(Imagen tomada del reportaje “Salvador Dalí”)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I.- La Verdad básica

(Última actualización: 20-04-2017)

 

La verdad básica es algo así como aquello que explica o fundamenta todo lo que viene detrás, algo así como el cimiento de un edificio que está por ser levantado. Resulta obvio que la única verdad “verdadera” no es la que voy a exponer a continuación (que es una verdad filosófico-científica), sino la verdad teológica sobre la que giran las inquietudes de los hombres de todos los tiempos: la existencia o no existencia de Dios. Pero es que, para que llegues a esa verdad única y trascendental, el más adecuado de todos los caminos es que partas de esta otra verdad más modesta, pero singularmente útil. Para que llegues pronto y de forma segura a esa verdad última, ¿existe Dios?, lo más efectivo es que partas de esta otra verdad que tienes más a mano y que es precisamente la opuesta: ¿existe realmente el mundo material que percibes? Por muy inaudita que te parezca esta pregunta, no olvides que también la ciencia moderna se ha pronunciado sobre esto. Léelo en este primer capítulo y sólo así estarás en condiciones de comprender todo lo que sigue.

 

Por supuesto que para ti, si eres creyente, en modo alguno es necesario partir de ninguna verdad básica. Si eres creyente sabes que Dios existe sin necesidad de argumentos ni demostraciones de ningún género. Es algo tan evidente para ti como lo es la existencia de la luz, que sólo con abrir los ojos se comprueba. Abriendo los ojos del alma se percibe a Dios con más evidencia aún que la luz solar con los ojos del cuerpo. Por tanto, para ti, lector creyente, esta verdad básica no es imprescindible, pero en todo caso te servirá para reafirmarte en tu creencia, porque a Él no se llega solamente por la fe, también por la razón. No te estorba, aunque no lo necesites. No obstante, resulta obvio que lo escribo ante todo para los adoradores del mundo. Nada mejor que ponerles delante la tremenda banalidad de su idolatría. Así es que por aquí empiezo.

 

Un molesto problema, como escritor, es volver a escribir sobre lo mismo tantas veces ya escrito. Esto de la no existencia real de la materia puedo intentar volver a contarlo con palabras diferentes a las ya utilizadas otras veces; lo cual, en definitiva, es una pérdida de tiempo. Por eso vas a perdonarme que transcriba aquí lo más esencial del capítulo VI de mi libro La otra filosofía, donde traté este tema. Pero solamente lo más esencial. Sería mi deseo que mejor aparcases este libro que ahora tienes entre las manos, abrieses La otra filosofía y entonces estarías en mejores condiciones de entender todo lo que aquí te diga. ¿Por qué? Porque hay grandes conceptos, como el Ser, o la Nada, que son anteriores a cualquier especulación sobre la existencia de Dios. La filosofía siempre es anterior a la teología. En cualquier caso, lo más esencial de ese capítulo de La otra filosofía dice así, para que no tengas que consultar ese libro si no quieres:

 

¿Materia o espíritu?

 

De la existencia de la materia…. ¿quién se atreve a dudar? Sólo la ciencia moderna y parte de la filosofía, como acabo de anunciarte; pero el común de los mortales te tachará de loco si te atreves a proponer tal cosa. Mirarse al espejo, tocar las cosas y llegar a la conclusión de que puede tratarse nada más que de una ilusión de los sentidos resulta demasiado. ¿Y del espíritu? ¿Qué podemos decir del espíritu? Pues algo tan obvio que nadie se para a pensarlo, esto: pueden privarte de todos tus miembros, incluso de tus órganos internos y conectarte a una máquina, pueden privarte de todo estímulo sensorial, condenarte a una celda oscura y silenciosa, en suma aislarte del mundo…. pero jamás podrá nadie aislarte de ti mismo, desconectarte de la conciencia que tienes de que tú eres tú, eso no es posible porque tú no eres tu cuerpo, eres lo que late dentro de ti: tus pensamientos, tus anhelos, tus recuerdos, tus fobias, tus amores, tu conciencia en suma. Lo más real y evidente para ti no es el mundo material que te rodea, ni siquiera el cuerpo en el que vives, lo más inmediato para ti eres tú mismo, tu propia psique (soplo vital, alma, en griego). Nadie medianamente sensato pone en duda la existencia de lo espiritual.

 

¿Somos entonces dos, el alma y el cuerpo, en vez de uno? Contemplando el universo que nos rodea, ¿no es cierto que también son dos y no uno, por un lado el mundo de las cosas (materia) y por otro el mundo de los actos, los sucesos y las vivencias (espíritu)? A lo largo de los siglos, desde la antigüedad más remota del pensamiento, la balanza se ha inclinado de un lado o del otro, del lado de la materia o del lado del espíritu, según el talante del observador….. pero de todo observador, es decir, de todo hombre, no hace falta ser filósofo ni haber estudiado física, porque hay dos formas de contemplar la realidad, y según con cual de esas inclinaciones nacemos así lo juzgamos todo:

 

·               El ciudadano A está reñido con toda especulación, es positivista y no atiende a más argumentos que los de la pura experiencia. Bien mirado, cabría calificarlo de realista; mal mirado, de torpe e ingenuo. Su mirada no ve otra cosa que el paisaje que tiene delante de los ojos del cuerpo, y no cree, por tanto, en más realidad que el mundo hecho de personas, animales y cosas que pasan y desaparecen. Todo cuanto pueda existir, incluidos los más altos sentimientos, para este tipo de persona es patrimonio de este mundo material que rueda, aunque no sea capaz de explicar por qué rueda ni hacia dónde. Ni es capaz de explicarlo ni le interesa. Él se aferra a esta vida que tiene por delante mientras dure, exactamente igual a como el niño se aferra al chupa-chups sin plantearse que se quedará sin él cuando se lo coma. El ciudadano A es materialista.

 

·               Al ciudadano B, por el contrario, no le interesa lo que tiene cercano, se niega a admitir que todo eso que está al alcance de la mano existe por casualidad y que ese desfile de hombres y cosas por la faz de la tierra, sin sentido ninguno en sí mismo, es así porque es así y no procede preguntar nada. Es el tipo que no se conforma con el paisaje que alcanza su mirada corporal y quiere saber dónde está realmente y por qué ese horizonte es así y no de otra manera. Bien mirado, habría que calificarlo de idealista; mal mirado, de fantasioso. Su irrenunciable empeño es buscar una causa lógica al universo, y como el universo no la tiene en sí, siempre acaba por admitir otra realidad profunda y más allá de esta aparente estupidez del mundo que vivimos. Este hombre, claro, no se conforma con la materia, por mucho que la viva con los sentidos. El ciudadano B es espiritualista.

