas del libro en
la cruz. Salvación Antes, hablando de la posible
condenación eterna, en el apartado Lo
que dice el pensamiento, desarrollé seis argumentos sobre la
imposibilidad de que en la eternidad exista un infierno, y también las
numerosas razones por las que el Dios de la piedad y del perdón es imposible
que sepulte a su criatura en el dolor del pecado para siempre. Ahora toca el
reverso de la cuestión, toca llegar a la misma conclusión, pero mediante las
razones para creer en esa salvación universal, de manera que a los seis
argumentos de antes puedes unir ahora estos otros cuatro, en los que trato de
justificar que la salvación es gratuita, universal, irrenunciable y perfecta. 1.
Salvación gratuita La infinita pequeñez del hombre, ese
hombre-reo que en definitiva es un pobre imbécil, a pesar de su arrogancia,
no está en condiciones de salvarse a sí mismo. Esta es la verdad de arranque
que invalida cuanto pueda decirse sobre la intervención en su propia
salvación con su conducta. Tiene capacidad para santificarse, sólo para
santificarse, pero nunca para salvarse, por mucho que se santifique, porque
el destino final del hombre le supera, está en manos de su Creador. No
pienses que cuando la Iglesia declara santo a alguien es tan santo que se ha
salvado a sí mismo. La única que salva es la cruz de Cristo. Este argumento
confluye con el número tres, Salvación
irrenunciable, en el resultado, pero por otro camino. En ése trataré de
esa pretendida facultad de la criatura, la libertad, para oponerse a los
designios de su Creador. En éste trato de comentar la inverosímil suposición
de que la criatura ha de satisfacer un precio por su salvación, el precio del
arrepentimiento. Por muy virtuoso que seas, tu alma está
enraizada en un cuerpo material que te distrae, te solicita y te confunde. “Estad vigilantes, porque el espíritu
está pronto, pero la carne es débil” (Mt 26,41) (Huerto de los Olivos, la
noche de la Pasión) Tú, como todo hombre, sucumbes con frecuencia. “Aquél de vosotros que esté sin pecado que
arroje la primera piedra” (Jn 8, 7). Y tu
pecado no es contra una ley cualquiera, sino contra la ley impuesta por el
Creador en su obra, la ley eterna del bien, de manera que tu culpa tiene
trascendencia eterna. De ahí tu incapacidad radical para alcanzar la
bienaventuranza por ti mismo. En alguna parte he escrito que el hombre está
abocado a la bancarrota y así es. Únicamente el Creador, asumiendo sobre sí
mismo tus culpas, puede dar a tu sufrimiento la trascendencia que le falta
como sufrimiento humano. ¿Te das cuenta de la encrucijada? Con
lo dicho en los párrafos anteriores acabamos de pasar de los hombres pecadores
e irremisiblemente condenados a los hombres salvados por Cristo, acabamos de
pasar del infierno pretendido a la gloria real, porque en el Reino no caben
medias tintas. Dios no es un mercader que ofrece bendiciones a cambio de
precios. La gran dificultad surge cuando, según la literalidad de los
Evangelios y la doctrina de la Iglesia, ni un caso ni el otro se da
enteramente, ni todos los hombres se condenan por sus pecados ni todos son
salvados por Cristo, unos sí y otros no, la gloria a cambio de un precio
irrevocable: el cumplimiento de la ley o, en su defecto, el arrepentimiento. Esta es la gran dificultad que arruina
los fundamentos del proceso que acabas de ver tan claro, porque ahora ya no
se trata del protagonismo primero del pecado, vencido luego por el
protagonismo de la Redención, ahora se trata de un coprotagonismo
pecado-Redención en el que nadie vence a nadie, puesto que hay gloria y hay
infierno a la vez en la eternidad (según la doctrina). El auténtico
protagonista ya no es el Dios magnánimo que redime a la criatura sin precio
ninguno, poniendo así punto final a la triste historia del mundo, sino que se
erige en protagonista la criatura que, incomprensiblemente y según la
doctrina, resulta que es capaz de enmendar la plana al Creador y decidir la
solución final por su cuenta, salvándose o condenándose con sus actos, es
decir, con la aceptación o no de una pretendida condición establecida para su
salvación, el arrepentimiento. La incongruencia es triple: 1.1 Condicionar una donación
