Segunda parte: LOS PIES DE BARRO. LA METAFÍSICA

 

IV.- REFUTACIÓN DEL ENTE

 

¿Dónde está la verdad?

 

A esta pregunta del encabezamiento, solamente tenemos una respuesta: Desde luego, no en la tenebrosa galería del topo. Según la introducción en la primera página de este libro, el topo (el sabio), con su frustrada vocación de minero, busca la verdad a la débil luz de la linterna que pretende alumbrar desde su frente, pero son tantos los callejones de ida y vuelta que acaba por perderse en el laberinto de la galería. La verdad existe, claro, pero está más arriba, en el cielo azul que brilla fuera, donde el topo jamás ha pisado.

 

Estimado lector, perdóname esta tentadora metáfora. Lo que tenía realmente que decirte ahora no es eso (aunque te lo aclararé enseguida), tenía que decirte que habrás iniciado la lectura de este libro por la página primera, como debe ser, y te hago la advertencia porque todos tenemos la tentación de consultar el índice y marcharnos, directamente, al tema que más nos sorprende o nos interesa. Si eres de los que han hecho esto y ya has satisfecho tu curiosidad, te aconsejo que vuelvas al primer capítulo si quieres de verdad enterarte de lo que vas a leer a continuación, por una razón muy obvia: la base sobre la que está construida la metafísica, arranca de tres verdades iniciales que no son las mismas en mi obra que en los libros al uso. Y si los materiales son diferentes, los edificios construidos con ellos, inevitablemente, no pueden resultar iguales.

 

Lo que quiero notificarte con esto es que todo el edificio filosófico está levantado sobre los tres pilares únicos que figuran al principio de este libro: el Ser, el Ser finito y el Ser infinito, de manera que, si no te haces con ellos, no podrás luego seguirme cuando refuto “los pies de barro” de la metafísica tradicional, porque la misma se yergue sobre una concepción de esos tres pilares que es fácilmente desmontable. Y esto es lo que intento, señalar los pies de barro de esta monumental construcción, que es tanto como poner en cuarentena el pedestal sobre el que la situó Aristóteles, hace veinticinco siglos, y del que ya nadie ha osado apearla.

 

De todas formas, si no te interesa tanto la filosofía como para cargar con esos tres pilares, tampoco pasa nada, porque para eso introduje lo primero la metáfora del topo-sabio dando vueltas en el laberinto de la galería, pretendiendo descubrir la luz que allí nunca llega. Aristóteles sabía demasiado, pero le faltaba por saber casi todo. Un hombre que situaba al “pensamiento” como máxima expresión de lo espiritual, por encima del amor, de los ideales y de la renuncia, era un hombre que, aunque muy inteligente, no se había enterado de nada mientras vivió.

 

ü             La inconsistencia de la sabiduría del hombre, los pies de barro de su metafísica, solamente es la excusa que utilizo para desviar tu atención hacia lo único que realmente importa, la única filosofía válida, la del sentido de la vida, la dimensión humana a la que debe supeditarse toda sabiduría, la que recojo en la última parte de este libro, esa “otra filosofía” que a nadie parece interesarle.

 

Una vez desarrollados, en los primeros capítulos, los principios básicos de la filosofía llamada trascendental o metafísica (desarrollados según el juicio de este autor, que difiere bastante de lo que se imparte en las aulas), podemos adentrarnos en esa estructura tenebrosa, llamada ente, y tratar de demostrar los tambaleantes pies sobre los que se asienta la metafísica, tal y como ha sido concebida. Pero como ya dije, tampoco pretendo que la verdad esté en este libro, porque .....¿Dónde está la verdad?

 

·               Para la sabiduría del filósofo práctico (es decir, cualquier hombre sensato) que se enfrenta a la vida, la verdad no está, desde luego, en los tratados de metafísica, ni está tampoco en nada concreto, no porque realmente no exista la verdad, sino porque el hombre está incapacitado para reconocerla. Cualquiera que llegue a viejo, sabe que se ha pasado la vida buscando la verdad y ha llegado al final tan perplejo como empezó; y también sabe que la verdad está, precisamente, en la actitud inconformista de buscarla sin descanso, a pesar del permanente fracaso, sabe que “la verdad está en la búsqueda incansable de la verdad”.

 

·               Para el teórico, para el filósofo que indaga en la esencia de las cosas, que es dónde nos hallamos ahora, la verdad no existe, sencillamente porque en esta oscuridad de la galería del topo, en la cual nos hemos instalado como pensadores, apenas hay verdades. La moraleja que propongo ahora es la opuesta a la de antes:

 

No sigas buscando, la verdad está en abandonar la pretensión metafísica, por innecesaria y por estéril. Quememos las metafísicas y pongamos sobre los pupitres las éticas, que es lo único verdaderamente trascendental.

 

El intento de este libro, por tanto, no es alcanzar la verdad, y prueba de ello es que he calificado a la realidad de misterio un montón de veces, tan misterio como el Creador que la hizo. El fin de este libro es fundamentar, con buenas razones, la futilidad de la verdad que cree haber alcanzado, en los libros, el mundillo de los eruditos y pensadores oficiales, la futilidad de toda la metafísica, los pies de barro sobre los que la han instalado en lo alto del pedestal académico.

 

He declarado ya que me siento incapaz de llegar al final hurgando en la realidad metafísica de las cosas. Es demasiado críptica, demasiado abstrusa, tanto que, después de varios siglos de cavilar, ahora se encuentra el hombre con que eso tan complicado que es la realidad que le rodea y percibe, resulta que no es nada más que una pura ilusión, debajo de la cual ni la física cuántica sabe qué es lo que hay, o mejor dicho, ya sabe que no hay nada. Así es que una “realidad que realmente no es real”, es demasiado como para que ningún pensador se haga ilusiones. “No hay más filósofo que Dios. La sabiduría del hombre es la luz de la galería del topo.

 

La sabiduría del hombre es la luz de la galería del topo porque en el mundo del pensamiento todo es posible, y por lo mismo, todo es discutible y casi nada es verdad. Saber, saber, lo que se dice saber qué son las cosas en su última esencia nadie puede saberlo...... pero saber que lo que afirma el que pretende saberlo, realmente es que dice lo que no sabe, eso sí que es posible saberlo siempre. Y después de este inevitable y divertido juego de palabras alrededor del vocablo “saber”, comencemos también nosotros a indagar, para poner así en evidencia la pobreza de la metafísica, escrita a tientas en la galería del topo.

 

El ente (según la metafísica)

 

El problema de la filosofía, como saber universal y necesario (el único universal y necesario, las ciencias particulares se ocupan del estudio de lo singular y contingente), es que, para ser válida, ha de recaer sobre un objeto que sea también universal y necesario, que esté por encima y más allá de la contingencia y singularidad de las cosas concretas. Si los infinitos filósofos que se han sucedido en la historia no hubieran olvidado esto tan sencillo y tan básico, no habrían incurrido en el error de concebir al ente como lo han concebido (excepción hecha de Heidegger, que denunció tal olvido). El objeto de la metafísica, por tanto, no puede ser el enfoque de las cosas particulares en cuanto a las peculiaridades que las diferencian, sino en cuanto a lo único que todas tienen en común, el Ser trascendente que he desarrollado en el primero de los capítulos. Así es como en la metafísica aparece esta célula embrionaria llamada ente, origen de toda su estructura.

 

Calcule ahora el lector la trascendencia de este hallazgo. La comprensión de lo que realmente habita bajo la capa abigarrada de las cosas, depende de que todo pueda reducirse a una sola cosa, el ente. Y el ente existe, pero quizás se parezca poco a lo que te han contado. Primero expondré el ente tal y como lo define la metafísica clásica que se enseña en las universidades, y a continuación señalaré el inconsistente barro en el que lo ha transformado precisamente esa metafísica de las aulas. Si se abre cualquier tratado de ontología, la explicación del ente es esta:

 

·               Si bien las formas de ser son diferentes en cada una de las cosas universales, haciendo abstracción de esas diferencias y penetrando en la profundidad del fenómeno por el cual las cosas son, acabamos por dar con lo que íbamos buscando, con el denominador común que iguala a todas las cosas:

 

o              Todas las cosas son iguales en cuanto a que todas son sujetos de lo mismo, todas ejercen por igual el Ser.

 

Ya tenemos el objeto universal y necesario que cobija a todas las cosas tan diversas, y que la metafísica precisaba para ser, a su vez, un saber universal y necesario.

 

A este “algo” tan básico la metafísica lo ha bautizado con el nombre de ente, término que etimológicamente procede del latín ens, que debe ser traducido como “lo que es”. Ya este nombre señala claramente la naturaleza del concepto al que se refiere, porque “lo que es” parece evidente que se refiere sólo al hecho de ser sin más, a secas, sin concreciones, sin referencia ninguna a la particular forma de ser de esto o de aquello. Hago y haré continuamente mucho hincapié en esto porque es la clave olvidada que ha prostituido al ente en las manos de los filósofos, a lo largo de la historia..... lo cual es inevitable si tenemos en cuenta que la inmensa mayoría no piensa, simplemente repite lo que le han enseñado. En este aspecto concreto, todos menos Heidegger.

 

Todo esto está muy bien. Hemos aceptado el concepto ente (aunque con algunos matices), pero si ahora echas la mirada atrás, te das cuenta de que tal descubrimiento ya estaba sobre el tapete desde los albores de la filosofía. Antes de que Aristóteles hablase siquiera de “metafísica” (quiero decir de su Filosofía Primera), el ente ya existía en la mente de aquel primer gran pensador llamado Parménides, de Elea, recogido en el capítulo primero con la siguiente máxima:

 

Aunque tan diverso y tan inestable, detrás del Universo se esconde una única verdad, el Ser, verdad con la que Parménides de Elea abrió las puertas de la metafísica.

