III.- EL
SER DESCONOCIDO, LO
INFINITO La primera reflexión que hay que hacer en este tema, antes de
aventurarse en él, es que el hombre, siendo la cúspide de lo existente y
dominando ese universo que tiene debajo, parece lo sensato que no se
preocupara por bucear en los confines del más allá, intentando encontrar algo
que nunca se le ha perdido. Si, como a primera vista parece, “nos va tan
bien”, no tiene lógica ponerse a indagar si puede existir un hipotético
después. Si el hombre estuviera satisfecho con ser el protagonista principal
de esta película, le traería sin cuidado el guionista, que ni siquiera está
en el plató. Pero éste justamente es el problema, que a pesar de ser el rey,
por lo que se ve, le sobra todo su reino. El hombre, desde que amaneció en la
historia, vive con una incansable pregunta en los labios: ¿No habrá otra realidad que pueda
explicarnos ésta? La respuesta a esa pregunta, sea sí o sea no, nunca acaba de convencer
a nadie. Pero la causa por la que el hombre se hace tal pregunta sí que la
sabe cualquiera, la causa de esa inquietud que le conduce a olvidarse de este
reino suyo terrenal, en busca de lo desconocido, inquietud que llega a
adquirir tintes dramáticos con el existencialismo, esa causa sí que la sabe
cualquiera: La
vida, la realidad, el mundo, no son capaces de explicarse a sí mismos,
ignoramos el porqué de las cosas. Pero es muy diferente el modo de plantearse esta verdad tan simple,
según lo haga el hombre racional o el hombre filósofo (filosofía y
racionalidad no suelen ir juntas, aunque parezca extraño, porque el
distintivo principal de la racionalidad es el sentido común, condimento que
falta a menudo en la filosofía). Certidumbre de
su existencia El planteamiento que se hace el primero, el racional, es decir, al
común de los humanos, nada tiene que ver con la cultura. Es un planteamiento
intuitivo, directo, basado en la experiencia y carente de grandes
razonamientos. Ya el más antiguo de los hombres, aunque cavernario, enterraba
a sus muertos, en un gesto claro de impotencia y de esperanza en otra
realidad más allá de la finitud conocida. Y tanto aquél como el de hoy, todo
hombre sufre, en algún momento, un parón en su
existencia, dirige la mirada a su interior y le aflora esa pregunta
angustiosa y existencial: ¿Por qué
es todo cómo es? Nadie que sea sincero pone en duda esa pregunta.
Surge de la radical infelicidad que hay en lo más íntimo de la existencia. ·
El hombre dispone de
un mundo abigarrado de cosas, pero todas ellas inestables, fugaces,
imposibles de perpetuarse en el tiempo. Ni puede conocer su destino ni volver
a vivir su pasado. En definitiva, no dispone de nada. ·
Además, esa misma
fugacidad también la descubre dentro de sí. Es incapaz de perseverar en sus
estados de ánimo, en sus proyectos, en su visión de lo que le rodea.
Perpetuamente anhela lo que no tiene, aunque esto sea lo mismo que antes tuvo
y despreció. En fin, se siente continuamente frustrado porque es imperfecto y
mudable. ·
Y por último, se ve
inmerso en un mundo hostil que él no ha elegido. Como especie, está
inadaptado a la naturaleza, y como individuo, sufre la contradicción de ser
inevitablemente social y, a la vez, sentirse víctima de esa misma sociedad,
profundamente injusta, a la que no es capaz de renunciar. Todas las desdichas del párrafo anterior (es decir, redondeando, el
mal) privan a la realidad de sentido y fundamento lógico, la convierten en un
absurdo, aparentemente vacío de toda finalidad. Se trata de la “náusea”
de Sartre. Ante tal desaguisado, el hombre sensato
intuye, sin más razonamientos, que tiene que existir otra realidad, fuera de
la conocida, donde se repare el descalabro. Incapaz de admitir el sinsentido,
el hombre dirige la mirada más allá del horizonte conocido. Tiene que haber
algo más. La sensatez de un hombre normal lo intuye así, como ha quedado
descrito, de una forma directa y certera. Y sin embargo, un pensador puede
fundamentar un poco más esta misma necesidad: ·
La existencia del mal,
que en su más genuina expresión es la muerte, priva de sentido a la vida,
a la realidad. ·
Pero es que una
realidad sin sentido constituye un imposible, porque lo absurdo no
existe en la naturaleza, todo está para algo. ·
Sin embargo, se
produce un hecho que constituye la clave del problema: la vida no es para
siempre, es breve y tiene fin. ·
La conclusión, pues,
está servida: Si el aparente absurdo tiene fin, es lógico pensar que ha de
existir después otra realidad que explique y restaure el sentido perdido
en ésta. Una
realidad provisional, mudable y regida por el mal constituye un absurdo. Los
absurdos no existen. Tiene que existir otra realidad después que restaure el
sentido de ésta. Los argumentos de la filosofía para situarse en el “más allá”,
suelen ser otros bastante más elaborados y complejos que el anterior. El más
universalmente conocido es el llamado Cinco
vías de Santo Tomás, aunque no es realmente de este gran teólogo, sino
bastante más antiguo, pero conocido así porque él fue quien lo ordenó y popularizó.