 

Pero, use las gafas que use para mirar el mundo, cada hombre tiene ante sí solamente dos posibles soluciones: o reconocer la dualidad materia-espíritu y admitirla a regañadientes, decantándose siempre por la primacía de uno de los dos elementos sobre el otro, conforme a su particular modo de ver la realidad, o negarse a reconocer la dualidad y reducirlo todo a uno de esos elementos solamente, sea la materia o sea el espíritu, con la propuesta de que ése, que es único, es fuente del otro. Creo que ha quedado claro: o existen los dos, aunque tan antagónicos, materia y espíritu (lo cual plantea infinidad de problemas), o realmente sólo existe unos de los dos, en cuyo caso el otro no pasa de ser una mera manifestación del primero, o incluso una pura ilusión sin existencia real. Si les preguntas, el ciudadano A te dirá probablemente que es ateo y el B que es creyente, pero a ninguno de los dos se le ocurrirá poner en duda la existencia real de la materia, con lo cual el primero estará absolutamente equivocado en sus convicciones, puesto que la materia no existe; y el segundo, el espiritual, cree, pero sin saber que no puede hacer otra cosa que creer, porque nada de aquí abajo es real.

 

Con este absurdo problema del dualismo nos han mantenido entretenidos hasta el siglo veinte. Desde el mismo Platón, con su “materia” y sus “ideas”, pasando por Descartes, con su “sustancia pensante” y su “sustancia extensa”, y desembocando en Kant, con su “mundo sensible” y su “mundo apriorístico”, el género humano ha pasado los siglos empeñado en reconciliar, en uno solo, un mundo que ve como dos, una realidad bicéfala en la que normalmente acaba por engullir una cabeza a la otra, dependiendo de la personalidad del que mira. Ahora estamos en el veintiuno, pero la comprobación científica en el siglo anterior, en el veinte, de la verdadera solución de este problema, a la sociedad no le gusta y hace como que no se ha enterado de nada. Nadie habla de ello, absolutamente nadie. Aquí, sí; aquí lo voy a recordar en las páginas siguientes. Si eres de los que siguen los pasos de la ciencia ya te habrás dado cuenta de que estoy refiriéndome a la física cuántica. Si no eres de ésos, prepárate a recibir en este capítulo la gran noticia, ésa de la que nadie quiere hablar porque resulta demasiado sorprendente y molesta: la materia no existe.

 

Antes de llegar a esa sorprendente noticia procede algún que otro comentario. La solución que te daría un científico, un neurólogo por ejemplo, a este problema materia-espíritu, sería que la prioridad está en la materia, porque interviniendo en el cerebro con el bisturí se puede modificar o anular la facultad correspondiente, lo cual, según él, es prueba de que la causa está en el cerebro, y que los pensamientos, anhelos y decisiones son la consecuencia. El científico, por razón de su preparación profesional, piensa esto y no se plantea, ni por asomo, lo que se plantea un filósofo, esto otro: si se interviene en el cerebro es simplemente porque el bisturí también es materia, como el cerebro, y puede modificarlo, pero si pudiéramos disponer de un "bisturí" espiritual y lo aplicásemos a la facultad, obtendríamos el resultado inverso, la modificación del funcionamiento del cerebro. Esta última afirmación no es ningún absurdo, ninguna fantasía, los ejemplos que puedo citarte, como prueba de que es un fenómeno reversible, son numerosos:

 

·               El llamado en medicina efecto placebo (ya sabes, la desaparición sintomática de un trastorno físico tomando pastillas “falsas”, y en algunos casos incluso la curación) no es otra cosa que la consecución de un efecto fisiológico, es decir, una modificación de lo puramente corporal (materia) a partir de una convicción o creencia firme del sujeto, lo cual es puramente espiritual. Ahí lo tienes: el espíritu modificando a la materia.

 

·               La neutralización del dolor mediante la segregación espontánea de endomorfinas por el organismo (materia), tan frecuente en situaciones límite, es producida precisamente por la propia situación límite, como es, por ejemplo, la convicción personal de hallarse en un gran peligro (espíritu).

 

·               Un deseo firme de vivir, de “agarrarse a la vida” (espíritu), se traduce con frecuencia en una curación inverosímil (materia), verdad de la cual tiene tan amplia experiencia la medicina.

 

En el supuesto de la existencia de una única realidad, la hipótesis de que lo espiritual es una mera manifestación de lo físico y no al contrario, constituye un apriorismo sin fundamento, puesto que nos consta la interrelación de los dos en paridad.

 

Cada vez parece más evidente que ese planteamiento de dos realidades efectivas diferentes, materia y espíritu, ha constituido el problema matriz nunca resuelto por el pensamiento. El empeño en fundirlas en una sola cosa en cuanto sustancia (por ejemplo, el concepto sustancial hombre) resulta tan forzado que chirría. No puede darse una oposición más frontal y absoluta entre ambas realidades, lo que atañe al alma y lo que atañe al cuerpo, por muy perfecta que sea la unión. Aunque las dos coinciden en que ninguna de ellas tiene el ser por sí misma, sino que lo tienen porque lo han adquirido, las dos presentan, ya en su origen, una radical oposición en la forma de adquirirlo: una de ellas, la materia, ha heredado el ser por generación; pero la otra, el espíritu, lo ha recibido por creación, según la explicación siguiente:

 

·        Lo material, en este caso concreto lo corporal de un ser vivo, consiste en una composición o nueva unión de elementos que ya preexistían en la naturaleza por separado. Por la corrupción, cuando la materia es orgánica, o por la desintegración, cuando es inorgánica, estos elementos son liberados otra vez a la naturaleza, en la cual continúan su existencia por separado, pudiendo dar lugar a nuevos cuerpos físicos por posterior composición. Lo material está sujeto al incesante movimiento composición-descomposición, constituyendo una cadena de transformaciones sujeta a las leyes de la causalidad biológica.

 

·        Lo espiritual, sin embargo, no consiste en una nueva composición de lo ya preexistente y descompuesto, como es el caso de lo material. El espíritu no está construido con retazos de otros espíritus anteriores ni, al cesar, sus “partes” van a parar a ningún fondo común (como en el caso de la materia), desde el cual puedan volver a integrarse en otros nuevos espíritus. Lo espiritual, aunque finito y medible, no es nueva composición de nada ya preexistente, recibe el ser por creación singular desde la “nada” y constituye un ser único, no susceptible de repetición, al contrario de lo que ocurre en lo material.

 

Eso que consideras tan personalísimo, tu cuerpo, no es otra cosa que un perfecto reciclaje de materiales ya existentes y, una vez que tú concluyas tu ciclo vital, regresarán al fondo común de la naturaleza, listos para nuevas composiciones corporales de otros tantos seres vivos. Sin embargo, ni tus pensamientos ni tus deseos ni tus recuerdos ni cualquier clase de vivencias existían antes de que tu espíritu los haya creado, ni tampoco vuelven nunca a ningún fondo común desde el que “fabricar” con ellos nuevas almas. Todas esas experiencias son creaciones únicas e irrepetibles, como igualmente es única e irrepetible cada alma que las experimenta. Todo esto lo comprende cualquiera. Y para hacer hincapié en este abismo que media entre materia y espíritu, entre cuyos bordes ha intentado siempre el pensamiento tender puentes sin éxito, creo que es oportuno un breve recuerdo de lo que es el hombre, cenit de lo espiritual, frente al resto del mundo y de los seres que en él hay, mejores representantes de lo material. Se puede resumir en los tres párrafos siguientes a éste.