es restringir su gratuidad; exigir una condición previa (arrepentimiento) a
la concesión de una gracia (salvación) es, en definitiva, establecer un
precio. Y a esto cabe enseguida comentar lo siguiente: concebir al
Dios-Creador exigiendo precios a su humilde criatura por el uso que haya
hecho de una facultad que fue el propio Creador quien sembró en su
naturaleza, la libertad, resulta injusto. No fue el hombre el inventor del
mal ni de la libertad, se los dieron hechos; de manera que el Dios que así le
hizo, libre (y por lo mismo pecador), así le ama y así le salva (sin
precios). Dios ni condiciona ni vende sus gracias. 1.2 Establecer Dios un tope a
su propia magnanimidad, exigiendo a la criatura una condición previa para el
perdón de sus culpas (el arrepentimiento), pero exigir a la vez a esa misma
criatura que perdone a sus hermanos sin condiciones, límites ni precios (setenta veces siete), constituye una
injusticia de tal volumen, en el propio Dios, que desmiente tal verdad. 1.3 Considerar que el
Dios-Padre está, en cuanto a la gratuidad de su perdón, por debajo de
cualquier padre humano suena a blasfemia. El padre de la parábola no perdonó
al hijo pródigo porque volviese arrepentido. No estaba arrepentido, sino
desesperado. Le perdonó, sencillamente, porque era su hijo. Antes de que éste
abriese la boca, cuando le vio el padre de lejos, mandó ya preparar el
recibimiento, lleno de felicidad. ¿Y el Padre eterno será menos que el padre
de la parábola? Para comprender en toda su magnitud la
torpeza de esta supuesta limitación en el perdón divino, basta con considerar
su consecuencia final. Una salvación gratuita, universal e irrenunciable es
la única posible en una Creación que es obra de Dios. Suponer, por el
contrario, que en las manos de la criatura existe la posibilidad de poner
límites a esa salvación, so pretexto del uso de su libertad, constituye causa
única y directa de que no se produzca siempre el triunfo del bien, que es la
ley de Dios, sino que se produzca también una perpetuación del mal en la
eternidad bajo la forma del supuesto infierno. La causa de este disparate es un error
conceptual que vengo denunciando a lo largo de todas mis obras, y es éste: la
teología, la teodicea, la doctrina, todos inciden en el error de figurarse la
infinitud como un “lugar” en el que está Dios y, en consecuencia, en ese
lugar “caben” también otras cosas que no sean Dios y su Creación, como, por
ejemplo, un infierno regido por Satanás. La eternidad, que es una forma de la
infinitud, no es un “sitio” en el que está Dios, es Dios mismo, y en Dios no
pueden existir infiernos. Creer en un infierno para los condenados que es
“eterno” supone, implícitamente, el inmenso sacrilegio de admitir que esa
forma suprema del mal cohabita en Dios. Este disparate puede aparecer en la
Escritura del pueblo judío, y hasta pueden haberlo trasladado a los labios
del Jesús predicador los evangelistas, pero aparece claramente desmentido en
su último y definitivo Testamento, del cual me ocupo a continuación. El Padre eterno no pone condiciones a su perdón, ni su piedad
incumple la que exige al hombre con sus hermanos, ni su corazón es más duro
que el de cualquier padre del mundo. 2.
Salvación universal La salvación universal, la salvación de todos sin faltar ninguno,
ya la he dejado explicada en el apartado Juicio,
condena e infierno, dedicado justamente a lo
opuesto, a la posible condenación de muchos. Aprovechaba entonces para
reconocer en Von Balthasar el mérito de haber
reparado en ese cambio súbito de Jesús en sus enseñanzas al aproximarse el
momento de su misión definitiva, la Redención. Pero…. ¿hubo realmente un cambio en sus enseñanzas, o fueron los discípulos
los que cambiaron todo lo anterior a ese momento? Sea cómo fuere, todas
sus anteriores palabras de justicia y condenación, tan desconcertantes en medio
de su amoroso mensaje, fueron sustituidas de pronto por las de perdón
universal, coherentes del todo con el nuevo camino que iba a abrir de forma
inminente a los hombres. Las citas en las que puede fundamentarse esta
universalidad son, al menos, éstas: 2.1 Ya en vísperas de la Pasión, en la subida a
Jerusalén, al advertir a todos de la necesidad del Calvario (Jn 12, 23-33), dijo “...