 

Las propiedades del ente

 

El ente tiene “propiedades”. Sí. Eso dicen los libros. Según ellos, el ente tiene propiedades trascendentales, es decir, que son inseparables de su naturaleza:

 

ü             Todo ente es uno, es verdadero, es bueno y es algo.

 

Estas son las cuatro propiedades que, según la doctrina clásica, deberían ayudarnos a comprender el ente. Pero el concepto ente es tan simple que las pretendidas cuatro propiedades, le vienen tan grandes de talla, que más bien sirven para complicarlo todo. Y para remate, ha habido corrientes de pensamiento que han incluido, además, una quinta propiedad desconcertante: el ente también es res (cosa), osadía con la cual el barullo alcanza límites grotescos (vulneración auténtica del concepto ente). Aquí me limitaré a describirlas tal y como lo hace la ontología tradicional, aunque de forma esquemática.

 

Unidad.- Ya Aristóteles distinguió entre la unidad puramente numérica y la unidad esencial. No parece que presente ningún problema entenderlo. La numérica es la que sirve para dejar constancia de lo diverso dentro de una pluralidad (1, 2, 3…..), mientras que la unidad esencial ha de definirse estrictamente como lo que es indiviso, bien por razón de que no admite división o bien por razón intrínseca de su propia naturaleza. El ente “agua” es indiviso, no porque no sea posible dividirlo (daría como resultado oxígeno e hidrógeno), sino porque, dividiéndolo, desaparece como ente para ser otros entes diferentes. En cambio, el alma es indivisa por razón de su propia naturaleza, puesto que es una sustancia simple, espiritual.

 

Verdad.- Verdad significa adecuación, conformidad o correspondencia de algo respecto de otra cosa, lo cual posibilita tres tipos diferentes de verdad:

 

o              Conformidad de la palabra respecto del entendimiento, es decir, expresar lo que se piensa y no lo contrario. Siendo una verdad que tiene su sede en la palabra (puesto que es la palabra la que se adecúa o no al entendimiento, y no al contrario), debemos llamarla verdad lógica (de logos, palabra), o también verdad moral en atención a que está gobernada por la voluntad y admite ser manipulada. Su opuesta es la mentira, que, en este caso, siempre es intencionada.

 

o              Conformidad del entendimiento respecto de la cosa, es decir, concebir a la cosa tal y como es, concebirla objetivamente. Siendo una verdad que radica en el entendimiento (es el conocimiento el que se adecúa o no a la cosa), debemos llamarla verdad gnóstica (de “gnosis”, conocimiento) o también verdad objetiva en cuanto a la objetividad del conocimiento. Su opuesto es la falsedad, que no requiere intencionalidad, puede ser involuntaria.

 

o              Conformidad de la cosa respecto del entendimiento, es decir, la verdad de aquello que es inteligible, comprensible, capaz de ser comprendido por el entendimiento limitado del hombre. Siendo una verdad del ámbito de la cosa (es la cosa la que se adecúa o no al conocimiento), es conocida como verdad ontológica. Sus opuestos son lo absurdo y lo misterioso.

 

Huelga aclarar que la verdad que se predica del ente no es la verdad gnóstica u objetiva, porque ésa es una verdad que está o no está en el pensamiento que concibe al ente, no en el ente mismo, por lo que nunca podría ser propiedad suya; ni tampoco es la verdad lógica o moral, que reside en la palabra. La verdad como propiedad del ente se refiere a la verdad ontológica, significando con ello que el ente es inteligible, que no constituye ni un misterio ni un absurdo, con lo cual el filósofo se queda todo satisfecho sobre la solidez de este descubrimiento llamado ente, pues, además de ser unidad, ahora también es verdadadero, es decir, inteligible.

 

Bondad.-Lo mismo anterior puede decirse de la bondad: no es entendida, en este plano ontológico en el que nos hallamos, como perfección moral, sino como perfección entitativa, como perfección de la cosa para sí misma. Es, por lo tanto, una adecuación o conformidad también, pero ahora adecuación de la cosa con su propia existencia y diseño.

 

En este sentido, todo objeto existente es bueno en cuanto que cumple los fines que su naturaleza le permite, sin entrar en si estos fines son buenos o malos moralmente. Un ejemplo conocido: la acción de los depredadores es cruel y repugnante, tanto en lo sustantivo, porque consiste en violencia, como en el plano moral del hombre que lo enjuicia; pero en el plano ontológico es buena la depredación, puesto que da cumplimiento a los fines para los que aparece el depredador en la naturaleza. Dicho de otra manera, el depredador es bueno para sí mismo, todo ente es bueno en cuanto ente.

 

Aliquidad.-Cualquier realidad es un ente. El pupitre es realidad, es un ente. La silla también es realidad, es un ente. Tenemos que los dos son igualmente entes. Pero dos iguales a un tercero son necesariamente iguales entre sí, luego la silla y el pupitre han de ser la misma cosa, puesto que los dos son entes. Sin embargo es evidente que no lo son, nadie confunde una silla con un pupitre. Esta evidente contradicción ha sido solucionada por la metafísica por la puerta de atrás (quiero decir falsamente, luego verás por qué) admitiendo que cada cosa, aun siendo ente, tiene algo más que no es ente y que será por tanto no-ente. De esta manera, la silla y el pupitre son lo mismo en cuanto a lo que tienen de ente, pero no son lo mismo en cuanto a lo que tienen de no-ente.

 

Estimado lector, antes de que protestes, te advierto que este galimatías filosófico, aunque falso, puede comprenderse volviendo al caso del pupitre y la silla. Comprenderemos mejor lo que quiere decir el filósofo si lo enfocamos de esta manera, aunque no sea exactamente lo que la definición ha dicho: el pupitre es un ente, pero al mismo tiempo es no-ente relativo en todo aquello que los demás entes son y él no, como, por ejemplo, ser silla. El pupitre es ente por ser pupitre, pero es no-ente por no ser silla. Esta forma que tiene la silla de ser ente, el pupitre no la tiene, y en ese sentido el pupitre no es ente, a pesar de ser ente. Esto se hace mucho más digerible si lo reducimos, simplemente, a que el pupitre es un ente incompleto, porque hay otros entes que son lo que él no es. A eso que le falta para ser completo es a lo que el filósofo llama no-ente (la acumulación de errores es total).

 

No obstante todo lo anterior, si al lector se le hace una observación muy simple acabará por entender con mayor claridad lo que pretende explicar el filósofo: “ser algo” no hay que tomarlo en el sentido de contrario a “ser nada”, sino en el sentido de “ser algo” diferente a los demás que también “son algo”. Una vez que queda explicado (eso espero) el rompecabezas, la ontología llega a la conclusión de que el ente es algo, pero no es todo, porque no se identifica con el resto de las cosas. Participa del ser en que es algo, pero participa del no-ser en que no es todo lo demás. En definitiva, la ontología llega a la parada final de este pintoresco trayecto descubriendo una maravillosa propiedad del ente, la aliquidad, es decir, el ser “algo” (pero no ser todo).

 

Res.- Esta es, sin duda, la guinda amarga de este pastel tan mal cocinado. Los defensores de la existencia de esta absurda propiedad se basan en que el Ser, sin más, el ente como pura abstracción, no existe en la realidad, siempre aparece bajo la esencia determinada de una cosa determinada, es decir, siempre aparece como res (cosa), de lo cual deducen que res es propiedad del ente, puesto que aparece inseparable de él. Traducido al lenguaje de lo asequible y aunque parezca más bien un acertijo, esta pretendida propiedad del ente viene a decir algo así como “la particularidad de la cosa es propiedad trascendental del Ser de todas las cosas” (¡Ahí queda eso!).

 

Los principios del ente

 

Una vez estudiadas las propiedades trascendentales del ente, aquello que es inseparable de su naturaleza, por esta misma razón de ser inseparables constituyen sus reglas o principios, sin cuya observancia no es posible hablar del ente (principios que están acertadamente concebidos..... pero que no corresponden al “ente”, sino a la “cosa”, como luego veremos).

 

Principio de No Contradicción: Ser y no ser a la vez y en el mismo sentido es imposible.

 

De la propiedad aliquidad (cada ente es algo diferente a todos los demás entes), se desprende este principio de no contradicción, expresado en “No puede existir ningún ente que sea X y, a la vez, no-X”, puesto que no-X representa precisamente a todos los demás entes.

 

Derivado de éste hay un segundo principio que resulta obvio porque, más que derivado, es que está ya enteramente implícito en el de No Contradicción; pero que resulta muy interesante para los tibios de ánimo, para ésos a quienes les gusta practicar la equidistancia y no comprometerse con nada, amparándose en verdades a medias cuando algo se juzga.

 

Principio de Tercero Excluido: No hay medio entre el ser y el no-ser.

 

O se es “X” o se es “no-X”. Lo contrario a esto sería ni ser ni dejar de ser a la vez.

 

Principio de Razón Suficiente: Todo ente tiene fundamento, es por algo y para algo. Nada es porque sí.

 

De la propiedad La verdad ontológica, el racionalista Leibniz introdujo más tarde este principio, que consiste en una verdad que muchos desconocen y que es también sagrada en ontología. Se refiere a que en la naturaleza nada existe que no sea racional, o lo que es lo mismo, que en el orden natural de las cosas ni existe lo absurdo (lo absurdo solamente es producto de la libertad del hombre) ni existe lo misterioso (en la naturaleza no hay ningún misterio, todo está determinado por sus causas; el misterio sólo habita en la conciencia del hombre que todavía no ha descubierto esas causas)

 

Crítica

 

Confusión del ente con la cosa

 

Quizás hayas advertido que, si el ente es el Ser Trascendido, el Ser que afecta a todas las cosas por igual, pero que no es ninguna de ellas, ese ser del que habló por primera vez aquel filósofo Parménides, en la Elea de seis siglos antes de Cristo, ese “Ser sin más” que he descrito en el primer capítulo de este libro, y que también ha descrito la propia ontología al definirlo...... ese Ser, con mayúscula, nada tiene que ver con este ser pequeñito, al que acaba de adjudicar la ontología las propiedades recién enumeradas, por la obvia razón de que esas propiedades pertenecen a la cosa, no al Ser trascendido en la cosa, que es el ente.

 

Es la propia ontología la que define lo que es el ente, y lo comprendes, lo aceptas y lo das por bueno; pero, acto seguido, te das cuenta de que la propia autora del descubrimiento se olvida de su hallazgo y, al desarrollarlo, le adjudica una serie de propiedades que nada tienen que ver con lo que, inmediatamente antes, al definirlo, nos ha dicho sobre él. Primero lo define como la acción pura del Ser que a todo lo trasciende y a todo lo iguala, todas las cosas son entes en cuanto a que todas tienen el Ser por igual (plano de lo trascendental)...... Y a continuación se desliza un peldaño más abajo, donde está la cosa particular, y nos dice que cada ente es bueno, es verdadero, es “algo” y es “cosa”, propiedades todas que son de la finitud, no del Ser.

 

A lo sustancial del Ser (ente) no se le pueden adjudicar las propiedades de lo sensible del aparecer (cosas).

 

Estarás perplejo y preguntándote ¿Pero de qué hablamos por fin, del Ser trascendental y trascendido a todas las cosas por igual, o del ser particular, limitado y pequeñito que se manifiesta en cada una de las cosas? ¿O es quizás que, como soy novato, no me he enterado muy bien de lo que he ido leyendo?

 

Pues descansa, amigo lector, te has enterado perfectamente. El Ser que primero define bien la propia ontología oficial, el Ser que expongo en el primer capítulo de este mismo libro, ese Ser, efectivamente, nada tiene que ver con la descripción que de él hace, acto seguido, al explicarnos sus pretendidas “propiedades”. Y celebro que te hayas dado cuenta de la incoherencia tan monumental de la metafísica, porque eso revela que eres más inteligente que los propios metafísicos, por mucho que se repitan, unos a otros, en las universidades. Cuando yo estudiaba también me sumía, con perplejidad, en estas mismas preguntas.......

 

·               ....... Hasta que un día reparé, en los libros de texto, en una gordísima incoherencia, por la cual ya había transitado multitud de veces sin darme cuenta, la incoherencia llamada “ente-particular”. Y así fue como caí, de repente, en un hecho tonto, pero palmario:

 

o              La ontología, cuando habla del ente, no habla realmente del ente, habla de la cosa.

 

En ese mismo momento recordé la también incoherente (más que incoherente, demente) pretensión de muchos filósofos de incorporar la res (la cosa) como propiedad del ente; y la luz se hizo de pronto en todo su esplendor y respiré aliviado. Al fin había dado con el acertijo.

 

ü             Definitivamente y aunque suene a sacrilegio, la metafísica lleva siglos confundiendo ente y cosa bajo la bastarda fórmula “ente-particular”, en la cual iguala y confunde el Ser Trascendido (el ente) con la esencia particular (la cosa)

 

El pretendido “ente-particular” merece que le dediquemos un apartado para él solo más adelante. Lo dejamos aplazado. Ahora nos toca aclarar, una vez más (y ya van no sé cuantas), la diferencia entre lo que es el Ser de la cosa (el ente) y lo que es la esencia particular de la propia cosa, a pesar de que los dos cohabitan dentro de la finitud:

 

·               Cada cosa particular, en cuanto cosa particular, precisamente por ser finitud no tiene capacidad para mostrar al Ser que la trasciende tal y cómo el Ser es en sí mismo. La cosa, conforme a su naturaleza limitada, lo muestra de forma limitada, lo muestra como una mera manifestación o reflejo, lo cual ya no es el Ser, sino la esencia o forma particular de ser esa cosa concreta.

 

·               Pero también y a la vez, cada cosa particular no deja, por ello, de ser sujeto del Ser absoluto que la trasciende, porque, si así no fuera, no existiría ni tendría esencia ninguna. En este sentido, en el que cada cosa es morada del Ser trascendental que le infunde realidad, es llamada ente, en vez de cosa.

 

Hay una verdad muy usada para mejor comprender esto: Todo objeto que recibe luz queda iluminado y refleja dicha luz, pero no por ello se convierte en objeto luminoso él mismo, sino que recibe la luz y la refleja de forma limitada. De igual manera, las cosas no son el Ser, pero lo reciben y lo reflejan de alguna forma limitada y particular (esencia).

 

·               Por el hecho de recibirlo trascendido, las cosas detentan el Ser y son llamadas entes, en vez de cosas.

 

·               Por el hecho de que detentan el Ser, pero no son el Ser, sino que sólo lo manifiestan o reflejan de alguna forma determinada, decimos que las cosas tienen “esencia particular”.

 

Sin embargo, esta explicación, a pesar de tan meridianamente clara, no ha conseguido alumbrar nunca la mente colectiva de la ontología oficial; y es lógico, porque la mente colectiva jamás se detiene a pensar lo que ya le dan santificado, se limita a colocarlo en el altar y repetírselo a los fieles por los siglos de los siglos. Una vez que se comete el error de no reconocer la presencia del Ser trascendido en cada cosa, sin menoscabo y a la vez de la esencia particular, se le descubren al pobre ente, que es excelso, propiedades mundanas que jamás ha tenido: verdad, bondad, aliquidad y res.

 

La futilidad del argumento que se aduce, en los libros y en las aulas, para este descalabro de concebir bien lo que es el ente, pero, acto seguido, endosarle las propiedades de las cosas particulares, consiste en el hecho de que, según ellos, el Ser, a secas, no aparece en la naturaleza, no hay nada que “sea” pero no lo haga bajo una forma determinada de ser (esencia). Esto último es rigurosamente cierto: “Todo lo que es lo hace bajo una forma determinada de ser”....... Pero se les ha olvidado añadir, al final de esas palabras, una precisión necesaria: “..... dentro de la finitud”. He aquí la clave, que es la misma de siempre, la de priorizar permanentemente todo lo que procede del mundo sensible

 

·               Dentro de la finitud, por definición, nada hay que no sea limitado y particular. Es el modo en el que aparece, en nuestra experiencia, todo lo que conocemos.

 

·               No tenemos, por consiguiente, otro modo de percibir el Ser trascendental que no sea a través de las esencias de las cosas particulares.

 

·               Pero de esta limitación nuestra no es lícito deducir que el Ser necesite de las esencias, que el Ser necesite de las cosas, o que sin ellas no exista. Esto sería negar la existencia de lo infinito sólo por la lógica de la finitud.

 

·               Si el Ser es lo único existente (capítulo I), únicamente Ser son todas las cosas, aunque las percibamos como esencias particulares.

 

Que el Ser (el ente) se muestre bajo la esencia particular de la cosa a la que trasciende, no es fundamento para confundirlo con la cosa y llamarlo “ente-particular”.

 

Descubrir el ente, contemplando el universo desde el más alto de los escalones de la abstracción, y verlo como lo común que afecta a todas las cosas por igual (el Ser trascendido), no impide ni es incompatible con bajarnos de escalón, en esa misma escalera, y contemplarlo, no como lo común que afecta a todas las cosas por igual, sino sólo como lo particular que afecta a cada una de las cosas, debido a que cada una, por su limitación, muestra ese mismo Ser trascendido de una manera diferente. No hay fundamento para tener que elegir entre un escalón y el otro, porque toda la escalera es válida para contemplar la realidad del mundo:

 

·               Desde el escalón más alto se enfoca a las cosas en cuanto a lo que tienen de forma absoluta: la acción del Ser trascendido que está entero y por igual en cada una de ellas. Todas las cosas son idénticas (ente).

 

·               Descendiendo un escalón, se enfoca a las cosas en cuanto a lo que tienen de forma relativa, de manifestación diferente de ese mismo Ser trascendido, debido a la limitación de cada una de ellas (esencia particular).

 

·               Acertar a ver, en cada cosa concreta, solamente lo desvelado en el segundo escalón de la abstracción, la mera manifestación sensible del ser, la esencia particular, y no ser capaces de contemplar, a la vez y en la misma cosa concreta, el milagro del Ser en cuanto Ser, lejos de las limitadas manifestaciones formales que le impone la finitud, constituye un ejercicio de auténtica ceguera intelectual, que es la ceguera que ha afectado a la ontología hasta ahora.

 

El ente es el Ser trascendido en cada cosa. La cosa sólo es la manifestación limitada del Ser que la trasciende (esencia). No acertar a descubrir el Ser detrás de su manifestación es ceguera intelectual.

 

Independientemente del modo de enfocar el objeto, por tanto, en él siempre cohabitarán el ente y la cosa, a pesar de que la ontología solamente ve la cosa con sus propiedades. Y de esta radical diferenciación se deriva la propiedad esencial de cada uno de esos dos mundos percibidos: el mundo abigarrado de las cosas, todas diferentes en su esencia y su existencia particulares, y el mundo de los entes, todos idénticos en el ser-existir trascendido. El primero de esos dos mundos es el que está al alcance de todos. El segundo solamente está al alcance de la filosofía, y con él logra el objeto universal que perseguía:

 

·               Desnudas las cosas de todo lo que las distingue unas de otras con sus propiedades, el filósofo ha descubierto un universo de muchos entes que no difieren en nada unos de otros, y que no tienen más propiedad que la unidad. Desde una bacteria hasta la revolución tecnológica, pasando por la pintura de El Greco, todos constituyen unidades perfectamente contables como sujetos, pero idénticas entre sí en cuanto entes, puesto que coinciden en ejercer, todas por igual, el Ser, sin distinguir para nada qué forma concreta de ser..... Justamente lo que la filosofía tanto había ansiado:

 

o              Desprenderse de la pluralidad de lo existente y hallarle, a esa pluralidad, un común denominador que la convirtiese en un solo objeto de pensamiento: el ente (el Ser, lo único que existe, “capítulo I”).

 

El ente no tiene más propiedad que la unidad

 

Por propiedad ha de entenderse aquello que se predica de un sujeto de forma necesaria, es decir, como un atributo inseparable del mismo, esencial en el mismo, de forma que, desgajándolo, el sujeto desaparecería o pasaría a ser otro.

 

En este caso, puesto que el sujeto es la cosa particular, pero no en cuanto cosa, sino en cuanto ente, ya de entrada no cabe suponer en él propiedades que impliquen variabilidad, particularidad o limitación...... que es justamente lo que predican cuatro de las cinco propiedades que se le adjudican. La verdad, la bondad y la aliquidad (y nada digamos de la inverosímil “res”) son la consecuencia de no acertar a distinguir el Ser trascendental en cada sujeto de la finitud, y cegar la mirada con las propiedades limitadas del propio sujeto

 

·               El Ser no es la primera de las realidades, es la realidad primera y última, es la realidad toda, la única realidad. La nada no existe.

·               El Ser no es parte de la realidad, es la realidad misma. El Ser y la realidad son lo mismo.

·               Si además del Ser nada hay que exista en sí mismo, el Ser no es solamente “lo uno”, es también “lo único”.

·               Ser lo uno y único (Ser trascendental, Infinitud, Dios) no empece que se muestre recibido en las cosas que crea y existen, aunque no en sí mismas (finitud).

·               Las propiedades de la forma de mostrarse el Ser en la finitud, no pueden extrapolarse al propio Ser.

 

Cada cosa de la finitud es sujeto del Ser. No cabe adjudicar las limitaciones del sujeto al Ser que lo trasciende.

 

La verdad no atañe al ente

 

Aceptada en el apartado anterior la propiedad de que el Ser es Uno, ahora viene lo demás que pretende la ontología oficial que también es el ente, lo inaceptable. Predicar del Ser (del ente) que es “verdadero”, como pretende la metafísica, no solamente es hacer una predicación errónea, sino que además resultaría inútil a todos los efectos. Y voy a comenzar por esto último, por la inutilidad.

 

La verdad que se defiende en el ente, la verdad ontológica, es un tipo de verdad que resulta absolutamente inútil a efectos de la existencia objetiva del ente. Que algo sea inteligible, que no constituya un absurdo (que es en lo que consiste la verdad ontológica), no nos sirve de nada si, al tiempo de ser inteligible dentro de nuestra mente, puede ser falso en cuanto a que no tenga existencia objetiva fuera de nuestra mente. Esta es la primera objeción que se le puede hacer a la pretendida verdad del ente. ¿De qué sirve que el ente sea inteligible, si puede ser verdad únicamente en nuestra conciencia? ¿De qué nos sirve esa monumental verdad racional si no tuviera realidad objetiva exterior?

 

·               La suposición precopernicana del Sol girando alrededor de la Tierra como causa de los días y las noches, es perfectamente inteligible y una gran verdad ontológica, puesto que no constituye ningún absurdo, y por eso precisamente era admitido por la ciencia de entonces.

 

·               Sin embargo, ahora sabemos que objetivamente era falso, el Sol nunca ha girado alrededor de la Tierra. Luego la gran verdad inteligible que esa suposición encerraba era solemnemente inútil. Muy inteligible, muy razonable, pero inexistente fuera de la razón.

 

·               Lo mismo podríamos decir del Ser (el ente) en cuanto realidad única: muy inteligible, pero eso no acredita en absoluto que exista fuera del ámbito de la razón. En la realidad que nos circunda solamente vemos cosas particulares.

 

·               De hecho, Heidegger mantiene que la primera realidad no es el Ser, que al Ser no se le puede concebir sin la previa concepción de la Nada, tesis evidentemente equivocada, pero que sirve para demostrar que, por muy inteligible que algo sea, eso no acredita que realmente exista, puesto que lo que no existe es precisamente la nada heideggeriana (ver la nada en el capítulo I).

 

·               La única verdad que interesa, en este caso concreto del Ser, no es la ontológica (lo inteligible), sino la verdad gnóstica, la verdad que consiste en que lo que pensamos se corresponda con la realidad exterior, es decir, que el ente que concebimos exista también fuera, no sea solamente un producto de nuestra razón.

 

·               Pero resulta que como esta verdad gnóstica, por definición, reside precisamente en nuestro entendimiento, no en el objeto (el ente), nunca puede ser predicada de éste último, del ente, que es justamente lo que pretende la ontología.

 

Dejando a un lado esta perfecta inutilidad de la verdad ontológica, resulta que tampoco se le puede atribuir la misma al ente, como la ontología profesa. Es preciso recordar que lo opuesto a la verdad, en el plano ontológico, es todo aquello que no resulta inteligible, lo cual sucede cuando nuestro conocimiento se enfrenta a lo absurdo o a lo misterioso. El Ser no es ningún absurdo, por supuesto, pero sí es el más grande de los misterios. ¿Cómo puede afirmarse, con seriedad, que el Ser es “inteligible”? ¿Quién puede saber en qué consiste exactamente esa sustancia infinita (Dios), cuya existencia deducimos a partir de la existencia limitada de las cosas del universo? ¿Quién puede comprender ni describir “qué es en sí mismo” ese milagro del Ser, que a nosotros nos llega de forma tan limitada?

 

Una cosa es que nos conste la existencia del Ser por propia experiencia, y otra, muy distinta, que lo conozcamos. Una cosa es “constatar” el Ser y otra muy distinta conocerlo. Quizás esto pueda parecer, a primera vista, una exageración, pero basta con desviar la mirada a nuestra propia intimidad para que la misma nos resulte un auténtico misterio que nunca llegamos a conocer del todo, por muchos años que vivamos. El Ser nos llega desde quien es el Ser, Dios; y si Dios es el más grande de los misterios, obviamente lo que nos trasciende desde Él también lo es. Y con esto hemos llegado, además, a que si el Ser cae fuera de nuestra capacidad de lo inteligible, si constituye el más grande de los misterios, entonces no es una verdad ontológica tampoco, como pretende la metafísica.

El Ser no es inteligible, puesto que no lo es la fuente misma del Ser, Dios. Constatamos que el Ser existe, pero no lo conocemos. El Ser es el misterio absoluto, es la negación de toda verdad ontológica.

 

La bondad ontológica no es aplicable al ente

 

Resulta inevitable que, cuando se habla del bien, todo el mundo se vaya inmediatamente al bien y el mal de índole moral, no en vano es este tipo de bien el que sitúa al hombre por encima y diferente a toda la Creación. Pero debo recordar que, cuando en ontología se habla de bondad, no se trata de la bondad moral, sino de la bondad que todo lo existente tiene para consigo mismo, conforme a su naturaleza y fines. Y ponía el ejemplo de la depredación: es siempre cruel en el orden moral, porque es violenta y conlleva la aparición necesaria de una víctima, es decir, moralmente siempre es mala; pero en el orden ontológico es buena en cuanto al depredador, que cumple así con su propia naturaleza y fines, y mala en cuanto a la víctima porque impide el cumplimiento de los suyos. No obstante, a pesar de ese bien y ese mal en el plano de lo relativo a depredador y a víctima, en conjunto la depredación es buena en el orden ontológico, porque de esa acción resulta un bien general: el equilibrio y conservación de la naturaleza.

 

Se supone que todo ha quedado claro, pero invito al lector a que caiga en la cuenta del disparate que encierra esto de trasladar lo que es bueno o malo, en el puro orden natural de las cosas, al plano trascendental del bien y mal ontológicos, como hace la metafísica. Acabamos de desembocar donde siempre, en la perpetua confusión entre los ámbitos de realidad. Lo que pueda ser bueno o malo para las cosas y seres naturales, nada tiene que ver con el plano de trascendencia que se encierra en los mismos, que es a lo que alude la ontología. Resulta obvio que el Ser, el “hecho de ser”, jamás puede ser considerado como algo intrínsecamente malo, pero, por esta misma razón, tampoco bueno. ¿Por qué? Porque el bien y el mal son limitaciones propias de la finitud, y solamente se pueden predicar de las formas particulares de ser las cosas, porque todas ellas, sin excepción, participan del bien y del mal en alguna medida. Pero es que estas esencias o formas particulares de ser de las cosas nada tienen que ver con el Ser ontológico.

 

·               El bien y el mal no son absolutos, son medibles y relativos entre sí, son los opuestos de una relación que se da únicamente dentro de la limitación de la finitud, es decir, en el mundo de las cosas.