 

Es evidente que mi perro no sabe lo que es el trabajo porque jamás ha concebido un proyecto, una previsión. Eso sí, sabe quien es su amo, donde está su comida y por donde se sale a la calle; pero, a pesar de tanta agudeza, no tiene ni la más remota idea de su propia identidad. Mi perro tiene la terrible limitación de poder mirar solamente desde dentro hacia fuera. Contempla el mundo, pero no se contempla a sí mismo dentro del mundo, no tiene conciencia de sí. Únicamente el hombre tiene capacidad de desdoblarse, de situarse fuera de sí y autoobjetivarse. Y con ser esto sorprendente, más sorprendente aún es que tal derroche le viene precisamente de una carencia. Quiero decirte con esto que el hombre tiene inmensos problemas, pero el más monumental de todos es que está en la naturaleza, pero no es de la naturaleza. De esta carencia de naturalismo le viene precisamente ese derroche de ser capaz de mirarse desde fuera, como en espejo, y sumirse en el sentimiento trágico unamuniano, sentimiento del que ni siquiera tiene noticia mi perro.

 

Únicamente el hombre tiene capacidad de desdoblarse, situarse fuera del mundo y contemplarse a sí mismo dentro del mundo. Mayor autonomía espiritual, imposible.

 

Y como eso de que “está”, pero “no es”, puede sonarte aventurado, mejor aclararlo. Que está en el mundo no ofrece dudas. Su morada es ésta, es inquilino aquí. Pero que no es del mundo también resulta evidente por este montón de consideraciones que siguen: el hombre es el único ciudadano del planeta que se salta las leyes naturales y nada contra corriente; en vez de trabajar por el orden establecido, que es el orden natural, se siente libre para hacer “otra cosa”, la que estime oportuna en cada momento; trae bajo el brazo otro orden que es una ruina en cuanto a la conservación del planeta: moralidad-inmoralidad, bien-mal…. de manera que pone a la madre tierra patas arriba continuamente; sus diferencias con el resto de los animales son escandalosas: nace desnudo, radicalmente indefenso, pasa por una larguísima niñez, carece de instintos, todo tiene que aprenderlo, incluso aquello que los animales saben desde el nacimiento, como nadar..... ¿Para qué seguir? El hombre está en la naturaleza, pero está contra la naturaleza.

 

La causa de este “estar en el mundo”, pero “no ser del mundo” resulta obvio que no se debe al cuerpo, que es pura materia como el de los demás animales, ni tampoco al espíritu en cuanto “principio vital” que ánima ese cuerpo, también semejante a las demás ánimas, sino al espíritu en cuanto superior, en cuanto quintaesencia propia sólo del hombre, el espíritu en su sentido más estricto. Si este espíritu está más allá del orden natural, que es el orden de la materia: ¿Cómo puede ser reconciliado con ella? ¿Cómo puede intentarse, tan denodadamente y a lo largo de tantos siglos, un maridaje tan profundamente antinatural? ¿Cuál es el punto por el que suturar lo que está tan dividido?

 

Todas estas preguntas se resuelven si nos hacemos una nueva y mucho más coherente: ¿No será que ese maridaje, tan antinatural, realmente no existe porque no hay dos contrayentes, sino sólo uno? Vengo insistiendo en los párrafos anteriores en la dificultad de ensamblar en una sola realidad (ser vivo) la radical dualidad materia-espíritu, tan radical que la historia ha llegado a enfrentar abiertamente las dos posturas entre los pensadores. El desacuerdo entre los ciudadanos A y B ha trascendido la esfera del pensamiento y se ha plasmado en dos explicaciones absolutamente antagónicas del universo: para los materialistas solamente existe materia, para los espiritualistas solamente existe espíritu…. Hasta que un Premio Nobel, el señor Planck, ha puesta a cada cual en su sitio con su física cuántica. Veamos.

 

La alteridad entre materia y espíritu es tan radical que el empeño en reducirlos a una sola realidad sustancial en el ser vivo nunca ha convencido.

 

La solución materialista

 

Marx y Engels son los responsables de una teoría monista, conocida como el Diamat o dialéctica materialista, que pretende explicar toda la realidad a partir de la materia como sustancia única; justamente lo contrario de las tesis espiritualistas. De forma muy esquemática, para no aburrir, dice lo siguiente esta teoría:

 

·        Solamente existe la materia, que es infinita y eterna (la pura materia, sin formas). La materia, por tanto, corresponde al “ser” de la metafísica. Pero añade una precisión que es llamativa por la contradicción que encierra, y que luego explicaré: la materia, pura e infinita, está compuesta de cosas finitas (cosas materiales), el conocimiento absoluto está compuesto de conocimientos particulares, lo infinito se conoce en lo finito.

 

·        La materia es interactiva, está constituida dialécticamente. El idealista Hegel, con su método dialéctico “tesis, antítesis y síntesis”, superó el principio de contradicción, de forma que de una idea y de su contraria, aunque contradictorias, lo que surge es una verdad conciliadora y superior. Éste mismo fue el método aplicado por Engels al materialismo para explicar el movimiento, tanto del mundo como del pensamiento (dialéctica objetiva y dialéctica subjetiva).

 

·        La materia en movimiento es “interactiva”, y esa acción de la materia sobre la materia es la “reflexión”, fenómeno que explica toda la realidad así:

-                En cuanto a la materia inerte, por ejemplo, la interacción de una bola de billar sobre otra produce un efecto mecánico (reflexión).

-                En cuanto a la materia orgánica, por ejemplo, la interacción exterior de la materia (luz) provoca la interacción estructural de las células y tejidos nerviosos del ojo (reflexión física) y la copia o reflejo mental (reflexión psíquica)

 

·        El pensamiento, por tanto, sólo es una reflexión (reflejo o copia) de la realidad material, un “epifenómeno de la materia”.

 

Ésta constituyó la tesis primera del materialismo, la que ha sido llamada como “tradicional”. Pero, como era de prever, la lluvia de objeciones fue obligando a sus ideólogos a ir reformando su catecismo por vericuetos a veces pintorescos. El más inmediato de los reparos fue en el sentido de que “Si lo psíquico es un puro epifenómeno de lo físico, entonces la psicología sobra, sólo existe la fisiología”. Y ante esta verdad, el pensamiento materialista se vio forzado a improvisar su primer salto en el vacío:

 

1.      La materia es una, pero tiene dos caras: lo físico y lo psíquico, es decir, dos efectos diferentes cualitativamente dentro de esa única realidad. Esto no significa que haya alma, significa que dentro de la materia hay también lo psíquico o subjetivo.

 

La contrarréplica no se hizo esperar: “Pero si lo material y lo psíquico son dos procesos paralelos, dos caras de una única realidad, si la dialéctica subjetiva es isomorfa con la dialéctica objetiva, entonces solamente puede existir la verdad, nunca el error o la falsedad”. ¡Problema! Los pensadores materialistas se vieron obligados a realizar un segundo salto tan audaz como el primero, que dice así:

 

2.      Debido a la creciente complejidad evolutiva de la materia, aunque la reflexión sea siempre perfecta, eso posibilita errores en el lado subjetivo.

 

He empleado la mayor de las concisiones en contarte lo esencial de la teoría materialista, y voy a emplear la misma brevedad en el comentario de ella, porque entiendo que algo tan insostenible no merece más, y ni siquiera es comprensible que el resto del pensamiento occidental haya perdido nunca el tiempo (como yo mismo estoy haciendo ahora) en el estudio de algo así. Un sistema filosófico que se edifica sobre un postulado tan imposible como el aquí expuesto, no merece realmente atención ninguna. Políticamente, sentimentalmente, el materialismo dialéctico puede suscitar todas las adhesiones que se quiera, cuya crítica no es el objeto de este libro; pero en cuanto teoría o sistema filosófico no puede arrancar de mayor ignorancia de la que arranca:

 

·       Comienza por evidenciar confusionismo cuando distingue entre “infinito” y “eterno”, puesto que los cita como si se tratara de dos cosas diferentes. Decir de algo que es infinito y además también es eterno, es lo mismo que afirmar que ese algo es infinito y, además de infinito, es infinito. La eternidad no es otra cosa que una forma de la infinitud, por referencia al tiempo del mundo. Lo infinito lleva incluido, forzosamente, lo eterno.

 

·       Arranca toda la teoría de una supuesta “verdad básica”, en la que se afirma que “La materia es infinita”; y esto, sencillamente, es arrancar de una profunda contradicción que invalida la teoría entera. La materia es una magnitud, es algo cuantitativo, algo compuesto de partes y, por lo mismo, con un principio y un fin; y justamente lo infinito es todo lo contrario, es lo que no es magnitud, lo que no esta compuesto de partes, lo que no tiene principio ni fin. Para que aprecies mejor el disparate, el enunciado “La materia es infinita” puede ser reemplazado, porque tiene el mismísimo significado, por este otro: “La finitud es infinita”

 

·       Y para remachar este sangrante clavo, todo seguido, afirma sin rubor que “La materia infinita está compuesta de cosas finitas”. ¿Cómo puede lo infinito estar compuesto de nada si, por definición, lo infinito no tiene partes, no es composición? Una composición sólo puede ser de cosas finitas y sólo puede dar por resultado más finitud. Pero la pregunta que acabo de hacer con tanta extrañeza debería ser más bien ésta otra: ¿Cómo es posible que el pensamiento occidental haya discutido y haya elevado a la categoría de idea algo tan profundamente infundado y gratuito?

 

En cuanto a los inventos reflejados en los puntos 1 y 2, resultan tan inverosímiles y forzados que sobra todo comentario. Es mejor añadir una anécdota del propio pensamiento materialista que redunda en su profunda ignorancia: “El hombre primitivo era materialista, y si surgieron de forma antinatural las religiones fue debido a la aparición de la división de clases, con el fin de perpetuar la explotación de unas clases sobre otras”. Tampoco tiene desperdicio. El problema consiste en que ese hombre primitivo, tachado de “materialista”, ya enterraba a sus muertos y lo hacía con ofrendas, lo cual revela de forma inequívoca su creencia en lo espiritual y eterno. Y también es un problema que la religión haya existido desde que el hombre es hombre, desde que pisó la tierra (animismo), un montón de siglos antes de la aparición de las clases sociales.

 

El materialismo hace gala de una ignorancia escalofriante, desconoce las verdades más básicas del pensamiento, como los conceptos de finitud e infinitud.

 

Al margen de este desafortunado planteamiento teórico de Marx y Engels, existen otros tipos de planteamientos más concretos y realistas que suscitan mayores dudas y que entiendo merecen mayor atención. Uno de ellos es la firmeza con la que los materialistas se aferran a las “evidencias” prácticas del tipo de las defendidas, por ejemplo, por algunos neurólogos: “No existe mente, sólo existe cerebro”. El comentario sobre estas pretendidas “evidencias” puede ser el siguiente:

 

1)     Toda organización, interdependencia y coordinación entre las partes diferenciadas de un todo exige, forzosamente, una dirección central del todo respecto de sus partes, confiriendo unidad al conjunto. En otro caso, no habría un todo unitario, habría un caos.

 

Supongo que tú, como lector, no puedes poner en duda esta verdad axiomática. Una vez admitida, lo que añado ahora sobre ella es un hecho científico:

 

2)     El cerebro es un conjunto complejísimo de interrelaciones entre sus partes físicas, que no son homogéneas. Constituyen una estructura diferenciada, en la que cada región del mapa cerebral rige y controla una función concreta, de manera que una lesión localizada produce la pérdida de una facultad determinada (vista, oído, memoria, etc), pero puede no afectar al resto. Por otra parte, el hipotálamo y el bulbo raquídeo controlan la vida vegetativa, de manera que pueden perderse todas las facultades y continuar la vida en estado inconsciente, como sabes por tantos casos reales.

 

La verdad primera la admitiría cualquier pensador, y esta afirmación de ahora supongo que la admitiría cualquier neurólogo porque, con mayor o menor fortuna, acabo de repetir lo que ellos mismos enseñan. La controversia se iniciaría con esta irremediable pregunta que hago ahora:

 

·        Puesto que en el cerebro hay tantos controles parciales, uno por cada función, ¿dónde reside el control de controles, el director supremo que todo lo armoniza? Porque, evidentemente, si cada instrumento tocase por su cuenta no habría una orquesta, es decir, no habría un ser vivo, habría un caos. No puede mantenerse, en modo alguno, que el sujeto, el yo, sea la pura suma de todas esas interrelaciones, cada una funcionando por su cuenta, porque una suma, pura y dura, produce un todo arbitrario, no una unidad funcional. Así es que insisto: ¿Dónde reside el control de controles, el director supremo que todo lo armoniza? Aquí surge lo gordo: la ciencia no ha sido capaz de localizarlo nunca.

 

Según el neurólogo “No existe la mente, sólo existe el cerebro, que es un conjunto de neuronas, pura materia”. Pero es que el neurólogo solamente ve lo que está capacitado para ver, según su formación académica. Un neurólogo nada más ve neuronas. Pero resulta que la lógica ve bastante más que eso. Aplicando la verdad básica del punto 1) al hecho científico del punto 2), lo que resulta es muy diferente.

 

·        En virtud de la verdad del punto 1), la organización, interdependencia y coordinación entre las partes somáticas y funcionales del cerebro de un ser vivo, exige la existencia de una dirección central, es decir, de un “algo” diferente y superior a las propias facultades y capaz de gobernarlas, confiriendo unidad al todo.

 

·        Sin embargo, la ciencia no ha sido capaz de localizar ese supremo director en ningún punto concreto de la masa cerebral.

 

·        Si el director necesariamente existe, pero no es materia, puesto que no tiene localización ninguna, no cabe más opción que admitir que es espíritu.

 

He comenzado por el cerebro para abreviar, pero el resultado puedes hacerlo extensivo a todo el organismo. El ser vivo es un conjunto de órganos perfectamente diseñados y coordinados para constituir un todo funcional, cuyo cometido es la ejecución del fenómeno “vida”. El control y coordinación de ese todo funcional radica en uno de los órganos, el sistema nervioso, cuya máxima especialización es el cerebro de los animales superiores. Dentro de ese cerebro se repite el mismo organigrama: la distribución de una serie de lóbulos o partes, coordinadas entre sí, que rigen los diversos órganos y funciones del resto corporal. El control y coordinación de ese todo funcional llamado cerebro exige la existencia de un centro de dirección, porque, en otro caso, el cerebro no sería un todo organizado, sino caótico, el organismo entero no sería un todo funcional y el ser vivo, como tal, no existiría. Pues bien, ese Centro Director de todo el conjunto no está localizado en ningún punto concreto del cerebro ni, menos aún, del cuerpo. Si no tiene localización ninguna es que no es materia, sino espíritu. A eso es a lo que llamamos alma.

 

El “Centro Director” del todo funcional llamado cerebro y, por ende, del todo funcional llamado ser vivo superior, no tiene localización ninguna en el mapa cerebral, luego no es materia, es espíritu. El alma no es ningún “epifenómeno” del cuerpo, sino el titular que lo rige.

 

La solución espiritualista

 

En este problema materia-espíritu, la filosofía ofrece corrientes muy diversas. Una es la que defiende que la única sustancia existente es la espiritual, llamada monismo espiritual, defendida por pensadores como Leibniz. Otra es la que afirma que lo que captan los sentidos no son "cosas", no son materia, son solamente fenómenos, llamada empirismo fenomenista y defendida, entre otros, por Hume. Y aún cabe encontrar otros pensadores que participan tanto del espiritualismo como del empirismo, con su "espíritu que percibe fenómenos, pero no materia", como es el caso de Berkeley. Aunque sobre presupuestos muy dispares, todas esas corrientes filosóficas tienen un aspecto parcial en común: "la materia no existe como sustancia", unas porque niegan su existencia abiertamente (espiritualismo) y otras no porque la nieguen expresamente, pero sí porque rechazan la certidumbre de su existencia (fenomenismo).

 

Para tu experiencia, por supuesto, el universo material no es ninguna apariencia, es toda una realidad. Pero el problema está en que tu experiencia solamente te da fe de un fenómeno sensorial, nada más. Y como tus sentidos, autores de la percepción, son, a su vez, parte de esa misma realidad que percibes, es decir, son también materia, resulta que la realidad material que percibes no es percibida por un observador independiente de ella, sino por algo (sentidos) que son parte del proceso y cuyo testimonio no vale. La conclusión, por tanto, es desalentadora, a pesar de la aparente “evidencia” del mundo físico. Para certificar la existencia real de algo se precisa la doble realidad de un sujeto observador y de un objeto observado, requisito científico que en la experiencia sensible no se da, puesto que observador y observado, sentidos y cosas, son la misma realidad. Este fallo es definitivo en sí mismo. No es suficiente para negar la existencia de lo material, pero tampoco certifica que exista, simplemente deja a la materia en el limbo de lo no constatable.

 

No obstante, incluso dando por buenos los datos sensoriales, tampoco arreglas el fracaso. La primera forma en que concibió la ciencia esa porción elemental mínima, llamada átomo, consistía en algo que era “uno, macizo y estático”, como bien corresponde a una unidad mínima, y que además era diferente de unas sustancias a otras. Luego se comprobó que nada más lejos de la realidad. La ciencia siempre acaba descubriendo que antes estaba equivocada. El átomo ha resultado ser una estructura prácticamente hueca, no maciza, y además en movimiento interior, no estática, al estilo de un diminuto sistema planetario, en el que los planetas (electrones) giran sin cesar alrededor de una estrella central (núcleo).

 

Los datos que se han ido conociendo después sobre esta “inconsistencia” del mundo físico son estremecedores, hay que echarles una enorme imaginación, porque si el núcleo del átomo, en vez de ser microscópico, tuviera un centímetro de diámetro (una bolita insignificante) le corresponderían electrones situados a cinco kilómetros de distancia. Más datos en el mismo sentido: si núcleo y electrones se precipitaran en el centro, la pérdida de volumen y aumento de densidad del mundo físico sería del orden de mil billones. ¿En qué quedaría nuestro planeta Tierra si fuera reducido mil billones de veces? Definitivamente, esto que te parece tan compacto y tan sólido resulta ser un inmenso “hueco”, un inmenso globo prácticamente vacío.

 

Esta estructura hueca de la materia y las fuerzas que mantienen el movimiento interior de los electrones en torno al núcleo de cada átomo, descubierto todo ello por la ciencia, ha venido a coincidir en lo esencial con la tesis dinamista defendida por Leibniz (siglo XVII), dentro de la línea filosófica del espiritualismo. La tesis de Leibniz considera que lo que subyace bajo la apariencia sólida de las cosas es una realidad puramente dinámica, un conjuntos de fuerzas, energías o principios activos cuya resistencia a la percepción sensorial es lo que produce el efecto engañoso de tratarse de algo verdaderamente tangible y macizo. Leibniz es el autor de una demostración lógica tan peculiar como certera sobre la “nadería” de la materia. Basándose en la irrefutable verdad de que “la parte es anterior al todo”, elaboró el siguiente razonamiento:

 

·        La parte siempre es anterior al todo. Un todo necesita de partes previas para poder constituirse, mientras que cada una de las partes no necesita al todo para nada.

·        Cualquier materia es un todo divisible en partes.

·        Si la parte es anterior al todo, la materia ha de comenzar necesariamente en “partes”, no en “todos”.

·        Si la materia comienza en partes, es que estas partes son indivisibles, pues si se pudieran dividir serían también todos, no partes.

·        Si las partes en las que comienza la materia son indivisibles es que no son materia, pues si fueran materia serían divisibles.

·        Luego la materia está constituido por partes que, paradójicamente, no son materia, no son nada.

 

Como ves, ciencia y filosofía confluyen en los mismos resultados: la materia ni es maciza ni es inerte, es una especie de “vacío” en movimiento interior, concepto que viene a recordarnos que, en definitiva, nada tiene de extraño, puesto que la materia no es otra cosa que acumulación de energía. Pues entonces preguntémosle a la ciencia: y la energía ¿en qué consiste?.... Y resulta que no puede darnos ninguna explicación cabal porque no lo sabe. La detecta y la estudia por sus efectos, entre ellos el más primordial de todos, la aparición del universo. De la energía desplegada en el Big-Bang tenemos este mundo. Pero cómo y de dónde apareció esa energía tan portentosa…. ¿?

 

Indagando, indagando, no acabamos de encontrar el acta de nacimiento de esta criatura. Del análisis de lo que es la materia hemos caído en la energía como su origen, y buscando el origen de la energía hemos caído en la nada. La conclusión desalentadora (¿o quizás maravillosa?) es que detrás del fastuoso espectáculo universal que tienes delante no hay nada, una pura entelequia de los sentidos. Pero si nos dejamos de rodeos y en vez de indagar en los contenidos de la finitud (materia, espacio, energía….) nos vamos directamente a la realidad matriarcal de todas las realidades, es decir, a la propia finitud, el análisis confirma plenamente esta alarmante sospecha de estar ante una pura ilusión. El razonamiento lógico es así:

 

·        Finitud, por definición, consiste en aquello que es limitación, magnitud, cosa medible constituida por una suma de partes que la integran.

·        Ese número de partes que la integran, obviamente, no puede ser infinito: lo primero, porque lo infinito no admite ser sumado, y lo segundo, porque su hipotética suma nunca produciría una finitud, sino, en todo caso, la infinitud.

·        Con esto hemos llegado a la primera conclusión, la cual va a resultar fundamental en el razonamiento: toda finitud está constituida por un número de partes que es necesariamente limitado. Nada puede ser dividido indefinidamente (salvo para la matemática, porque es una ciencia teórica)

·        Si el número de partes de la finitud es limitado, es que se trata de partes que son mínimas o elementales y que ya no admiten otras inferiores.

·        Sin embargo, también es cierto que ese número limitado de partes que constituyen la finitud, por muy mínimas y elementales que sean, son, a su vez, finitud y, como tal, son magnitud y pueden ser nuevamente divididas.

·        Al efectuar esta última división (necesariamente posible), las nuevas partes obtenidas ya no pueden ser también finitud, puesto que ya habíamos agotado el número de partes elementales que la constituyen.

·        Si las nuevas partes obtenidas en la última división posible de la finitud resulta que ya no son finitud en sí mismas, y puesto que no pueden ser ninguna otra cosa, es que la finitud está construida con…. ¡nada!

 

No te asustes, no es ninguna novedad, esta enorme verdad ya está en el credo religioso del monoteísmo: Dios hizo al hombre y al mundo de la nada. En el origen de toda finitud, material o espiritual, está la mano de Dios que otorga el Ser a lo que no existía, a lo que no era. Pero insisto, no te asustes, porque el hecho de que tanto materia como espíritu sean los dos finitud no significa que estén a la misma altura. En el primer apartado de este capítulo, ¿Materia o espíritu?, te he recordado la radical diferencia entre uno y otro: mientras que cada alma es creación directa de Dios y ha sido creada para vivir la eternidad, la otra finitud, la materia, el universo todo, es la creación de un espejismo temporal en el que el alma cree estar viviendo.

 

La división sucesiva de la finitud desemboca en partes que no son finitud, que no son nada. El análisis filosófico converge con la verdad teológica: Dios hizo al hombre y al mundo de la nada.

 

Tanto la argumentación de Leibniz como esta otra tienen la misma base conceptual, las dos son impecables y las dos confluyen en un mismo resultado final. Pero, a pesar de su correcta construcción, las dos pasan por una verdad que constituye un punto de polémica, y así lo ha entendido la mitad de los filósofos (y probablemente también tú, como lector). Me estoy refiriendo a esa afirmación de que “... en la última división posible se obtienen partes que ya no son materia”. Surge inevitablemente la polémica porque, con la misma evidencia que antes se había obtenido esa certidumbre, se puede obtener también la contraria. Frente a ese primer argumento filosófico de la realidad sólo aparente del mundo material, se ha venido oponiendo, también por parte de la filosofía, otro no menos demostrativo de todo lo contrario:

 

·        Argumento de contrario: Esas partes o unidades últimas de cuya unión resulta la materia, por muy mínimas que sean, son magnitud, y toda magnitud es nuevamente divisible, dando a su vez nuevas partes que volverán a tener cierta magnitud y serán otra vez divisibles, de manera que el proceso se repite indefinidamente sin llegar nunca a producir partes que no puedan dividirse por no ser magnitud. Según esto, la serie de divisiones se pierde en lo infinito y nunca acaba de hallar un principio que sea la “nada”, como antes hemos obtenido.

 

Está claro que ambos argumentos no pueden ser verdaderos desde el momento en que arrojan resultados contradictorios. Y efectivamente no lo son, es falso este último. Planck, con su física, ha venido a demostrar que esa división indefinida que se pretende no es posible, que las unidades mínimas e indivisibles existen y las bautizó con el nombre de cuantos. Pero éste es un libro de filosofía y teología y no precisa de la física de Planck para resolver el problema. La comprobación práctica de la verdad del primero de los planteamientos y de la falsedad del segundo está al alcance de cualquiera, y concretamente la filosofía lo puso de relieve, no en el siglo veinte, como la ciencia, sino desde los albores del pensamiento. Es célebre el Aquiles y su tortuga, del sabio griego Zenón de Elea. Aquí te lo voy a contar con un ejemplo más a mano, pero idéntico en el fondo conceptual:

 

·        Si una distancia (u otra magnitud cualquiera), pudiera dividirse indefinidamente (como pretenden los que defienden una materia infinita), jamás podríamos alcanzar la puerta de la habitación, pues, por mucho que nos desplazásemos en dirección a ella, si lo que nos queda en cada momento para alcanzarla siempre fuera nuevamente divisible, jamás se acabaría esa distancia y nunca alcanzaríamos la puerta...... lo cual sabemos, por simple experiencia, que no es cierto en absoluto. Todos acabamos alcanzando la puerta.

 

La razón por la que es falso el segundo de los planteamientos consiste en que olvida la clave expuesta unos párrafos más arriba. La posibilidad de dividir una cantidad infinitamente es una posibilidad matemática, efectivamente, pero es que la matemática no es una ciencia experimental, es una ciencia exclusivamente teórica, y como tal, todas sus operaciones siempre parten del supuesto de que hay una realidad cuantitativa sobre la que operar, aunque en realidad no la haya. A la matemática le es indiferente que la distancia hasta la puerta de la habitación se haya agotado o no se haya agotado de hecho. Una vez llegado al cero, la matemática sigue dividiendo de forma indefinida, simplemente añadiendo decimales por detrás del cero. En la realidad, sin embargo, cuando has llegado a la puerta de la habitación, la distancia se ha agotado, se ha hecho cero y ya no hay más “partes” que dividir. El único planteamiento al fin válido, por tanto, es el primero.

 

Aquiles alcanzó irremediablemente a su tortuga y tú alcanzas irremediablemente la puerta de la habitación. Las partes mínimas de una magnitud no son infinitas, son limitadas, y al dividirlas la última vez se obtiene “nada”. La magnitud, la finitud, el mundo entero es una pura apariencia.

 

La solución científica

 

Hay un principio físico, sobradamente conocido, que asegura que la energía ni se crea ni se destruye, solamente se transforma Así, por ejemplo, la energía consumida en elevar un cuerpo en el espacio no se ha perdido, continúa transformada en energía potencial dentro del cuerpo, la cual se desarrolla nuevamente, como energía cinética, al dejar caer dicho cuerpo a su posición inicial; o lo que es lo mismo, el trabajo consumido para elevarlo es devuelto por el cuerpo, al caer, en nuevo trabajo que puede ser aprovechado con otros fines. Ni tenemos más ni menos energía que antes, la tenemos, simplemente, transformada.

 

Esto es lo que decía la ciencia hasta ahora, pero las cosas han cambiado. Hoy se ha comprobado que en esas transformaciones de energía una mínima parte se pierde, como igualmente se ha puesto en serias dudas la hasta ahora pretendida constancia de la velocidad de la luz. Todo esto coincide con mi tesis de que el universo entero está en decadencia y acabará muriendo por agotamiento. La energía claro que decae y la velocidad de la luz también, lo que sucede es que esa decadencia es tan insignificante que harían falta millones de siglos para evidenciarla (ver Nueva visión del Universo). Sin embargo, cuando las leyes tenidas por inamovibles se desmoronan, la tozudez de algunos científicos en mantenella y no enmendalla es evidente. He oído a un físico defender la inaudita tesis de que esa mínima parte de energía no es que se pierda, sino que “se inutiliza”, es decir, trata a la energía como si fuera algo real cuya presencia efectiva pudiera ser comprobada por otros medios, pero que se ha vuelto “inútil” en cuanto a sus efectos, tesis imposible, por esto.

 

·      La física sigue hoy sin saber qué cosa es exactamente la energía. Se manifiesta de múltiples maneras (cinética, térmica, eléctrica, nuclear, etc), pero nadie ha sido capaz de fijar su naturaleza, nadie ha podido definirla, la ciencia no la conoce, sólo la detecta, sólo conoce su existencia a partir de los efectos que produce; es decir, vemos que se producen efectos y deducimos que son producidos por algo, por una secretísima entidad a la cual bautizamos como energía. Y de ello, a su vez, no tenemos más constancia que la de los sentidos. Resumiendo: la energía no es nada concreto en cuanto sustancia, es una pura capacidad, una pura potencia, un puro poder de producir efectos observables. Este concepto, o casi mejor "no concepto", debe quedar bien claro.

 

A la luz de esta explicación, puedes comprender ahora la extravagante postura de ese físico (y tantos otros) que mantenía que la energía pueda volverse “inútil”, porque si nadie sabe qué cosa es realmente la energía ni se la puede detectar por ningún medio que no sea, precisamente, por los efectos que produce, presumir que sigue existiendo, aunque no produzca efectos, es verdaderamente pintoresco. Si “se ha vuelto inútil”, esto es señal de una sola cosa, de que ha desaparecido. La tozudez de algunos físicos en mantener la vigencia de algunas leyes fundamentales de la ciencia, aunque se demuestre su falacia, les lleva a suponer explicaciones que son un auténtico atentado contra la lógica racional: ¿En base a qué puede suponerse que sigue existiendo, pero se ha vuelto inefectivo, aquello que únicamente es detectable por sus efectos y nada más que por sus efectos?

 

Por otra parte (dejando el inciso anterior), también dice la ciencia física que la materia no es otra cosa que una acumulación de energía, lo cual es evidente y queda probado en el inmenso desprendimiento de ésta cuando se desintegra la materia en los experimentos nucleares. Podrías decir que la materia no es otra cosa que energía "hecha visible". Así es que, mirando nuestro planeta, con sus inmensos océanos y continentes, y mirando luego al gigantesco universo, plagado de astros organizados en galaxias, y éstas en cúmulos, etc, no estás contemplando otra cosa que la primitiva y concentrada energía de la Singularidad inicial (Big-Bang), que se ha desplegado y se ha hecho tangible.

 

Bien. Ya tienes que, a pesar de que la materia puedes tocarla y verla, no es otra cosa que energía acumulada, pero también tienes que la energía no es nada concreto, es únicamente una capacidad de producir determinados efectos, entre ellos, precisamente, el de acumularse bajo la forma de materia. Entonces, ante tus ojos de pensador (no ante los ojos de un científico, claro) ¿A dónde nos ha conducido realmente la ciencia? ¿En qué se nos ha quedado, a fin de cuentas, el universo material? En nada que sea un soporte, que sea un substrato, que sea una sustancia o naturaleza determinada, se nos ha quedado en una pura "capacidad de producir efectos sensibles". Por lo pronto, decir que es una "capacidad" es no decir nada, pero si encima esa capacidad es para producir “efectos sensibles” únicamente, la oscuridad es total, ya que lo sensible acredita sólo que existe para los sentidos, no acredita que exista realmente fuera del ámbito de los sentidos.

 

Una interpretación estricta de lo que la ciencia dice que es la materia-energía no conduce a definirla como nada sustantivo, sólo como “La capacidad de producir efectos sensibles”. El universo, según esto, es sólo un puro fenómeno sensible.

 

Aunque esto te parezca tan audaz y tan inverosímil, ten en cuenta que coincide enteramente con las nuevas conclusiones de la ciencia moderna. Hasta el reciente siglo veinte, entre los científicos imperaba una autosuficiencia indescriptible porque pensaban estar en posesión de los secretos de la existencia. La concepción monista que tenían de un mundo exclusivamente material, les había conducido a un reduccionismo fisicalista, es decir, a querer explicarlo todo por las leyes de la física. Con Newton pareció coronarse esta posición. La convicción de que el universo estaba situado dentro de un espacio inamovible, absoluto, condujo a Laplace a postular que, conociendo las fuerzas que producen los movimientos, se podía predecir el futuro. Esto, conocido como Determinismo, se instaló en las mentes de los científicos. El devenir del mundo era algo así como una película, en la cual todo está ya determinado de antemano, aunque unas imágenes ya hayan sido proyectadas (pasado), otra está proyectándose en este momento (presente) y otras aún no hayan sido proyectadas (futuro).

 

Sin embargo, nadie ignoraba la existencia de un escollo considerable, la libertad del hombre, que difícilmente podía compatibilizarse con el pretendido determinismo. Para salvarlo se arguyó entonces que la realidad estaba determinada en lo físico, pero indeterminada en lo psíquico, lo cual es cierto, pero ineficaz, porque resulta obvio que si el hombre actúa libremente es capaz de cambiar el curso del mundo físico también. Desde que el hombre apareció en el planeta no hay determinismo ninguno. Si en una isla deshabitada se instala una familia humana, es imposible predecir cuál será el futuro de la isla, por muchas leyes de todo tipo que se apliquen.

 

Para la ciencia moderna, sin embargo, se ha derrumbado todo eso al descubrir que no solamente la mano del hombre es capaz de demoler todo determinismo con su libertad de acción, sino que también la propia realidad física ha acabado por desvelar, en este sentido, su cara más oculta e inesperada. En los principios del veinte, el descubrimiento de la capacidad mutante en biología y el Principio de Incertidumbre de Heisenberg en mecánica cuántica, han acabado de echar por tierra esa concepción determinista del universo que la propia ciencia tenía antes y que ahora tilda de ilusa.

 

Este llamativo cambio de los científicos desde la arrogancia anterior al presente escepticismo se sustenta en el descubrimiento de que, tanto en mecánica cuántica como en biología, se producen sucesos aleatorios, imposibles de predecir, es decir, sin referencia causal, consistentes en saltos cuánticos y mutantes. Es como si la materia, de pronto, obedeciese a principios que no están dentro de sus propias leyes, convirtiéndola en algo inexplicable y, desde luego, completamente impredecible en lo futuro.

 

Sin embargo, esta nueva “verdad”, que cayó sobre la anterior arrogancia de la ciencia como un jarro de agua fría, no es cierta en absoluto. Señores físicos: pueden dormir tranquilos con sus viejas convicciones, porque en el universo hay un predeterminismo total, como siempre habían creído. Las leyes de la naturaleza son leyes y son incaducables mientras la naturaleza exista. El universo, regido por esas leyes, está absolutamente predeterminado a ser como es en cada momento de su evolución. A esta nueva corriente científica de indeterminación se le olvida que los saltos mutantes y cuánticos también obedecen a leyes, porque nada en el universo, absolutamente nada, escapa a la causalidad, y todo lo que está causado está predeterminado por su causa…... Otra cosa diferente es que no hayan llegado aún a descubrir las causas en virtud de las cuales se producen esos hechos, aparentemente aleatorios. Pero de esto me ocuparé en el apartado Azar y determinismo, del capítulo IV.

 

En la evolución del universo no puede existir azar ninguno porque es una evolución causada, es decir, predeterminada. Otra cosa es que dichas causas no sean aún conocidas todas, como ocurre en las mutaciones.

 

Resumiendo: La ciencia pensaba que el devenir del universo estaba predeterminado porque se rige por inamovibles leyes físicas. A partir del XX, la comprobación de que en ese devenir se producen hechos tenidos por “aleatorios” ha sumido a la ciencia en una nueva actitud de duda e incertidumbre. El origen de este vaivén de actitud está en que el saber práctico, la ciencia, avanza de la mano de la experiencia material y sólo admite lo ya probado. El saber teórico, sin embargo, es capaz de construir verdades universales a partir de los datos particulares ya conocidos y suministrados por el saber práctico. De ahí que la filosofía distinga, sustancialmente, entre lo aleatorio y lo determinado y la imposibilidad de que en un proceso causado, que es forzosamente determinante, aparezcan hechos aleatorios; de ahí que rechace la “generación espontánea” de lo aleatorio dentro de lo causado; y de ahí que lo aleatorio lo insacule en el apartado de causas aún no descubiertas. Si el mundo no se acaba antes, las mutaciones, por ejemplo, dejarán de ser hechos aleatorios para la ciencia.

 

1.- Einstein y la relatividad.

 

El primer antecedente de la relatividad se remonta a Galileo con este planteamiento: supuesta una nave a velocidad y rumbo uniformes, en el camarote interior de la nave pueden realizarse todo tipo de movimientos, tales como andar o saltar en cualquier sentido, sin que los mismos sean modificados o influidos por la velocidad y dirección del desplazamiento que, con la propia nave, realiza el navegante a través del océano. Esto prueba que todo movimiento se verifica en relación a un sistema de referencia determinado. En relación al sistema “nave” los movimientos son, exclusivamente, los que realiza el navegante dentro del camarote, mientras que en relación al sistema “Tierra” los movimientos serán la resultante de la combinación de todos los efectuados, tanto dentro del camarote como fuera, en relación al centro del planeta. El resultado es uno sólo, pero puedes desgranarlo en dos igual de trascendentes:

 

-       El movimiento no es algo absoluto, es algo relativo a una referencia exterior a sí mismo.

-       Si no hay observador (referencia) no hay movimiento.

 

Esto de que el movimiento no existe si no hay algo exterior a él que haga de referencia puede parecerte chocante, pero es así. Si dado un objeto determinado no existiese absolutamente nada además de él, es decir, en el caso hipotético de que pudiéramos hacer desaparecer el universo a su alrededor, jamás cabría hablar de si ese objeto estaría en reposo o en movimiento, puesto que no habría nada, además de él, que sirviese de punto de referencia para comprobar que se mueve. Si estás pensando en que lo único que se necesita para moverse es espacio, aunque esté vacío, has caído en una trampa sin darte cuenta. El espacio no puede estar vacío en sentido absoluto, puesto que está engendrado por la expansión de la energía-materia, luego siempre hay algo en él que sirve de referencia. La imagen de un espacio en el que ni siquiera hubiera fronteras que sirviesen de referencia es un imposible; eso sería la nada, y la nada no existe. También puedes plantearlo en sentido inverso: Si no hay referencias es que no hay espacio, y si no hay espacio no puede haber movimiento.

 

Un ejemplo tradicionalmente invocado es el efecto que se tiene desde el interior de la ventanilla de un tren estacionado junto a otro. Al arrancar cualquiera de los dos y si no se cuenta con otros datos adicionales, el observador sentado en uno de ellos no puede precisar cuál es el tren que se ha puesto en marcha, si el suyo o el de la vía inmediata. Para el observador que está en la ventanilla no hay un tren que se mueve y otro parado, hay un movimiento de relación recíproca entre los dos trenes. Y así efectivamente es. Solamente puede averiguar que no se mueven los dos, que uno se mueve y el otro está parado, si toma otra referencia diferente, como puede ser la mirada al andén.

 

Galileo únicamente se fijó en la mecánica del movimiento. Pero Einstein extendió la relatividad a toda la realidad, de manera que no solamente el movimiento, sino que la entidad misma de las cosas aparece en función de la referencia; es decir, lo que hasta ahora se tenían como cualidades intrínsecas de los objetos (dimensiones, masa, etc), no son tales, sino valores en función del sistema desde el que se los observa. Desde la relatividad, un objeto ya no es un objeto, sino un objeto desde un observador determinado. