(Imagen tomada del reportaje “Salvador Dalí”)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

IV.- El ser utópico (el Universo)

(Última actualización: 20-04-2017)

 

Con los dos capítulos anteriores, el ser infinito y el ser limitado, ya se han agotado todas las formas posibles del Ser, es decir, el Dios creador y la vida creada (las almas de los seres vivos). No existe nada más. Pero ante tus sentidos se representa un espectáculo en colores que te ciega: el universo, una “realidad” meramente formal (capítulo I, La verdad básica), que está construida con materia, la cual es solamente una forma aparente de la energía, la cual, a su vez, nunca ha tenido explicación de qué cosa es ni de dónde ha surgido. Por eso he bautizado este capítulo El ser utópico, el ser que no está en parte alguna, como no sea en la percepción de los sentidos, los cuales, a su vez, también son utopía, puesto que son parte del espectáculo, son materia. Pero como tal, como pura utopía que únicamente habita en tus sentidos y en tu conciencia, es necesario entrar a considerarlo.

 

El mundo es una pura utopía, una ensoñación de los sentidos, en la que lo único real es la conciencia que tienes de vivirlo.

 

La única visión válida de una realidad física es, por supuesto, la de la ciencia física, la cual ha llegado, a estas alturas, a desempolvar casi todos los secretos misteriosamente guardados por la naturaleza, incluso hasta llegar al más enigmático de todos, el del origen, en el cual se ha estrellado y seguirá estrellándose inevitablemente, porque es donde se produce el salto en el vacío entre la realidad física y …. y algo que la ciencia no es capaz de desentrañar, algo que escapa a sus dominios y se adentra en el ámbito de lo trascendente. ¿De dónde y por qué surgió la Gran Explosión (Big Bang)? La ciencia no lo sabe. Aquí es donde este capítulo se ve obligado a retroceder al II y engarzar con El ser infinito, único existente en sí mismo y creador de todo, también de la fantasía llamada universo. Aquí voy a partir de ese origen en el que la cosmología se ve obligada a parar (por estrellamiento, decía antes) y voy a narrarte, en gruesos brochazos, cómo se ha desarrollado hasta hoy este ser utópico, el mundo que creemos habitar.

 

Versión científica: Big-Bang y Evolucionismo.

 

En este punto he tenido la tentación de copiar unas cuantas páginas de mi libro Nueva visión del universo, en el cual di cumplida cuenta de cómo sucedieron los hechos en el origen del cosmos. Luego he pensado que si quieres documentarte un poco más, es mejor que abras dicho libro, y que aquí es suficiente con esbozar algo sobre los hechos y conceptos clave.

 

Sabes que la tesis más aceptada entre los científicos es la de una inicial y enorme explosión, conocida con dicho nombre en inglés, Big-Bang (gran explosión), que inició una expansión que sigue imparable en nuestros días, después de unos quince mil millones de años. Pero… ¿qué es lo que explotó? La ciencia piensa con acierto que, volviendo la expansión en sentido inverso, es decir, retrayendo el universo todo lo que antes se ha expandido, iremos a caer, forzosamente, en un “algo” inicial, infinitamente pequeño, un punto casi matemático, en el que estaba comprimida toda la energía universal y al que han bautizado con el nombre de Singularidad, en el sentido literal de cosa singular, cosa única.

 

De acuerdo, pero…. ¿quién puso esa Singularidad ahí? No hay respuesta. Cuando la ciencia no sabe algo, se encoge de hombros, porque solamente habla de lo que le consta. Eso hace la ciencia, pero un creyente lo tiene muy claro: esa Singularidad que nadie sabe cómo ni de dónde salió, que apareció en medio de la “nada”, no puede tener otro origen sino un agente inteligente, exterior al universo y creador de todo, al cual llamamos Dios. Por eso, cuando te digan la mentira de siempre, la de que la ciencia cosmológica ha echado abajo el creacionismo teológico, diles que no es cierto, que la ciencia parte del paso segundo (la explosión), pero el paso primero no es capaz de explicarlo (la existencia previa de ese “algo” que explotó), de manera que el origen, el origen de todos los orígenes, nos remite irremediablemente a Dios.

 

A pesar de la ciencia, el creacionismo sigue y seguirá en pie. La ciencia jamás podrá explicar de dónde surgió ese “algo” misterioso que explosionó.

 

Yo no sé si te has dado cuenta de un detalle capital, y estoy refiriéndome a que se trató de una explosión. Si te has dado cuenta, habrás pensado que por eso el universo es una esfera (que hasta ahora es lo que siempre habían dicho), porque toda explosión desde un punto se expande en todos los sentidos y engendra una esfera. El problema surgió cuando, hace unos pocos años, los científicos “descubrieron” que no es esférico, sino plano. Entonces, ¿cómo pudo ser causado por una explosión? La contestación a esta pregunta la había dado mi libro Nueva visión del universo dos años antes del feliz “descubrimiento” de los científicos. En mi obra defendía ya, dos años antes, que no se trató de la explosión de una Singularidad estática, cuya explosión habría sido un universo esférico, sino la explosión de una Singularidad en movimiento de rotación interna, la cual no engendra una esfera, sino una espiral plana, forma universal que algunos científicos han creído descubrir dos años después.

 

La ciencia ni siquiera ha sido capaz de descubrir todavía que la Gran Explosión no fue de una partícula estática, sino en rotación interna. El universo no es esférico, es plano.

 

Esta teoría mía no solamente es la única forma lógica de explicar por qué el cosmos es plano y no esférico, sino que, además, ofrece solución natural a todos los problemas aún no resueltos por la cosmología. La célebre “atracción de masas”, pura hipótesis jamás demostrada como causa de la gravedad, la unificación de las cuatro fuerzas naturales, la formación de todos los movimientos giratorios de astros y sistemas de astros, la hipotética “materia oscura”, la fuerza inflacionaria, etc, etc, todo ello adquiere una explicación meridianamente clara y natural en mi universo constituido por una espiral plana, la cual ha sido engendrada por la Singularidad en rotación interna al desplegarse.

 

La fuerza de acercamiento hacia el centro de todos los cuerpos que forman sistema, y también la fuerza de acercamiento de la masa de cada cuerpo hacia su centro, ha sido llamada gravedad, y se ha pensado que el origen de dicha fuerza está en una supuesta atracción de las masas entre sí. Esto explicaría por qué las masas menores giran en torno a las mayores (planetas alrededor de una estrella) y por qué todo cuerpo abandonado en la superficie de nuestro planeta cae en dirección al centro del mismo. La gravedad, por tanto, existe; pero lo que nadie nunca ha podido probar es que la causa que la origina sea esa pretendida “fuerza de atracción entre las masas”. Esto último constituye una pura suposición. Sin embargo, si la expansión universal consiste en la espiral plana de mi teoría, entonces esa fuerza gravitatoria puede explicarse sin suposiciones. De forma muy resumida, es así:

 

·               Una espiral aplanada que se expande (es decir, el universo), genera en su interior, de forma absolutamente natural a partir del impulso de la explosión inicial (comprobar en mi libro Nueva visión del universo), movimientos envolventes de sus partes internas unas sobre otras, dando así lugar a la formación de los sistemas rotatorios de los astros, y de estos sistemas de astros, unos sobre otros, en la formación de galaxias, las galaxias en cúmulos de galaxias, etc.

 

·               Cada sistema rotatorio de astros, por lo tanto, está animado por dos movimientos simultáneos: el de rotación interior de los astros alrededor de su centro (estrella) y el de traslación de todo el sistema rotatorio a lo largo de la línea de expansión que le corresponde dentro del universo (que será exactamente la línea recorrida por la estrella central del sistema, puesto que dicha estrella es la única que no gira).

 

·               Considerado un astro cualquiera (por ejemplo, el planeta Tierra), la combinación de ambos movimientos (rotación alrededor del sol más traslación por el espacio con todo el sistema solar) produce un movimiento resultante (ver Nueva visión del universo) que consiste en una línea ondular de traslación alrededor de la línea central que recorre la estrella (Sol) por el universo, debido a la expansión.

 

·               Esta línea ondular, precisamente por su continuo cambio de dirección a un lado y al otro de la línea central de expansión seguida por la estrella central, es la que produce, por el principio de inercia (ver Nueva visión del universo), la reacción del astro a precipitarse sobre esa línea central de expansión del sistema, es decir, a precipitarse sobre la línea seguida por el Sol, debido a que es éste, como centro del sistema, el único que no gira y se desplaza exactamente por la línea de expansión.

 

·               A esa inercia a precipitarse cada astro hacia el centro del sistema es a lo que llamamos gravedad. Si en vez de considerar un sistema rotatorio de astros consideras un cuerpo cualquiera, por ejemplo nuestro planeta, el efecto es el mismo, puesto que también se desplaza por el espacio (alrededor del Sol) a la vez que rota sobre su eje, de manera que la inercia actúa sobre su masa (y sobre cualquier objeto en su superficie) en dirección al centro del planeta

 

·               La gravedad, por tanto, no es una fuerza de atracción de las masas entre sí, es una convergencia obligada de las masas por inercia; no es una gravedad por atracción desde el centro hacia la periferia, como se viene creyendo, sino justamente lo contrario, es una gravedad por inercia desde fuera hacia el centro (consultar mi obra Nueva visión del universo).

 

Una vez explicado cómo se puso a rodar todo (nunca mejor dicho, porque el universo es una inmensa rueda plana en la que todo también rueda dentro sin parar), el siguiente paso es comentar la inmensidad a que ha dado lugar esa maquinaria en marcha. No existe imaginación capaz de figurarse un espacio habitado por miles de millones de galaxias, cada una de las cuales constituida por otros tantos miles de millones de estrellas, cada una de ellas con posibles sistemas planetarios a su alrededor…. No existe imaginación capaz de abarcar todo eso. Si la luz viaja trescientos mil kilómetros en cada segundo y tarda miles de años en llegar a ti desde algunos astros, ¿eres capaz de imaginar tales distancias? Un ejemplo muy sugestivo que suelo repetir es el siguiente: dos planetas dentro de un sistema cualquiera, como el nuestro, son semejantes a dos balones de fútbol, pero situados uno en Europa y el otro en América. Si esta es la fantástica relación entre dos planetas de una misma estrella, mira a ver si eres capaz de representarte mentalmente las dimensiones del universo.

 

Pues bien, en un rinconcito de una de las numerosas galaxias, la Vía Láctea, una modesta estrellita, el Sol, mantiene un pequeño sistema planetario en el que se halla la Tierra. Así de modesto nuestro planeta y, sin embargo, centro del universo en cuanto a que es el único reducto de vida. Esto del geocentrismo es según se mire. En la historia ha quedado Copérnico como el destructor del geocentrismo. Hasta llegar a su descubrimiento de que nuestro planeta no es el centro geométrico del universo, ni siquiera de nuestra galaxia, ni siquiera de nuestro sistema planetario, se pensaba que todo el cosmos existía para albergar en su centro geométrico a la Tierra y al hombre. Esto, evidentemente, no es así, no somos el centro geométrico, pero sí somos el centro universal en cuanto destino, puesto que sólo en nuestro planeta se ha producido el milagro de la vida, última finalidad de todo ese monstruo llamado universo. Es algo así como si un inmenso y frondoso árbol solamente hubiera sido capaz de producir, en una de sus infinitas ramitas, una única e insignificante semilla. Todas las fantasías que llevas oídas sobre más vida que la de aquí son eso, fantasías. No hay más vida (al menos en sus formas superiores) que la que existe en el planeta Tierra.

 

A pesar de Copérnico, el geocentrismo de la Tierra sigue en pie. No somos el centro funcional del cosmos, pero sí somos el centro trascendente. Sólo en la Tierra hay vida.

 

Sin embargo, ante esta sublime grandiosidad del cosmos (el cosmos es un espejismo, pero espejismo grandioso), siempre habrá un montón de despistados, entre ellos muchos científicos, que te aseguren que tal milagro no es otra cosa que un puro azar, una tonta casualidad, un producto natural de la materia en movimiento y, por supuesto, sin finalidad ninguna; y que te aseguren también que el hombre no es otra cosa que un animal más, eso sí, un poco distinguido y refinado, pero, en definitiva, un animal más que ha sido producido por la evolución casualmente. Puedes encontrarte de todo, incluso un celebérrimo señor Hawking que, anestesiado por su devoción por lo que ve con los torpes ojos del cuerpo, asegura que el universo es tan fantástico que hasta es “infinito”; es decir, que no tiene ni idea el buen señor de lo que es finitud e infinitud, a pesar de su celebridad.

 

Posiblemente, si no eres aficionado a la cosmología, te interesen poco estas explicaciones anteriores sobre la formación del universo y su expansión, y posiblemente lo que quieras saber es cómo se ha llegado a esta complejidad tan enorme en nuestro propio planeta, único que alberga vida. Pues, para la mayoría de los científicos, por casualidad también. Con Darwin se inauguró una nueva y rigurosa verdad, cuya interpretación podía ser peligrosa y dar lugar a errores. Resulta que el mundo no era una obra acabada, como siempre se había creído y como relataba el Génesis, sino un dinamismo evolutivo y cambiante en el que el hombre no parecía ser ningún fin, sino una pieza más, aunque la última, por el momento.

 

Acabo de escribir en el párrafo anterior que esto del evolucionismo era “una rigurosa verdad, pero verdad peligrosa por los errores a que podía inducir”, y así fue. Este hallazgo parecía arruinar la hermenéutica tradicional del relato bíblico, en el que Dios había creado, de forma personal y directa, al hombre tal cual ahora es. Y esta controversia permaneció hasta que el sentido común se impuso y surgió la distinción entre lo que es un libro poético y teológico y lo que es un libro de ciencia. La Biblia, por supuesto, no es un libro de ciencia, de manera que el barro que tomó el Creador para inaugurar al hombre en Adán constituye una pura metáfora. No puedes saber a qué se refiere el símbolo bíblico “barro”, pero desde luego no al barro literal, hecho con tierra y agua. Pudo ser el “barro” de un primate, si la ciencia así lo demuestra. El Génesis es una fantasía absolutamente imprecisa y equivocada en los hechos concretos y particulares que narra, pero no en el fondo del relato, a saber: Dios es el autor de todo y también del hombre. En eso no se equivoca.

 

¿Cuál fue el “barro” utilizado por el Creador para moldear a Adán? En la metáfora bíblica, nada impide que ese barro fuese un primate.

 

Pero escuchemos primero a Darwin, y luego, en el apartado Génesis evolutivo, habrá tiempo de aclarar todo. Darwin (siglo XIX), expuso una teoría científica radicalmente diferente a la entonces imperante de Lamarck. Según éste último, la evolución de las especies se había producido por simple adaptación al medio. No podía ser cierta y, efectivamente, no lo era. Los cambios por adaptación al medio, dentro de cualquier especie, exigirían un proceso lentísimo en el que se producirían infinidad de seres intermedios hasta llegar al resultado final. El cuello desmesurado de la jirafa, adaptado para alimentarse de las hojas de los árboles, exigía un montón de pseudojirafas anteriores, en las que el cuello habría ido ganando longitud de forma progresiva, como corresponde a una adaptación a través de los siglos. Pero es que estos ejemplares intermedios jamás han sido hallados entre los fósiles. La jirafa apareció “de pronto”. Sin duda, Lamarck estaba equivocado, aunque no apuntaba en mala dirección, porque evolución sí que había.

 

La novedad trascendental de Darwin consistió en descubrir que los cambios evolutivos no se producían por adaptación al medio, como defendía Lamarck, sino que el orden era justamente el inverso: primero se producía el cambio y luego sobrevenía la adaptación o no adaptación al medio. Según esto, los cambios no se producían por ninguna influencia exterior, sino por repentinas mutaciones genéticas. Darwin nos colocó, de pronto, ante una evolución caprichosa, imprevista, sin finalidad ni dirección ninguna, al azar, en la cual, si el nuevo mutante sobrevivía, dando la sensación de que había conseguido adaptarse al medio, era porque éste, el medio, y también la competencia con los demás individuos, se encargaba diligentemente de eliminar a los demás inquilinos que no estaban dotados para la lucha por la vida. Es el mecanismo llamado selección natural. Hoy día, la ciencia ha profundizado mucho más en el estudio de la evolución y sabe que los mecanismos causantes de las mutaciones son tres, básicamente:

 

·               Los gametos (células sexuales: espermatozoides y óvulos), al dividir sus pares de cromosomas y dejar sólo uno en la fecundación, el cual se combinará con el aportado por el gameto del otro progenitor, proceso llamado meiosis, puede producir errores genéticos, es decir, mutaciones.

 

·               Mas trascendente aún que lo anterior es que la unión de ambos cromosomas, cada uno aportado por cada progenitor, constituye una drástica “recombinación”, la cual acarrea un cambio en los caracteres del nuevo individuo.

 

·               Por otra parte, los efectos de agentes externos, tales como las radiaciones ionizantes o los compuestos nitrogenados de la alimentación, pueden modificar el ADN de las células del individuo (todas, también de los gametos), y aunque el organismo dispone de herramientas de reparación, no consigue impedir que se produzcan mutaciones.

 

Las posibilidades, por tanto, de mutar son tan altas que la evolución de los seres vivos queda perfectamente explicada; más aún, debería ser, en teoría, mucho más pródiga de lo que de hecho es, porque en relación al número infinito de posibilidades, las mutaciones que se producen constituyen un bajo índice de proporcionalidad. Más que en este detalle, los científicos prefieren apoyar la evidente restricción evolutiva en la poda inmisericorde que la selección natural hace continuamente en el árbol biológico. Según ellos, el carácter aleatorio de las mutaciones y la posterior selección natural son dos herramientas que conducen la evolución de las especies a un indeterminismo radical, a una pura casualidad. A los científicos les falta la perspectiva filosófica que les impide ver que, mutación más selección natural (que es lo único que ellos ven) son algo más que dos simples factores de la evolución, son, por encima de eso, dos leyes inviolables de la naturaleza, y que, como tales, están gritando la autoría de un ser superior y exterior que así lo ha dispuesto todo. Lo que parece un puro azar, resulta ser un puro azar…... reglado, regido por dos leyes que se repiten inexorablemente.

 

El azar solamente conduce al caos, y el mundo no es ningún caos. El resultado de las leyes mutación-selección lo tienes delante: una naturaleza predeterminada a un fin bien concreto: la perfección, la complejidad y la aparición del hombre..

 

Versión religiosa: el Génesis.

 

Te acabo de contar lo que dice la ciencia hoy, pero la historia del hombre es muy anterior a la ciencia y, lógicamente, buscaba otras explicaciones al espectáculo que tenía ante sí. Esas explicaciones tenían que ser forzosamente imaginarias, fundadas en la razón y, más aún, en la intuición, puesto que no había experiencia científica ninguna. Pero aún así, es innegable reconocer que eran acertadas en los dos hechos capitales de la realidad mundo, a saber: todo es obra de Dios y la finalidad de la obra es la aparición del hombre. En esto no podía equivocarse la inspiración humana, posiblemente iluminada, y no se equivocó, puesto que lo que hizo fue dar explicación a esos dos extremos que la ciencia no es capaz de explicar: de dónde y cómo apareció la Singularidad (la partícula que se desencadenó en el origen) y el porqué del finalismo antrópico de la evolución, aceptado por gran parte de los científicos.