 

·               El bien no puede ser predicado del Ser trascendido (del ente) porque, en tal caso, existiría también su opuesto el “mal trascendendido”, que en este caso concreto consistiría en el “no-ser”, es decir, la “nada”..... Pero es que la nada no existe (cap. I).

 

·               Si no existe el mal ontológico en el Ser, tampoco existe el bien ontológico en el Ser.

 

·               Las cosas son buenas y son malas dentro del orden relativo de la finitud, pero los entes simplemente son. No estamos hablando de las cosas, estamos hablando de lo absoluto que las trasciende. El Ser ni es bueno ni es malo, simplemente es.

 

Prueba de ello es que la propia doctrina, al adjudicarle al ente la propiedad de la bondad, con ello está reconociendo que ontológicamente todo es bueno, que el mal ontológico no existe en la naturaleza, puesto que cada cosa cumple los fines para los que ha sido diseñada (la víbora envenena cumpliendo su cometido en la naturaleza). La ontología lo reconoce, pero no se apea del error que conlleva suponer la existencia de un bien sin su contrario el mal, dentro del orden natural. Es forzoso que se caiga en este error porque viene arrastrado de ese otro error mayor y que está en la base de todo: adjudicarle al ente no el Ser trascendido, sino las esencias, las formas particulares de ser de las cosas, de lo cual se da por cierto que el ente es bueno porque todas las cosas son buenas para sí mismas. Esto es válido en el plano de la biología, por ejemplo, pero estamos en el plano de lo metafísico.

 

La bondad-maldad habita sólo en la limitación, en la finitud de las cosas. El Ser ontológico (el ente) ni es bueno ni es malo, simplemente es.

 

La aliquidad es propiedad de la cosa, no del ente

 

Quedó explicado en su momento que, según la metafísica, aliquidad es la propiedad por la que el ente (aunque realmente se está confundiendo con la cosa) es algo (por ejemplo, pupitre), pero no es todo lo demás (por ejemplo, silla), lo que le confiere la propiedad de ser ente (pupitre) y, al tiempo, ser también no-ente (no-silla), de ahí le viene eso de la “aliquidad”, ser “algo” pero no ser todo lo demás. Y, efectivamente, el ejemplo es muy ilustrativo.... pero absolutamente improcedente, porque se está cometiendo el reiterado error de meter al ente en el mismo saco de las cosas. Todos los vientos que azotan los pies de barro de la metafísica vienen de la misma dirección: la confusión de los ámbitos de realidad. El discurso es inservible, se mire desde el ángulo que se mire:

 

·               El ser algo determinado y concreto y no ser todo lo demás que se podría ser (aliquidad), es una forma de ser obtenida por comparación, por relación, es el ser relativo de las cosas en el universo limitado de nuestra experiencia. Pero el Ser en sí que trasciende a todas las cosas, por diferentes que sean, no es relativo, está todo por igual en una cosa pequeña como en una grande. El ente es del ámbito de lo trascendente y la aliquidad del ámbito de lo limitado en el universo de las cosas.

 

“Ser algo determinado y no ser todo lo demás” (aliquidad) pertenece al universo limitado de las esencias de las cosas. El Ser (el ente) pertenece al ámbito de lo trascendente y está en todas por igual.

 

La propiedad insólita del ente: la “res”.

 

Al exponer las propiedades del “ente particular” (como gusta llamarlo la ontología), ya dejé constancia de lo insólito de esta pretensión de incluir también la “res” (la cosa), hasta el punto de que lo califiqué entonces como “la guinda amarga del pastel”. Y también dejé constancia de que, bajo esta pretendida propiedad, subyace el error de considerar al Ser como una mera “concepción abstracta”, por lo cual no puede aparecer solo, sino que siempre aparece sobre la realidad tangible de las cosas particulares. De ahí que la metafísica, en vez de llamarlo por su verdadero nombre, el ente trascendido, guste llamarlo siempre el “ente particular”, dejando así constancia de su confusión con lo que realmente es la cosa, no el ente.

 

Una vez consumado el error y en buena lógica, la ontología tradicional discurre así: Puesto que el Ser (mera concepción abstracta, según ellos) siempre aparece en “forma de cosa”, esto quiere decir que “ser cosa” (“res”) es una propiedad trascendental del ente....... lo cual estaría muy bien, si no fuera por la pequeña contrariedad de que se elimina toda diferencia entre lo absoluto del Ser y lo relativo de las cosas, entre lo trascendental del Ser y lo limitado de las esencias, entre lo universal del Ser y lo particular de las cosas...... y así sucesivamente hasta eliminar la finalidad y la razón de ser de la propia ontología. Para acabar confundiendo lo trascendental con lo particular ¿Para qué se ha inventado esto de la ontología?

 

Pero para dejar patente la banalidad de esta pretendida propiedad, quizás sea más sugestivo sustituir las palabras por sus respectivos conceptos, y entonces esta propiedad tan insólita de la ontología queda así de ridícula:

 

·               Puesto que “ente particular” significa el “ser de la cosa” y “res” significa “cosa”, considerar la “res” como propiedad del “ente particular” significa considerar la “cosa” como propiedad del “ser de la cosa”. Sin más comentarios.

 

El “ente-particular” (según la metafísica)

 

Sin embargo y a pesar de lo expuesto, es rara la página de cualquier ontología en la que no se descubra un continuo desliz entre lo que es particular y lo que es trascendental, entre lo que pertenece a la cosa y lo que pertenece al ente, incurriendo en un fárrago de contradicciones que acaban por desesperar a cualquier estudioso del tema, si lo hace con un mínimo de sentido crítico. Esto le sucedió al alemán Martín Heidegger hace más de un siglo, cuando denuncio el olvido del Ser a fuerza de tanto manosear las cosas singulares. Y entre tantas contradicciones hay una que ostenta el record, a la vez por lo inusitada como por lo repetida. Consiste en el llamado “ente-particular” o “ente-finito”.

 

Juntar ambos términos, “ente” y “particular”, en un concepto único da por resultado un contrasentido, algo así como decir, por ejemplo, “el ser general de la forma de ser determinada”. El principio de no contradicción nos dice que el “ser absoluto” no puede ser, a la vez, el “ser particular”, de manera que la proposición “ente-particular” resulta un disparate. Esta fórmula mágica es una especie de cliché mental que los profesionales de la filosofía adquirieron en su día en la carrera, y que jamás se han molestado luego en someter a juicio. Recordar y repetir es fácil, es lo que hace la mayoría. Aprender y criticar es difícil, es lo que deberían hacer todos. También yo hice la carrera y lo aprendí así, pero tengo el incorregible vicio de pensar por mí mismo. La continua coincidencia de la mayoría en este pecado filosófico tiene una cierta explicación.

 

El Ser trascendido a la finitud no puede ser, a la vez, la manifestación limitada y efímera que la finitud hace del Ser (Principio de Contradicción). La proposición “ente-particular” constituye un disparate filosófico.

 

·               El origen de tal confusión conceptual hay que buscarlo en esa quinta propiedad del ente tan apestosa y tan falsa, esa que predica de él la “res” (la cosa), bajo la excusa de que “el Ser solo no existe en la naturaleza”.

 

·               Deducir que “el ente es particular” sólo por el hecho de que aparece siempre a caballo de una cosa particular, tiene el mismo fundamento que deducir que el jinete también es un equino, puesto que siempre aparece sobre un equino.

 

·               A la ontología que defiende este monumental error, es preciso recordarle que la realidad Ser por supuesto que existe por sí misma, con o sin cosas, tanto que es precisamente lo único que existe, el Ser, tal y como está expuesto en el primer capítulo de esta obra.

 

·               Antes decía que está en todas las cosas. Ahora digo más: Cuando se extinga el universo entero con todas sus cosas dentro, el Ser seguirá intacto, eterno, puesto que es lo que existe por sí mismo. Que haya sido trascendido al universo no significa que necesite del universo para manifestarse.

 

·               Lo que no existe, además de la “nada”, es precisamente la materialidad de las cosas, que son puras formas, o lo que es lo mismo, puras expresiones limitadas del Ser. El problema es de quien únicamente es capaz de ver lo sensible (las cosas) y no es capaz de ver el Ser que mantiene a las cosas sobre el vacío (el ente).

 

·               Es precisamente esta desafortunada contradicción semántica que pulula por toda la metafísica, “ente-particular”, la que induce a pensar que lo que teóricamente es uno y, por tanto, indivisible (el Ser, el ente), al aparecer siempre con el añadido “particular”, quiere decir que realmente el ente “aparece repartido” entre los sujetos particulares, olvidando que un reparto implica siempre división.

 

·               Evidentemente, lo que es uno precisamente por ser indivisible no puede, a la vez, aparecer en partes. El Ser no tiene partes, tiene manifestaciones, formas diferentes de aparecer en las cosas a las que trasciende, debido a la naturaleza limitada de éstas. Es fácil comprender que si las cosas son finitud no pueden mostrar a lo infinito tal cual es, lo muestran de manera limitada.

 

·               El Ser, por tanto, puesto que es uno e indivisible, está entero en cada cosa, lo cual es el ente. Esto no obsta a que la cosa, debido a su naturaleza limitada, no pueda mostrarlo tal cual es y lo muestre bajo una forma determinada, lo cual es la esencia particular propia de esa cosa. El Ser trascendido y la esencia particular son diferentes y compatibles.

 

Si traducimos esto último al concepto vida se comprende mejor: la vida particular de cada individuo no es una parte de algo diferente y mayor que es la “vida en sí misma”. Si así fuera, la vida en sí no sería la de cada individuo, sino la obtenida por suma de las de todos los individuos, lo cual no es cierto. La vida está toda entera e idéntica en cada uno de los particulares (aunque se manifieste diversa), y bastaría con que existiera un solo individuo, en todo el universo, para que lo suyo fuese auténtica vida, y no una parte de algo diferente y mayor.

 

·               Ser “ente” y, a la vez, ser “particular”, ser “ente-particular”, solamente sería posible si no existiese más ser que el de cada cosa particular, si el ser fuese patrimonio propio de cada una de las cosas, de modo que hubiese tantos “seres” como cosas particulares hay; o dicho de otra manera, si no existiese un Ser único que trasciende a todas las cosas particulares a la vez y por igual.

 

Solamente en tal supuesto cabría hablar de los “entes particulares” que cita la ontología. Pero es que esto ya existe y todos lo conocemos, son las esencias particulares, a las cuales, por supuesto, no cabe confundir con el Ser, es decir, con el ente, por lo cual sólo cabe hablar de “cosas particulares”, no de “entes particulares”. De todas formas, admitir este tipo de ente-particular llevaría inmediatamente a las preguntas: ¿De dónde han surgido tantos seres distintos de las cosas? ¿El ser es patrimonio de cada cosa? ¿No lo han recibido todas de un solo y único Ser? Y es cuestión tan pueril que se despacha con una sola reflexión:

·               Si el Ser de las cosas radicara en sí mismas (como radican las esencias particulares), las cosas existirían eternamente y jamás cambiarían, que es justamente lo contrario de lo que la experiencia nos demuestra. El hecho de que las cosas perezcan o se modifiquen evidencia que tienen el Ser sólo recibido provisionalmente de quien es el Ser único, el Ser que las trasciende por entero y una a una.

 

Por tanto, el Ser que anima cada cosa del universo no es propio, no es algo que se genera en la cosa misma, simplemente lo tiene porque lo ha recibido desde fuera y por eso lo detenta de forma tan precaria e inestable, por eso lo pierde continuamente en cada movimiento. No hay tantos “seres” como cosas, hay un único Ser que las trasciende a todas; de manera que englobar en un sólo concepto, llamado “ente-particular”, el Ser único recibido por el sujeto (el ente) con la forma limitada y mudable en que es vivido por el sujeto (la esencia de la cosa) constituye, simplemente, un disparate metafísico.

 

No hay tantos “seres” como cosas particulares, hay solamente formas limitadas de manifestar el Ser único recibido. El enunciado “ente-particular” constituye un imposible, algo así como lo “trascendental-contingente”.

 

Hablando de esta incongruencia manifiesta del propio nombre “ente-particular”, hay una línea de análisis que resulta reveladora por su resultado final:

 

·               Sobre la identificación y diferenciación de las cosas, todas las doctrinas acaban convergiendo en que tal tarea recae en los accidentes. El fenomenismo así lo reconoce explícitamente. El sustancialismo lo niega, pero es simplemente porque considera a todos los accidentes integrados en la sustancia. Y la posición ecléctica distingue entre “accidentes necesarios”, cuya suma es la sustancia, y los “no necesarios” o genuinos accidentes.

 

·               Según esta última posición y por citar un ejemplo claro, lo “racional”, a pesar de ser un accidente prescindible respecto de la sustancia “animal”, resulta ser un accidente tan determinante que, por sí solo, mantiene la sustancia “hombre” como diferente a todas las demás sustancias animales, es decir, que en lo humano pasa a integrar la sustancia.

 

·               Nace así el antagonismo entre el concepto sustancia (lo que es en sí mismo) y accidente (lo que es en otro, lo que es “inherente a”).

 

·               No obstante y a pesar de la distinción anterior entre accidentes necesarios y no necesarios, es evidente que cada cosa aparece ante nuestra percepción como un mero conjunto de accidentes. Ante la percepción sensorial, las infinitas cosas del universo solamente difieren entre sí por los accidentes, tanto si se los considera como individuos aislados como si se los considera como análogos específicos. Son esos accidentes los que nos conducen, desde los sentidos que los han percibido, a la comprensión total de la cosa y de su esencia.

 

·               Aplicado esto último al “ser particular” de cada cosa, resulta que el mismo está sustentado, en última instancia, por la suma total de sus accidentes (necesarios y no-necesarios); es decir, el “ser particular”, en definitiva, se trata de una realidad “accidental”, y de ahí le viene su contingencia. Únicamente lo absoluto carece de accidentes.

 

·               Sólo nos resta trasladar este resultado al concepto “ente-particular” de la ontología y, sustituyendo, obtenemos el “ontos-accidental”, que es un disparate, una antinomia que encierra una evidente contradicción entre lo que es en sí mismo (ontos, ente, ser) y lo que es relativo y prescindible (accidente, particularidad).

 

·               Elser sólo accidentalmente” (que es en lo que ha terminado el pretendido “ente-particular” en este análisis) es una definición que cuadra perfectamente con el concepto “cosa-particular”, sencillamente porque es a ésta, a la cosa, a la que está refiriéndose, de hecho, la ontología. Pretender cuadrar al ente con lo particular, conduce a la negación del Ser, del Ontos, y con ello, de la propia Ontología. La metafísica desaparece y se diluye dentro de la filosofía de la naturaleza.

 

El ente, descendido a la esfera de lo particular, se convierte en el “ontos-accidental”, un disparate metafísico que la ontología utiliza por confusión con la cosa-particular.

 

Estructura y analogía de las cosas

 

La línea tradicional aristotélico-tomista, y con ella la inmensa mayoría de la filosofía, ha venido presentándonos a la cosa (el “ente-particular”) como algo complejo, como una realidad que está dotada de estructura por los principios de la esencia y la existencia, como no puede ser de otra manera cuando se teje sobre la base de la potencia-acto de Aristóteles. La explicación de esta pretendida estructura no precisa de andamios, a la vista de lo simple que es. Solamente necesita cinco pasos:

 

1.             Cada cosa, cada ente-finito, tiene su forma particular de ser, su esencia, de manera que todas las cosas universales (dejando a un lado los géneros) son diferentes, unas de otras, en cuanto a que ninguna coincide con las demás en su forma particular de ser.

 

2.             Sin embargo, en cuanto al existir todas son idénticas, puesto que todas ellas existen por igual (según la metafísica).

 

3.             Si todas ellas tienen algo en común, pero también tienen algo diferente, quiere esto decir que esos dos “algos” constituyen una estructura, la estructura de la esencia y la existencia.

 

4.             Pero tal estructura no puede ser una composición, pues esto exigiría que cada uno de esos dos elementos existiera ya de antes, y es evidente que la esencia de la cosa concreta y la existencia de la cosa concreta es imposible que existieran antes que la cosa concreta misma.

 

5.             El problema se soluciona si, en vez de ser una mera composición de dos elementos previamente existentes, se trata de dos “principios” nacidos dentro de la cosa misma y a la vez de la cosa misma, en un abrazo indisoluble (siempre según la metafísica).

 

En la literatura española contemporánea hay una célebre novela de Miguel Delibes que se titula La sombra del ciprés es alargada, en la que el autor busca afanosamente el sentido último de la vida a través de las experiencias más diversas. En filosofía hay un Miguel Delibes mucho más universal que el anterior, del que podría decirse que La sombra del Estagirita es alargada, entre otras cosas porque lleva veinticinco siglos proyectando sombra sin parar. Todo el mundo sabe que el Estagirita es Aristóteles, que nació en Estagira, y que en vez de buscar el sentido de la vida se dedicó a estudiar la vida misma en todos los planos, desde la naturaleza hasta el mismo Dios, salvando los problemas con ideas prodigiosas.

 

Ideas prodigiosas por doquier, pero de consistencia dudosa. En metafísica, su gran hallazgo es el de “potencia-acto”, capaz de explicarlo todo, incluso al mismo Dios, que consiste (según esta teoría) en el “Acto Puro”. Pero como al Estagirita y a ese su gran descubrimiento de potencia-acto voy a dedicarle un capítulo entero, dejamos para entonces tal cosa. Ahora nos interesa sólo comentar que, fruto de esa misma teoría y de su aplicación al ente-particular, resulta que el mismo, además de estar constituido por una estructura de esencia-existencia, también presenta la particularidad de que ni es unívoco ni es equívoco, es análogo.

 

·               Si todas las cosas fuesen idénticas en todo, diríamos del ente-finito (nombre más académico que “cosa”) que es un término unívoco, puesto que se referiría a una pluralidad de sujetos que serían todos iguales entre sí.

 

·               Si las cosas en nada coincidiesen, diríamos que el término es equívoco, porque se referiría a una pluralidad que nada tendrían en común unas con otras.

 

·               Pero como engloba a una realidad de muchos que ni son enteramente iguales entre sí, debido a la forma particular de ser de cada uno, ni tampoco enteramente diferentes entre sí, debido al común existir de todos, el término ente-finito se refiere a una comunidad de análogos (siempre según la metafísica).

 

Crítica

 

Creo que todas las advertencias que haga en torno a que la realidad no es una, sino que está dividida en ámbitos, serán pocas, porque la trascendencia de este error es tanta que aparece en todos los temas. Ahora, al tratar de rebatir la concepción clásica del “ente-particular” (la “cosa”, porque es realmente a lo que se refiere) vuelve a aparecer esa confusión en todo su esplendor, y de paso y por la misma causa del desconocimiento de los ámbitos, también reluce la confusión de lo que es “real” y lo que no es “real”. Así es que el pecado es doble:

 

1.             Desconocimiento de los ámbitos: La ontología únicamente distingue lo que procede de la percepción sensorial, lo empírico (a lo cual considera como lo único que es “real” y tiene “existencia”), frente a todo lo demás (a lo cual minimiza claramente calificándolo de meros “entes de razón”).