Ya he hecho mención de este argumento en un capítulo anterior para desmentir
la teoría del “universo infinito” que algunos pretenden, pero lo repito aquí
para evitar la consulta páginas atrás. Tampoco ahora lo expondré de forma
exhaustiva, según el modelo del tomismo, sino haciendo referencia a todo él
en su argumento estrella, la causalidad,
que descansa en dos verdades: ü
Nada es inmutable en
el universo, todo se genera y se corrompe, es un devenir continuo. ü
En ese devenir, nada
aparece por sí mismo, nada surge de la nada, todo lo existente ha recibido el
ser de otro que ha actuado como causa eficiente, y, a su vez, se lo dona al
siguiente, constituyendo así el universo una cadena de causalidad. Y sobre esas dos verdades se levanta el siguiente razonamiento,
impecable por lo sencillo y lo evidente: ·
Por mucho que queramos
prolongar una cadena de causas, no podemos hacerlo indefinidamente, pues si
absolutamente todos los eslabones estuvieran causados por otro anterior,
todos dependerían de otro para existir, y como esto afectaría a la totalidad
de ellos, ninguno existiría, es decir, la cadena entera no existiría. ·
Pero la existencia de
la cadena nos consta (es el mundo que tenemos delante y experimentamos),
luego será necesaria la existencia de un primer eslabón diferente que la
inicie, cuya condición indispensable será que no haya sido causado por
otro anterior, como todos los demás. ·
La cuestión inmediata
es poder explicar la existencia de ese primer eslabón no causado por otro
eslabón anterior. En el caso concreto del universo, el eslabón inicial ha
sido llamado por la ciencia Singularidad, una concentración impensable de
energía encerrada en un punto, cuya explosión es conocida como el Big Bang. Se supone que no ha
existido nada anterior a él, pero si la ciencia descubriese otra cosa, el
planteamiento seguiría siendo el mismo que ahora hacemos y que es la cuestión
vital: ¿Cómo apareció el primer
eslabón, no causado por otro, que inició la cadena universal? ·
Sólo existe una
respuesta posible: Ese primer eslabón, puesto que no ha sido causado por otro
eslabón anterior y puesto que nada surge de la nada, obliga a salir de la
cadena y admitir que, de forma necesaria, tuvo que haber un agente
exterior y obviamente superior que lo creó. A ese agente llamamos el Ser Infinito (Dios). Amigo lector, puede que estés pensando que esto es una auténtica
trampa, como la pescadilla que se muerde la cola, porque si partimos de que
todo tiene una causa, ¿Quién ha causado
a ese agente exterior que, a su vez, causó al primer eslabón? No te
inquietes, no eres el único en pensar eso mismo. En el Londres de los años
veinte, el filósofo y matemático Bertrand Russell puso de moda esta misma objeción con una pregunta
así: ¿Quién hizo entonces a Dios (o
sea, a la realidad infinita)? Parece ser que tú también has caído en esa trampa, pero ha sido a botepronto. El señor Russell
no, este señor tuvo todo el tiempo del mundo para meditarlo, y además era
filósofo y matemático, no era ningún aficionado. Sin embargo y a pesar de su
vitola de pensador y científico, es evidente que no había comprendido en
absoluto el argumento. Yo te invito a que lo comprendas utilizando un ejemplo
sobradamente conocido, que es la mejor manera de abrir luz en todo. ·
Un libro cualquiera de
geometría, es copia de imprenta de otro anterior, y todos ellos, a su vez, de
los manuscritos de los monasterios medievales, los cuales también fueron
copiados de otros anteriores heredados de la cultura anterior a nuestra era,
hasta remontarnos a la primera copia que, en su día, se hiciera en pergamino
griego. También eso es una cadena de causas que se inicia en la primera de
todas, el pergamino original en el que se escribió por primera vez. ·
Pero ¿Cómo apareció
ese primer pergamino (en nuestro caso el Big-Bang)? Todo el mundo lo sabe: es necesario salirse de esa
cadena de ejemplares copiados unos de otros y buscar la razón en otra
realidad exterior, diferente y superior que creó ese primer eslabón desde la
nada, y ese agente fue el sabio griego llamado Euclides,
autor de la obra. ·
Ahora sólo resta
sustituir los libros por las cosas del mundo, el primer pergamino original
por el Big Bang y a Euclides por Dios. El error elemental de Russell cuando
pregunta “¿Y a Dios quién lo hizo?” consiste en extender, sin fundamento ninguno,
la causalidad también fuera de la cadena causal, con lo cual, evidentemente,
no le pueden salir las cuentas. Nos consta que todo tiene una causa .......