entonces atraeré a todos hacia mí”, en referencia explícita a la
acción salvadora de su muerte inminente, sin poner condición ni límite
ninguno (a todos). Es la teología oficial la que, retorciendo el significado
natural de lo escrito, lo saca de su significado redentor y lo sitúa en la
ambigüedad de que se refería a una simple y pura “atracción”, pero siempre
entendiendo que dicha atracción ha de encuadrarse dentro de la sacrosanta
libertad del hombre. Dicho más claro: antepone la voluntad del hombre a la
voluntad de Dios. 2.2 Poco después, en la última cena, al
consagrar el cáliz lo hizo con estas palabras: “.... sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por
vosotros y por todos para el perdón de los pecados” (Mt 26, 26-28)). Éste
fue, junto con la Pasión, el momento más trascendente de su paso por el
mundo, y no pudo ser más explícito de lo que fue. Derramaría su sangre por todos los hombres. Es cierto
que en el laberinto complicado de las traducciones aparece el término
“muchos”, en vez de “todos”, pero igual de cierto es que ese vocablo, en
aquella cultura de aquel pueblo, era utilizado para designar a todos, para
significar la totalidad. 2.3 No obstante, si alguna duda queda en cuanto
al significado del “muchos” o del “todos”, hay una verdad irrefutable, y la
Iglesia la conoce, pero la oculta, simplemente porque va en contra de sus
enseñanzas tan miopes. Es ésta: si realmente Jesús no estaba refiriéndose a
la totalidad de los hombres, esto constituye un dato tan relevante y
trascendental que necesariamente lo habría hecho constar de forma
explícita, habría precisado que su sangre sería derramada “por todos los que se arrepientan”, o
bien “por todos los que reconozcan sus
culpas”, o mejor aún “por todos los
que pidan perdón”, precisión trascendental que pudo perfectamente decir y
no dijo. ¿Por qué razón y con qué propósito la Iglesia ignora esta verdad? 2.4 Y aún queda otra confirmación. En el
terrible momento del Calvario, para quienes acababan de azotarlo, coronarlo
de espinas, humillarlo y clavarlo, no tuvo más palabras que éstas: “Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen” (Lc 23, 34). Todavía la Iglesia está
pendiente de explicar cómo puede perdonarse esta salvajada, pero no las demás
infamias del mundo; todavía está pendiente de explicar cómo el mismo Cristo
que perdonó a quienes se ensañaron personalmente con él, sin arrepentimiento
ninguno, no perdonará luego a cualquier pecador que muera sin arrepentirse. Quién
perdonó a los que le crucificaron y no se arrepintieron, ¿cómo puede ser que
no perdone a todos los demás pecadores no arrepentidos? Es verdad que el relato evangélico está
henchido de "elegidos" en
todas sus páginas, y que esto pudiera ser tomado como sinónimo de salvados, alimentando así la creencia
de que no todos los hombres se salvan. ¿Es cierto que el Padre celestial
elige? Sin duda que elige. Pero es que elegido, al menos en este caso
concreto, no es sinónimo de salvado, es sinónimo de bienaventurado, de
sufrido. “Si el mundo os aborrece,
recordad que me aborreció a mí primero. Si fuerais del mundo, el mundo os
amaría. Como yo os he elegido, no sois del mundo, y el mundo os aborrece”
(Jn 15 18-19). Como ves, en estas mágicas palabras
está ligando, de forma directísima, la “elección” con la “vida en el mundo”,
no está eligiendo para salvar, está eligiendo para ser luz en el
mundo. Sin duda que el Padre elige, pero no
desde luego a los vencedores del mundo; todo lo contrario, elige a los
fracasados, a los despreciados, a los olvidados. El Padre elige lo que el
mundo no quiere para sí, elige a los desarraigados. ¿Por qué? Por mucho que
te aproximes a tu Dios nunca le comprenderás del todo, nunca dejará de
sorprenderte. Si fuera el dios de Nietzsche elegiría a los poderosos de la
tierra, pero éste es el Dios del amor y elige a los que sufren, porque el
sufrimiento es la más alta de las virtudes, la que sostiene al mundo. No hay
mayor santo que el que más sufre y mejor lo acepta. Si tú eres uno de ellos,
bienaventurado eres. Elegidos pues (y no salvados, salvados
seremos todos) serán los que estarán delante en su Reino, los que colocará a
su derecha; lo cual no significa que los que lleguen mal y tarde serán
desviados a otra puerta. En la eternidad no hay más puerta que esa, no hay
ninguna otra puerta. Ni hay puerta de la “nada”, que no existe, ni hay puerta
del “infierno”, que tampoco existe. Aunque todos iguales en el pecado, serán
los otros, los que alejaron de sí el cáliz del infortunio, los ricos en el espíritu que amaron la
gloria y la vanidad del mundo los que estarán a su izquierda, en vez de a su
derecha, o estarán a los pies del estrado, o quizás más abajo….. pero estarán. Igual a como tampoco lo haría ningún padre
del mundo, la salvación no la concede el Padre celestial a unos de sus hijos
sí y a otros no, en virtud de ninguna condición cumplida o incumplida. Es
gratuita y, por lo mismo, es universal. Las
palabras redentoras de Jesús en la subida a Jerusalén, en la Eucaristía y en
el Calvario no incluyeron condición ni limitación ninguna a la Redención,
fueron universales. 3.
Salvación
irrenunciable. Además de ser la salvación un don
gratuito y universal, como acabo de exponer en los dos puntos anteriores,
encierra una tercera propiedad que es aún más llamativa: todos los dones de
Dios son irrenunciables, ninguna criatura tiene capacidad para rechazar
aquello que le viene precisamente de su Creador. Lo contrario sería igual de
increíble que si un personaje tuviera poder para levantarse desde las páginas
escritas y negarse a cumplir el fin que el autor de la obra le haya asignado.
La historia de la vida la escribe el género humano en lo pequeño, en lo
cotidiano, en las innumerables tonterías que ocurren en el mundo a diario,
desde la fiesta del patrón del pueblo hasta una declaración de guerra
nuclear, porque todo lo que aquí sucede, por muy importante, decisivo y
catastrófico que nos parezca, resulta ridículo visto desde la eternidad. Esa
tonta historia de lo que aquí ocurre es la que escribe la criatura, pero la
única que interesa, la del final feliz de todos, esa historia sólo sabe
escribirla el Padre eterno. Los regalos de Dios son imparables,
irrenunciables, avasalladores, tal y cómo los describió Teresa de Jesús, tal
y cómo le ocurrió a Pablo en el camino de Damasco. Los éxtasis de la mística
de Ávila son enormemente clarificadores en cuanto a esto. Leyendo sus libros,
uno se encuentra con algo realmente inesperado: esos divinos raptos que
“padecía” la enamorada Teresa no solamente no los buscaba, es que además,
dirigida por las cobardes dudas de su confesor, los resistía con toda su
alma, los resistía heroicamente; y a pesar de tanto empeño describe la propia
Teresa cómo la arrebataba el Señor contra su voluntad, contra su libertad,
esa enfermiza y pobre libertad humana en la que se escuda la doctrina para
oponerse nada menos que al regalo de la salvación, cuando defiende que ésta
depende del propio hombre. Si el Señor trastornaba la voluntad de Teresa sólo
por un asunto místico, qué no hará con la voluntad del pecador ante el asunto
salvación. La gratuidad de la salvación divina,
por un lado, y la posible renuncia y autocondenación
del hombre, por otro, constituyen una abierta incongruencia y conducen a una
“verdad” injusta y sospechosa que la doctrina oficial viene defendiendo: “Si
te salvas es por gracia de Dios, pero si te condenas es por iniquidad tuya”.
Esta doble afirmación sitúa al Creador y a la criatura a la misma altura,
como los dos brazos de una balanza en equilibrio que puede desnivelarse por
el mayor peso de uno respecto del otro.¡Qué
disparate! Si la salvación es recibida del único que puede donarla, del
Redentor, la criatura la recibe, ¡la recibe!, ni la alcanza ni la
merece ni siquiera puede decir “No”. Suponer en el hombre capacidad de interferir en la salvación que
recibe es situarle a la altura del Dios que la regala. Pero dejando a un lado todos estos
argumentos, por muy convincentes que sean, hay dos verdades demasiado
evidentes y, por otra parte, definitivas, puesto que atañen a la propia
condición natural del hombre, a su ser
ontológico, dos verdades que obligan a rechazar de lleno esa supuesta
responsabilidad suya ante su destino final mediante el uso de una facultad,
llamada libertad, capaz de burlar, según la doctrina, la salvación programada
por el Creador. Son estas: · La criatura no se ha hecho a sí misma ni ha elegido ser libre, ha
sido su Creador quien la ha hecho y la ha dotado de libertad. La consecuencia
del uso de ese don de la libertad no puede ser responsabilidad, por tanto, de
la criatura que se limita a recibir a la fuerza ese don en su naturaleza y
ejercerlo. Si la criatura hubiera sabido el posible precio de la libertad (la
supuesta condenación eterna) jamás la hubiera aceptado. Quizás más claro: un
Dios que impone al hombre la facultad de ser libre, no puede luego condenarle
por el uso de esa libertad que le ha impuesto. · Además de esa imposibilidad de ser castigado por causa de lo que
ha recibido sin pedirlo, además de eso, digo, la libertad recibida no es
absoluta, es mezquina, precaria, condicionada, como corresponde a la
contingente naturaleza de toda criatura. Por tanto, castigar el mal uso de
esa libertad tan limitada con una sanción eterna es infringir la
proporcionalidad entre la culpa y el castigo, es sancionar con lo absoluto
(eternidad del infierno), lo que solamente es relativo (libertad limitada).