 

Según este modo tan primario de enfocar la realidad, el Ser Trascendental resulta ser el primero y más irreal de todos los calificados como simples “entes de razón”. Adjudicar realidad a lo que “tiene existencia”, pero sobre el error de considerar que la verdadera existencia sólo es patrimonio de lo empírico, tiene dos lecturas:

 

o          La primera es que evidencia el desconocimiento de que hay ámbitos de realidad y de que todo lo que es en cada ámbito, también existe en cada ámbito. No hay absolutamente nada que “sea pero no exista”, verdad elemental que la ontología convencional está claro que desconoce. Para ella, por lo que se ve, sólo tiene verdadera “existencia” y, por lo tanto, verdadera realidad, aquello que procede de la experiencia sensorial y tiene su correlato material en el mundo que nos rodea. Todo lo demás, para ella parece ser pura elucubración mental.

 

o          La segunda lectura es que tal afirmación constituye un reconocimiento implícito de la futilidad de la propia ontología. Si nada hay tan carente de existencia empíricamente constatable como el Ser Trascendental, ¿para qué seguir hablando de estos temas? Eliminemos todas las metafísicas.

 

2.             Confusión de los ámbitos: Lo cual se pone de manifiesto en el propio enunciado “ente-particular”, incoherencia a mitad de camino entre el ente y la cosa, entre el Ser trascendido y la esencia particular. El ser (el ente) jamás puede ser particular, eso es la esencia, no el ser; y lo particular jamás puede ser ente (ser), eso es la cosa, no el ente.

 

La expresión “ente-particular” constituye un imposible, un híbrido entre el Ser Trascendido y la esencia particular. La metafísica lleva siglos confundiendo ente y cosa.

 

Una “estructura” colgada en el vacío.

 

En los apartados anteriores he expuesto lo que la ontología dice que es el “ente-particular” y la “estructura” de que está dotado. El primero de todos los comentarios que merece este “ente-particular”, tan licencioso, es el análisis de lo que es una estructura, con el fin de demostrar que la clase de estructura que se pretende resulta un imposible en el plano de lo puramente conceptual.

 

·               Estructura es un todo o conjunto de partes, dentro del cual se hace referencia expresa a la distribución u ordenación de dichas partes o elementos integrantes, dentro del todo.

 

·               Por tanto y puesto que la parte siempre es anterior al todo, la existencia de una estructura implica de forma necesaria:

o              La previa existencia individual y real de las partes que la constituyen.

o              La posibilidad de nueva separación de las partes constituyentes, división que conlleva la cesación del todo o estructura.

 

Eso es una estructura y esa es la propiedad esencial de divisibilidad de la misma en las partes que la han constituido. Sin embargo, en este caso del ente-particular o cosa, a pesar de que la propia ontología le adjudica una “estructura” de dos elementos (esencia y existencia), establece, contra natura, que dicha estructura es indivisible, de manera que ni siquiera sería posible llevar a efecto la división, debido a que esencia y existencia no son independientes entre sí, son inseparables, lo cual es una innegable verdad......

 

o              ........ Verdad innegable que viene a demostrar justamente lo contrario de lo que se pretende, viene a demostrar que el “ente-particular” o cosa no es en modo alguno una estructura, sino una cosa única, el Ser, aunque se manifieste a nuestra razón como “esencia”, por un lado, y a nuestra percepción sensorial como “existencia “, por otro lado.

 

Según esta sorprendente doctrina tan manoseada durante siglos, los dos elementos integrantes de tal “estructura”, esencia y existencia, son indivisibles porque no son concebidos como verdaderas partes de una estructura (a pesar de ser estructura), sino como meros “principios” internos, los cuales presentan la fantástica novedad de que abrazados constituyen el ente-particular (cosa), pero divorciados no son nada, no existen; resulta que se constituyen y realizan dentro del propio ente-particular, pero ni antes ni después del ente existen ni son nada. Lo fantasmagórico y especulativo alcanza su cénit. Resulta duro aceptar que este auténtico “capricho intelectual” haya adquirido carta de naturaleza a lo largo del tiempo. Es absolutamente infundado por:

 

·               Dos “nadas” (dos “principios”) nada pueden estructurar, porque la unión de los que no tienen entidades propias no puede producir entidad resultante ninguna.

 

Suponer la existencia de dos “algos” (esencia y existencia) que aislados son nada porque constituyen puros “principios” (según ellos), pero en relación dentro del ente sí que se convierten en algo (“principios”), constituye un imposible.

 

Entre el ser y el no-ser no existen grados intermedios, lo que no es ente es nada. Los llamados “principios entitativos” (no-ser por sí mismos, pero ser si aparecen unidos) son un invento, una estructura colgada en el vacío.

 

·               En el orden ontológico, antes de todo lo que sean relaciones está primero el ser de los sujetos de tales relaciones. Para que exista una relación entre dos algos (en este caso llamados “principios”), es indispensable la previa existencia de cada uno de esos dos algos a relacionar. No se puede concebir una relación en la nada, entre dos algos que carecen de identidad fuera de la propia relación.

 

Dicho de otra manera: una relación entre dos surge de la previa existencia de los dos, y no al contrario. Aquí se pretende lo contrario, que dos que no tienen existencia previa (porque son meros “principios”) surgen precisamente de la propia relación entre ambos dentro del ente, lo cual es metafísicamente imposible.

 

En el orden ontológico, primero es el ser y luego es la relación. La teoría de dos principios en la estructura del ente pretende lo contrario: “de la relación de dos ´nadas´ surge el ser de cada una de ellos dentro del ente”.

 

·               La necesidad de este inventado andamio estructural, dentro del “ente-particular”, reside en la concepción errónea de que el Ser y el existir son realidades diferentes entre sí. La metafísica, entonces, tropieza con el problema de que dos realidades que forman unidas una estructura, han de ser forzosamente anteriores y existentes antes de la propia estructura (el ente), lo cual resulta imposible, puesto que anterior al ente no hay nada por pura definición. ¿Cómo solucionar este problema? Pues barnizándolos de meros “principios”, en vez de “realidades”, parece que ya es suficiente para incardinarlos dentro del sujeto, pero sin realidad previa y anterior al mismo.

 

Si la metafísica hubiera partido de la verdad suprema de que “Sólo el Ser es”, de que no hay realidad ninguna que no sea el Ser ni realidad ninguna anterior al mismo, de que el “existir” es un mero heterónimo del Ser, si la metafísica no hubiera olvidado esto tan básico que está en el primer capítulo de este libro, no habría incurrido en dos errores seguidos:

 

o              Primero: No hubiera buscado una estructura donde no puede haberla, porque el ente, por definición, es el Ser Trascendido, es el propio Ser.

 

o              Segundo: Si con la errónea expresión “ente-particular” a lo que está realmente refiriéndose la metafísica es a la “cosa particular”, tampoco hay estructura, sigue habiendo una sola realidad, el Ser, si bien la cosa lo muestra de formas limitadas en lo que llamamos “esencia y existencia”.

 

Con lo expuesto hasta aquí, la pretendida “estructura entitativa” del “ente-particular” ha quedado fuera de servicio. Pero es conveniente situarla dentro de la vulneración sistemática que la metafísica viene haciendo de los conceptos básicos que rigen la realidad, y que están en el principio de este libro, manejando conceptos equivocados, en ámbitos de realidad que no les corresponden, y contraviniendo las tres verdades esenciales explicadas en el capítulo primero. Por eso advertí entonces la necesidad de empaparse bien de los conceptos iniciales sobre los que se construye la realidad, si es que se quiere que la ontología sirva para algo. Según está concebida, parece más una entelequia que una ciencia humana.

 

1.             El pecado “existencialista”.

 

Con el título “El ´Existir´ como mero heterónimo del Ser” he encabezado, en el penúltimo apartado del capítulo I, la no individualidad real del “existir” como concepto. En ese capítulo tan básico, partiendo de la apariencia de un ser y un existir diferentes en las cosas, y pasando luego por el Ser-Existir trascendido a todas las cosas por igual, hemos acabado concluyendo que no hay más realidad que el Ser. El concepto del existir es una auténtica rémora que se arrastra desde el error de considerar el testimonio de los sentidos como única fuente del conocimiento, lo sensorial como origen de todo lo demás. En este sentido, el olvido del apriorismo kantiano, a la hora de la especulación, es como un suicidio filosófico.

 

o              “La existencia consiste en la individualidad de cada cosa en su aparecer ante nuestra percepción sensorial. Inmediatamente de que observamos una cosa cualquiera, distinguible de su entorno por sus accidentes, y en todo caso, distinguible siempre por su localización espacio-temporal, certificamos que esa cosa existe, cuando realmente deberíamos certificar que esa cosa es. El término existir sólo es otra forma de llamar al ser.”

 

Esto es lo que escribí sobre el concepto “existencia” en el apartado “El ser y el existir de las cosas”, en el primero de los capítulos de este libro, y en esta definición queda patente que el “existir” no tiene más fundamento que la mera percepción sensorial de lo aparente, del concierto de las cosas dentro del espacio-tiempo.... que es lo mismo que no tener fundamento ninguno. Sin embargo, todos nos vemos obligados a incurrir en el mismo orden: Primero comprobamos lo que nos presentan los sentidos (la existencia)...... y luego comprendemos lo que es el Ser y nos damos cuenta de que no existe ninguna otra realidad. El existir, realmente, no es nada, puesto que sólo es el “aparecer” del Ser.

 

Suponer una estructura esencia-existencia, es situar un simple fenómeno sensorial (existencia) a la misma altura de la única realidad: el Ser de la cosa. El “existir” , realmente, no es nada, puesto que sólo es el “aparecer” del Ser.

 

2.             El maridaje contra natura de lo antagónico: noúmeno y fenómeno.

 

Solamente hay el Ser y, por tanto, no hay posibilidad de estructura ninguna, acabamos de ver; pero es que, si la hubiera, no estaría fundada en la existencia de los dos “principios” que la ontología nos cuenta.

 

El ser y el existir, como ya quedó dicho en el principio de este libro, aparentemente constituyen una dualidad irreducible dentro de cada cosa (“ente-particular”). En el apartado El ser y el existir de las cosas y en el apartado El existir como mero heterónimo del Ser, ambos del capítulo I, quedó explicado que, en principio, parecen constituir un dualismo irreducible dentro de cada cosa, pero que tal apariencia de dualidad está considerada sobre un error de base, a saber: el ser pertenece al ámbito de lo entitativo, de lo nouménico, mientras que el existir pertenece al ámbito de lo sensorial, de lo fenoménico, de manera que no es lícito considerar ninguna estructura construida con dos principios precisamente antagónicos: sustancia y fenómeno. Sería tan absurdo como pretender una estructura construida con un principio moral y un principio biológico, por poner un ejemplo.

 

El Ser pertenece al ámbito de lo nouménico y el existir al de lo fenoménico. Pretender que juntos constituyen los “principios” de una estructura única, resulta imposible.

 

3.             Incoherencia por confusión de los ámbitos de realidad.

 

En el ámbito de las cosas particulares, la existencia no es igual y común en todas las cosas, como la ontología afirma. Cada cosa (cada ente) tiene su particular aparición ante los sentidos, tanto en lo accidental como en lo espacio-temporal, que es en lo que consiste la constatación llamada “existencia”. Igual a como las esencias no son las mismas en todas las cosas, tampoco las existencias son las mismas.

 

La ontología comete el grave error de plantear el existir de las cosas, no conforme a lo explicado en el párrafo anterior, es decir, en el ámbito de lo particular, sino que les adjudica un Existir (con mayúscula) común en todas por igual, error que la lleva a declarar que en eso son iguales todos las cosas, puesto que todas ellas “existen”.

 

Sin embargo, al plantear el ser no lo hace, como sería entonces lo lógico, en el mismo ámbito. En vez de considerar, como en el caso anterior hizo con el existir, la acción común y trascendida del Ser en cuanto tal, considera la forma particular de ser (esencia) de cada cosa. Y consecuentemente con este modo arbitrario de plantear la cuestión, declara que, en cuanto al ser, todas las cosas (entes-particulares) son diferentes, puesto que todas tienen esencias diferentes.

 

De esta forma espúrea de manejar los “principios” resulta la pretendida estructura de esencia y existencia. Resulta obvio que, para ser válido el razonamiento, los términos del mismo han de pertenecer a igual ámbito. La anterior argumentación ha de ser sustituida por una de estas dos, según se atienda a lo particular o a lo trascendental:

 

o              Según lo particular: Si todas las cosas son diferentes en cuanto a su ser particular en el seno de las esencias, también todas las cosas son diferentes en cuanto a su existencia particular en el seno de las existencias.

 

o              Según lo trascendental: Si todas las cosas son iguales en cuanto a que todas ellas son sujetos por igual del Ser trascendido, también todos las cosas son iguales en cuanto a que todas ellas son sujetos por igual del Existir trascendido

 

Resulta obvio que si confundimos los ámbitos de realidad, enfocando el ser desde el ámbito de lo particular (esencias diferentes), pero el existir desde el ámbito de lo trascendente (acción común de existir), entonces es cuando conseguimos la fantasmagórica estructura..... fantasmagoría necesaria para no salirnos de la senda aristotélica de la potencia (el ser) y el acto (el existir). Este es el deplorable peaje que viene pagando la filosofía al Estagirita en todos los temas metafísicos.

 

No es lícito situarse en el ámbito de lo particular en cuanto al ser y en el ámbito de lo trascendental en cuanto al existir, incoherencia arrastrada desde el nefasto modelo potencia-acto aristotélico.

 

4.             Reduccionismo.

 

Esta concepción clásica del “ente-particular”, con su estructura esencia-existencia, además de desafortunada en lo ontológico, como acabamos de ver, practica un claro reduccionismo, puesto que olvida que “ente-particular” o “cosa” es toda realidad, sea cualquiera su ámbito, no sólo el de las “cosas materiales”, también el de las “cosas espirituales”, y restringe su mirada solamente al primero de esos ámbitos.

 

El reduccionismo queda patente desde el momento en que considera el existir de las cosas como algo diferente y distinguible del ser, porque esto únicamente ocurre en el ámbito de la materia. Es únicamente en este ámbito en el que se distingue la percepción sensorial (existencia) de la abstracción racional (esencia). En el ámbito de todo lo que es la espiritualidad, al no depender de forma directa e inseparable de lo sensorial, el ser-existir constituye una sola realidad y, por lo mismo, carente de estructura ninguna.

 

Distinguir entre la esencia (abstracción racional) y la existencia (percepción sensorial), sólo es posible en el ámbito de lo material. Reducir toda la realidad a este único ámbito, constituye reduccionismo.

 

Una analogía cierta, pero mal fundamentada.

 

De una verdad inicial pueden deducirse nuevas verdades, pero también errores, depende de la rectitud o no del criterio empleado. Sin embargo, de una falsedad inicial no cabe extraer otra cosa que no sean nuevos errores, aunque se razone con rectitud. Lo incierto jamás puede alumbrar certezas. Y esto es lo que acontece con el ente, que de una mala concepción del mismo se pasa a una analogía mal construida. El fracaso, por tanto, no se debe a que no sea aplicable el concepto de analogía, se debe a que, para llegar a él, se ha partido de la confusión del ente con la cosa.

 

La relación entre las palabras y los objetos es una relación de significante-significado. El hecho de que varios términos o significantes hagan referencia a un solo significado, como ocurre en lenguas tan ricas como la española, en la que a veces puede denominarse una sola cosa hasta con media docena de vocablos diferentes, no presenta problema ninguno. El problema es el inverso, cuando el término puede resultar confuso por hacer referencia a más de un posible objeto. La relación significante-significado se presenta bajo tres formas:

 

o              Univocidad, cuando al significante corresponde un solo significado.

o              Equivocidad, cuando al significante corresponde más de un significado, siempre que estos significados sean todos diferentes entre sí.

o              Analogía, también cuando al significante corresponde más de un significado, pero siempre que estos significados sean en parte iguales entre sí y en parte diferentes.

 

Cuando la metafísica intenta aplicar estos supuestos tan sencillos a lo que aquí tratamos, se encuentra con un ente que, según la doctrina, esta dotado de una estructura de dos elementos, esencia y existencia, de los cuales la existencia es igual en todos los entes (según ellos), pero la esencia es propia de cada uno y diferente a las demás (cierto). Resulta entonces claro que el ente ni es unívoco ni tampoco equívoco. Lo nuestro (siempre según la doctrina), es un universo de entes que ni son absolutamente iguales (las esencias diferentes lo impide) ni radicalmente diversos (porque, según ellos, la común existencia los iguala), de manera que el filósofo no tiene más remedio que colgarle la etiqueta de “análogo” entre sus propiedades La aplicación esta bien hecha, pero el resultado es lamentable porque se ha partido de una concepción descabellada del ente, en la que no voy a insistir más.

 

Contemplando lo que la ontología llama (mal llamado) “ente-particular“ al referirse realmente a la cosa particular, nos encontramos que es sujeto de un Ser único y trascendido que inunda a todas las cosas por igual. Pero bajando al plano limitado de cómo exterioriza cada cosa ese milagro del Ser, nos encontramos, obviamente, con una forma limitada y particular de manifestarlo o mostrarlo (esencia). Prescindimos en este análisis del existir porque consiste en un simple heterónimo del Ser, además de que solamente afecta al ámbito de las cosas sensibles. Si ahora analizamos esa realidad tal y como está descrita, efectivamente hay una clara analogía entre las cosas, puesto que:

 

o              Todas son iguales en cuanto al Ser trascendido y común que a todas las inunda por igual.

o              Pero todas son diferentes en cuanto a la esencia o forma limitada en que lo manifiesta cada una.

o              Por tanto, ni puede decirse que son enteramente iguales (unívocas) ni puede decirse que son enteramente diferentes (equívocas), sino que son en parte iguales y en parte diferentes, que es por lo que se predica de ellas que son análogas..

 

Las cosas son análogas entre sí, efectivamente; pero, que yo sepa, ni nos hemos visto obligados a suponer la existencia de dos hipotéticos y fantasmagóricos “principios”, ni una igualmente hipotética “estructura” en el interior de cada cosa. Todo eso se queda para la retórica y la perniciosa inclinación a lo esotérico en los voluminosos “Tratados de ontología”. Simplemente hay dos cosas terriblemente sencillas: la única realidad existente, el Ser trascendido, y la forma limitada de reflejarlo o manifestarlo por parte de cada cosa. Eso es todo.

 

Las cosas son análogas, debido a la diferencia entre el Ser único recibido por todas y la forma particular de manifestarlo cada una. Se trata de una analogía en la línea del “Ser y la esencia”, no en la línea del “ser y el existir”, como la ontología pretende con un planteamiento erróneo.

 

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