pero dentro de la cadena (el universo). ¿Por
cuál fundamento hay que suponer que lo que exista fuera de la cadena también
ha de ser causado? Ninguno. Russell, como
matemático, no sé qué papel representaría en la ciencia, pero debería haberse
dedicado exclusivamente a eso, porque como pensador era bastante torpe el
buen señor. Aunque este argumento tradicional de la causalidad sigue tan vigente
como el primer día, hoy puede ser modificado su planteamiento a la vista de
los nuevos datos que se conocen del universo, y también puede hacerse una
exposición aún más directa y más asequible, sin necesidad de recurrir a la
cadena de causas: ·
Si el universo no
existió siempre, si tuvo un principio, lo cual sabe hoy la cosmología, es que
el universo no tiene el ser en sí mismo. Todo lo que tiene un
principio es que antes de ese principio no era, lo cual se contradice con el
ser, con la aseidad. ·
Si lo universal está
sujeto a la evolución, al movimiento, al cambio, es que no tiene aseidad,
puesto que tiene una pérdida continua del ser anterior al transformarse en el
siguiente. Lo que es en sí mismo, es inmóvil, jamás cambia. ·
Si lo universal es
finitud medible, suma de partes, es que no tiene
aseidad, porque lo que es composición de partes puede descomponerse y
dejar de ser, que es lo contrario al ser. ·
Si las cosas
universales se generan y se corrompen sin afectar al conjunto, es que no
tienen aseidad, porque lo que es en sí mismo existe de forma necesaria,
no de forma contingente. ·
Si todo lo universal
es imperfecto, si todo participa del bien y del mal en cierta medida, es que no
tiene aseidad, pues lo que es en sí no participa de nada exterior a sí
mismo. ·
Si todo lo universal
está ordenado hacia un fin de mayor perfección en su movimiento, es que no
tiene aseidad, pues todo lo que persigue un fin determinado es que no
constituye un fin en sí mismo. ·
Resumiendo: una
realidad que no existió siempre, sino que tuvo un principio conocido
(temporalidad), que recibe el ser (causalidad), que lo pierde igual que lo
recibe (movimiento), que participa en lo exterior a sí mismo (imperfección),
que da igual que exista o no exista (contingencia), que no constituye un fin
en sí mismo..... es una realidad que tiene el ser porque lo ha recibido,
pero que no es el ser en sí mismo, no es el ipsum esse subsistens,
ya que, si lo fuera, no lo recibiría, no lo perdería, existiría necesariamente
y siempre idéntico a sí mismo. El ser no puede engendrar no-ser, que es lo
que ocurre en cualquier cambio. Si en las anteriores vías tradicionales del tomismo el hecho básico
era la causalidad, en esta nueva exposición es algo más elemental aún, es la
esencialidad, la aseidad. Las cosas efectivamente son, pero tienen el ser
prestado, mudable y perecedero, lo cual no es aseidad, sino abaliedad (de "ab alio", ser por otro). Y de este hecho se infiere un
argumento directo e irrefutable, que no precisa remontarse en ninguna cadena
de causas y que es de comprensión inmediata: Si
todo lo universal ha recibido el ser, además de lo universal tiene que
existir otra realidad que sea el Ser en sí mismo (Ipsum
esse subsistens) y que lo
haya trascendido al universo. A eso llamamos el Ser Infinito (Dios). El enigma de su
esencia Bien. Hemos llegado a la conclusión fundamentada de que, además de
la finitud limitada en la que nos desenvolvemos, tiene que existir otra
realidad, para nosotros desconocida, que sea el ipsum esse subsistens,
el ser subsistente en sí mismo, y, por tanto, sin límites. Sin embargo, todo
esto ayuda muy poco a su comprensión. Decir en qué consiste lo que es en sí mismo y sin límites resulta
enigmático. Estamos acostumbrados al ser recibido y particular de las cosas,
pero no podemos figurarnos cómo es el ser descabalgado de las cosas, “el ser
sin las cosas”. Tampoco podemos saber en absoluto cómo es lo que no tiene límites,
nuestra imaginación es incapaz de figurarse algo que no tiene fin, y por esto
precisamente, porque somos incapaces de imaginar tal cosa, solemos caer en la
simpleza de pensar que lo infinito es lo mismo que la finitud, con la única
diferencia de que jamás acaba. Es una simpleza, pero una simpleza tan de
curso legal que hasta los filósofos caen en ella. Cuando alguien intenta imaginarse lo infinito,
piensa indefectiblemente en algo enorme, tan enorme que nunca se llega a
descubrirle límites, y cuando se imagina en concreto al infinito llamado
eternidad, lo imagina como un tiempo que jamás acaba. Lo dicho: esto es una
visión ingenua. Lo infinito es otra realidad que nada tiene que ver con el
espacio-tiempo, porque éste es una mera manifestación de aquél, y la