 

Esta versión religiosa occidental está contenida en el libro primero de la Biblia, llamado Génesis, con la pretensión de que eso es “palabra de Dios”. Como acabo de contarte, no puede ser en modo alguno “palabra de Dios” en cuanto relato fáctico, porque si lo fuera no se equivocaría de forma tan clamorosa como se equivoca en el orden de los hechos. Se trata de un libro poético-teológico, no de un libro científico, por lo cual no podía acertar en la secuencia de los hechos de cómo se formó el universo y, obviamente, no acertó. Pero si puede ser “palabra de Dios” en la verdad sustancial y de fondo que narra, que es ésta: en definitiva, no existe nada que no haya salido de la mano del Creador y el hombre es la cúspide de la obra. Y como no podía ser de otra manera, puesto que en su construcción no hay rigor histórico ninguno, el génesis del Génesis (perdóname la redundancia) no puede ser más anárquico y espúreo de lo que es, a pesar de que la tradición bíblica lo califique nada menos que como “palabra de Dios”.

 

·               El Génesis no es obra de un solo autor, no tiene concepción unitaria, consiste en un ensamblaje de multitud de tradiciones orales antiguas, vertidas a la escritura por varios autores a partir del siglo X antes de Cristo. La mayor parte de ellas son concernientes a la historia del propio pueblo hebreo, pero algunas procedentes de otras culturas, como lo referido a la primera pareja en el Paraíso y lo referido al diluvio universal, que es de inspiración babilónica. Viene admitiéndose como primer recopilador de todas estas tradiciones antiguas a uno desconocido, llamado el Yahvista, durante el reinado de Salomón. Pero fue en el V a.C., al volver el pueblo del destierro en Babilonia, cuando se añadieron los versículos de la “Creación en siete días”.

 

Ya tienes delante de ti el Génesis, tratando de explicar el origen del mundo y del hombre, y acto seguido y sin más, el desarrollo histórico sólo de un pueblo concreto, el hebreo, como si no existiese cosa ninguna más interesante. La mayor parte del libro está dedicada a esto último, a magnificar la historia de este pueblo semita desde el patriarca Abrahán hasta Jacob, rellenando los enormes huecos a los que la tradición oral no pudo dar contenido con el ingenuo truco de alargar en siglos las vidas de los protagonistas. De esta manera, leyendo el Génesis, la sensación que se obtiene es que, aunque por delante inserte esa breve recopilación de antiguas fantasías orientales sobre la Creación, vienen a resultar un mero prólogo de lo único realmente sustancioso y digno de tenerse en cuenta, es decir, lo de siempre, la identidad del “pueblo escogido”. A nosotros, obviamente, lo único que nos interesa (o lo único que debería interesarnos) no es esto último, sino lo primero, la obra de compilación de las teogonías que circulaban por el mundo antiguo sobre la Creación, a las cuales la cultura hebrea añadió dos particularidades obligadas:

 

·               Una fue la necesidad de introducir una cuña con la que dejar sentado que todo fue obra creadora desde la nada. En las teogonías al uso se partía de que ya existía algo, una especie de caos acuático, informe y tenebroso, que aparece perfectamente descrito en el versículo 2, al que los pueblos autores de tal tradición representaban mediante la hipotética figura de un monstruo (en unas culturas llamado Tiamat, en otras Leviatán) y al que Marduk, rey de los dioses, daba muerte y, descuartizándolo, originaba las distintas partes del cosmos conocido: tierra, agua, firmamento, luz.... Pero como tal cosa era inasumible para Israel, nada mejor para afianzar al Dios único que añadir por delante un nuevo versículo, el 1: En el principio, Dios creó los cielos y la tierra. La expresión “cielos y tierra” significaba en aquel tiempo la totalidad de lo existente, pero fue añadido sin suprimir la referencia a lo ya preexistente, contenido en el 2, es decir, la preexistencia del “caos acuático”, que puedes traducir por “materia”.

 

·               Otra novedad que introdujeron los hebreos fue la de acomodar la obra génica a la semana tradicional judía. Pensaron que el texto recogido de las tradiciones antiguas podría estar acertado en el desarrollo de los hechos que contaba, pero evidentemente no en el tiempo empleado en la obra. Así se acordó que, siendo ocho las obras pero solamente seis los días disponibles en el marco de la Alianza, sería necesario comprimir aquellas para que el sábado quedase libre. Y se comprimieron a costa de que apareciesen las obras de dos en dos en los días tercero y sexto.

 

Como ves, al origen confuso y sin duda propio de literatura fantástica, le han sido añadidas después intromisiones y manipulaciones de todos los estilos, especialmente en la contradicción entre el versículo 1 del autor compilador y el 2 de la versión original. Pero quizás estos fallos, como igualmente los manifiestos errores en la descripción de la evolución del cosmos, sean lo de menos, porque, repito, debe tenerse en cuenta que se trata de un libro teológico, no científico. Lo verdaderamente gordo es la sorprendente torpeza en suponer que la obra no fue hecha en un solo acto de voluntad, como correspondería a la obra de un Dios todopoderoso, sino en fases. Puede que estés pensando que esto coincide con el desarrollo real del universo, que también ha sido en fases, las fases de la evolución, pero debes tener en cuenta que este paulatino perfeccionamiento ha sido debido a la autotrascendencia de que fue dotada la obra en su origen por el Creador, no a que su mano haya ido haciendo la obra poco a poco, como el libro lo presenta. No hubo más intervención directa que la del origen, creando y poniendo en marcha esa misteriosa y portentosa partícula conocida como Singularidad, que encerraba potencialmente todo lo que se desarrolló después.

 

Muy al contrario, el libro presenta un autor que, aunque todopoderoso y capaz de hacer con sólo su voluntad cuanto quiere, resulta que no es capaz de prever los resultados de su obra, los resultados se le escapan y precisa “ir viendo” para asegurarse de que lo hecho “es bueno”. Esto es, nada menos, lo que dice el Génesis al final de la tarea de cada día. Y no debe sorprenderte, porque todo el tenor de la obra está en esa misma línea: relata una Creación vacilante, hecha en el tiempo, en la que se avanza poco a poco, igual a como lo haría un constructor humano, amasándola con y a partir de cosas ya preexistentes: el abismo, el caos..... ¿En qué quedamos, por fin? ¿No es de suponer que creó todo desde la nada más absoluta? Este Dios devaluado recuerda en todo al diosecillo de Platón y de los gnósticos, y resulta, más que un creador, un simple artesano.

 

El pecado del Génesis no está en sus innumerables errores fácticos, porque no es un libro de ciencia, está en la simplicidad del dios-artesano que presenta.

 

Así como en lo referente al Paraíso inicial, el Génesis está cargado de acertados simbolismos (la primitiva soledad del hombre, la aparición de la mujer, la situación idílica, el árbol del bien y del mal, la pérdida de la inocencia, la vergüenza y el destierro) en esto otro de novelar cómo se las arregló el Creador para hacer su obra, el resbalón es tan gordo, en cuanto a la subclase de dios que presenta, que pretender que sea aceptado como “palabra de Dios” resulta ridículo. El Génesis no pasa de ser un pintoresco cuento oriental asumido por la cultura hebrea, y la Iglesia, al catalogarlo como libro sagrado, se desacredita. Ni es sagrado por el origen ni es sagrado por el contenido.

 

El fundamentalismo de la Iglesia en otros tiempos, forzaba a los teólogos a defender que el relato bíblico del Génesis era un auténtico relato de los hechos reales tal cual. Todo esto era antes de Copérnico, claro. Cuando la ciencia comenzó a situar a nuestro planeta en un rinconcito del universo y dando vueltas alrededor del Sol (y no al revés), cuando empezó a ensamblar el ingente edificio de las especies de menor a mayor por la evolución, las fantasías orientales de este libro hebreo quedaron al descubierto, y sobre todo, la ingenuidad de haberlo interpretado al pie de la letra. Lo que menos podría esperar la intransigente Iglesia de entonces es que Adán no fuera el arquetipo masculino presentado en el Génesis y pintado por Miguel Ángel, sino el pseudoprimate llamado homo ergáster, o a lo sumo, el tosco hombre de Cro-Magnón. ¿Qué hacer ante semejante descalabro?

 

De momento, confusión, hasta que la exégesis moderna cayó en la cuenta de que a la Biblia le era de aplicar la doctrina de los géneros literarios. El patinazo no era del libro (que no tiene valor ninguno, que es una solemne tontería), era de la interpretación cerrada y literal que de sus páginas se había hecho hasta ese momento. El patinazo se arregló con sólo reconocer que el Génesis no había que mirarlo como un compendio de ciencia, de ningún tipo de ciencia, ni cosmológica ni tampoco histórica, sino como un libro poético…. A decir verdad, como un irrelevante librito, ayuno de verdad, del que únicamente cabe extraer esta lección: todo cuanto existe, haya aparecido cómo haya aparecido, en definitiva tiene siempre por última causa la mano del Creador, lo cual es rigurosamente cierto. Para hacer el relato científico de los hechos están las universidades. El relato bíblico, tan lleno de fantasía como de ignorancia, no puede ser aceptado nada más que como recordatorio de que detrás de todo, incluido el espejismo universal, está Dios. El hombre sueña que está aquí, pero el sueño lo pone Dios.

 

Por otra parte, siguen discutiendo los teólogos de hoy sobre una cuestión bastante tonta: la conservación de lo creado en el tiempo constituye, para unos, una acción de Dios diferente a la de creación; pero para otros creación y conservación son lo mismo, porque hay una creación continua que puede ser llamada conservación. Ni lo uno ni lo otro es cierto. La ensoñación “mundo material” no es otra cosa que una peripecia intrascendente que los seres vivos creen protagonizar, pero, aun así, qué duda cabe de que las reglas del juego las puso el Creador, porque nada ha sido hecho sino por él. El hombre sueña, pero el escenario de sus sueños lo pone Dios, único creador de todo. Sin embargo, Dios no precisa estar pendiente de esa quimera. Dios es Dios. Ni conservación ni recreación. Este ficticio escenario salió de sus manos una sola vez y ya equipado para toda la duración del sueño.

 

·               Conservación no hay, pues en tal caso lo creado no sería evolutivo, sería estable. Conservar es mantener algo tal como es, conservar no incluye modificaciones que transformen la esencialidad de lo anterior. El mundo, sin embargo, es una transformación gigantesca y continua.

 

·               Recreación incesante tampoco porque, de ser así, no se producirían en la evolución los fallos que se producen (mutaciones fallidas, por ejemplo). Dios no se equivoca.

 

·               La única intervención directa del Creador es la del origen, la del alumbramiento de esa misteriosa partícula (Singularidad) que contenía en potencia todo el tan fastuoso como onírico universo que tienes delante.

 

·               Por tanto, ni conservación ni recreación continua. Dios no interviene. Ese portentoso milagro de la Singularidad encerraba, ya en sí mismo, todas las leyes naturales necesarias para expandirse y perfeccionarse hasta ser lo que ahora es, autotrascendiéndose, superándose de forma autónoma.

 

Dios ni conserva este sueño temporal (hay evolución) ni lo recrea (hay errores evolutivos). Simplemente lo creó, lo dotó de leyes autónomas y lo puso en marcha como simple ensoñación de los sentidos.

 

Versión real: Génesis Evolutiva.

 

La controversia entre los defensores de la creación divina y los de la evolución natural, como si ambas hipótesis fueran incompatibles, carece de sentido. ¿Por qué se ha de elegir? El hecho de que algo haya sido creado no excluye, para nada, que lo creado no pueda evolucionar después; como de igual modo, cualquier cosa que evoluciona ha partido, necesariamente, de algo previo, es decir, ya existente, creado. En esta absurda controversia no palpita otra cosa que el afán codicioso de los detractores de la fe por arruinar los cimientos de la misma, la existencia del Dios creador de todo, y cualquier descubrimiento científico, aunque neutro en sí mismo, es arrojado al rostro de la humanidad creyente con la ira propia de esa otra humanidad que no se siente capacitada para creer. Me gustaría que pertenezcas a la primera, no a la segunda. Pero si no es así, procuraré demostrarte que creación y evolución no son contradictorias.

 

En el apartado primero de este mismo capítulo, Versión científica: Big-Bang y Evolucionismo, te indicaba que la macroevolución del universo la puedes consultar en mi libro Nueva visión del universo, en el que desarrollo mi nueva teoría sobre la formación del cosmos aplicada a lo que dice la cosmología oficial, y añadía, además, algunas explicaciones sobre los puntos más significativos de ese desarrollo. Ahora, en este apartado Génesis Evolutivo, estimo que se hace necesario insertar un rápido esquema de todo lo expuesto en ese libro y en mi teoría sobre la formación del cosmos, al que añado en su final tres breves puntos sobre lo relativo a la evolución de la vida sobre un insignificante planeta llamado Tierra.

 

·               En la Singularidad original estaba concentrada toda la energía del futuro universo a una presión, temperatura y velocidad de rotación interna absolutamente impensables.

 

·               La expansión de lo que está en rotación no engendra una esfera, engendra una espiral plana (el universo es plano, no esférico),

 

·               Desde la pura energía primera, concentrada en la Singularidad, por procesos físico-químicos debidos a la pérdida de presión y de temperatura al expandirse, fueron apareciendo los distintos estados de la materia: en un principio sólo la masa llamada plasma (núcleos, electrones, fotones); luego, por enfriamiento, la aparición de los átomos de hidrógeno; etc.

 

·               Estas masas, por los movimientos envolventes de todo lo que navega dentro de una espiral en expansión, fueron agrupándose en grandes rotaciones, que con el tiempo serían astros y sistemas de astros.

 

·               La combinación del movimiento de giro interno con el movimiento de traslación por el espacio (expansión) genera, por inercia, la tendencia de las masas a precipitarse hacia el centro de giro, porque es el único punto en el que no se combinan los dos movimientos y sólo hay movimiento de desplazamiento expansivo.

 

·               Esa inercia hacia el centro, tanto en astros como en sistemas, es lo que llamamos gravedad, que, como ves, nada tiene que ver con la pretendida y nunca demostrada “atracción de masas”

 

·               En cada astro, la acción continua de la gravedad lo contrae hacia el centro, pero cada contracción provoca, por presión, una mayor combustión de su masa interior, con la correspondiente fuerza expansiva hacia fuera. El resultado es la estabilidad de cada astro mientras no se agote su energía interior.

 

·               Por la misma causa, cada sistema de astros tiende a colisionar en su centro, acción contrarrestada por la fuerza opuesta de la expansión general del universo, formándose así sistemas planetarios de astros; los cuales y por las mismas causas se fueron agrupando en otros sistemas mayores, galaxias; las que a su vez se fueron agrupando en cúmulos de galaxias; etc, todo ello en continua expansión, creando un espacio universal gigantesco a lo largo de unos quince mil millones de años.

 

·               Solamente en uno de esos millones de millones de cuerpos celestes se producen las necesarias condiciones físico-químicas para la aparición de las primeras células vivas, es decir, células con capacidad de movimiento y reproducción. Este espacio único en el universo es el planeta Tierra del Sistema Solar.

 

·               Por el proceso de mutación y selección, van produciéndose pequeños cambios en los nuevos seres vivos que se consolidan, dando paso a otros nuevos cambios.

 

·               El resultado de esa evolución lenta y continua (aunque también con saltos radicales) es el de la aparición de especies vivas cada vez más complejas y perfectas, a pesar de que dicha complejidad y perfección no son imprescindibles para la adaptación al medio, culminando el proceso con la aparición del hombre, hace aproximadamente treinta mil años.

 

El caos, el árbol y la escalera

 

En una evolución genuinamente darwiniana, en cualquier momento de la historia sería inmensamente mayor la cantidad de especies de vida efímera, por inadaptación, que la de especies consolidadas por su adecuación al medio; como igualmente existirían multitud de seres aislados tan desprovistos de defensas que desaparecerían sin crear especie. Parece que los científicos que defienden la evolución a ultranza no son capaces de comprender que la desproporción entre especies fallidas y especies adaptadas, en cada momento histórico, sería tan gigantesca que las adaptadas apenas representarían una minucia en el concierto universal, aunque presentarían un número de individuos mucho mayor, justamente porque, al estar consolidadas, se multiplicarían más fácilmente. Dentro de las especies vivas, el grado de diversidad sería tan exagerado que, de no estar restringido, limitado y encauzado a un fin, sembraría el planeta de especies en extinción.

 

Esto que acabo de exponer no es una estimación caprichosa, cabe apoyarlo en ejemplos prácticos. Existe un cierto simio (cuyo nombre he olvidado, pero que cualquier zoólogo confirmaría fácilmente) que ha desarrollado una hipertrofia exageradísima sólo en uno de los dedos, del cual se vale para extraer las larvas de la madera para alimentarse. Según el darwinismo, esto se debe a la pura casualidad de las mutaciones. Posible, por supuesto, es todo; pero si aceptamos un nivel de variaciones tan insospechado como para llegar a producir una asimetría así de caprichosa, en un solo dedo, también ha de aceptarse, por la misma razón, que el número de mutaciones sería tan escandalosamente alto que la naturaleza se convertiría en un inmenso cementerio de individuos y de conatos de especies que jamás llegaron a nada. Y no es así, como ves. Las mutaciones no se producen con toda la incalculable variedad que cabría esperar si fuesen resultado sólo del azar, son infinitamente menos de las teóricamente posibles y, además, en su mayor parte útiles; todo lo cual apunta en una sola dirección más que evidente: están orientadas a un fin determinado. Lo resumo en el siguiente esquema.

 

·               Cualquiera de las causas (recombinaciones genéticas, radiaciones ionizantes, compuestos nitrogenados de los alimentos…) produce, en la teoría evolucionista, variaciones imprevistas sin dirección predeterminada.

 

·               Siendo tantos esos factores que propician la aparición de nuevas variantes, éstas se producirían continuamente y en cantidades impensables, a pesar de las defensas del organismo en sentido contrario.

 

·               Puesto que tal producción de variantes se realiza al azar, aplicando el cálculo de probabilidades, la inmensa mayor parte de las mismas serían infructuosas.

 

·               Desde que apareciesen hasta que fuesen eliminadas por la selección natural, transcurriría un tiempo indeterminado en el que incluso se reproducirían. La selección natural no es un verdugo inmediato.

 

·               Durante ese tiempo que la selección natural tardaría en eliminar los individuos e incluso las especies fallidas, habrían ido apareciendo otra ingente cantidad de nuevos errores.

 

·               El resultado final es que, en cada momento histórico y a pesar del mecanismo de selección natural, los seres vivos presentarían, en su mayor parte, un panorama caótico.

 

·               Y sin embargo, tal caos ni se aprecia en los fósiles hallados ni se aprecia en nuestro mundo actual. Al contrario, las mutaciones son pocas en relación a las teóricamente posibles y, en su mayor parte, útiles.

 

Puesto que las posibilidades de mutación son tantas y la selección natural no es un verdugo inmediato, la naturaleza debería ser un caos en su mayor parte.

 

La conclusión, especialmente por lo contenido en el último punto “….las mutaciones son pocas, en relación a las teóricamente posibles, y en su mayor parte útiles”, es que las mutaciones no parecen constituir una ley de lo aleatorio, sino todo lo contrario, las excepciones de una ley de lo planificado. Más tarde llegarás a la conclusión final de que la evolución de las especies (y en general toda la evolución del cosmos) no es en absoluto un juego de azar, es un proceso reglado y dirigida a un fin racional y que tiene, por lo tanto, un autor. Será en ese momento de la conclusión final cuando te preguntarás por qué entonces, si es obra de una inteligencia, existen mutaciones fallidas. Entonces serás contestado. De momento, he dado cumplida cuenta de la primera cuestión del enunciado: no existe ningún caos, a pesar de que sería lo teóricamente previsible en una evolución no dirigida a un fin.

 

No existe ningún caos, pero la profusión de la vida es tal que se puede representar por un árbol, y además frondoso, con sus miles de miles de ramas, derivando de otras ramas un poco mayores, todas perfectamente organizadas y avanzando en busca de la luz, es decir, en nuestro caso en busca de la vida. Esta es la segunda cuestión del enunciado, la semejanza de la evolución, tan enormemente profusa y compleja, con la formación ramificada de un inmenso árbol. Partiendo del tronco común vida y mediante el mecanismo mutación-selección, los seres van ramificándose en todas las direcciones y con una característica común: la complejidad cada vez mayor. Esta es la nueva cuestión que requiere una explicación. ¿Por cuál razón la evolución camina permanentemente hacia lo más complejo? La teoría de la simple adecuación al medio no es capaz de explicar esta creciente complejidad.

 

En mi obra Nueva visión del Universo y a propósito de la formación de los sistemas estelares, ya expuse que se trata de construcciones, no de fragmentaciones, es decir, procesos que se levantan siempre en sentido ascendente, no descendente, siempre de lo simple hacia lo complejo. A partir de los elementos más simples, las estrellas, se arman los resultados más complejos, los sistemas. Los edificios se levantan con ladrillos y no al revés. Y lo exponía en ese libro porque ha habido científicos empeñados en todo lo contrario, en que las estrellas son el resultado de la división de los sistemas, los cuales, según sus hipótesis, debieron aparecer antes. Trasladada esta simpática hipótesis de algunos científicos al ejemplo anterior, resulta que primero aparecieron las casas y, por demolición de las mismas, surgieron luego los ladrillos.

 

En la evolución biológica de la naturaleza, nadie tendría la osadía de mantener la misma postura que algunos astrofísicos respecto del universo. Hace tiempo que se sabe que la vida surgió de forma incipiente en seres extremadamente esquemáticos, los unicelulares, y que desde aquello hasta esto, una orquestación de millones de variedades en equilibrio ha acabado por producir seres tan complejos que ni siquiera son capaces de autoconocerse, como ocurre con los hombres, que siguen constituyendo un misterio para sí mismos. La trayectoria de la evolución biológica es, como la del universo entero, desde lo simple hacia lo complejo. ¿Pero cuál es el fundamento de ese continuo milagro del plus-devenir evolutivo?

 

No se trata de ningún milagro, no se trata de que unos padres necios sean capaces de donar a su descendencia unas dotes que ellos mismos no tienen, se trata de que cada uno de los progenitores no dona un “todo ya hecho”, sino que dona solamente caracteres parciales (genes) que han de combinarse con los del otro progenitor para producir los caracteres del descendiente común. Se trata, por tanto, de una recombinación que hace posible ese plus-devenir; se trata de que “alguien” dotó a la realidad de unos mecanismos que llevan, en sí mismos, la autotrascendencia, la superación de lo existente. La teología tradicional, menos amiga de este tipo de explicaciones, dice que esa superación o autotrascendencia se produce porque Dios es, además de la causa eficiente y primera de todo, también la causa final, de manera que está tirando continuamente de la Creación hacia sí mismo, hacia la perfección absoluta. Pero, en definitiva, la explicación es la misma, a saber: el Creador ha dotado a la evolución de la autotrascendencia necesaria para que alcance el fin del perfeccionamiento.

 

Este dato de la creciente complejidad de los seres vivos, sin embargo, no es congruente dentro del evolucionismo ciego, es decir, constituye una prueba en su contra, porque para lograr la máxima coherencia con el medio, que es de lo que se trata en el darwinismo, un organismo quizás sea más conveniente que se simplifique a que se complique en su estructura, según los casos. Por poner un ejemplo, quizás en un desierto, con oscilaciones de cincuenta grados en sólo veinticuatro horas, con casi absoluta ausencia de agua y torrenciales y brevísimas lluvias a veces, quizás la vida más adaptada sería la de esos tipos simplísimos de esporas, capaces de soportar las condiciones más duras, aprovechar luego el brevísimo paréntesis de las lluvias, hacer una verdadera explosión vital y volver a encerrarse en su mundo otra vez. Y sin embargo vemos que, además, en esas condiciones tan duras la evolución ha colocado todo tipo de organismos, incluidos los más complejos, los mamíferos. Una evolución económica, lógica, adaptable al medio, buscaría siempre la solución más simple y sencilla, la de la espora, no la del camello.

 

La respuesta a este hecho insólito de verdadero despilfarro evolutivo (la innecesaria complejidad), parece que únicamente puede ser una: la dirección de la evolución no está determinada por puras necesidades físicas, fisiológicas o biológicas, por la pura necesidad de compatibilidad con el medio (tesis darwiniana), porque en este supuesto la evolución se habría interrumpido hace ya tiempo y, desde luego, jamás habría alumbrado al hombre, que es todo un ejemplo de rotunda inadaptación a la naturaleza. Como ya he dicho en alguna otra página, el hombre es el paradigma de la nula adaptación al medio: es el único animal que precisa una larga y delicada gestación, nace absolutamente indefenso, pasa por una niñez exageradamente prolongada, carece de instintos y de habilidades naturales, todo ha de aprenderlo, etc, etc. Una evolución presidida por la pura idoneidad con el medio nunca hubiera llegado al rey actual del universo, posiblemente se habría parado en el trilobites. Darwin acertó en descubrir la evolución, pero no acertó en comprender lo que había descubierto.

 

Darwin descubrió sólo el mecanismo de la evolución, pero no reparó ni en la restricción de las posibilidades mutantes ni en la hegemonía de la complejidad (finalismo) sobre la selección (naturalismo).

 

Debe quedar claro este hecho. La creciente complejidad escapa a la ley sagrada del evolucionismo darwiniano, que consiste, simplemente, en la idoneidad del ser que ha de vivir con el medio en el que ha de vivir. Constituye, por tanto, la segunda característica propia de la evolución: el perfeccionismo, a pesar de no ser necesario. Desde la Singularidad inicial hasta lo que ahora es el monstruoso universo, hay un auténtico abismo de complejidad perfeccionista, el abismo entre la simple energía inicial y el inmenso cosmos de hoy, con su ser humano dentro. Es un hecho incontrovertible que la realidad evoluciona hacia una incesante complejidad que no se detiene en la simple compatibilidad con el medio, único motor según Darwin, sino que busca un perfeccionismo deliberado, aunque ello le cueste el sufrimiento físico de la inadaptación, como le ocurre al ser humano.

 

La evolución de la vida no está determinada sólo por la compatibilidad con el medio. Por encima de la ley del equilibrio del sistema, rige la ley de la autotrascendencia hacia una mayor complejidad y perfección.

 

Estas han sido las dos primeras características: la realidad se desarrolla de forma coherente y ordenada, no caótica (como cabría esperar si se debiera sólo al azar), y además lo hace orientada a una complejidad perfeccionista que no es imprescindible, aquí simbolizada en la fronda del árbol. Pero aún se aprecia una tercera característica. Antes te he recordado que la carencia de suficientes eslabones intermedios ha servido para desmentir la adaptación lamarckiana, pero con igual derecho cabe afirmar que, esa misma precariedad de eslabones intermedios, también sirve para desmentir que la mutación sea un mecanismo ciego. Dejado al azar, el proceso de los cambios tendría dos caracteres inevitables:

 

·               Del primero ya he hablado. Puesto que las mutaciones serían numerosísimas y la selección natural tardaría en hacer la oportuna siega, la profusión de seres vivos, en su mayoría inviables, constituiría un caos.

 

·               El segundo consiste en que ese azar, de ser el único motor de los cambios, actuaría de forma continua y regular. No existe ningún fundamento para admitir que el azar funcione de forma tan intermitente y tan radical como se ha probado.

 

Pues bien, justamente esto último es lo que ocurre en la naturaleza. Dentro de los propios científicos hay una gran corriente que ha caído en la cuenta de ese dato capital: la evolución no se ha producido de forma continua, como cabría esperar, sino que se ha llevado a cabo a grandes saltos. En el mundo fósil se echa de ver que falta cantidad inmensa de eslabones intermedios, especialmente en lo que afecta a los grandes saltos de las especies acuáticas a las terrestres, de los reptiles a las aves, etc. De esto se desprende que hay grandes mutaciones genéticas que se producen muy de tarde en tarde y con caracteres radicales, lo que da lugar a la aparición, más o menos súbita, de nuevas especies que muy poco tienen que ver con sus antecesoras. En este aspecto, pues, la evolución podría ser mejor representada por los peldaños de una escalera ascendente hacia la perfección que por la fronda compleja de un árbol.

 

¿Árbol o escalera? Árbol en cuanto a que la evolución está vestida de innumerables ramas en todas las direcciones imaginables, cada una de ellas en busca de su particular complejidad; pero escalera y no árbol en cuanto a que la dirección común en todas las ramas es hacia un único destino, la perfección y, además, a saltos bruscos. El hecho de que ese árbol de la evolución esté de pie y su copa apunte al cielo está evidenciando, como ocurre en cualquier árbol, que responde a un plan en el que no hay lugar para las casualidades. Esta es la tercera imagen que he utilizado en el encabezamiento, la imagen de una escalera que avanza con dos caracteres muy marcados: el de hacerlo en sentido ascendente, hacia la perfección, y el no hacerlo como lo haría una rampa, de forma continua, sino de forma discontinua, como lo hacen los peldaños de una escalera.

 

La imagen fiel de la evolución es una escalera, cuyos peldaños ascienden hacia la complejidad y perfección y lo hacen, además, de forma discontinua.

 

Finalismo antrópico

 

El árbol se nos ha convertido en escalera porque la clave de la evolución está en otra parte, no en las manos irresponsables del azar. La clave está en que no se trata de una evolución generada por el mecanismo aleatorio de las mutaciones, se trata de una evolución económica o evolución dirigida, en la que los mecanismos descubiertos por la ciencia no son otra cosa que puras herramientas (herramientas, no causas) diseñadas para un fin. Puedes calificar la evolución de económica porque da muy pocos rodeos, de dirigida porque ha sido planificada en una dirección, la perfección, o simplemente finalista porque persigue un fin. Éste es el concepto más utilizado para definirla, finalismo.

 

La cuestión más inmediata que el finalismo ha planteado consiste en determinar cuál ha sido ese final buscado tan afanosamente por la evolución. Unos han puesto su mirada en la obra ingente del cosmos, y han argumentado que una obra tan grandiosa constituye, sin duda, la finalidad última. Para el cosmocentrismo, el hombre no puede ser el objeto de la evolución si habita en un planeta del sistema de una estrella perdida entre las cien mil de una galaxia, perdida a su vez entre los miles de millones de galaxias. Lo natural, según ellos, es pensar que existirá la misma vida en infinidad de rincones de ese inmenso universo. Esto de la grandiosidad del espacio, con sus pretendidos extraterrestres y platillos volantes que jamás acaban de llegar del todo, es inevitable que conduzca a todo tipo de fantasías juveniles. Lo malo es que hay gente la mar de seria que también lo cree.

 

Otros han puesto la mirada en el hecho vida como lo más sobresaliente, y no en el cosmos. ¿Qué trascendencia puede tener la realidad física, por muy grandiosa que sea, junto al fenómeno espiritual de la vida? Y además de este acierto a la hora de elegir cuál es la finalidad de todo el proceso, han puesto de relieve un dato que es capital: la vida en general y el hombre como su cénit, constituyen un cúmulo tal de presupuestos, condiciones y circunstancias (luz, temperatura, composición química, intensidad gravitatoria, etc, etc), todas ellas cuidadosamente tasadas y en perfecta sincronización, que entran de lleno en la categoría de lo milagroso y que en la práctica resulta imposible que se produzcan en ningún otro astro, por muchos millones de millones que haya. Es el finalismo conocido como antropocentrismo.

 

A este finalismo antrópico siempre se le ha objetado que la evolución, entonces, debería ser lineal, debería ser como la escalera antes aludida, que busca directamente alcanzar ese fin concreto de la perfección humana. Aducen que la realidad evolutiva demuestra que ha sido todo lo contrario, divergente como el árbol y no lineal, perdida en un sinnúmero de ramas en todas las direcciones, y que sólo en el extremo de una de ellas ha surgido el hombre, a pesar del hecho de que todas las ramas busquen la perfección correspondiente. Parece, según ellos, que si el propósito de la evolución respondiese al principio antrópico, el proceso debería ser mucho más económico de lo que es y el hombre debería estar situado al final de una escalera lineal, no al final de una rama entre muchas.

 

Los que así argumentan demuestran que aún no se han enterado de que la imagen de la escalera evolutiva no es opuesta a la diversidad de direcciones; todo lo contrario, las sintetiza a todas y representa el grado de perfección alcanzado por el conjunto Poco importa qué grado de perfección haya alcanzado cada rama, poco importa que la mayor de las perfecciones entre todas se encuentre sólo en la rama de los homínidos, poco importa que el hombre corone esa rama concreta y no otras, poco importa todo eso si en el concepto y en la imagen escalera, tomada como síntesis del conjunto del árbol, el ser humano está presidiendo el más alto de los peldaños. Como ser físico, puede aparecer en la rama que sea, es indiferente tal cosa cuando con su espiritualidad aparece diferente al mundo, sobre el mundo y manejando al mundo. La visión exclusivamente zoológica del hombre, colocado en una rama contigua a la del hermano chimpancé, es la visión parcial y roma de quien está acostumbrado a mirar siempre demasiado cerca y con el microscopio en la mano, que es como miran los científicos. Para ver hay que retirarse y contemplar el conjunto, que es lo que hace la filosofía.

 

Poco importa que la perfección del árbol evolutivo se distraiga en infinidad de ramas. En una de ellas, apuntando al cielo, está el hombre: diferente al mundo, sobre el mundo y manejando al mundo.

 

No hay ley sin autor

 

Llegar a la conclusión de que la evolución es económica, dirigida, finalista, es lo mismo que decir que está planificada, diseñada, y esto sólo puede haber sido hecho por una inteligencia. El concepto evolución significa transformación por sí mismo de lo ya existente, pero hay dos formas bien diferenciadas de hacerlo: lo que se dispara en cualquier dirección, sin intencionalidad, al azar, sólo puede producir confusión, anarquía y, quizás, autodestrucción; por eso se habla de esto como evolución caótica. Lo que se desarrolla de forma ordenada, planificada para un fin determinado, se califica como evolución dirigida. Sin embargo, es obvio que el término evolución se ha reservado en el lenguaje habitual solamente para lo segundo, para lo positivo. Lo caótico ni produce nada ni a nadie interesa.

 

Todo proceso evolutivo, por definición, está previamente ordenado a un fin. En otro caso no daría como resultado una evolución, daría una confusión anárquica.

 

El darwinismo, sin embargo, rechaza esta distinción de resultados por sus causas, y para ello se apoya en una consideración que es evidentemente parcial, a saber: el proceso evolutivo está causado por un hecho intrínsecamente aleatorio, la mutación, de manera que no puede considerarse finalismo ninguno en lo que se desarrolla al azar. El mundo de los seres vivos, aunque tan complejo y tan perfecto, para ellos no es otra cosa que una pura casualidad. La ciencia no suele ver más allá de lo inmediato. Limitarse a considerar solamente la naturaleza del hecho aislado (mutación) y olvidarse del proceso entero en el cual aparece (evolución) es perder el significado del todo, es confundir episodio con resultado. Este problema de considerar cada mutación como verdadera causa (cientifismo) o considerarla sólo como mera herramienta para un fin (finalismo), queda resuelto así:

 

·      Todo hecho, en este caso el fenómeno mutación, independientemente de que en sí mismo pudiera ser aceptado como un acto de puro azar, si como fenómeno se repite en la naturaleza de forma indefinida, resulta obvio que no se repite también por azar, porque del azar solamente cabe esperar lo meramente probable, no lo que se produce una y otra vez. Si el fenómeno mutación se repite de forma inexorable en la naturaleza, constituye en sí mismo una ley, no una casualidad. Que el dado lanzado arroje un resultado indeterminado cada vez que se lanza (mutación) no obvia la necesidad de una mano que lo lance una y otra vez, es decir, de forma intencionada, no por azar (ley evolutiva).

 

Al margen de su resultado aleatorio o no, el fenómeno mutación constituye, por su repetición inexorable, una ley, y toda ley requiere una inteligencia que la ha promulgado. Si el azar fuese cierto, nunca repetiría el mismo fenómeno.

 

La razón de esta obstinación en mantener el carácter azaroso de las mutaciones por la mayoría de los hombres de ciencia, se debe a que no tienen más formación que la científica y cometen el error de confundir sustancia con accidentes. En el sentido biológico, el acto de mutar consiste, en cuanto esencia, en una transformación genética, cualquier transformación genética, sin entrar en más detalles; mientras que la especificación de que esa transformación o mutación se ha verificado “al azar”, de “forma indeterminada”, no pasa de ser un mero accidente de la esencia mutar, porque pudiera producirse al contrario, de “forma determinada”, y no por ello dejaría de ser una mutación en lo sustancial. Estoy seguro de que lo has entendido. El error de la ciencia consiste en trasladar el carácter indeterminado de cada una de las mutaciones, lo cual no pasa de ser un accidente prescindible, al fenómeno en sí de mutar, y por eso afirma que todo el proceso, en su conjunto, es un simple juego de azar. La ciencia no comprende que, incluso en el caso de que la forma de mutar sea indeterminada en cada ocasión, el hecho permanente de mutar es siempre el mismo y constituye, por tanto, una ley impuesta a la naturaleza.

 

Pero hay más aún. Acabo de referirme al carácter de ley que tiene el fenómeno de mutar por ser fenómeno repetido, no casual. Mas el proceso evolutivo no se limita únicamente al elemento mutación, sino que constituye un binomio mutación-selección que se repite incansablemente en la naturaleza y siempre en ese orden inexorable. Esto refuerza aún más la ley señalada en el párrafo anterior. Ya no se trata de un fenómeno solo, sino de dos, y siempre relacionados en el mismo orden. El proceso mutación-selección se repite indefinidamente, constituye una pauta inviolable impuesta a la naturaleza, y eso únicamente puede haber sido por una inteligencia que está por encima de la naturaleza y que así lo ha planificado. Dicho de otra manera aún más fácil de entender: si por la naturaleza fuera y por el libre juego del azar, no se repetiría nunca el proceso mutación-selección, cada vez se produciría otro tipo de proceso.

 

Todo proceso que se repite a sí mismo indefinidamente, como el de mutación-selección, constituye una ley y es producto de una inteligencia (Dios). La repetición no es azar, es ley.

 

A esa inteligencia que ha planificado la evolución de las especies como parte de la evolución universal, la llamamos los creyentes Dios; muchos de los no creyentes la llaman simplemente “Inteligencia”, “Orden Universal”, “Lo Trascendente”, o términos parecidos; y otros no la llaman de ninguna forma porque carecen de capacidad para darse cuenta de que esa inteligencia existe forzosamente. Pero de esto no ha de seguirse que Dios rija el universo personalmente y segundo a segundo, como pretende la teología oficial con su providencialismo. El universo, y también la biología como parte suya, no es regido por Dios en persona y con decisiones sobre la marcha, porque si así fuera, resulta obvio que no existirían errores en las mutaciones, no existirían eslabones ciegos en la cadena. Dios no se equivoca. El espejismo llamado mundo, aunque ficticio, se rige de forma autónoma por las leyes de que el Creador le ha dotado, entre ellas la ley mutación-selección.

 

Precisamente en ese error del providencialismo teológico se han basado científicos y escépticos para quitarle la batuta a Dios. Si fuera realmente el director personal, ¿cómo pueden explicarse los intentos fallidos, las taras y los errores? Si Dios existiese y fuese el autor, dicen ellos, no escribiría con renglones torcidos. Y tienen toda la razón. En un Dios que gobierna de forma personal y directa no son posibles renglones torcidos….. Pero es que Dios no gobierna así, aunque lo diga la doctrina oficial, Dios ha puesto en marcha el mundo dotándolo de leyes autónomas. leyes acordes a la naturaleza de lo que han de regir, es decir, acordes con la imperfección de la materia.

 

El Creador no gobierna de forma directa el mundo ni su evolución, como pretende el providencialismo teológico, lo ha dotado de leyes autónomas que, aunque con “renglones torcidos” (como toda ley), han cumplido su fin último, la aparición del hombre.

 

Este argumento ateo de la imposibilidad de renglones torcidos en un texto que verdaderamente hubiera sido escrito por Dios, únicamente sería aceptable en el caso de que Dios lo dirigiera todo personalmente y de forma directa, pero nunca cuando lo que ha dejado escrito son leyes en su obra. A científicos y escépticos que así piensan puedes recordarles que cualquier ley (toda ley, sin excepción) no es otra cosa que un marco de lo esencial para conseguir unos fines, no una casuística exhaustiva de todos los posibles y particulares casos. Cabe, por supuesto, la existencia de algún renglón torcido en cada plana, como efectivamente ocurre. Lo que no cabe (y no ocurre en la naturaleza) es lo contrario, la existencia de sólo algún renglón derecho en cada plana cuajada de renglones torcidos, que sería precisamente lo que ocurriría en una evolución al azar, como pretende la ciencia.

 

No obstante, lo dicho en los párrafos precedentes no significa que la ley natural, a pesar de sus fallos, sea incapaz de garantizar el fin último que le ha impuesto el Creador, es decir, el creciente perfeccionismo hasta alcanzar la aparición del hombre. Te lo explico con una breve reflexión. Uno de esos errores o fallos naturales más llamativos, quizás, pudo ser la catástrofe planetaria que acabó con los dinosaurios, atribuida al impacto de un cuerpo celeste sobre la tierra. Y sin embargo, esto no puede ser interpretado como un fallo definitivo. A pesar de la enorme dimensión del suceso, del aparente y momentáneo fracaso, la vida en el planeta no se extinguió, como podría haber ocurrido; todo lo contrario, prosiguió con más éxito que antes, como resulta patente a la vista de comparar aquel resultado momentáneo (la desaparición de los dinosaurios) con el resultado final (la aparición del hombre). La ley natural tiene renglones torcidos, pero siempre garantiza el fin que el Creador de todo le impuso.

 

Por eso, cuando te digan que el evolucionismo de Darwin ha arruinado el creacionismo de Dios, recuerda a quien tal cosa te diga que la naturaleza no se mueve por casualidades, sino por leyes, y las leyes no surgen por casualidad. En este mismo libro he denunciado la falacia de negar a Dios por la existencia del Big-Bang, ahora tengo que denunciar la falacia de negarle por la existencia del evolucionismo. Si los científicos que defienden estas posiciones tuvieran la sana curiosidad de interesarse por otras disciplinas, fuera de su estrecho mundo científico, no creerían estar en posesión de la verdad cada vez que descubren algo. La verdad es muy compleja y necesita ser mirada desde todos los ángulos, no sólo desde el de la ciencia. Y ahí está el problema: todos tenemos en cuenta lo que sabe la ciencia, pero a la ciencia no le interesa en absoluto lo que sabemos los demás.

 

La naturaleza no se mueve por casualidades, sino por leyes, y las leyes no surgen por casualidad, sino por una inteligencia que las ha creado, Dios.

 

Azar y determinismo:

 

En los apartados anteriores he intentado poner ante tu mirada el origen y el desarrollo del universo, según los ojos de la teología y según los ojos de la ciencia, y el resultado parece ser una incompatibilidad absoluta entre ambas visiones; y es lógico, porque la primera busca una causa superior al mundo y creadora de todo desde fuera, Dios; mientras que la segunda busca el origen de la realidad que vivimos en sí misma, sin causas trascendentes. Sin embargo, por el título que he dado a este apartado completo, Génesis evolutiva, resulta obvio que no creo en incompatibilidad ninguna, las dos explicaciones son ciertas, y si parece lo contrario es porque la ciencia, siempre corta de vista, parte de las causas inmediatas, y la teología, siempre de mirada larga, se remonta a las causas verdaderas y últimas. Pero es obvio que ambas causas, las inmediatas y las últimas, pertenecen al mismo sistema, no hay incompatibilidad.

 

En esta aparente controversia, el primer tanto, de momento, se lo ha adjudicado el evolucionismo, en el sentido de que nunca se produjo una Creación directa y personal de un universo ya maduro y acabado, como el que ahora contemplamos, que era la creencia secular y teológica. De acuerdo, fue una evolución, una maduración lenta desde cero. Pero también ha quedado claro que esa maduración, por sí misma, a tontas y a locas, sin una inteligencia exterior que la ordene hacia un fin y la enmarque en leyes, resultaría imposible que llegase a ningún puerto, deambularía en mar abierto para siempre. Ahí es donde está el Creador. La pretendida pugna entre ciencia y fe sólo existe en la mente estrecha de teólogos y científicos a ultranza. Ambas son ciertas, hay creación y hay evolución, hay, en definitiva, una Génesis evolutiva.

 

Este proceso de la macroevolución total del universo, con sus procesos internos cosmológico y biológico, en el que los fenómenos y secuencias se repiten indefinidamente, resulta tan laborioso, complejo y planificado que no existe razón humana que pueda fundamentarlo en “sí mismo”, es decir, en la autonomía y autosuficiencia de lo que no es inteligente (la materia), pretendiendo un universo que es hijo natural, en cada momento, del anterior, sin necesidad de ninguna inteligencia exterior, superior y ordenadora con un fin. Tal pretensión es un imposible. Un universo así no sería hijo del anterior, sería en cada uno de los momentos de la evolución hijo del azar, y el azar, por definición, es lo contrario a la continuidad de un proceso, porque el azar representa lo imprevisto, la ruptura, el desorden, es decir, lo opuesto al universo que conocemos.

 

El concepto azar consiste en aquello que, en teoría (sólo en teoría), no tiene una causa determinante y, por consiguiente, se produce en cualquier sentido. Es sinónimo de aleatorio (del latín “alea”, “dado”), es decir, lo que es propio del juego, lo fortuito e impredecible. Huelga aclarar que, donde hay únicamente azar, no hay ley ninguna, los acontecimientos se producen en absoluto desorden. Y si esto lo trasladamos a una realidad tan vasta y compleja como el universo, la posibilidad de que un mismo hecho se repita es exclusivamente teórica, en la realidad constituiría un auténtico milagro. Alguien lo ilustró con un ejemplo genial que dice así: suponer que la inmensa complejidad del universo y de la vida se ha producido y se mantiene, segundo a segundo, sólo por azar, es igual de estúpido que esperar que un tifón, por azar, recomponga la chatarra de un avión derribado y lo habilite nuevamente. Tal cosa entra, sin duda, dentro de lo posible, pero también de lo increíble, y seguro que jamás se va a producir.

 

Si sólo existiese azar no existiría el universo, porque el universo es un todo funcional y definido, y el azar sólo puede producir caos.

 

Pero es que, además, el azar no existe. Ante esta afirmación tan rotunda, seguro que estarás pensando que por qué no he comenzado por ahí y habríamos acabado antes. Pues no he comenzado por ahí porque es mejor agotar todos los argumentos de lo que se discute antes de llegar al más definitivo de los argumentos. La explicación de que no existe es ésta: puede parecerte azar aquello que es tan abstruso y difícil de llegar a sus causas que el hombre se siente incapaz y renuncia a descubrirlas, lo cual no significa que no las tenga, como las tiene absolutamente todo lo que hay dentro de la finitud. El argumento es así de sencillo. Y como este caso del azar hay una serie de otros conceptos que todo el mundo maneja y que no responden a realidad ninguna, tales como la “nada” y lo “absurdo” (este último salvando la esfera de la libertad del hombre, único que puede actuar absurdamente). Procuraré ser esquemático:

 

·               La “nada”.- Solamente existe el ser, la “nada” es una pura construcción mental, y te remito a mi libro La otra filosofía para no repetirme aquí. Sería largo.

 

·               Lo “absurdo”.- En el cosmos y en la naturaleza todo se mueve conforme a leyes que tienen por fin su evolución. Nada, por tanto, carece de sentido, de justificación, que es lo que caracteriza a lo absurdo. Solamente el hombre es libre de vulnerar el orden natural y el orden moral. Sólo el hombre es capaz de lo absurdo, justamente porque es libre, no obedece a leyes naturales.

 

·               El “azar”.- En cuanto al azar, la razón de su inexistencia real consiste en que todo, absolutamente todo dentro de la finitud está causado por algo; nada, absolutamente nada surge espontáneamente; de lo cual se sigue que todo, absolutamente todo está determinado por su causa, conforme a la ley causa-efecto.

 

Si en la finitud absolutamente todo está causado, todo está determinado por sus causas. El azar no existe. Otra cosa diferente es que descubrir esas causas nos resulte dificilísimo o imposible.

 

Juraría que estás pensando en el inmenso bombo de cualquiera de las loterías, ejemplo por excelencia de los juegos de azar, y que me reprocharías, si me tuvieras delante, cómo puedo aventurarme en afirmar que el azar no existe. Pues me siento obligado a mantener lo dicho. Si por azar entiendes solamente el hecho, por otra parte palmario, de que ni tú ni yo ni nadie sabe cuál va a ser la primera bola en salir, en eso estamos todos de acuerdo. Pero es necesaria una aclaración: no lo sabemos porque está fuera de nuestra capacidad hacer los miles de cálculos complicadísimos de lo que va a ocurrir en el bombo cuando se ponga en marcha, eso es cosa que está fuera de nuestra capacidad y por eso constituye un azar para nosotros, pero solamente para nosotros, porque en el bombo, desde luego, no se produce azar ninguno.

 

En el bombo hay una bola, solamente una bola, que al introducirla ha quedado perfectamente destinada a ser la primera en salir, conforme a un conjunto inmensamente prolijo de factores: capacidad del bombo, número de bolas, peso y volumen de las mismas, situación en que ha quedado esa bola al introducirla, velocidad y número de giros del bombo, etc, etc, etc. Si a un matemático se le suministraran todos esos datos y dispusiera de una eternidad para hacer cálculos, podría fijar la ruta de esa bola, después de innumerables colisiones con las demás, y prever su destino final en salir la primera por la boca del bombo. Pero con ser tan complicado este cálculo, resulta que no sería suficiente, habría que repetirlo con todas las bolas, puesto que todas colisionan unas con otras, es decir, sería preciso conocer la situación exacta de todas y cada una de las bolas en cada instante del giro del bombo para llegar a determinar el orden de salida de todas. Y por si fuera poco, hacer otro tanto con el otro bombo, el de los premios. Para entonces, lógicamente, se habría acabado la lotería y el matemático habría acabado sus días en este mundo sin llegar al final del cálculo. No sé la posibilidad de las modernas computadoras, pero si son capaces, ya sabe lo que tiene que hacer quien quiera conseguir el “gordo”.

 

El azar no existe y el universo es ejemplo perfecto de que no existe. Toda apariencia de hecho fortuito nada tiene de fortuito realmente, puesto que ese hecho tiene sus causas y se repetirá en cuanto vuelvan a darse las mismas circunstancias causales. El fenómeno meteorológico llamado tifón (por ejemplo, ya que lo he citado antes), no se repetiría jamás, a pesar de los millones de años de nuestro planeta, si en su génesis estuviera únicamente el azar. Si fuera por el azar, todos los fenómenos meteorológicos serían siempre diferentes a todos los anteriores y posteriores. Sin embargo vemos que no es así, que el tifón se repite porque está causado por unas condiciones determinadas de presión, humedad y temperatura que lo producen inexorablemente cada vez que se dan juntas, y esas condiciones determinadas se dan juntas, a su vez, por otras leyes igualmente meteorológicas, todo lo cual constituye un cúmulo complicado de causas que producen un efecto determinado, un fenómeno llamado tifón. Más aún: dentro de los tifones, si se repitieran exactamente las mismas condiciones (lo cual es imposible), se producirían tifones todos idénticos en trayectoria, velocidad, etc.

 

En el manoseado tema de las mutaciones genéticas, si los científicos las consideran del todo indeterminadas, imprevisibles, no es porque sean producto del azar, como ellos creen, sino porque todavía no han descubierto las causas concretas que las producen así y no de otra manera, es decir, las leyes que las rigen; pero esas leyes existen, aunque no sean conocidas. Y cuando esto escribo no estoy refiriéndome a las causas matrices ya conocidas y que la ciencia explica en sus libros (recombinaciones genéticas en el embrión, acción de la luz y de la alimentación, etc), sino a las segundas causas responsables de que la mutación se produzca en el sentido concreto en el que se produce y no en otro cualquiera, segundas causas que la ciencia todavía desconoce e incluye en el inmenso saco de lo aleatorio, pero que no es en absoluto de lo “aleatorio”, sino simplemente de lo “ignorado”.

 

No obstante, acabas de ver, en los apartados anteriores, que hay una segunda consideración que escapa a la mentalidad de los científicos, era ésta: incluso en el caso de que admitiéramos lo azaroso de las mutaciones, ese episodio está situado dentro de un proceso mutación-selección que se repite indefinidamente a lo largo de la existencia, lo cual evidencia que el proceso entero, con sus mutaciones dentro, no se debe al azar, sino a una ley impuesta a la naturaleza para que la evolución siga adelante. Como ves, incluso suponiendo que el resultado de cada mutación concreta fuera algo enteramente aleatorio, el fenómeno “mutación” en sí mismo, es decir, valorado estrictamente como fenómeno, no es azaroso, puesto que se repite, constituyendo una ley, y toda ley tiene un autor. El azar, por definición, no repetiría el mismo fenómeno mutación, sino diferentes fenómenos cada vez.

 

En el conjunto del cosmos todo está medido, tasado, previsto. No existe el azar porque todo está causado y determinado por sus causas, conforme a leyes naturales. Únicamente el hombre escapa al determinismo y dispone de cierta libertad.

 

A partir de la relatividad de Einstein y del principio de incertidumbre de Heisenberg se ha escrito mucho sobre la indeterminación, es decir, justamente la tesis contraria a lo que acabo de afirmar. Los que piensan así no se dan cuenta de que esa aparente irrupción de lo indeterminado en el mundo solamente existe para el observador, el hombre, debido a que no está en el secreto último de la verdad de las cosas ni llegará jamás a descubrir ese secreto. Para nosotros puede parecer la realidad algo que goza de cierta autonomía, algo imprevisto, relativo, indeterminado. Comprendo a Einstein y a Heisenberg, pero es porque, tanto ellos como tú y como yo, somos todos una parte más del laberinto, y el laberinto no es capaz de explicarse a sí mismo, por supuesto.

 

Que en el universo todo esté determinado por causas y encorsetado en leyes, y que el rumbo, por tanto, esté escrito desde antes de su aparición, no implica que el hombre sea capaz de calcular en cada momento el paso siguiente de esa marcha, puesto que no conoce sino parte de las causas y leyes que lo mueven. Todo lo que el hombre atribuye al misterio, a la indeterminación y al azar es justamente todo lo que, en realidad, es atribuible a su ignorancia. Desde el porqué de la aparición del sol cada día para el hombre primitivo, hasta el porqué de cada mutación concreta para el hombre de hoy, la ciencia ha ido desentrañando parte del misterio, pero ni ha acabado de desentrañarlo entero ni lo desentrañará del todo jamás. Ya descubrió por qué sale el sol cada día, pero sigue sin descubrir por qué se produce una mutación como se produce.

 

Feuerbach y Marx, como buenos ateos (y equivocados pensadores) estimaron que no existe más realidad que la materia, postura conocida en filosofía como “monismo materialista”. Todo error engendra nuevos errores, de manera que el culto por la materia conduce al “determinismo mecanicista”, un mundo regido únicamente por procesos físicos, un mundo autómata, predecible, en el que, conocida una situación determinada del universo y los correspondientes procesos de la materia, se puede calcular con exactitud su futuro (siempre que no intervenga el hombre). Esto es absolutamente cierto …. pero es similar en todo a lo que te explicaba antes que ocurre en el bombo de una lotería. Por supuesto que si se tuvieran todos los datos se podría predecir el resultado en el bombo y el resultado en el universo, el problema estriba en que el conocimiento del hombre es limitado. El “determinismo mecanicista” de la bola del bombo es cierto, y el del estado del universo en el futuro también, pero para el hombre siempre será impredecible porque siempre será incapaz de calcular ese determinismo; y en todo caso, con la acción libre de su mano intervendrá en el proceso para cambiarlo.

 

Vista desde los ojos del hombre, la realidad resulta impredecible (por miopía, no porque sea impredecible). Vista desde la eternidad del Creador, sin embargo, la realidad es lo que es, lo que Él ha permitido que sea de antemano, no una obra por hacer que va escribiéndose sobre la marcha y en la que no se conoce el final. No es así, porque en ese caso Dios no sería Dios, su obra se le habría escapado de las manos y sería independiente de él. Debes recordar, lo primero, que la obra de Dios es sólo espíritu y es acabada y definida, tal como te la he contado en el capítulo de la Creación, en la cual todo está ya escrito y hecho, y en la que la única licencia consiste en que el hombre sueña con una historieta que cree estar escribiendo por su cuenta y de la que desconoce el final, como es propio de todos los sueños. Pero en la eternidad de la Creación no hay tiempo, nada es desconocido ni incierto ni futurible, sencillamente porque sólo hay presente.

 

A lo largo del libro vengo citando la relatividad de Einstein, la cuántica de Planck y la indeterminación de Heisenberg. Ahora vuelve a resultar oportuno citarlos por la conclusión tan asombrosa en que convergen esas tres teorías: la realidad no existe objetivamente, solo es real para el observador que cree contemplarla. No sé si has caído en la cuenta de que ese observador de la ciencia moderna, el hombre, imprescindible hasta el punto de que si él no existiera como observador la realidad física que le rodea tampoco existiría, se corresponde, al pie de la letra, con el alma que en mi teoría sueña o cree vivir ese mundo sensible que únicamente está en su conciencia, es decir, ese mundo sensible que él observa con todo rigor, pero que no existe objetivamente, que solamente existe para él a través de los sentidos. Mi teoría y la ciencia moderna coinciden en la misma conclusión. Por eso sé que no me he equivocado.

 

La conclusión de la física moderna (la “realidad” física no es real, sólo existe si hay un observador que cree contemplarla) y mi teoría (el mundo material es únicamente una ficción de los sentidos) coinciden exactamente. Por eso sé que no me he equivocado.

 

La materia y la aparición del Mal.

 

En el relato que te he presentado de la Creación como obra de lo único que existe, lo espiritual, he afirmado que en ella no existe el mal, como es obvio, puesto que la Creación es obra de Dios, ni existe en parte alguna, puesto que fuera de la Creación de Dios nada hay. Una conclusión tan impecable puede parecerte que está bien como teoría, pero te consta que el mal existe por pura experiencia diaria. Y tienes toda la razón. Efectivamente, el mal apareció en el mundo, pero se trata de una aparición engañosa, tan engañosa como el propio mundo, y lo sabes desde que leíste el capítulo primero. La creencia generalizada de que el universo es obra personal del Creador, creencia fundada en el desafortunado y espúreo relato bíblico, y que el mal que alberga también es real, como el propio universo, constituye una monumental mentira sacralizada por los siglos de los siglos. No es otra cosa que una ficción, una ensoñación. Y si tal sueño no estuviese encima aderezado con el mal no sería lo que desgraciadamente es, una auténtica pesadilla.

 

No obstante, voy a prescindir de mi relato de la Creación, voy a dar por bueno que el mal está ahí y a insistir en la pregunta que todo el mundo se hace: ¿Por qué apareció el mal, cómo es que apareció el mal? Porque en una obra que es de la divinidad, el mal es la nota desafinada que echa al traste toda la partitura. Para salvar el bache, en todas partes está escrito, empezando por el A. Testamento y acabando por el catecismo, que el mal lo coló el hombre por la puerta trasera con su pecado. Contra esta simpleza cabría preguntar: ¿Y el pecado qué cosa es? ¿No es acaso el primero y más grande de los males? Entonces, ¿qué es lo que hemos aclarado? Nada. Decir que “el mal comenzó con el pecado” es una tautología idéntica a decir que “el mal comenzó con el mal”. Pero es que, además, ni siquiera en el Génesis tal cosa es cierta. Antes del pecado de Adán ya estaba plantado, en medio del Paraíso, el árbol del Bien y del Mal, ya existía el mal.

 

La pregunta, por tanto, sigue en pie: ¿Por qué existe el mal? La respuesta es que no procede la pregunta tal y como está planteada. En todo caso, habría que quitarle ese “por qué” inquisitorio y dejar la interrogación solamente en su segunda parte: ¿Existe el mal? Entonces sí hay respuesta, y bien clara: el mal es sólo una triste experiencia del mundo, y puesto que el mundo es una pura entelequia de los sentidos, el mal y todo lo demás que alberga también son pura entelequia, y ahí tienes ya la primera razón de que haya resultado tan inexplicable a lo largo de los siglos. El mal lleva flotando sobre el pensamiento del hombre desde el minuto uno de la historia como un negro nubarrón sin respuesta, justamente por eso, porque lo damos por existente y preguntamos el porqué de su existencia, en vez de preguntarnos si es que de verdad existe. Pero si, con el fin de satisfacer a los opositores incrédulos, damos por cierta su efectiva existencia y tratamos de analizar ese ¿Por qué existe?, entonces el mal se convierte en lo dicho, en un auténtico misterio sin solución, como no puede ser de otra manera cuando se pregunta por algo irreal. Veamos. El primero de los supuestos que voy a plantear en este análisis es axiomático, constituye una verdad incontestable. A partir de ahí, se tome la vía que se tome, no se alcanza conclusión válida ninguna: o se acaba en una aporía o en una interrogante.

 

1.      La primera propuesta sería: El mal es algo en sí mismo y, por lo tanto, algo que siempre ha existido, es decir, algo eterno.

 

La objeción a esta propuesta es la siguiente: considerar que algo “es en sí mismo, es eterno” es lo mismo que considerarlo infinito, y lo infinito es uno y único. Si es uno, no pueden cohabitar dentro dos entidades contrarias, Dios y el Mal (sí puede cohabitar con Dios su obra, ninguna otra cosa). Si es único, no pueden existir a la vez dos infinitos, el de Dios y el del Mal. En resumen: aceptar un mal eterno es aceptar que no hay un Dios infinito y único, sino dos, lo cual es imposible. Es más fácil negar la existencia de Dios que aceptar dos dioses infinitos, el del Bien y el del Mal, que es el error en el que incurría Manes (maniqueísmo).

 

El mal no es eterno, no existe por sí mismo, porque lo infinito es uno y único. Si lo infinito es uno y único, no puede consistir en la cohabitación de dos dioses: el del Bien y el del Mal.

 

Si el mal no es eterno (conclusión anterior), resulta forzoso que apareció en algún momento. Pero es que en la eternidad no hay “momentos”, no hay tiempo, en la eternidad solamente hay eso, eternidad, y hemos quedado en que eternidad es Dios, no el mal. Ese “momento” de su aparición ha de ser, como todo momento, cosa del tiempo, es decir, de la realidad espacio-temporal del universo que conocemos. El mal, por tanto, no es eterno, no existía y ha aparecido en el mundo.

 

Pero en la historia del mundo no se ha conocido un antes y un después de la aparición del mal, sino que ha existido desde el principio (adversidad, muerte, predación, catástrofes naturales….), es decir, que ha nacido con el propio universo, que ha nacido inseparable, inherente a la materia.

 

Si el mal no es eterno ha aparecido en el tiempo, y tiempo solamente hay en el mundo. El mal apareció con la materia, es inherente a la materia.

 

Esta es la verdad axiomática que antes te anunciaba y que constituye punto de partida para todos los demás supuestos que ahora seguirán y que no conducen a solución ninguna. Partiendo de ella, busques en la dirección que busques, siempre acabarás en las preguntas sin respuesta que antes te advertí:

 

2.      La segunda propuesta sería: El mal ha sido creado por Dios al crear el propio universo.

 

Según esta hipótesis, el Creador hizo una obra fastuosa, pero perversa, puesto que éstas son las dos características del mundo: es grandioso, pero reinan la muerte y el sufrimiento. ¿Cómo es que el Dios infinito y magnánimo, el Dios bueno, resulta que se entretuvo en crear una obra despreciable, la obra del mal? Imposible por contradictorio.

 

El universo que tienes ante la mirada y al cual perteneces, no puede haber sido obra directa de sus manos, a pesar de ser el Creador de todo. Una realidad tan inestable, contingente e imperfecta, sustentada en la materia, precisaría de un dios incompetente, entretenido en crear chapuzas, lo cual constituye un absurdo. La adjudicación de esta obra tan mediocre a Dios como creador directo, constituye una universal mentira, por mucho que lo diga la Escritura y lo repitan la Iglesia y la teología. Gracias a Dios, la filosofía y la física moderna dicen otra cosa. Esto acaba de ser razonado en páginas anteriores tan de sobra que no insistiré más en ello.

 

Ni el mundo ni su mal son creación directa de las manos de Dios. Dios no hace chapuzas.

 

3.      La tercera propuesta, entonces, sería ésta: El mal ha nacido con el universo, pero no por creación directa de la voluntad de Dios, sino de forma indirecta, como un atributo esencial e inseparable de la materia, que es la argamasa utilizada en la construcción de la obra.

 

Este pequeño rodeo, dirigido a salvar la inocencia del autor divino, no sirve. Pero no debes olvidar que estamos en el supuesto de que el mundo y su mal son absolutamente reales. Más adelante encontrarás que, efectivamente, el mal es inherente a la materia y puedes pensar que me contradigo. Y no es así. Entonces estaré refiriéndome a un mundo material y su mal como pura entelequia de los sentidos. Ahora estoy situándome en la piel de un lector que conoce el mundo y el mal por experiencia y no ve cómo ensamblarlo con el Dios creador. Las preguntas que proceden son dos: ¿Cómo Dios, siendo omnisciente, resultó incapaz de prever los resultados de su obra? ¿Cómo explicar la incongruencia tan brutal entre la maestría de la obra y la bajeza del material empleado? Imposible nuevamente.

 

4.      La propuesta siguiente sería más sutil: El mal ha nacido con el universo, pero no por autoría, ni directa ni indirecta, del Creador, sino de “alguien” que lo ha introducido.

 

Ésta hipótesis contempla la posibilidad de que ese huevo monstruoso de cuco (el mal) ha sido deslizado en el nido a espaldas del constructor. No hace falta ningún esfuerzo para comprender que ésta es la solución perfecta, porque ni niega la existencia del mal ni niega la bondad de Dios, facilitando una vía de compatibilidad entre ambas verdades. Y para remate, así está expresamente recogido en el Génesis bajo la alegoría de Eva, Adán y la manzana. La doctrina se ha entusiasmado con esta explicación y la ha aceptado a ciegas, como siempre, sentenciando que esa alteración bastarda en el nido de la Creación la ha deslizado el propio hombre con su pecado. Y se ha quedado tan feliz.

 

Una vez más, la Vieja Escritura hebrea, la Iglesia oficial, su teología y su doctrina incurren en un error palmario: el de olvidar el significado del concepto tautología. Porque si así fuera y puesto que el pecado es el primero de todos los males, la explicación que se pretende, “el mal ha sido introducido por el pecado” es lo mismo que afirmar “el mal ha sido introducido por el mal”, y para ese camino no necesitábamos alforjas. Causa perplejidad comprobar la extrema docilidad de la doctrina oficial en su afán de no salirse de la senda del Viejo Testamento, hasta el extremo de olvidar que en el propio texto se presenta el mal como algo que ya preexistía, no como autoría del hombre, lo cual abordaré en el último punto de este análisis.

 

En todo caso y prescindiendo de la Escritura, este supuesto lleva en sí mismo implícitas dos razones por las que no puede ser aceptado, a saber: ni la Creación de Dios es vulnerable ni la criatura tiene capacidad de vulnerarla, según esto que sigue:

 

4.1 La criatura no tiene capacidad de vulnerar la obra de su creador.

 

La pregunta sería esta: ¿Es verosímil un Dios cuya humilde criatura se rebela y es capaz de estropearle toda la obra? Evidentemente no es verosímil.

 

A esta pregunta, cualquiera, incluido un teólogo, contestaría de inmediato que sí es posible y se debe a que el hombre tiene la excepcional prerrogativa de que el Creador le hizo libre. La prerrogativa “libertad” es obvio que es aplicable y produce efectos dentro del ámbito del ser humano, que es la finitud, pero resulta metafísicamente imposible que le sirva para rebasar su propia naturaleza, la de criatura, e intervenir en los poderes a los cuales debe precisamente esa naturaleza suya (los poderes del Creador). Que la criatura sea capaz de modificar la obra de la cual es precisamente el producto, el resultado, es tan imposible como aceptar que un personaje sea capaz de saltar desde las páginas de un libro y sentarse a reescribir la obra por su cuenta.

 

La objeción, pues, sigue en pie: ¿Cómo es que el hombre, que aunque libre sigue siendo lo creado, fue capaz de saltar de su ámbito, la finitud, y modificar con sus actos la obra de su Creador infinito, introduciendo en ella el mal y sus consecuencias, el dolor y la muerte? Sencillamente imposible.

 

4.2 La Creación de Dios no es vulnerable.

 

Independientemente de la capacidad o no de la criatura, la pregunta ahora sería: ¿Es verosímil que la obra de Dios sea vulnerable? Evidentemente, no es verosímil.

 

No es posible que el mal, sea quien sea su autor, pueda vulnerar la obra del Creador, porque esto supondría admitir que hay algo o alguien que, de facto, es igual a Dios. Al contarte como fue la verdadera Creación, páginas atrás, dije que es invulnerable porque es obvio que no puede ser de otra manera, viniendo de Dios.

 

Atribuir a Adán poder para vulnerar la obra del Creador es una simpleza. Libertad sin poder nada significa. El hombre sueña un mundo mezquino en el que se siente capaz de pecar (solamente lo sueña).

 

5.      Aún hay más propuestas sobre la existencia del mal. La Escritura, y con ella la teología, dispone aún de otras salidas. Según el relato bíblico, anterior al mal del hombre fue el mal de la “serpiente” que le tentó y sedujo. La serpiente es un mero símbolo de “algo” que ya existía de antes y que empujó al hombre a delinquir, y ese “algo”, o “alguien”, ha sido identificado con Satanás. Según esta explicación secular, Satanás, el Maligno, el llamado “Ángel caído”, pudo ser una criatura celestial que se rebeló contra el Creador y pasó así a inaugurar y encarnar en sí mismo el mal. Pero a los efectos tratados, el problema continúa igual de inexplicado, no hemos hecho otra cosa que desviar la responsabilidad desde Adán a Lucifer; más aún, lo hemos empeorado, porque ahora las preguntas son dos más que añadir a la de antes: ¿Cómo pudo Lucifer, siendo originariamente una criatura celestial, vencer su predeterminación al bien? ¿Y cómo pudo hacerlo, además, estando en la presencia misma de Dios?

 

6.      Para más confusión, en el relato bíblico se abre otra vía que convierte en irrelevantes a las anteriores. Aunque el hombre fue quien pecó y Lucifer quien le tentó, el mal ya existía desde antes en el Paraíso. Dice el Génesis que en medio estaba plantado el Árbol del Bien y del Mal. Es ésta una revelación inquietante por doble motivo: por un lado, porque parece indicar que el mal era ya parte de la propia Creación, es decir, obra del Creador, supuesto que ya ha sido rechazado en el punto 2º por increíble; por otro lado, porque esa referencia al mal la hace como algo existente, pero sin personificar en nadie, era “el fruto de un árbol”. Dicho más claramente, existía ya el Mal-institución antes de la existencia del Maligno-persona.

 

He agotado todas las propuestas posibles sin ningún resultado. Sea cual fuere la génesis del mal, la razón de su existencia jamás ha sido revelada por Dios al hombre, ni nuestra lógica es capaz de abrir camino que ofrezca explicación ninguna. Cualquier dirección acaba en una interrogante sin respuesta. Creo que lo he intentado todo: creado directamente por Dios constituye una contradicción; creado indirectamente, una imprevisión; y dentro de esta última imprevisión, suponer que es obra de una cualquiera de sus criaturas, hombre o Diablo, plantea un imposible: ¿De dónde sacó la criatura la capacidad de alterar la obra de su Creador?

 

La existencia objetiva del mal no tiene explicación ninguna. Atribuirlo al pecado del hombre es una tautología, puesto que el pecado es el primero de todos los males, no su causa.

 

Imposible explicar por qué existe el mal, de dónde surgió….. pero sí sabemos, a ciencia cierta, cuándo y cómo apareció. En el razonamiento anterior han quedado rechazadas todas las hipótesis que pretenden fundamentar su existencia, pero sí han quedado admitidos el cuándo y el cómo de su aparición, de esta manera:

 

-       El mal no es eterno, porque eso supondría dos infinitos a la vez, Dios y el Mal, y dos infinitos son imposibles.

-       Tampoco fue creado por Dios, porque esto sería contradictorio y absurdo.

-       El mal, por lo tanto, apareció fuera de la eternidad, en el tiempo.

-       -El tiempo constituye una única realidad con el espacio: el espacio-tiempo, y es una propiedad exclusiva del universo material, dentro de la finitud..

-       -Luego el mal apareció con el universo, es propiedad esencial del universo y morirá con el universo.

 

Pero tenemos un problema, porque resulta que este hallazgo se contradice con lo ya establecido en el punto 3, en el que se negaba tal posibilidad con las dos preguntas siguientes: ¿Cómo Dios, siendo omnisciente, fue incapaz de prever los resultados de su obra al hacer el universo con materia? ¿Cómo explicar la incongruencia tan brutal entre la maestría de la obra y la bajeza del material empleado? Imposible, verdaderamente. Sin embargo y como ya te advertía entonces, no hay contradicción ninguna, esta aparente contradicción es el resultado de suponerle al mundo de la materia la realidad que no tiene, y se convierte así precisamente en una prueba más de la naturaleza puramente onírica de esto que le parece tan real a nuestros sentidos: el espectáculo del mundo. Por si lo has olvidado, te recuerdo lo que te advertía al comienzo de todo este análisis. Decía así:

 

“La pregunta, por tanto, sigue en pie: ¿Por qué existe el mal? La respuesta es que no procede la pregunta tal y como está planteada. En todo caso, habría que quitarle ese “por qué” inquisitorio y dejar la interrogación solamente en su segunda parte: ¿Existe el mal? Entonces sí hay respuesta, y bien clara: el mal es sólo una triste experiencia del mundo, y puesto que el mundo es una pura entelequia de los sentidos, el mal y todo lo demás que alberga también son pura entelequia, y ahí tienes ya la primera razón de que haya resultado tan inexplicable a lo largo de los siglos. El mal lleva flotando sobre el pensamiento del hombre desde el minuto uno de la historia como un negro nubarrón sin respuesta, justamente por eso, porque lo damos por existente y preguntamos el porqué de su existencia, en vez de preguntarnos si es que de verdad existe. Pero si, con el fin de satisfacer a los opositores incrédulos, damos por cierta su efectiva existencia y tratamos de analizar ese “¿Por qué existe?”, entonces el mal se convierte en lo dicho, en un auténtico misterio sin solución, como no puede ser de otra manera cuando se pregunta por algo que es irreal”.

 

Con esto queda explicado todo: el porqué de vivir la experiencia del mal con la misma certeza que vivir la experiencia del mundo, aunque ni el uno ni el otro existen; y el porqué de que en esta triste experiencia el mal sea tan universal como lo es el propio universo. Al ser inherente a la materia, la maldad afecta lo mismo a la conducta del hombre que a la “conducta” de la naturaleza porque que los dos están hechos del mismo barro. Esto de que la naturaleza sea perversa es una evidencia que tienes delante, la evidencia de verla repleta de violencia y regida por la ley del más fuerte, por mucho que se empecine en negarlo el papanatismo naturista. Pero eso otro que acabo de hacer, presentar el mal como propiedad esencial e inseparable sólo de la finitud material, como si hasta el mal moral del hombre tuviera también todo su fundamento en la carne, sin dejar ninguna responsabilidad al espíritu, puede ser que te extrañe. En mi libro La otra filosofía encontrarás una mayor explicación de lo que voy a resumir aquí en unos párrafos.

 

·               Las criaturas más perfectas, los ángeles, no están esclavizadas por la materia. No son inteligentes en sentido estricto, son más que eso, son clarividentes, gozan de inteligencia directamente iluminada por Dios. Esto les permite ver con tal crudeza el resultado de la posible subversión del orden establecido por el Creador que están predeterminados a cumplirlo, están atraídos de forma irresistible por ese orden implantado por la ley eterna, el Bien. En las criaturas celestiales no cabe la posibilidad de vulnerar el orden, no porque desconozcan el mal (no cabe pensar que sean “ignorantes”), pero sí porque no están lastrados por la materia y ven con tal realismo la extrema fealdad del desorden, del pecado, que lo aborrecen necesariamente.

 

·               Por esa misma razón de no estar esclavizada por la materia, el alma humana, creada por Dios en su obra, también gozaba de clarividencia. No pudo hacer el Creador una armonía de almas en la que faltase la primera de las notas del pentagrama, la luz discernidora de la verdad. No cabe pensar en una Creación de seres espirituales que, inexplicablemente, vacilasen sobre qué camino tomar ante una tentación cualquiera en aras de la mezquina libertad, como le pasa al hombre ahora.

 

·               El alma es clarividente….. pero el alma unida al cuerpo deja de serlo porque piensa a través de ese órgano material llamado cerebro, sede de la razón, y el cerebro y su razón no distinguen la verdad, solamente elaboran pobres pensamientos en busca de la verdad, la cual permanece oculta para ellos. El alma, encarcelada en el cerebro y la razón, no conoce por iluminación divina, conoce sólo por razonamientos basados en los datos equívocos que le suministran los sentidos. Ahí tienes la primera gran limitación que te desvía de la verdad, y, como ves, la causa inmediata es el soporte material de tu conocimiento. Desligada de la materia, tu alma sería clarividente y estarías necesariamente impulsado hacia el bien….. que es lo que te ocurrirá, gracias a Dios, el maravilloso día en el que abandones el cuerpo.

 

El alma, unida a la materia corporal, desconoce la verdad porque está dotada de razón, no de clarividencia. La razón es la puerta de entrada de la confusión ante el mal.

 

·               La segunda gran limitación impuesta por la carne y que te desvía de la verdad y del bien consiste en el pesado fardo de los instintos y pasiones. Aun en el caso de que descubras la verdad y optes por cumplirla, la carga de tu naturaleza terrenal es demasiado pesada para ti. Esa misma razón que un momento antes ha sido capaz , a lo mejor, de señalarte donde está la verdad ante cualquier situación, esa misma razón se encargará de tejer los argumentos y disculpas necesarios para acabar haciendo lo que tu naturaleza terrenal impone, esto es, obedecer al tirano. Puedes acabar este párrafo casi con las mismas palabras del anterior: desligada de la materia, tu alma no es que vencería la tentación, es que no precisaría vencerla porque ni siquiera se sentiría tentada.

 

El alma sabe lo que son la duda, la tentación y el mal por su unión temporal con la carne. En la eternidad de la Creación no existe esa desdicha llamada “libertad”, no hay nada que elegir, sólo existe el bien y su felicidad.