Si el hombre no es absolutamente libre (verdad que nadie discute), tampoco puede
ser absolutamente condenado, es decir, eternamente condenado. Supongo que tú, amigo lector, también consideras estas dos
proposiciones incontrovertibles verdades. Sin embargo, resulta que esta misma
libertad, tan impuesta como limitada, es precisamente el caballo de batalla y
perenne argumento de los que defienden la literalidad de las palabras
evangélicas, en cuanto a este posible rechazo de la salvación por parte de la
criatura. A la hora de discutir esta irracional posibilidad, no encuentran otro
argumento que el de santificar la manoseada libertad del hombre, don tan
maravilloso y perfecto, tanto, tanto, tanto que resulta que coloca al hombre
por encima de todas las demás criaturas celestiales (ninguna tiene tal
“privilegio”) y, de facto, a la altura de su propio Creador, puesto que
resulta ser capaz de decirle “no”. No estamos hablando de cualquier fruslería
transitoria, estamos hablando de la facultad de la criatura de autocondenarse para siempre, estamos hablando de la
facultad de conculcar el programa de salvación de su Creador. Según esta “verdad” hebrea del posible rechazo de la salvación
por parte de la criatura, sospechosamente trasladada a los labios del Jesús
hebreo que, según los evangelistas hebreos, vino a dar cumplimiento a las
profecías también hebreas (todo absolutamente hebreo. éste es el problema),
en toda esta historia, decía yo, el protagonismo no está en el Dios infinito,
omnipotente y salvador, sino en el mísero hombre salvado, porque, aunque
mísero y salvado, resulta luego ser dueño de su propio destino, según esto:
es el hombre el que decide alejarse de su Creador con el pecado, es el hombre
el que decide pedir perdón y retornar, y es el hombre también el que decide,
si así le parece, no reconocer su culpa y condenarse a sí mismo. ¿Dónde está
el protagonismo de Dios en esta historia hebrea? Todo el protagonismo resulta
que lo acapara la criaturita. La pretendida libertad del hombre la he desarrollado en mi libro La otra filosofía, y a él te remito.
Ahora quiero referirme sólo a esa condición concreta de que, en uso de la
libertad, la criatura ha de ser la primera en dar el paso del arrepentimiento
para no ser condenada, para que la salvación de Dios se “haga posible”, como
si Él dependiera realmente de la voluntad del hombre. Entonces ya no se trata
de una salvación gratuita, como la propia doctrina pregona, sino condicionada
al arrepentimiento; ya no se trata de una salvación recibida, sino alcanzada,
ya no se trata de una salvación graciosa, sino merecida. Si todo esto así fuera,
¿qué ha sido de la célebre magnanimidad del Redentor? En nombre de la estúpida y enaltecida libertad del hombre todo es
justificable, incluso renunciar a la salvación. Según sus defensores, la
parábola de El hijo pródigo
evidencia ese predominio de la libertad sobre la gracia, del arrepentimiento
sobre la salvación, pues fue el hijo el que rectificó y volvió a la casa del
padre solicitando clemencia (según ellos). El ejemplo no puede ser más
desafortunado, y cuesta trabajo admitir que pueda analizarse tan
indecorosamente un texto. Ni el hijo se arrepintió de nada ni el padre le
perdonó por un supuesto arrepentimiento, ninguna de las dos cosas. Sólo el
hambre y la ruina a las que su prodigalidad le había
conducido, forzó al hijo a volver a la casa del padre. “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras
que yo aquí me muero de hambre!”, pensó (Lc 15,
17 ) Esto no son palabras nacidas de un corazón
arrepentido, sino de un corazón desesperado. Puede ser que existiera también
arrepentimiento, pudiera ser, pero lo que sí está claro que existió, por
encima de todo, fue desesperación. El padre, por su parte, tampoco es cierto que se conmoviera por
el arrepentimiento del hijo, como puede comprobarse en el texto, porque ya
antes de que éste llegase y abriese la boca pidiendo clemencia, se apresuró,
loco de alegría, a disponer las cosas para recibirlo. “Estando él todavía lejos, lo vio su padre y se conmovió; corrió, se
echó a su cuello y lo besó” (Lc 15, 20). Todo
en esta parábola va en contra del pretendido arrepentimiento como condición
necesaria para ser perdonado. Vemos al hombre (el hijo de la parábola)
actuando siempre desde la dureza de su corazón, movido más por el interés que
por el amor, porque si hubiera sido al contrario habría vuelto
espontáneamente y no forzado por el hambre. Y vemos a Dios (el padre de la
parábola), abriendo los brazos a su amada criatura sin condiciones, antes de
que abriese los labios pidiendo perdón. Sin embargo, la Iglesia y los teólogos de la Iglesia insisten en
que el perdón de Dios está condicionado a tu arrepentimiento, insisten en que
el amor de Dios está condicionado por ti, lo cual ya es en sí un disparate y
una arrogancia. Insisten en que eres libre, y tú sabes que no lo eres. Sabes
que te mueves por mil impulsos que anidan en tu corazón, aunque a veces ni tú
mismo los conoces ni te comprendes a ti mismo. La viga en tu ojo la ve el que
te mira, porque para ver bien hace falta estar fuera de lo que se quiere ver,
y tú no estás fuera de ti. Tampoco quiero decir que no tengas responsabilidad
ninguna. Eres responsable de falta de humildad y sinceridad en intentar
conocerte para rectificar. Pero, incluso intentándolo, sabes que eres un
auténtico fracaso y que tu búsqueda de la verdad está repleta de dudas. Si los teólogos fueran padres, cosa que
generalmente no se cumple, sabrían algo elemental: ningún padre espera nada
de sus hijos, ni tan siquiera comprensión, ni menos aún arrepentimiento por
sus desamores; un padre cualquiera, hecho de carne y hueso, perdona los
desmanes de un hijo setenta veces siete, es decir, perdona como Dios le
exige, pero sin hacer esfuerzo heroico ninguno, perdona siempre, incluso en
el caso de que el hijo llegue a quitarle la vida. ¿Y el Padre celestial no?
¿El Padre celestial está por debajo del padre carnal en el amor y el
perdón? Leyendo la parábola del hijo
pródigo que un día contó Jesús de Nazaret, cualquiera que sea padre comprende
muy bien a Dios y sabe, con absoluta certeza, que no puede condicionar su
perdón al arrepentimiento de las criaturas, porque él mismo jamás lo haría
con sus hijos. Los regalos de Dios son imparables, avasalladores, tal y cómo los
describió Teresa de Jesús, tal y cómo le ocurrió a Pablo en el camino de
Damasco. El más grande de todos los regalos, la salvación, es irrenunciable. 4.
Salvación perfecta. Este es un argumento con el que vas a
identificarte de inmediato, porque te va a tocar tanto en el corazón que lo
vas a comprender y lo vas a asumir sin reservas. Responde a una vieja y
angustiosa pregunta que todo creyente se hace, y tú también: “Si nadie tiene
asegurada la salvación y son muchos los que se condenan, según la doctrina al
uso, ¿quién me asegura a mí que en la eternidad del Padre voy a encontrarme
con todos mis seres queridos?” Seguro que te lo has preguntado, lleno de
zozobra. Pudiera ser que llegaras a la ansiada eternidad, desprendido ya de
este maldito lastre, fuente de tantas tristezas, al fin libre y feliz, y te
encontraras con que allí no está tu madre, o tu hijo, o aquella mujer a la
que amaste hasta la locura. ¿Eres capaz siquiera de concebir una eternidad
sublime, muy sublime, totalmente sublime, pero sin los tuyos? Por supuesto
que no, de ninguna manera. El bien, a pesar del mal, ya no es el bien
absoluto. Esto es axiomático, incuestionable. El bien absoluto (Dios) no
contiene, evidentemente, ninguna forma de mal; pero resulta que la ausencia
de los tuyos en la Salvación constituye una manifiesta forma de mal, luego
son incompatibles. -
La felicidad absoluta
se fundamenta únicamente sobre el bien absoluto (Dios). -
El bien absoluto
(Dios) excluye, por definición, toda suerte de mal. -
Todo amor verdadero es
un bien y cualquier pérdida de amor constituye, intrínsecamente, un mal. -
La pérdida de
cualquier amor del mundo, por ser un mal, es incompatible con el bien
absoluto. -
En la eternidad de
Dios (el bien absoluto) seguirá viva, como parte del amor absoluto, toda
forma de amor que alguna vez haya existido en el mundo. -
En la eternidad feliz
del Padre estarás tú, estarán todos tus seres amados, estarán todas las
criaturas (todas, no sólo el hombre) a las que amaste en el mundo, por la
sublime razón de que estará la Creación entera, que es obra de Dios y a la
que Dios ama. Hace un instante he escrito esto: “Si los teólogos fueran padres, cosa que
generalmente no se cumple, sabrían algo elemental: ningún padre espera nada
de sus hijos, ni tan siquiera comprensión, ni menos aún arrepentimiento por
sus desamores; un padre cualquiera, hecho de carne y hueso, perdona los
desmanes de un hijo setenta veces siete, es decir, perdona cómo Dios le
exige, pero sin hacer esfuerzo heroico ninguno, perdona siempre, incluso en
el caso de que el hijo llegue a quitarle la vida”. Esto es lo que acabo
de escribir. Ahora figúrate a ese padre de la parábola, el que enloqueció de
alegría con el retorno del hijo pródigo, y figúrate que en la eternidad se
encontrase con que el hijo al que creía recuperado para siempre no solamente
no estuviera allí, sino que además estuviera proscrito para siempre en el
infierno. ¿Para qué habría servido su infinito amor en el mundo? ¿Sólo para
salvarse a sí mismo, pero no a su hijo amado? ¿Cómo podría ese padre ser
realmente feliz, a pesar del regalo de su salvación? Los teólogos de la Iglesia, como tantas
veces, pretenden dar a esta terrible realidad de la posible condenación de
tus seres queridos una salida incomprensible para cualquier mortal, además de
absolutamente simplona para cualquier filósofo, y todo ello por no abdicar de
la pretendida condenación eterna. Según ellos, este problema no existe por
una razón, al parecer, obvia: la
felicidad en presencia de Dios será tal que anulará cualquier motivo de
tristeza o insatisfacción. Según ellos, siempre según ellos, por mucho
que hayas amado a otros seres en la vida temporal, todo ese amor quedará
sepultado, olvidado, reducido a la nada, ante el amor infinito de Dios.
Sencillamente, aquel amor que tuviste en el mundo, por grande que haya sido,
desaparecerá en presencia de Dios, que es el amor infinito y todo lo llena.
Esto es lo que ellos dicen. Dios (ese mismo Dios que invocan) los perdone. ¡Qué quieres que te comente sobre esto,
aparte de que Dios los perdone! Esta es una verdad en todo semejante a la de
la cuadratura del círculo, que ofende el pensamiento, pero que Dios,
omnipotente, está clarísimo que sí que puede hacer que se cumpla. Que lo
cuadrado sea circular es un imposible para la mente humana, pero no para
Dios, porque si hubiera cosas imposibles también para él dejaría de ser quién
es. Los imposibles solamente existen en nuestro entendimiento, no en Dios. ¿A
dónde quiero ir a parar con esto? Pues a que resulta obvio que con mayor
facilidad aún puede hacer que todo tu amor anterior en el mundo desaparezca
en su presencia, por supuesto que sí. Dios puede hacer cuanto quiera..... El
inconveniente, señores teólogos, es que jamás va a hacer tal cosa, porque su
ley es la ley del bien, y permitir que desaparezca de un corazón lo amado en
el mundo no es el bien, es justamente lo contrario, el mal, y en Dios jamás
puede caber el mal, por insignificante que sea. No se puede amar a Dios y olvidar a quien ya se amó en el mundo,
porque lo que ya se amó fue inspirado precisamente por Dios, que es la fuente
de todo amor. En la eternidad no faltará ninguno de tus amores. En la
eternidad no faltará ni una sola criatura. Como tantas y tantas veces ya ha
ocurrido, es noticia del día que una madre, joven y enamorada, acaba de dar
muerte a sus dos hijas y se ha suicidado por una única y terrible razón: la
muerte del marido en un accidente. Detrás de este trágico hecho puede haber
muchas motivaciones, desde luego, pero entre ellas una muy singular: la certeza que tienen todos los que se
aman de que en la eternidad van a volver a reunirse para siempre. Esa
madre desesperada ha decidido ir con sus dos hijas en busca del padre. Y con
toda seguridad que lo han encontrado. Una gloria en la que cupiera la
posibilidad de que no estuvieran todos los seres queridos no sería perfecta,
y ésta es una verdad más que reclama la salvación de todas las criaturas. ¿Te
has parado a pensar que todas, absolutamente todas, han sido amadas por
alguien alguna vez? Hasta el más desalmado ha tenido madre y ha sido amado
por ella. ¿Dios va a privar a esa madre de amar a su hijo también en la
eternidad? Salvación y justicia La anterior visión de una humanidad que
es salvada entera en la cruz da testimonio del Dios-Amor, el de la parábola
de los jornaleros de la viña (Mateo 20, 1-16), que, lleno de generosidad,
satisface el jornal entero a todos, a los que trabajaron y a los que no. Sin
embargo parece no dar testimonio del Dios-Justicia que, evidentemente,
también tiene que haber en el Padre eterno. Si al final todos somos salvados,
no faltará quien te plantee de inmediato, con ese tonillo socarrón de haberte
pillado: “Entonces, ¿para qué
mortificarnos ahora? Si nos vamos a salvar todos, ¿por qué renunciar a los
placeres del mundo?” Quien esto te plantee, lo que revela es que sigue
pensando que lo único interesante es lo que ocurre aquí abajo, en el mundo, y
que concibe la salvación como un mero “no ser castigado” al acabar este
paseíto por el mundo…. Dicho de otra manera: lo que le pasa al socarrón es
que no tiene ni idea de todo lo que cabe dentro de eso que a él le parece tan
simple: me perdonan y pelillos a la mar. El socarrón no es capaz de imaginar
lo que se juega. Se salva, sí, pero ¿qué clase de salvación? ¿Son iguales
todas las salvaciones? Por supuesto que no. El Cristo que ha
subido a la cruz por todos los hombres no renuncia, a pesar de ese acto de
amor extremo, a ser justo. Injusto sería si hiciese lo que te han contado,
castigar el mal limitado de la criatura con una pena de duración eterna,
porque hasta en las leyes humanas se limita el castigo de forma proporcional
al delito. ¿Va a ser Dios menos justo que los jueces del mundo? Por supuesto
que no. Lo que ha hecho con su Pasión el Salvador es, simplemente, bajar
el listón hasta el suelo, abolir esa altura injusta, por encima de la
cual uno se salva enteramente, pero por debajo de la cual uno se pierde
enteramente. Ahora todos pasan, todos se salvan, pero cada uno pasa a su
destino particular. Dios sabe conjugar juntos el amor y la justicia. El
Dios-Amor no impide al Dios-Justicia. ·
El esquema mental salvación-condenación,
según te lo han inculcado, consiste en dos situaciones planas y opuestas: una
es la gloria, en la que están todos los salvados por igual, y otra es el
infierno, en el que están todos los condenados por igual. No hace falta ser
muy inteligente para darse cuenta de que esto no puede ser así, tan simplista
y tan injusto, o blanco o negro, porque la realidad está llena de grises, ni
todas las virtudes ni todos los vicios son iguales. Un Dios-Justicia que
premiara a unos entera y eternamente, y castigase a otros entera y
eternamente, no tendría nada de justiciero. ·
No hay tales “situaciones planas”. La segunda, la condenación,
porque ni siquiera existe. En la eternidad de Dios no hay lugar para el mal.
En cuanto a la primera, la salvación, efectivamente consiste en la vida
eterna junto al Creador, pero no es igual para todos. En la gloria hay tantas
pequeñas glorias como almas, todas diferentes, cada una personal e
intransferible, a la medida del alma intransferible y personal de cada cual.
Si el infierno existiese (que no existe), consistiría igualmente en infinitos
pequeños infiernos, cada uno también personal e intransferible, a la medida
de cada condenado, porque sus vidas tampoco habrían sido todas iguales. Una
cosa es que el Dios que te ha hecho te salve y otra muy diferente es que te
iguale con todos, porque nadie somos iguales ni llegamos igual de limpios. No se trata, por tanto, solamente de
“no ser castigado”, como piensa el socarrón de antes. Ése que no castiga es
el Dios-Amor que te perdona y te lleva a la eternidad. Pero en la eternidad
también está el Dios-Justicia que te pone en tu sitio. Esto de que todos nos
salvaremos y todos seremos enteramente felices, pero que no todas nuestras
felicidades serán iguales, sino que serán a la medida de cada alma, no es
ninguna novedad. Ahí tienes toda esa literatura sobre las criaturas
celestiales (ángeles, arcángeles, querubines, serafines….), todas diferentes,
y diferentes también, por tanto, sus respectivas felicidades. En la
eternidad, la felicidad de ninguna de las demás criaturas del mundo será
nunca tan perfecta como la del hombre, ni la de cada hombre será como la de
otro, porque es la perfección de cada alma la que determina la felicidad en
el Reino de Dios. Y sin embargo, esto no obsta a que todas las almas se
sentirán felices a rebosar, porque, por muy pequeña que sea, la felicidad
particular de cada criatura será la suficiente para colmar su naturaleza
imperfecta y limitada. Si ese socarrón que antes te planteaba
“para qué renunciar a los placeres del mundo, puesto que al final todos nos
salvamos” intuyera, por un instante, todo lo que con su actitud se jugaba en
el más allá para siempre, para toda la eternidad, quedaría mudo ante la
estupidez de sus palabras. Liberarse de la pesadilla de esa posible
condenación que le habían inculcado desde niño sería, sin duda, la gran
noticia. Cristo se inmoló por todos, también por él. Pero el otro Cristo, el
de la justicia, no quitará "ni un
tilde ni una coma" de su conducta mientras estuvo en el mundo y le
asignará la gloria que le corresponda. Será enteramente feliz porque allí no
hay dolor ni muerte ni anhelos incumplidos ni relojes que puedan pararse un
día. Ni siquiera hay días, es un eterno presente. Será profundamente feliz,
profundamente….. pero no
puede ni imaginar cuánto más grande hubiera sido esa felicidad si no hubiera
desperdiciado la vida terrenal corriendo detrás de tantas cosas vanas. Ese “Para qué renunciar a los placeres del
mundo, puesto que al final todos nos salvamos” es de una estupidez
sobrecogedora. Esta visión del más allá con sus distintas
situaciones particulares, se supone que no habrá llenado la imaginación de
algún lector incauto con una eternidad incomunicada, repleta de parcelas
diferentes y estancas, hechas a la medida de cada uno y en las que no cabe
más compañía que la del Padre eterno, pero no la compañía de las demás
criaturas. El concepto “morada” tan utilizado por Teresa, tomado de las
palabras del propio Jesús en los Evangelios, nada tiene que ver con lo que en
el lenguaje común significa, con un lugar determinado. Ni en la eternidad hay
lugares ni las almas ocupan lugar. En las páginas dedicadas a la Creación
utilicé una imagen sugestiva para definir cómo es: un océano de almas unidas por la única ley existente, la Ley del Bien, del Amor; un océano en
cuanto a la inmensidad de vida salida de las manos del Creador, y un océano
en cuanto a la unidad indisoluble del todo. En el océano no existen parcelas
incomunicadas. Como entonces dije, allí estarán todas las criaturas a las que
amaste en el mundo para que sigas amándolas sin término. Salvar a todas las almas no es igualar,
no es incumplir la justicia, porque en la eternidad hay tantas moradas como
criaturas y ninguna es igual a otra, sino a la medida de cada alma. --------------------------------------- Esta publicación está
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