manifestación nunca puede ser igual a su autor, la creación nunca puede ser
igual a su creador. Lo infinito consiste en algo que no podemos
siquiera imaginar porque cae fuera de nuestra experiencia, consiste,
sencillamente, en un misterio. En el apartado anterior hemos descubierto que
el misterio existe, pero no por ello deja de ser misterio. Debe, por tanto,
quedar claro que la diferencia entre infinitud y finitud no radica
exclusivamente en no tener límites o tenerlos, como si por lo demás fuesen
iguales, sino en su radical diferencia como sustancias, puesto que uno es la “sustancia
en sí misma” (valga la expresión) y el otro es la sustancia creada,
recibida, trascendida; uno es la realidad en sí misma y el otro es una
manifestación de esa realidad. La carencia o no de
límites no constituye la esencia de lo infinito y lo finito, sino al
contrario, la diferencia entre lo que es el “ser en sí mismo” y lo que es el
“ser recibido” es lo que conlleva que uno no tenga límites y el otro sí. Y al hilo de esta interpretación ingenua del
párrafo anterior, es importante delimitar el campo de este descubrimiento de
lo infinito, no vaya a ser que caigamos en nuevos errores e interpretaciones
gratuitas. Conocemos la limitación de nuestra finitud; pero deducir, a partir
de eso, que tiene que existir otra realidad superior no limitada, no
esclarece en absoluto cómo es esa realidad superior, sólo deduce que existe y
que no es limitada, nada más. Es esencial, por tanto, establecer una
declaración de principios sobre lo que se sabe y lo que no se sabe sobre la
realidad infinita. De ella únicamente (¡únicamente!) podemos saber: 1.
Existe. 2.
Es el ser en sí mismo (ipsum
esse subsistens), pero lo
cual no tenemos la menor idea de en qué consiste exactamente. 3.
Sí sabemos lo que no
es: no es nada de lo conocido en nuestro universo finito. Este punto tercero tiene una gran trascendencia porque constituirá,
en el apartado siguiente, el fundamento para rechazar las pretensiones de la
teología sobre la comprensión de lo que Dios es, pretensiones que consisten
todas ellas en adjudicarle los mismos atributos de la finitud, pero eso sí,
en grado infinito para salvar las distancias. Conviene, por tanto, dejar bien
claro lo que esta declaración de principios implica: ·
Desconocemos
absolutamente la naturaleza de lo que es el Ser en sí mismo, ni lo entenderíamos aunque nos fuese explicado,
ni habría palabras tampoco para explicarlo. Excede a nuestra experiencia y a
nuestra capacidad. ·
Por tanto, todo lo que
viene planteando el razonamiento humano sobre este aspecto en la teología y
en la teodicea, es del todo gratuito y pretencioso. ·
Tampoco ninguna
revelación religiosa aporta nada sobre cómo es el Ser Infinito. Las
revelaciones solamente inciden en lo mismo que conoce la razón: en su
existencia. ·
No hay más vía de
aproximación a esa enigmática realidad que la experiencia mística. Antes de cerrar este apartado, conviene aclarar una sutileza que
pudiera estar en la mente de algún lector. En el repaso dado a la realidad
conocida, hasta la propia ciencia cuántica ha puesto en duda su existencia
real. Parece que lo universal es un espejismo, que la única realidad es la
espiritual. Pues bien, quizás el lector esté pensando que, si lo infinito no
puede ser, por definición, nada de lo que es el universo conocido, ¿no procede, entonces, desechar también la
idea de que lo infinito (Dios) sea espíritu? Si no es nada de lo que hay
en el mundo ¿Por qué Dios ha de ser
espiritualidad? La sugerencia no es ninguna tontería, es perfectamente lógica. Si no
sabemos en qué “cosa” consiste lo infinito, es que no lo sabemos.
Aventurar algo sobre lo que Dios es solamente se le ocurre a la teología, y
con un lamentable resultado. Ese misterio del ser infinito, ¿es espíritu,
o ni siquiera eso puede predicarse de él? La duda está bien planteada, y
yo contestaría que, efectivamente, de Dios nada puede saberse, salvo que
existe y es lo infinito. Nada más. Pero, en esto de la espiritualidad, entra
en juego una dimensión que no tienen los demás predicamentos que la teología
ha extrapolado, sin fundamento, a Dios, por lo cual hacen de éste un caso
singular. Los teólogos han estado secularmente empecinados en adjudicar al Ser
infinito valores que son propios del mundo, tales como la bondad, la
misericordia, la sabiduría.... Todos estos conceptos son limitados, son
relativos, son formas particulares de ser dentro de la finitud. Los teólogos
olvidan que, frente a estos valores limitados y en relación opuesta con
ellos, existen sus contrarios: la maldad, la inmisericordia, la necedad....
los cuales podrían ser también adjudicados al ser infinito con el mismísimo
derecho, o mejor, con el mismísimo no-derecho, porque nada del mundo es extrapolable a lo infinito. Sin embargo, lo espiritual aparece como algo único,
absoluto, no relativo a nada, ya que su pretendido oponente, lo material, no
existe. Dicho de otra forma: toda la realidad, todo el ser es espiritualidad,
luego también el ser en sí mismo, el Dios infinito, cabe pensar que sea
espiritualidad. El argumento sería, más o menos, así: ·
No hay más realidad
que el ser. El no-ser no existe. ·
Sea en sí mismo (Dios
infinito) o sea recibido (universo finito), el ser es uno y único. ·
Todo el ser recibido
(universo) es únicamente espíritu. La materia no existe. ·
Si el ser recibido es
espíritu y el ser es uno, todo ser es espíritu. Ser y espíritu es lo mismo. ·
El ser en si mismo es
espíritu en sí mismo (Dios infinito) como el ser recibido es espíritu
recibido (universo finito) Bajo este prisma, el motivo de la duda se debería, como tantas otras
veces, al lamentable vicio de dar
prioridad, como realidad, a la materia. De este error se sigue que, a lo que
no es materia, hay que llamarlo de forma diferente para no confundirlo con la
materia, que está siempre en el centro de todo pensamiento. Así surgió el
nombre específico “espíritu”, de forma realmente innecesaria, puesto que no
existe ninguna otra clase de ser o realidad. Si toda realidad es espíritu y
nada más que espíritu, qué duda cabe de que la realidad infinita es espíritu
infinito....... Pero de Dios es difícil aventurar absolutamente nada. Si
el ser que conocemos es espíritu y solamente existe el ser, parece razonable
pensar que el ser que no conocemos (Dios) también será espiritual. Ser y
Espíritu es lo mismo La banalidad
teológica Como vengo anunciando, lo dicho en el apartado anterior, “El enigma de su esencia”, sobre el
misterio de la sustancia divina, nada tiene que ver con lo que figura en los
libros. Si se abre cualquier tratado de teología, nos encontramos con que el
hombre es capaz de conocer nada menos que a su Dios-Creador. El catálogo de
atributos que se adjudica a la naturaleza divina no deja lugar a dudas, el
ser infinito está a nuestro alcance, conocemos nada menos que sus “atributos
entitativos”, pero también sus “operativos inmanentes”, “operativos
trascendentes” y, en fin, incluso su “vida divina”. Nada menos que todo eso.
Los transcribo según los leo: “Dios
es simple, único, infinito, inmutable y perfecto (atributos entitativos).
Pero además tiene ciencia y voluntad (atributos operativos inmanentes) por un
lado; y creación, concurso, conservación y providencia por otro (atributos
operativos trascendentes). Y como colofón de todo, resulta que, además, el
ser infinito tiene “vida divina” (que constituye, sin duda, la guinda del
pastel, por lo inusitado)”. La verdad es que no sé como comentar esto. La pedantería del pobre
topo en su oscura galería, me deja anonadado. Es cierto que los primeros, los
atributos entitativos, son verdaderos, tan verdaderos que son innecesarios,
puesto que, más que describir lo que Dios es, lo que describen es lo que Dios
no puede ser, por contraposición a lo que es la finitud del mundo. Realmente,
no se trata de que Él sea simple, infinito, inmutable y perfecto, como
pomposamente enumera la teología, lo cual suena a tonta pretensión de conocer
lo que es incognoscible, sino que se trata, más bien, de que Él no puede ser
nada de lo que es el mundo, es decir, ni compuesto, ni limitado, ni móvil, ni
imperfecto. Tratar de atar al ser infinito es siempre peligroso y fatuo. En cuanto a todo lo demás que se le atribuye, piensa el iluso topo,
en su galería, que lo que él sabe es lo mismo que saben todos los seres
animados del planeta. Si el topo tuviera imaginación, pensaría en el hombre
excavando también galerías, y sería lógico, porque no conoce otra realidad. Esto
mismo le acontece al hombre-topo, que imagina un dios que hace las mismas
cosas que él, un dios que tiene las mismas facultades humanas, un dios que
tiene “ciencia” y tiene “voluntad”, es decir, un dios que piensa y decide,
exactamente igual a como lo hacían los dioses antropomorfos del politeísmo
griego. Por lo que se ve, aquella remota edad de los dioses-hombres no ha
desaparecido de la teología en absoluto. ·
Suponer un ser
infinito que, para hacer algo, precisa desarrollar las mismas actividades
igual a como lo hace cualquier hombre, que por un lado “piensa”, luego