 

Las caras del mal

 

Ahora olvida, una vez más, todo lo que llevo dicho sobre ese espejismo en el que consiste la realidad que estás creyendo vivir y céntrate en la existencia del mal tal y como en el mundo lo percibes, sea realidad o no lo sea. Antes dije que esa lacra es universal, que todo lo mancha, que es patrimonio tanto de la naturaleza como de la conducta del propio hombre; pero hay, sin duda, un abismo entre lo uno y lo otro, porque únicamente el hombre es capaz de distinguirlo, juzgarlo y condenarlo (a la vez que practicarlo, paradójicamente). En el capítulo XIX de mi libro La otra filosofía expuse cuanto sé sobre esto. Allí dejé escritas las diferentes maneras de concebir el bien y el mal, aunque, en definitiva, solamente uno existe, el bien-mal sustantivo, ese que está en la naturaleza de todas las cosas y del que por eso mismo te dije que es universal, aunque el universo entero lo vive sin enterarse y únicamente el hombre es capaz de descubrirlo. Reproduzco aquí uno de los párrafos más significativos de ese libro:

 

“...... Cuando el predador acaba con la vida de su víctima, si nos desprendemos de la relación que dicho acto tiene con el sujeto predador (acto bueno) y con el sujeto víctima (acto malo), y nos quedamos con el acto en sí mismo, independiente de sus protagonistas, es obvio que constituye un acto perverso, un acto de violencia que repugna la razón y, por supuesto, la sensibilidad. Por el contrario, la solicitud con que cualquier animal cuida, protege y defiende con su propia vida la de su prole, constituye en sí mismo un acto amoroso que dignifica la existencia. He ahí el bien y el mal sustantivos, lo que es bueno y malo intrínsecamente y, por lo tanto, bueno y malo para siempre y en toda circunstancia, lo que es bueno y malo de una forma inamovible, objetiva, sin relación a nada: la violencia es mala en sí siempre, el amor es bueno en sí siempre (otra cosa diferente es que la violencia, aunque mala, sea ejercida para evitar un mal mayor, lo cual puede justificarla; o el amor, aunque bueno, cause daño a un tercero, lo cual lo convierte en censurable. Pero esto no cambia que la violencia siga siendo mala y el amor bueno)”.

 

Este bien sustantivo era el que gobernaba y sigue gobernando la Creación (la Creación, no el mundo), el bien que lo es en sí mismo y siempre, sin relación a ningún fin determinado y externo. Pero con la caída del hombre en el mundo (la expulsión del Paraíso, según la Escritura; la inmersión en la pesadilla, según mi obra), se inició en la experiencia del hombre una era diferente y luctuosa, la era del mal. No es que el orden heredado de la Creación haya sido sustituido enteramente, no es que en el mundo que vivimos sólo exista maldad, pero sí es evidente que reina por encima del bien. El orden impuesto por el Creador en su obra (que sigue vigente en la eternidad) se ha trastocado en desorden aquí (insisto, estoy hablando en la hipótesis de que el mundo, la materia y su mal fuesen reales).

 

Cuando este mal sustantivo de los párrafos anteriores es referido a la conciencia del hombre, a la libertad del hombre, comenzamos entonces a hablar de mal moral, que no es otra cosa que el conocido como pecado. Y como el mal engendra mal, la consecuencia inseparable del pecado es el sufrimiento. Unos seres sufren la impiedad de otros, y todos a la vez sufrimos la conciencia dolorosa de nuestros propios actos. Este tipo de sufrimiento que, pudiéramos decir, tiene “firma”, que viene de mano conocida, sea la tuya o sea la del prójimo, es el mal moral.

 

Pero dentro del mal sustantivo, además del moral hay otra clase de mal y sufrimiento que nadie propicia, que no es moral, que sobreviene sin traer remite ninguno. Es ese otro mal, formalmente gratuito, de las enfermedades, los accidentes, el infortunio y tantas otras lacras a las que el hombre se ve sometido sin descubrir mano culpable de nadie, si no es la mano de ese maleficio difuso llamado destino. Es este sufrimiento de tipo cósmico, sin autor conocido, el que constituye una maldición terriblemente difícil de comprender que desconcierta al hombre y le empuja a desesperar de Dios. Y sin embargo, hay quien no considera este mal tan huérfano, hay quien le otorga una filiación conocida. En el relato bíblico aparece con una dureza inusitada y atribuido precisamente al hombre: “.... Maldita sea la tierra por tu causa...” (Génesis, 3, 17-19). Es de las sentencias que le obligan a uno a pensar por su tremendo significado.

 

Según lo anterior, el hombre, con su pecado, no solamente propicia el sufrimiento moral de los demás de forma directa, también el sufrimiento cósmico de todos de forma indirecta, con lo cual toda forma de mal sustantivo se convierte, en definitiva, en mal moral. Por supuesto, el hombre no se siente culpable, sino todo lo contrario, se ve como víctima, víctima de las grandes catástrofes naturales, plagas, epidemias.... y también y sin ir tan lejos, víctima de la enfermedad, del dolor, del trabajo, de la muerte, porque todo eso escapa a su voluntad, se debe a las leyes que rigen el universo. Pero, según la versión bíblica, el mal ya existía, si bien estaba recluido en el símbolo del árbol, y lo que hizo el hombre fue extenderlo con su pecado al mundo, el cual también existía ya desde antes. En definitiva, la Escritura presenta al hombre como el culpable de toda clase de mal. El inconveniente de esta versión genésica es doble: arranca de la previa existencia del mal, pero sin explicar por qué ni desde cuándo, y presenta un mundo que era “inocente” antes del pecado, a pesar de estar amasado con materia y a pesar de que era igual de perverso antes de la aparición de Adán, puesto que el mal, en la naturaleza, ha estado siempre.

 

Como ves, en mis páginas yo no comparto para nada esta explicación secular, recogida por el pueblo hebreo y vertida en su Biblia. He intentado demostrar que el mal no tiene autor conocido, que apareció con el mundo desde su mismo origen (no desde que apareció el hombre), es decir, que no tiene autor porque es patrimonio de la materia, tal y como se aprecia en las catástrofes naturales de que antes hablaba, y tal y como se aprecia en la irracionalidad del hombre cuando practica el mal. Es la sujeción a la carne la que oscurece y confunde la voluntad y la razón humanas, aunque esto no sea suficiente para exculpar enteramente al hombre, dotado de cierta libertad. Mal moral y mal natural, toda forma de mal, anclados en la materia. Pero siempre que se vuelve la mirada al capítulo I, La Verdad Básica, se tranquiliza el alma: la materia y su mal no son otra cosa que una pesadilla en la que el espíritu cree estar viviendo.

 

Volviendo a lo habitual, es decir, a la distinción entre un mal y el otro, el de tipo cósmico, aunque tan temido y rechazado, no tiene la trascendencia del otro, del moral, del propiciado de forma consciente por la mano del hombre, hasta tal punto que la teología, siguiendo la tesis bíblica, ha llegado a proponer que realmente no hay más clase de mal que este último. Desde luego, aunque a alguien le caigan encima los mayores sufrimientos naturales hasta convertirlo en un nuevo Job, qué duda cabe de que, al menos, puede contar con la seguridad de que todos los azotes del mundo tienen fecha segura de caducidad. El tiempo acaba con todo. El dolor, la enfermedad, el hambre tardan en ser olvidados lo mismo que tardan en ser aliviados. Y en último caso, tienen una fecha de caducidad inexorable, la muerte. Para quien sufre lo que piensa que no ha merecido, es un alivio contar con la muerte como fin de su desdicha. Con el mal moral, sin embargo, no ocurre eso, no se dispone de esa válvula de escape tan reconfortante de saber que tendrá fin inexorablemente.

 

Tú, que me lees, sabes por experiencia, como sé yo, que la pesadumbre por lo mal hecho no tiene término ni aunque se vivieran un montón de vidas, unas detrás de otras. Al contrario, una vez hecho el mal, el tiempo lo alimenta en la conciencia, y al llegar al final de la vida, esa edad en la que ya nada se espera y se vuelve a rumiar infatigablemente el pasado, la impotencia de no poder borrarlo constituye la mayor de las torturas. Por muy grandes que puedan ser los padecimientos físicos de la vejez, el mayor de los padecimientos es el remordimiento moral. Si no eres creyente, claro, puedes estar pensando que ese sufrimiento también tiene la misma fecha de caducidad que el otro, la fecha de la muerte, porque para ti todo se acaba con ella. No quisiera angustiarte, pero la muerte no es el final, y así como el sufrimiento físico se quedará en la sepultura con lo que era tu cuerpo, el sufrimiento moral habita en tu conciencia y no se corromperá.

 

Parece, por tanto, que los estragos del pecado han de pervivir en la eternidad, puesto que eterna es la ley divina que vulneran. Pero no es así. Aquí he de recordarte algo ya dicho: nada ni nadie, ni criatura ninguna, puede ser capaz de trastocar la obra de Dios; ni el Diablo, ni el hombre, ni sea cual sea el origen del mal, porque la obra del Creador es perfecta y eterna, es invulnerable. Todo mal, sea moral o sea material, sea causado o sea padecido, sea del hombre o sea del resto de la Creación, todo mal, con todo su séquito de sufrimientos, es una experiencia que se produce, se vive y se extingue dentro del espacio-tiempo, con la materia, se clausurará con la clausura de la materia y no tendrá más alcance, a ningún efecto, que el propio de la vida material.

 

El mal es inherente a la materia. Apareció con el universo y morirá con el universo. En la eternidad de Dios sólo existe el bien.

 

Ya tienes ahí una respuesta verdaderamente trascendental en muchos sentidos, pero sobre todo, en uno capitalísimo:

 

Si el mal es inherente a la materia, si es cosa del universo, y si el universo y su materia son un espejismo, el mal también lo es objetivamente.

 

Supongo, amigo lector, que, a pesar de tantas cosas novedosas como aquí llevas leídas, esto, que ya tantas veces he repetido en páginas anteriores, es de lo que más te ha impactado…. y también de lo que más te ha interesado, porque si el mal realmente no existe, pensarás que, al desprenderte de la carne, pasarás automáticamente a ser “angelical” y a quedar exonerado de toda responsabilidad. No, no, no es así, y creo que ya te he hablado de ello. El mal no existe objetivamente porque el mundo no existe objetivamente, pero eso no impide que tú, que crees estar en el mundo, eliges ese mal o ese bien que crees tener delante (aunque no sea realidad objetiva) y lo ejecutas con libertad, con lo cual lo incorporas a tu conciencia con toda validez. Ya he dicho más de una vez que, en cuanto a hecho vivido, lo ocurrido en vigilia y lo ocurrido en sueños no se diferencian en nada.

 

La no existencia objetiva del mal no impide su realidad en tu conciencia. La opción por el mal que crees vivir en el mundo no deja de ser un acto intencional y libre.

 

El nuevo orden del Bien y del Mal

 

Hemos dejado atrás la obra creadora de Dios, situada en la eternidad del propio Creador y constituida por un océano de almas en armonía. El prodigio era posible porque sólo reinaba el bien. No había otra cosa. Era el orden impuesto por el Creador. También he dejado constancia de que “apareció” el mal y de que esa presencia se produjo, de manera inseparable, con la aparición del universo físico. La materia no es otra cosa que la visualización de la acción degradante del mal, el mundo fastuoso que tenemos delante de nuestra mirada no es otra cosa que la imagen engañosa del mal. Ya estamos, pues, situados ante la dicotomía del bien y del mal en el mundo, el primero heredado de la Creación, el segundo aparecido misteriosamente; dicotomía angustiosa a la que el hombre no ha sido capaz de encontrar solución a través de los siglos, como no podía ser de otra manera, puesto que parte de suponer reales los dos, el mal y el bien.

 

El rastro histórico de este dualismo se remonta a los orígenes de la filosofía, pero fue en Manes, heresiarca persa del siglo tercero, en quien cristalizó esta concepción irreconciliable entre dos principios creadores de igual rango, el del Bien y el del Mal, de los cuales participa el mundo. Más tarde, en el XI, el maniqueísmo influiría poderosamente en otras manifestaciones de este mismo tipo, especialmente en el sur de Francia, con los cátaros, secta de puritanos que se atrevió a identificar (lo mismo que yo hago en este libro) el bien con lo espiritual y el mal con lo carnal (con la diferencia de que ellos creían en la real existencia del mal y de la carne). Abelardo, en el XII, volvió a reconocer de hecho esa paridad entre el bien y el mal, cosa que ya no resultaba nada novedosa. Lo que sí llama la atención de este teólogo son los pensamientos tan disparatados que puso en circulación y que revelan su inanidad conceptual de lo que Dios es. Aseguró que la existencia del mal se debe a que “Dios no fue capaz de evitarlo”, con lo cual vino a colocar al mal, de facto, a la misma altura de ese Dios tan impotente; y en cuanto a la obra creadora, la calificó, nada menos, que como “el mejor de los mundos posibles”.

 

En este Nuevo orden del Bien y del Mal, nada cabe añadir en cuanto al bien, después de haberlo presentado como lo único existente en la obra del Creador; pero sobre ese recién aparecido que vino a estropearlo todo, el mal, destructor del orden existente y causa de la desesperación del hombre, poco es cuanto se diga, a pesar de haberlo ya tratado en el apartado anterior. Uno de los grandes problemas de nuestras religiones, por ejemplo, es el empecinamiento en intentar dar una explicación justificadora del porqué de la existencia del mal y de su emparejado sufrimiento. Es frecuente oír a los predicadores hablar del sufrimiento como el “precio justo” por nuestro pecado; o bien que si el hombre sufre no es por causa de un Dios vengativo, sino por el “peso de nuestros propios actos”; como también suelen decir que el sufrimiento no es en absoluto un castigo, sino el medio para “despertar el alma y purificarla”, convirtiendo así el sufrimiento en algo positivo y necesario, puesto que con él el hombre “crece en virtudes y en santidad”.

 

Muchas más cosas predican de este tenor y llevan casi toda la razón, es indudable. Yo mismo, en estas páginas, me he cansado de decir que el sufrimiento es, efectivamente, el precio del pecado. Todos sufrimos y, salvo algunos, la mayor parte aprendemos que el sufrimiento nos hace más grandes, más comprensivos y más sensibles. Pero he subrayado antes el casi porque en ese discurso justificador del sufrimiento hay un olvido, tan cierto como elemental, que dice así: en efecto, para crecer moralmente es preciso sufrir, pero más cierto aún es que Dios, siendo Dios, pudo hacerlo todo diferente, y si es necesario sufrir para crecer, también pudo hacer que se creciera sin necesidad de pasar por el sufrimiento. En definitiva, pudo hacer un mundo sin el mal. Para Dios nada, absolutamente nada es imposible, es Dios. Si las cosas son cómo son, tan incomprensibles (para nuestra lógica), debe quedar claro que son así porque Él así lo ha querido, no porque sean irremediables. Nada hay irremediable para Él.

 

Si nuestras religiones comprendieran esta verdad tal cual es, dejarían de buscar absurdas justificaciones de por qué la realidad es tan decepcionante como el Creador la ha hecho, y reconocerían con humildad que no tiene explicación lógica ninguna. Pero con esta penúltima palabra, lógica, he tocado la clave de la bóveda. Todo edificio levantado por el hombre se apoya en esa palabra clave: lógica.... lógica humana, claro. El problema es que Dios no es humano (gracias a Dios) y está por encima de nuestra miope visión, por encima de nuestra torpe lógica y por encima de nuestras ridículas verdades. Dios es Dios, no es un hombre. Dejemos de jugar a sabios justificando la existencia del sufrimiento (aunque aprendamos tanto de él y nos sirva, efectivamente, para redimirnos en alguna medida) y aceptemos a Dios sin entenderle en absoluto, porque si le entendiéramos sería señal evidente de que no sería Dios, sería un hombre más. Aunque la vida en el mundo se trate de un simple episodio soñado, ese ¿por qué? angustioso del hombre, ese ¿por qué el mal y el sufrimiento? está razonablemente planteado, y sin duda que nos será explicada a todos en su momento, un momento que no es de este mundo, por supuesto, es del otro.

 

El empeño religioso en justificar la existencia del mal y del sufrimiento es absurdo. Lo lógico sería que Dios hubiera hecho el “mundo” sin ellos. Pero es que la “lógica” de Él no es, afortunadamente, la lógica del hombre.

 

Esta justa querella del hombre se comprende en todo su valor sólo con mirar a las criaturas celestiales. Hace unos pocos párrafos te he hablado de que el Creador les ha dotado de una forma de conocimiento por iluminación, tan vívida y clara, que no cabe en ellos confusión posible. Aunque virtualmente libres, contemplan con tal realismo la fealdad del mal que se sienten irremediablemente atraídos por el bien. En principio, es axiomático que toda criatura está predeterminada por el bien, nadie busca el mal. Y el hombre también, como los ángeles, pero su torpe naturaleza no le permite captar en todo su esplendor el bien ni en todo su horror el mal, de forma que se debate confundido entre los dos, a pesar de que la verdad sólo es una (la que vería si fuera ángel, en vez de humano). Y ante esta situación, su justa querella es: ¿Tengo yo acaso la culpa de ser cómo soy, libre, pero torpe y débil? ¿He sido yo acaso el que ha elegido mi propia naturaleza, o me la han dado hecha?

 

Evidentemente, no es el culpable, se la han dado hecha. El hombre se limita a cumplir el papel que le han dado en el reparto, no a escribirlo, y como su destino le supera, todo se vuelven en él dudas y preguntas. Dentro de lo malo, esta impotencia radical le empuja a dos convicciones profundas: una es que la razón de su existencia tiene que estar más allá de esta realidad tan decepcionante; y la segunda es que los designios de ese Dios tan lejano resultan incomprensibles para su lógica humana. Sabe que Dios existe, pero no es capaz de comprenderle, y se pasa la vida elevando la mirada al cielo en busca de respuestas. Preguntar lo que es imposible de saber no es malo. Hasta ahí, hace bien el hombre. Lo malo es que Sancho pretenda que sea su Señor quien se abaje hasta él para poder entenderse los dos. El hombre se pasa la vida intentando descabalgar a Dios y bajarlo a la tierra. Ésa es su tonta pretensión.

 

Un ateo nunca se hará esas preguntas tan humildes como trascendentales que he planteado hace un instante (¿Tengo yo acaso la culpa de ser cómo soy, libre, pero torpe y débil? ¿He sido yo acaso el que ha elegido mi naturaleza, o me la han dado hecha?). Nunca se las hará porque esas preguntas llevan implícitas, de alguna manera, el reconocimiento de la existencia de “alguien” superior que le ha hecho a uno cómo le ha hecho. El ateo suele partir de lo más inmediato y simple, como Sancho, se detiene en el primer escalón y pretende que sea Dios quien baje hasta su lógica humana y se justifique. Lo que el ateo suele razonar es: “Si el mal existe en el mundo y el Dios que dicen que hizo el mundo es bueno, o es que ese Dios no es bueno o es que ese Dios no existe”. La primera conclusión (Dios no es bueno) no le interesa, porque un Dios perverso es un absurdo. La segunda es la que encuentra verdadera. “Si el mal existe en el mundo y el pretendido Dios es bueno, es que Dios no existe”. Pero el ateo ha cometido dos errores:

 

·               El primero es olvidar que, con el mismo derecho, cabe argumentar justamente lo contrario: ”Si el bien existe en el mundo, es que el Dios bueno existe”, porque en el mundo no hay exclusivamente mal, también hay bien, como el propio ateo sabe por experiencia. Apoyarse solamente en una parte de la realidad, la parte que a uno le interesa (el mal), para obtener una conclusión con pretensiones universales no es aceptable.

 

·               El segundo error consiste en olvidar que en la premisa inicial se restringe la existencia del mal únicamente al mundo, Y obviamente así es, pues no tenemos más experiencia que la del mundo. Por lo tanto, la conclusión también debe limitarse únicamente al mundo. De una premisa particular no puede deducirse una conclusión general. El silogismo correcto del ateísmo no debería ser, en todo caso, el que tan alegremente plantea, sino éste otro: “Si el mal existe en el mundo, es que el Dios bueno no existe en el mundo”.

 

Ante esta última conclusión corregida del ateísmo, un catequista un poco castizo preguntaría: ¿Y ahora se desayunan ustedes? ¡Vaya novedad! Aunque acabas de ver que ésta no es toda la verdad, puesto que en el mundo también existe el bien, es cierto que la humanidad se asemeja más a una jauría que a una sociedad civilizada, es cierto que Dios no reina en el mundo. La ley imperante es la del más fuerte, reinan la corrupción y la inmoralidad, y a pesar de los intentos de organizarse de forma racional y justa, todos los sistemas políticos han fracasado a lo largo de la historia. El ahora de moda, la manoseada democracia, se fundamenta en el inmenso disparate de que la verdad no es un valor preestablecido e inamovible, sino que la verdad la fijan las masas por mayoría en cada momento y a su gusto. Por lo tanto, completamente de acuerdo en que Dios, representado por su ley del bien, no parece brillar aquí abajo. Pero es que esto, como decía el catequista castizo, ni es ningún hallazgo genial ni el cristianismo ha pretendido nunca negar tal cosa.

 

Efectivamente, este mundo no es el reino de Dios y en él prevalece el mal sobre el bien. Pero deducir de esta verdad, parcial y limitada al ámbito del mundo, que Dios no existe en absoluto en parte ninguna, que Dios es inexistente del todo y radicalmente, es tan disparatado como deducir que, si durante la noche no hay luz, es que la luz no existe. Claro que la luz existe, otra cosa es que no reine durante la noche. Claro que Dios existe, otra cosa es que no reine durante la vida del mundo. Pero de que reine o no reine en el mundo, la lógica no puede deducir la inexistencia total y metafísica de Dios. Comprendo que el ateísmo hace lo que puede para justificar su derrotista y negativa postura, pero todo intento le resultará vano, porque a la verdad no se la oculta con argumentos, y menos con argumentos tan mal hilvanados.

 

La deducción “En el mundo reina el mal, luego Dios no existe” es inaceptable. Lo único que confirma es que Dios no reina en el mundo, lo cual no es ninguna novedad, pero nada confirma sobre la existencia o no de Dios (Jesús de Nazaret: “Mi reino no es de este mundo” Jn 18,36)

 

Ésta ha sido la primera reacción simplista ante la existencia del mal, pretender que eso anula la posibilidad de existencia de un Dios que encarna el bien. Pero es que en el otro bando, el del simplismo crédulo, te decía que se produce la reacción de los que, partiendo de que Dios existe, se empecinan en hallar una explicación satisfactoria a la existencia de ese mal que parece negar al Dios bueno. Misión del todo imposible. Te recuerdo que he intentado aquí todas las posibilidades de explicar la existencia del maligno sin éxito. Su aparición en medio de la obra del Dios bueno constituye un misterio. Pero también te he desvelado la verdad por la cual es imposible que el hombre comprenda esa aparición: El mal del mundo, junto con el propio mundo, es una pura ficción. Esa es la causa (y también la prueba) de que todo parezca tan sumamente misterioso.

 

Una de las teorías más conocidas en ese empeño de explicar la existencia del mal es la de San Agustín, que, para salvar el problema, recurrió a la sutileza de definir el mal como algo realmente inexistente, pero no inexistente por sí mismo (lo cual acabo de defender yo en este libro), sino inexistente en relación al bien, concretamente concibiendo el mal como simple “ausencia de bien”. La buena fe de San Agustín es loable. Si eliminamos el mal como algo verdaderamente sustantivo, entonces tenemos las manos libres para concebir a Dios como el paroxismo del bien, puesto que no existe otra cosa. Y así es. Aunque sin querer, San Agustín acierta en el fondo, porque el mal nunca ha sido creado y, por lo mismo, no existe. Pero aquí no estamos hablando de la Creación, sino de esta ficción o apariencia llamada mundo, en el cual son realidad los dos por igual, bien y mal.

 

Con independencia de que acierte sin querer en el fondo del problema, el planteamiento que hace San Agustín es inadmisible desde su base, porque hablar de la “ausencia de algo” es un imposible, es otorgar carta de naturaleza a lo que “no es”, es hablar de nada. Si algo existe, ha de ser definido por sí mismo, puesto que si existe es necesariamente algo, y si no existe, ha de negarse su existencia sin más, porque definir una cosa que no existe es del todo imposible, y hacerlo recurriendo al truco de definirlo como “ausencia de otra cosa que sí que existe” constituye una artimaña, con perdón de San Agustín. El mal no es “ausencia” de nada, el mal es tan sustantivo como lo es el bien (dentro de la ficción “mundo”), es el orden inverso al de la Creación, aunque este pretendido orden inverso conduzca irremediablemente al desorden. De admitir este argumento de San Agustín cabría, con idéntico derecho, invertir los extremos y afirmar todo lo contrario, esto es, “El bien en el mundo no existe, el bien es solamente ausencia de mal”.

 

Antes de terminar este apartado, tengo que volver a las dos preguntas terroríficas que parecían arrojar toda la responsabilidad de la maldad del hombre sobre su Creador, eran éstas: “¿Tiene acaso el hombre la culpa de ser cómo es, libre, pero torpe y débil? ¿Ha sido acaso el hombre el que ha elegido su naturaleza, o se la han dado hecha?” Constituyen una verdad hiriente y difícil de contestar, desde luego, pero..... no deja de ser una verdad de la precaria mente humana. Intentar comprender el porqué de las actuaciones de Dios es, sencillamente, estúpido. Si él existe, cosa que espero hayas aceptado conmigo en el capítulo II, pretender luego comprenderle tiene toda la ingenuidad y simpleza de los pensamientos infantiles, cuando pretenden comprender los actos de los mayores. Dicho de una forma más directa quedaría así: que el hombre no sea capaz de comprender la obra del Creador, en cuanto a la naturaleza torpe y débil de que le ha dotado ni en cuanto a cualquier otro aspecto, es la cosa más normal del mundo. Si fuéramos capaces de comprenderle, es que no sería Dios.

 

En el capítulo La sabiduría de mi libro La otra filosofía, me tomé la libertad de proponer seis praxis a partir de dos principios generales del hombre sabio. Reproduzco aquí esos dos principios generales porque vienen como anillo al dedo sobre esto de pretender entender a Dios:

 

Principio primero: La realidad supera y desborda al hombre. Es estéril toda especulación sobre el porqué de la realidad.

 

Principio segundo: La única sabiduría consiste en aceptar humildemente esa realidad incomprensible y esperar confiado. Desempeñando el papel para el que ha sido diseñado, el hombre no puede equivocarse nunca, porque lo absurdo no existe.

 

Dios y el nuevo orden

 

Es obvio que a Dios no le afecta este nuevo orden del bien y del mal en el mundo, sobre todo porque lo único existente es lo que Él creó, el bien, y lo otro, el mundo con sus errores, es una triste experiencia que sueña el alma del hombre. A Dios no le afecta, pero al Dios que conciben los teólogos claro que le afecta, por esa recurrente inclinación de extrapolar a Él los atributos de aquí abajo. En la lista de disparates debidos a esa inclinación extrapoladora los hay de todos los calibres. Uno de los más inusitados está contenido en la doctrina teológica sobre el “Amor Divino”, según la cual, independientemente de que Dios diese vida a su obra creadora, tiene antes y por encima de esa forma de amor otra que puede resumirse en esto: “Dios es amor, pero el amor no es posible en soledad, de manera que esa necesidad de alteridad para tener donde colocar su amor y comunicarse, la satisface Dios dentro de su propia Trinidad”. Ya lo sabes: Dios “tiene necesidades”, como cualquier mortal, y un buen día decidió ser tres, en vez de uno, para poder amarse a sí mismo, porque se aburría.

 

Una de las consecuencias más grave de esta tontería extrapoladora atañe al nuevo orden del bien y del mal, sobreviene cuando se intenta colocar en Dios el bien, porque ¿qué hacemos entonces con el mal? Ya estamos de nuevo ante el sempiterno problema, el del mal. En el capítulo primero de forma implícita y en las páginas inmediatamente anteriores a ésta de forma expresa, quedó zanjado así: si el mundo es una pura fantasía, también su maldad lo es. El problema sobra, no existe. Pero es que, incluso en el caso de aceptar el mundo y su mal como realidades objetivas, la segunda solución es la que vengo anunciando repetidamente: al Dios infinito no se le puede extrapolar nada que sea propio de la finitud. Dicho de otra manera, Dios está más allá del bien y del mal, que son cosas del mundo (el bien en la finitud espiritual y el mal en la finitud material). Esta tesis, correcta y perfectamente válida para quien se atenga sólo a la razón y prescinda de la revelación, era la única que yo mantenía antes, expresada en términos más o menos así:

 

El bien y el mal son inherentes a la finitud. Dios es lo esencialmente diferente, lo infinito. Entre finitud e infinitud nada es extrapolable. Dios no es el bien ni tampoco es, obviamente, el mal. Dios está más allá del bien y del mal.

 

A pesar y en contra de lo anterior, es lógico pensar que el Creador haya podido dejar un reflejo de su esencia en su obra, que se muestre de alguna manera en ella y, efectivamente, el alma humana intuye ese rastro de Dios en el bien que hay en el mundo. Cualquiera, por experiencia, identifica el bien con los ideales del alma (amor, perdón, generosidad….) y, por extensión, con Dios, paradigma de esos valores; como igualmente identifica el mal con las pasiones y apetencias de la carne (sexo, violencia, egoísmo….) y, por extensión, con el Maligno, encarnación de esas taras. A pesar de la conclusión filosófica anterior, perfectamente válida, de que tampoco el bien es extrapolable desde la finitud a su Creador infinito, es indudable que todo hombre ve en el bien un rastro o reflejo de la propia esencia del Creador en su obra. Y el hombre no se equivoca, porque hay algo más que lo confirma:

 

·               Uno se da cuenta de que así es cuando se leen las palabras de Jesús: “Quién me ve a mí, ve al Padre” (Juan 14,9). Aquí Jesús da una pista definitiva sobre la esencia de Dios, asegura que quien le ve a él está viendo al Padre. Entonces solamente resta que te preguntes ¿y qué es lo que se ve en Jesús? Por encima de un hombre, lo cual obviamente Dios no es, ¿qué es lo que hay esencialmente en la figura de Jesús? Al leer su historia has hallado una misma cosa en casi todas sus páginas: perdón, paz, benevolencia, mansedumbre, castidad, misericordia, amor..... en definitiva, bondad. Aquí es donde el propio Redentor dice que el Padre Creador no es un abstracto desconocido para el hombre, que es a lo que conduce la tesis anterior, sino que es “de lo mismo” que su obra, es decir, es el bien que reina en la Creación original y el bien que se vislumbra en el mundo.

 

No obstante, he puesto ese “de lo mismo” entre comillas porque suponer cómo es Dios resulta siempre pretencioso y arriesgado. De Dios solamente nos consta que existe y que es lo infinito, el Ser en sí mismo, nada más; pero es que el Ser en sí mismo, lo infinito, es precisamente lo que no sabemos en qué consiste. Las muchísimas palabras de Jesús refiriéndose a Dios de forma personal, como Padre, y además como Padre reflejado en la corporeidad y en la bondad del Hijo, han de ser tomadas, por supuesto, como una verdadera metáfora al alcance de todos los hombres, no como una verdad literal. Por eso la duda que al final siempre acaba reinando cuando uno osa investigar en la esencia del Creador. Dios está tan fuera de nuestro alcance que el pensamiento acaba en una verdad tan aparentemente absurda como acertada, que expongo así:

 

Verse precisado a elegir entre el Dios infinito, lejano, abstracto y desconocido, que está más allá del bien y del mal, o el Dios personal, próximo, paternal y encarnación sólo del bien, es cuestión pueril, porque, evidentemente, Dios es ambas cosas a la vez, por muy disparatado que esto parezca.

 

Si te atienes únicamente a la razón, por supuesto que el Ser Infinito no puede ser, de ninguna manera, una persona, ni menos una trinidad de personas, como mantiene nuestro cristianismo. Es metafísicamente imposible. “Persona” es pura finitud, y el Ser Infinito no puede ser, a la vez de infinito, finitud. Es contradictorio. Pero cuando el hombre se pone a filosofar siempre olvida que está construyendo pensamientos con lógica humana, y la lógica humana, por ser humana, no puede alcanzar a Dios. El principio de contradicción está muy bien aquí abajo, pero Él no es de aquí abajo.

 

Lo contradictorio entraña imposibilidad en nuestra lógica, pero si Dios es Dios está más allá de nuestra lógica y nada es imposible para él, ni siquiera lo contradictorio.

 

Con toda certeza que Dios es lo infinito, pero a la vez y aunque no lo entiendas, también es Padre personal. Con toda certeza que Dios está más allá del bien y del mal, pero a la vez y aunque no lo entiendas, también es sólo el bien. Dios es, sencillamente, Dios.

 

Ahora quiero que tu atención recaiga en algo que, sin nombrarlo, acabo de exponer con todos los pronunciamientos en los párrafos anteriores. Se trata de que las dos grandes formas de concebir la Verdad última y fundamento de todo lo existente, es decir, Dios, las dos formas de concebirle que acabo de describir, una la verdad filosófica (Dios ni es persona ni es el bien, está más allá de todo lo conocido) y otra la verdad revelada (Dios es Padre personal y es el bien), aparentemente contradictorias entre sí, pero ciertas las dos, si te das cuenta, amigo lector, se corresponden con las dos grandes ramas de las religiones existentes.

 

·               Por un lado, las religiones orientales: hinduismo, budismo, confucionismo.... que son religiones esencialmente filosóficas. No creen en un Dios personal y creador, creen en un Dios abstracto, algo así como un Absoluto trascendente, un Orden universal o Armonía cósmica. Pues bien, llámenlo como quieran, pero resulta evidente que eso que ellos conciben por encima de la realidad que vivimos y que es el fundamento de todo y el fin último de todo, aunque con otro nombre y con otras connotaciones, se corresponde en lo esencial con la concepción filosófica de Dios. Se trata de un Dios ideal, lejano, situado más allá del bien y del mal, es decir, el Dios que yo he defendido cuando uno se atiene exclusivamente al pensamiento, que es lo que han hecho los orientales, puesto que han prescindido de revelaciones. Sus gurús (líderes espirituales) han concebido una deidad abstracta, no personal, que consiste en el principio y fin de todo y en la cual todo se disuelve.

 

·               Por otro lado están las religiones occidentales: cristianismo y judaísmo (no pienses que me he olvidado una tercera, esa tercera en la que estás pensando no es una religión, es un cuento de las mil y una noches), que son religiones proféticas, reveladas. Éstas también hablan de lo mismo, de otra realidad situada por encima de lo sensible, fundamento de todo y fin último de todo, pero conciben ese Absoluto trascendente como un Dios creador. Se trata, por tanto, de un Dios personal, cercano, amoroso e identificado con el bien, el Dios de la revelación de los profetas bíblicos para el pueblo judío y revelado por Jesús para toda la humanidad, no el Dios del pensamiento filosófico de Oriente. Aquí el hombre ya no es una parte de ese Todo Trascendente al que acaba retornando al morir para disolverse en él, como lo conciben en Oriente, sino que es la criatura de Dios y el objeto de su amor, al cual salva de forma individual y personal para la eternidad, a pesar del pecado.

 

Parece incuestionable que nuestra creencia en un Dios personal que nos espera, tal cual somos, para hacernos partícipes de su gloria, nada tiene que ver con ese Todo Trascendente de los orientales, en el que uno se disuelve al morir, liberándose de la servidumbre del mundo; ni mucho menos tienen estos dos nada que ver con esa pléyade de pequeños diosecillos o espíritus que alientan detrás de las cosas del mundo, animándolas, dándoles vida, como aún creen las civilizaciones primitivas que todavía profesan la fe llamada animismo. Todas las religiones son diferentes, tan aparentemente contradictorias que provocan el rechazo y el desprecio de quienes no comparten la fe. Sin embargo, éstos, los ateos, no quieren reconocer que hay un punto en el que todos los creyentes concurren, y es éste: sean de Oriente o de Occidente, de la prehistoria o de la sociedad actual, todos los hombres de todos los tiempos, tan diferentes, han coincidido, por mayoría abrumadora, en la creencia de una realidad superior e invisible que todo lo rige y a la cual se retorna, inevitablemente, cuando la aventura de aquí acaba. El rechazo de los ateos, por tanto, cuestiona el sentido común, porque o esa realidad invisible existe o el género humano es, simplemente, estúpido. La excepción del sentido común la constituyen ellos, no nosotros.

 

El mundo aparente de las formas

 

Si le preguntas a cualquiera en qué consiste la realidad que nos rodea te dirá que en un conjunto inmenso de cosas; pero si le fuerzas a que concrete más acabará diciéndote que, en definitiva, la realidad es materia, aunque vestida de infinitas y diferentes maneras en cada cosa singular. Ésta es la creencia generalizada (y disparatada): el universo entero no es otra cosa que materia, una especie de “sustancia común” de la que todo está hecho. Tu interlocutor, además, apostillará lo dicho con datos así: por muy diversas que sean las cosas, todas tienen propiedades comunes, todas tienen “masa”, por ejemplo, todas dan testimonio de su “materialidad” en la báscula, en las reacciones químicas, en los efectos físicos, etc, etc. Con esta convicción generalizada seguimos anclados en el siglo IV antes de Jesucristo, en Platón, que supuso la existencia eterna de la materia, con la cual un diosecillo, un demiurgo, amasó el mundo que vemos. Son veinticinco siglos de estancamiento. La materia de Platón está hoy más vigente que nunca en esta sociedad justamente llamada así, materialista.

 

En La verdad básica del capítulo I, la filosofía ha desmenuzado eso aparentemente tan consistente, llamado materia, hasta no quedar absolutamente nada entre los dedos. Las pruebas de la filosofía son puramente lógicas, como no puede ser de otra manera, pero si están correctamente construidas son apodícticas y no dejan lugar a dudas. No obstante, si eres uno de tantos positivistas, refractario a basar la verdad únicamente en razonamientos lógicos, también en ese capítulo I te recordaba que, hace ya un siglo, la relatividad y la física cuántica han segado la hierba bajo los pies de ese monumental mito llamado materia. Hoy, el mundo ya sabe que se trata de un espejismo. Pero esta verdad no le gusta un pelo al mundo porque va en sentido contrario de la moda, que es el hedonismo, el consumismo, el culto al cuerpo…. el materialismo, en suma; así es que se tapa los ojos y sigue adorando al Becerro de Oro.

 

El primer paso, el paso decisivo para fundamentar esta verdad, lo he dado en el primer capítulo, La verdad básica, con la conclusión final, avalada por la ciencia moderna, de que la materia es una ficción de los sentidos. Pero con eso no está todo dicho, porque tú mismo puedes estar pensando que, aun aceptando que la materia no exista, no tienes por qué negar realidad a las formas que ves; o dicho de otro modo, las formas que percibes pueden ser reales, aunque no estén “amasadas” con materia ninguna. Es una posibilidad y no vas descaminado (de momento). Lo que percibes por los sentidos es tanto y tan agobiante que te resulta descabellado suponer que no existe. Y tienes cierta razón, porque lo que ha dejado sentado la Verdad básica en el primer capítulo es, exclusivamente, que no existe esa especie de materia prima, esa especie de cosa oscura e imprecisa llamada genéricamente energía-materia, con la cual todo ha sido hecho en el universo. Esto es lo que la física cuántica ha acabado de derribar para siempre, pero nada ha sido demostrado en contra de que el universo pueda ser una naturaleza puramente formal, como te la presentan los sentidos, aunque no construida con “masa” ninguna.

 

El fundamento para pensar en esta posibilidad lo comprenderás enseguida si recurres a las imágenes de la cámara fotográfica o, mejor aún, a las imágenes de la memoria. Podrías aceptar que las cosas que te rodean sean, en sí mismas, exactamente igual a lo que son en tu mente cuando las conoces, meras imágenes psíquicas. Una imagen recordada es una realidad, pero una realidad inmaterial. Se trata de la posibilidad de admitir que el universo que contemplas, lleno de formas pretendidamente físicas, pudiera ser idéntico a las imágenes de nuestros sueños y recuerdos, un mundo psíquico, espiritual, sin materia, un mundo al estilo de las apariciones sobrenaturales, que son sensibles, a pesar de inmateriales. Puesto que la materia no existe, esta solución tiene la ventaja de no negar lo que los sentidos nos proponen.

 

Si tú, que me lees, tienes conocimientos de filosofía, estarás pensando que acabo de equivocarme en el concepto de lo que son formas, porque en filosofía este concepto se refiere a las formas sustanciales, a las diferentes naturalezas de las cosas (formas eidéticas, conocidas en filosofía como universales), no a las formas espacio-temporales o formas geométricas que esas cosas ocupan en el espacio. Pero no, no ha habido confusión por mi parte. Es evidente que aquí trato de formas en este segundo sentido, en el que se deriva de la mera percepción sensorial, no en el de la comprensión de las esencias de las cosas. Aquí trato del universo espacio-temporal tal y como lo percibe la sensibilidad.

 

La realidad soñada

 

Comprendo que es tan arriesgada y novedosa mi visión de la realidad, querido lector, que te imagino dudando permanentemente de cuanto expongo, por muy correctos y convincentes que te parezcan los argumentos empleados. Lo comprendo. Y por eso pienso que, al llegar a este apartado tan crucial, quizás sería lo mejor comenzar apoyando mi teoría sobre la de uno de los más grandes físicos del último milenio. John Archibald Wheeler (Estados Unidos, 1911-2008), compañero de trabajo de Einstein, fue el creador de la conocida como versión Participatoria, dentro de los defensores del Principio Antrópico, es decir, dentro de los científicos que mantienen que el fin último del universo era precisamente la aparición del hombre. Pero Wheeler fue mucho más allá que sus colegas: no sólo el universo ha sido producido para el hombre, sino que el propio universo ni siquiera existe como algo independiente del hombre y si no es observado por el hombre. Y no sólo esto, él fue el primero en postular que el cosmos no es explicable si en su origen no hubo un “factor desconocido” que actuó como dador-de-vida. Que Wheeler llame a Dios “factor desconocido” es lo de menos, lo importante es que reconoce su existencia y que su teoría científica coincide plenamente con la teoría filosófica que expongo en este libro, en el que repito hasta la saciedad que el mundo es sólo un espejismo sensorial del hombre. Como ves, también la ciencia moderna piensa lo mismo; es decir, no estoy loco.

 

Tenemos delante el espectáculo de un mundo aparentemente fastuoso, pero que esconde tras las bambalinas el dolor y la muerte. La solemne simpleza de los adoradores de la naturaleza parece ser incapaz de captar a ésta en su verdadera dimensión. La Iglesia misma ensalza la naturaleza como una “sublime obra del Creador”. ¡Qué sandez, Dios mío! Más de una vez he comentado esta torpeza con la siguiente imagen: si se pudiera contemplar el planeta en su totalidad, y además en todas sus capas de vida a la vez, desde las bacterias hasta los grandes mamíferos, pasando por el mundo de vegetales e insectos, uno quedaría horrorizado al contemplar el macabro banquete. Media vida sobrevive devorando a la otra media de forma continua, ingente y sin piedad. Ésta es la auténtica y escalofriante “belleza” del mundo de la materia. Una cosa es que la defendamos y conservemos, no sólo porque es lo único que tenemos para seguir con vida aquí abajo, sino también por todos sus demás valores (habitabilidad, estética…. ) y otra muy distinta es caer en la simpleza de la idolatría y del papanatismo bíblico y ecológico. La naturaleza es cruel, terriblemente cruel, mantiene su milagroso equilibrio biológico sobre la destrucción del débil.

 

Media naturaleza sobrevive devorando sin piedad a la otra media. La apariencia espectacular de la naturaleza realmente esconde un festín tan cruel como miserable.

 

Pues bien, no solamente esta realidad espeluznante, llamada mundo, parece la puesta en escena de un guión tan exageradamente trágico que resulta inaceptable, sino que además de inaceptable resulta un guión imposible de ser llevado a la práctica por una razón ya repetida: nada ni nadie, ni el mal ni el hombre, pueden ser capaces de modificar la obra del Creador, la única obra de él, la espiritual, que sigue intacta en la eternidad. Lo que te presentan los sentidos es una ficción tan irreal como macabra. Si así no fuera, esto supondría concebir al mal y al hombre a la misma altura de Dios. Eso mismo es lo que hacen el Viejo Testamento y la Iglesia sumisa que lo acepta. El simbolismo del árbol, la serpiente y la manzana en el Paraíso es un modo poético de contar la caída del hombre y resulta aceptable, pero lo que presenta el relato bíblico como ocurrido después de ese pecado, es decir, el destierro en este mundo inhóspito, presupone aceptar en la serpiente y en el hombre el suficiente poder como para dar al traste con la obra de la Creación divina, y eso es imposible.

 

Refugiarse en la excusa de que al hombre le hizo Dios libre y que es esa libertad mal usada la que ha hecho posible el desaguisado no es de recibo, porque eso supone aceptar en el Dios infinito y creador fallos demasiado garrafales: primero, ignorancia e imprevisión en su obra, puesto que no fue capaz de prevenir el resultado final; y segundo, injusticia, porque no puede ser que se culpe a la criatura de ese resultado final por el uso de un pretendido regalo, la libertad, tan extremadamente peligroso y nunca solicitado. La libertad en manos del hombre es como una bomba en las manos de un niño. Si el hombre hubiera sabido de antemano el resultado tan catastrófico a que le podría conducir la libertad, por supuesto habría renunciado al regalo. El único regalo auténtico es el dispensado a las demás criaturas celestiales, predeterminadas desde su creación al bien y la felicidad.

 

Niego, pues, de forma rotunda, la posibilidad de que nada ni nadie, ni el mal ni el hombre, pudieron ser capaces de modificar la obra del Creador, como acabo de subrayar más arriba. La explicación no está en buscar culpables, que es lo que hace el Génesis, la explicación está en que el mundo que ves no es obra del Creador, es una ensoñación de los sentidos, no sólo avalada por el pensamiento, también por la física moderna. La razón de ser de esta ensoñación la ignoramos. Los designios de Dios son inescrutables. La Creación, la única Creación salida de las manos del Creador, fue y sigue siendo como ha quedado escrita en este libro, una Creación de almas, de vida solamente, ajena en absoluto a la materia y al miserable mundo que conocemos, una Creación que ha estado siempre y sigue estando en la eternidad del Creador, y es desde allí desde donde la criatura sueña que pasa por esta triste prueba del mundo, prueba que solamente se desarrolla en su conciencia.

 

De “inaceptable e imposible” he calificado el macabro guión de la supuesta realidad llamada mundo. El hecho de que lo vivamos con todo realismo solamente acredita que es realidad en nuestra conciencia, no acredita que sea verdad objetiva fuera de ella, puesto que los únicos observadores, nuestros sentidos corporales, son parte del propio espejismo, son también materia. Una realidad no existe objetivamente mientras no la certifique un observador exterior a la misma, y aquí no ha llegado nadie desde fuera del universo que dé tal testimonio. Nada hay que pueda dar testimonio de sí mismo (salvo quien es el Ipsum esse subsisten, el Ser en sí mismo o infinito, Dios).Esta aparente fastuosidad del mundo, que esconde detrás de seductoras formas tanta destrucción, puede ser, y de hecho es, una experiencia únicamente soñada, una pesadilla en la que el alma se cree apresada.

 

En la representación de la obra “Universo”, ni son de verdad los actores (energía-materia) ni el escenario (espacio-tiempo). No hay más testimonio de esa obra que la percepción sensorial, no aceptable por ser, a su vez, parte del propio espectáculo percibido. Se representa sólo en la conciencia del hombre, que cree vivirla.

 

Ha transcurrido un siglo entero desde el descubrimiento científico de Planck. En la historia del mundo, después de las palabras de Cristo, no se ha producido ningún hecho tan trascendente como esta demostración científica y, sin embargo, nadie habla de ella. La sociedad prefiere mirar a otra parte. Este silencio generalizado es comprensible entre ateos, hedonistas y positivistas, porque tal descubrimiento científico supone el derrocamiento de su ídolo; pero que sea la propia Iglesia la que incurre en tan descarado silencio, sólo porque no se le vengan abajo la mitad de sus dogmas, resulta incalificable. Han transcurrido cien años desde Planck y la Iglesia sigue defendiendo sus fantasmas materiales, amparada en la literalidad de las palabras de Jesús, sin tener en cuenta que Jesús no podía hablar de otra forma en su tiempo y para su tiempo.

 

En el Concilio VI de Toledo se llegó a afirmar, en cuanto a la resurrección, que “.... no puede pensarse en una carne etérea, sino en la realidad absoluta de la carne.....”. Este pronunciamiento del congreso cardenalicio, lamentable en su día y mantenido todavía hoy, da por resultado una eternidad repleta de fealdades y de imperfecciones corporales, como si no hubieran tenido bastante con padecer esas cruces, ya en el mundo, los que las padecieron. La Iglesia no es capaz de comprender que la transfiguración en el Tabor no ocurrió sólo como una excepción propia de la naturaleza divina de Jesús, sino que fue un claro adelanto de las maravillas de la Creación para todos. Más aún, en la eternidad de la Creación ni siquiera hay cuerpos así, gloriosos y luminosos, no hay figuras corporales de ningún tipo porque el espacio-tiempo sólo es cosa del mundo. Allí no hay formas, sólo hay vida, almas.

 

En el título de este capítulo he utilizado la palabra “utopía” para referirme al universo. Utopía procede del griego ou-topos y significa literalmente no-lugar, por eso suele aplicarse para hablar de algo que no está en parte ninguna, que no es real. En su conocida obra, Tomás Moro hizo célebre este vocablo, utopía, refiriéndose con él a una república imaginaria. Aquí he elevado la célebre ficción utópica de Tomás Moro a la categoría de universo entero, el universo que no está en parte ninguna, el universo que soñamos vivir.

 

El mundo de la materia ni es obra del Creador ni es obra de nadie. No existe. Sólo como espejismo formal que habita en nuestra conciencia es obra del Creador.

 

Pero es que es en el ámbito de la conciencia, precisamente, donde son realidad todas nuestras vivencias, sean de la índole que sean. Entre lo vivido en vigilia y lo vivido en un sueño no hay más diferencia que la ubicación física del cuerpo del sujeto, porque, como vivencias, son las dos igual de válidas. En el primer caso está físicamente en el escenario y en el otro está físicamente en el lecho; pero una vivencia es exclusivamente una experiencia de la conciencia, no del cuerpo físico, de manera que la situación de éste no afecta para nada a la validez de la experiencia vivida. Esto mismo es lo que ocurre con nuestra experiencia vida, que la vivimos con la conciencia en un escenario (mundo) en el que verdaderamente no estamos porque, simplemente, ese escenario es una quimera sensorial.

 

Esto de lo que acabo de hablar, la “quimera del escenario”, se entiende que comprende todo lo exterior a tu intimidad, a tu yo que sueña, que vive, o que vive soñando, como quieras entenderlo. Resulta obvio que también tu cerebro y todo tu cuerpo es parte del propio escenario exterior a ti. Si la realidad está en la conciencia, lo único real durante el sueño es lo soñado por ti, no la situación de tu máquina corporal en el espacio continuando con sus funciones fisiológicas. Y te ilustro esto con una prueba irrefutable: también la fisiología continúa sus funciones en la persona que cae en coma y ya nunca se recupera; pero es evidente que la experiencia vida acabó para él justamente en el momento en el que cayó en ese estado, y que la fecha en la que pereció su cuerpo, tiempo después, fue una experiencia sólo para sus allegados, los que asistieron al trance y le lloraron, pero no para él, que murió exactamente en el momento en el que cesó su vida consciente. Desde la realidad vida del interesado, ¿qué importancia tiene dónde ha estado su cuerpo desde que cayó en coma, si en el lecho o en la tumba?

 

Puesto que el mundo no existe objetivamente, la vida en el mundo no es cierta como hecho objetivo, pero sí es cierta como experiencia subjetiva, soñada. La vida en el mundo sólo es real en nuestra conciencia.

 

Para finalizar, toca hablar de los resultados de esta visión de la realidad que aquí defiendo. En las páginas anteriores he planteado problemas seculares nunca resueltos. Si el pensamiento lleva siglos manoseando la paradoja del bien y del mal es, sencillamente, porque hasta ahora no tenía solución posible. Si la ciencia y la revelación siguen presentando versiones incompatibles (para muchos, no para todos) es, sencillamente, porque hasta ahora resultaba difícil armonizar la evolución con la creación. Y en las páginas siguientes continuarán aflorando más de esos problemas arrastrados desde siempre. ¿Cómo reunir, por ejemplo, en el mismo Dios la misericordia infinita, por un lado, con las condenas eternas de los pecadores, por otro? ¿Dónde situar las almas de los muertos desde que abandonan los cuerpos hasta el día del gran juicio, al final de los tiempos? Las respuestas dadas por la teología oficial a estas cuestiones son tan forzadas como inútiles.

 

Más de una vez he advertido, a lo largo de las páginas anteriores de este libro, que todas esas preguntas tendrían contestación a partir de este capítulo. Y la tienen. Es ahora, a partir de la Realidad soñada, a partir de situar esta pretendida realidad “universo” en el limbo de los sueños, cuando comienzan a encajar todas las piezas del tablero, cuando se tornan compatibles todas las grandes verdades que parecían contradictorias hasta este momento. Ha bastado destruir el mito de la materia, la obcecación del hombre (y de la Iglesia) por aquello que toca con sus manos y ve con sus ojos, para que desaparezcan todos los misterios de esa monumental confusión instalada en el pensamiento desde siempre. De momento, te recuerdo dos de esos pretendidos misterios seculares que ahora han desaparecido:

 

1.      El misterio del Mal frente al Bien.

 

Este misterio de la existencia del mal frente al bien, fuente inagotable de problemas nunca resueltos a lo largo de la historia del pensamiento, acaba de desaparecer. Sobre el mal se ha dicho de todo, y todo inquietante. No se sabe cómo apareció (puesto que ya existía en el Paraíso, el árbol ya estaba antes del pecado de Adán), no se sabe por qué diablos (nunca mejor dicho) existe, ni se puede evitar una sombra de intranquilidad por su existencia en la obra de un Creador que es todo bondad. A propósito de esto, escribí en páginas anteriores lo siguiente:

 

“Sea cual fuere la génesis del mal, la razón de su existencia jamás ha sido revelada por Dios al hombre, ni nuestra lógica es capaz de abrir camino que ofrezca explicación ninguna. Cualquier dirección acaba en una interrogante sin respuesta. Creo que lo he intentado todo: creado directamente por Dios constituye una contradicción, y creado indirectamente, una imprevisión. Y dentro de esta última imprevisión, suponer que es obra de una cualquiera de sus criaturas, hombre o Diablo, plantea, además, dos imposibles: ¿De dónde sacó la criatura esa capacidad de rebelarse contra su Creador? ¿De dónde sacó la criatura la capacidad de alterar la Creación de Dios?”

 

Pues bien, aquí afirmo que esta institución siniestra, el Mal, es patrimonio exclusivo del universo físico, que es lo mismo que decir patrimonio exclusivo de la nada, porque el universo físico es solamente un espejismo, una pesadilla que el hombre cree vivir. El problema acaba de desaparecer. Cuando se apagan los sentidos y despierta el alma (muerte física), el mal se transforma en conciencia clara que repugna lo que ha soñado, exactamente igual a como ocurre con los sueños ahora, cuando uno despierta en el lecho después de una pesadilla. Y al final de los tiempos, el mal desaparecerá con la desaparición del universo para siempre. El mal es realidad sólo en la ficción que el hombre sueña. En la eternidad de Dios y su obra, la Creación, nunca ha existido.

 

2.      La Creación invulnerable, a pesar del mal

 

Acabar con el mal, que es lo que he hecho, es acabar con todas sus secuelas, y la más inmediata era ésta que enunciaba así: “Aceptar que algo es capaz de interponerse en la obra del Creador es aceptar lo imposible”. Pero parecía irremediable tener que aceptarlo. Hasta las religiones han aceptado el mal secularmente. Esa pregunta que se quedó sin respuesta “¿Cómo la criatura pudo tener capacidad para violar la obra de su propio Creador?”, ahora ya tiene respuesta, y es ésta: por supuesto que no está capacitado para violar el orden impuesto en la Creación, por mucho que la doctrina lo afirme, porque el mal es del mundo, se queda en el mundo y desaparecerá con el mundo, es ajeno a la obra de la Creación, que sólo es de almas y está en la eternidad, desde donde sueña esta peripecia.

 

El hombre simplemente sueña que lo viola, exactamente igual a como es capaz de violar, en sueños, las leyes naturales que le resultan imposibles violar despierto. El hombre puede soñar que vuela libremente por el espacio, y cuando lo sueña, efectivamente vuela.... en su conciencia. El hombre no está dotado por la naturaleza para volar, pero sí está dotado para volar su espíritu. Por esta misma verdad, el hombre tampoco está dotado para violar la ley de su Creador, pero sí está dotado para violarla en sueños. El pecado es cometido y existe en la conciencia del hombre, pero no existe en la realidad de la Creación, donde sólo hay bien.

 

Sin embargo y a pesar de haber superado tantas dudas y contradicciones con esta explicación mía de todo lo concerniente a la Creación, me consta que sigues pensando que falta una explicación final: ¿Por qué es todo cómo es? Esta pregunta es siempre irremediable al final. ¿Por qué es todo cómo es? Lo que secularmente ha venido siendo un problema insuperable, todo lo que ha venido siendo en la teología una pura contradicción no resuelta, ha desaparecido con esta explicación que aquí doy sobre el mal y el universo, y esta explicación es cierto que produce un gran alivio. ¡Al fin hemos acabado con la angustiosa existencia del mal! Pero, a pesar de que el resultado ya no se corresponda con una sangrante realidad, la pregunta final sigue en pie así: aunque todo sea una simple ficción… ¿Qué necesidad había de soñarlo? ¿Por qué no se nos ahorró la pesadilla?

 

La respuesta a esta pregunta, que siempre aflora al final de toda cavilación teológica, ya la he dado varias veces, pero la repetiré: intentar comprender los designios de Dios es fatuo y necio. Fatuo por pretenderlo y necio porque es imposible conseguirlo. Está al alcance de la mente de cualquiera que, si lográramos comprenderle, Dios no sería Dios, sería uno más como nosotros. Pero es que tampoco esta precariedad y oscuridad nuestra debe inquietarte lo más mínimo, porque no es para siempre, no es para toda la eternidad, durará lo que dure en ti esta triste maldición de estar unido a la materia (aunque solamente sea en sueños). Recuerda: al liberarte de la carne, tu alma verá la verdad y le quedará desvelada también esta última pregunta: ¿Por qué ha dispuesto Dios esta pesadilla?

 

La “realidad soñada” tendrá en cada cual un final cierto. Al excarcelarse del cuerpo, el alma despertará de la pesadilla y podrá contemplar ante sí la verdad que aquí le es vedada.

 

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© Gregorio Corrales.

 

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