“quiere” y por último “ejecuta”, es de una ingenuidad y una torpeza sin
límites. Un dios así no es un dios, no es diferente, es un superhombre
que, en vez de hacer sillas, hace universos, pero nada más. ·
Esto mismo es lo que
nos dice la teología cuando, en su afán de digerir al ser infinito, nos
cuenta, sin ningún rubor, que ese ser infinito tiene “atributos operativos”,
nada menos, es decir, que hace “operaciones”, como las hace cualquier mortal,
y que esos atributos son la “ciencia”,
la “voluntad”, la “conservación”, la “providencia”..... ·
En definitiva, la
teología nos presenta un dios en pedacitos, en el que se distinguen
“facultades” diferentes y que actúa en un laborioso proceso de “operaciones”
diferentes, igual a como lo haría el más humilde de los artesanos,
imaginando, proyectando, planificando, ejecutando. En fin, un dios repleto
de “técnica operativa”. Pretender
conocer al Ser Infinito, extrapolando en él los valores y realidades del
universo finito, es asombrosamente ridículo. Y como los errores llaman a nuevos errores, la equivocación de
proyectar hacia la infinitud los valores de nuestra finitud, establece, de
forma inevitable, alguna clase de comparación entre una realidad y la otra,
un cierto sentido de relatividad en todo lo divino que resulta molesto e
inoportuno. De esto se ha dado cuenta la doctrina y, para salvar
decorosamente el bache, no ha dudado en adjudicar, a los valores que
extrapola desde el más acá hacia el más allá, la condición de que son en
“grado infinito”, con lo cual el teólogo cree haber eludido la relatividad de
cualquier comparación, y cree haber situado la cosa, de forma definitiva, en
el olimpo. Realmente, lo que ha hecho es añadir una blasfemia a otra
blasfemia (blasfemias inconscientes, se entiende). La teología olvida que: Extrapolar,
además, lo del mundo a Dios, pero en “grado infinito”, constituye un
imposible. Lo infinito, por definición, no es magnitud y no tiene grados, ni
pocos ni muchos. En este tema desdichado de la extrapolación, lo que más adhesiones
irracionales suscita es lo relativo a la “bondad”. El Dios de la teología, el
ser infinito de la metafísica, es, ¡faltaría más!, bondad absoluta, porque
claro, puestos a pensar en cómo es ¿Qué
otra cosa puede ser, sino bondad, si nada hay tan excelso como el bien?
Esta puerilidad es de la misma especie que la puerilidad del niño, que piensa
que Dios es su padre porque su padre es lo más grande que conoce. Igual
ocurre aquí: Dios es el bien porque el bien es lo mejor que conocemos. ·
La teología que así
piensa, olvida esa regla de oro anterior, según la cual Dios no es nada de lo
que hay en el mundo, y por lo mismo, nada tiene que ver con la bondad, que es
cosa de la finitud del mundo. El bien es una realidad perteneciente al ámbito
de la finitud, como todo lo que es limitado, no al ámbito de lo infinito. Y
existe, además, en relación al mal, que tiene el mismo valor en cuanto
entidad. No solamente no hay fundamento ninguno para extrapolar nada desde la
finitud hacia la infinitud, es que hacerlo es sacrílego. La
bondad es una realidad limitada del universo limitado, como lo es el mal. El
ser infinito ni es bueno ni es malo, está más allá del bien y del mal. ¿Pero qué le pasa a Tanto le confundió al sabio griego el falso ídolo de la razón que,
en el c.4 del libro XII de su metafísica, afirmó
que, puesto que Dios es el “acto puro” del pensamiento y el pensar es la más
alta expresión de vida, Dios tiene “vida divina”. El descarrilamiento
es total. o
Concibe a Dios de
forma restrictiva: “Acto puro de pensamiento” (Dios reducido a pensamiento). o
Hace una valoración
inaceptable: “Lo más sublime del vivir es el pensar” (en vez del amar). o
Y acaba en una
conclusión perogrullesca: “Dios goza de vida.... pero eso sí, “vida divina”,
otra clase de vida más perfecta que la vida del pobre hombre. Lo de siempre. Seguimos extrapolando lo de aquí hacia allí, pero en
grado sublime. Seguimos adjudicándole a Dios lo de aquí abajo, pero eso sí, elevado
al cubo, para que no se queje. El misterio sin
límites Para lo que voy a decir, me ha parecido perfecto este título, “El misterio sin límites”, porque lo
es en su doble sentido: “Un misterio
tan profundo que no tiene límites”, pero también “Un ser que no tiene límites es un misterio”. No obstante, de las
dos cuestiones que se plantean alrededor de este misterio, una de ellas tiene
solución y deja de serlo, pero la otra se mantiene sin explicación posible. 1.
La primera cuestión
responde a la pregunta: ¿Son posibles
finitud e infinitud a la vez? Por lo dicho hasta ahora, no sabemos en absoluto en qué consiste lo
infinito, pero sí sabemos precisamente eso, que es infinito, que es lo
contrario de la finitud, es decir, que no está limitado, porque los límites
significan no-ser, que es lo contrario de quien es el ser en sí mismo. Y por
la misma razón, tampoco es movimiento, como el mundo, puesto que el cambio
supone pérdida del ser. Esto parece muy claro, pero plantea un gravísimo
problema. Lo
infinito, precisamente por infinito, es lo único existente. Si existiera algo
más, habría un límite entre ellos y ninguno de los dos sería infinito. Esta es la tesis de la corriente de pensamiento panteísta: Nada existe fuera de Dios. Y podríamos
darlo por bueno si no fuera porque nos consta que también existimos nosotros,
y no somos Dios. Entonces ¿qué clase de
convivencia es la que se plantea entre la finitud del universo y la infinitud
del ser divino? La existencia de los dos a la vez parece incompatible. La
hipótesis, al estilo teológico y bíblico, de la creación no es
admisible para solucionar este problema, porque la criatura, por muy criatura
que sea, constituye algo diferente y distinguible de su creador, de manera
que volveríamos al punto inicial, la incompatibilidad de ambas realidades. Y
la otra solución, la de que lo universal no es una creación de Dios, sino una
emanación de Dios, con lo
cual se salva la existencia única de lo infinito, nos hunde en un panteísmo
nada convincente. Sin embargo, contra esta incompatibilidad de la simultánea
existencia de las dos realidades, cabe una objeción tan evidente como
incontestable: Lo
infinito, precisamente por infinito, no tiene limitación ninguna. Si no fuera
capaz de crear algo diferente a sí mismo, eso sería una limitación y dejaría
de ser infinito. A estas alturas, el lector habrá advertido que siempre acabo en
alguna contradicción o situación paradójica. Los dos argumentos son tan
ciertos como incompatibles entre sí. Quizás ello sea buena prueba de que
estoy indagando la verdad desde todos los ángulos posibles, adelantándome a
todas las respuestas que pudieran oponerse contra cada uno de los
planteamientos. No obstante, incluso olvidando este último argumento y
volviendo al punto inicial, si se analiza debidamente, no aparece esa temida
incompatibilidad entre la existencia simultánea de finitud e infinitud. Este
misterio realmente no lo es: ·
El hecho de que lo
infinito sea ilimitado no significa que no pueda existir algo además de él.
La única condición es que ese algo no sea, a su vez, otro infinito,
pues, siendo los dos sin límites, se excluirían entre sí. ·
El argumento panteísta
“Nada puede existir además del Dios
infinito” es absolutamente cierto..... siempre que con él nos refiramos a
otra realidad del mismo rango, a otro infinito. Pero no es en absoluto cierto
si nos referimos a una realidad limitada, como es ·
No obstante, el
planteamiento de los panteístas, negando cualquier otra realidad existente
además del Dios infinito, es infundada, puesto que en ella, como ya es error
habitual, no se han tenido en cuenta los ámbitos de realidad. La finitud
y la infinitud no son contradictorias ni recíprocamente excluyentes,
porque pertenecen a diferentes ámbitos. ·
Por el hecho de que el
universo reciba el ser y lo tenga, no se convierte a sí mismo en el
ser, y no es, por tanto, incompatible con quien es el ser en sí mismo. Releo lo anterior y me doy cuenta de que, manejar conceptos, corre
el riesgo de parecer un mero juego de palabras; pero si se ilustra con un
ejemplo, por otra parte muy conocido, se aleja toda dificultad. Cuando algo
recibe luz y se ilumina, a nadie se le ocurre pensar que ese algo, por ser
ahora luminoso, se ha convertido a sí mismo en luz y que hay ya dos luces a
la vez. La única luz sigue siendo la primera, y ese otro algo iluminado la
tiene porque la ha recibido, no porque se haya convertido en luz también. El
planteamiento, pues, no debe ser si algo puede existir además de lo infinito,
que sí que puede, lo correcto es plantear (si es que se quiere plantear algo)
justamente lo contrario, si algo puede existir sin lo infinito. Y
evidentemente nada existe así. El
ser infinito únicamente sería incompatible con otro ser infinito. Recibir el
ser no convierte al universo en el ser en sí mismo o infinito. En la base de esta confusión del panteísmo: “Si existe lo infinito no puede haber nada más, todo estará dentro de
él”, aparece, como siempre, la inclinación de la mente humana a situar
todo dentro del escenario espacio-temporal. De ahí se deduce inmediatamente
que, si todo el espacio está ocupado por la divinidad, ya no queda lugar
ninguno para situar otra cosa, todo tiene que estar dentro, todo tiene que
ser la propia divinidad. No es así. La infinitud no es un escenario espacial,
es otra realidad que desconocemos y a la que nunca deben trasladarse
conceptos particulares de la finitud universal. 2.
La segunda de las dos
cuestiones pendiente de resolver responde a la pregunta: Si el universo es limitado, ¿con qué limita? Me temo que en este
segundo misterio no vamos a hallar una solución plenamente satisfactoria.
Esta cuestión espinosa constituye el enigma en el que se sumerge, al final,
toda cavilación sobre la finitud del universo: si el espacio-tiempo universal
es limitado, limita….. ¿con qué?
Porque en una realidad física, espacial, no es concebible un límite
que con nada limita, un límite solo es concebible como frontera entre dos
realidades. ¿Qué es lo que parece
forzoso que tiene que haber al otro lado de la frontera de nuestro espacio? ·
La respuesta no puede ser, desde luego, la que parece más a
mano de todas las respuestas posibles:
“Puesto que lo único que existe, además del universo, es lo infinito, y
puesto que, por ser éste sin límites, no hay nada ‘fuera’ de él, el universo
estará dentro del infinito y limitará, por tanto, con el propio infinito”.
Esta respuesta, en realidad, acabo de contestarla en los párrafos anteriores
a éste: o
Lo universal limitará con lo que sea, pero nunca
podrá limitar con lo infinito, porque esto convertiría también a lo infinito
en finitud. Son realidades de diferente ámbito. o
Los límites únicamente pueden existir entre
realidades homogéneas. Solamente entre materia y materia puede establecerse
un límite, pero nunca entre materia a un lado y espíritu a otro, por ejemplo,
dado que éste, no siendo sustancia física, no puede aparecer “al lado” de
nada. o
Puestos a admitir esta relación
finitud-infinitud como una relación contenido-continente (que no lo es), no
cabe imaginar tal situación como una realidad dentro de otra realidad aún
mayor y sin límites. El universo es espacio, pero lo infinito no lo es, de
manera que el universo ni está dentro ni está fuera de lo infinito. ·
La respuesta anterior al problema de los límites
no es válida, pero menos puede serlo esa otra respuesta, tantas veces
esgrimida: “Posiblemente, el universo
limite con la nada”. Quedó ya establecido que la nada no existe, pero
suponiendo que existiera: o
La nada, si existiese, resulta imposible que
pudiera limitar con algo, sea este algo lo que fuere, porque con límites
dejaría de ser la nada para pasar a ser, irremediablemente, una finitud más. o
Al tratar de la nada, ya dejé explicado que
únicamente cabría pensar en ella como un infinito, y que esto tampoco podría
ser porque nos consta la existencia del ser, y dos infinitos, a la vez,
constituyen un imposible. ·
Entre los científicos es relativamente frecuente
(y entre los pensadores menos, pero también los hay) que defiendan hipótesis
que no son defendibles, o para ser más exactos, que son ingenuas. Una de
estas hipótesis sería: “El universo
limita con otros muchos universos todavía desconocidos”. o
En realidad, esta afirmación tan simplista,
colocando innumerables universos unos junto a otros, lo que intenta, de forma
larvada, es satisfacer la pretensión de infinitud y eternidad que es
inseparable del espíritu del hombre. A falta de un Dios eterno, el que no
crea lo suple con un universo eterno. o
El argumento es inaceptable en sí mismo, porque
la suma de todos los universos finitos que se quiera daría una finitud aún
mayor, pero finitud al fin, por lo que volveríamos a la pregunta inicial:
Todo ese montón de universos, que sigue siendo finitud en su conjunto, ¿con
qué limita? Contemplada
como un todo, acabamos de comprobar que la finitud universal ni limita con lo
infinito, ni con la nada, ni con otros universos. El problema sigue en pie.
Para solucionarlo, tampoco vale recordar la irrealidad de la materia. A pesar
de que el universo físico fuera exclusivamente un universo formal, dichas
formas físicas seguirían siendo espacio, aunque un espacio desmaterializado.
La única respuesta válida que nos resta es..... ¡Cuál ha de ser! La de
siempre, la verdad en la que confluyen todos los caminos, la de un universo inexistente
como realidad objetiva, convertido todo él en una triste y pasajera
pesadilla del hombre. Únicamente una Creación estrictamente espiritual, ajena
al mundo de las cosas, soluciona del todo el problema. Lo espiritual no exige
contigüidad con nada. “No hay más filósofo que Él. La sabiduría del
hombre es la luz de la galería del topo”. Con esta cita comencé
y a ella retorno después de tanto rebuscar. La realidad toda es un misterio:
lo infinito, porque sabemos que existe, pero no sabemos en qué consiste; y lo
finito, porque la pura apariencia de lo que con tanto realismo percibimos,
siembra siempre la duda y el desconcierto. El primero de estos dos misterios,
el de la naturaleza de lo infinito, es inabordable para el hombre. En cuanto
al segundo, solamente aceptándolo como una ilusión de los sentidos
desaparece. Si el universo es sólo una apariencia sensorial,
el misterio de sus límites con nada exterior a sí mismo desaparece, pasa a
convertirse en prueba de su no existencia real. --------------------------- Esta publicación está destinada únicamente a interesados
particulares. Prohibida la
reproducción total ni parcial por ningún medio. Todos
los derechos reservados. ©
Gregorio Corrales. |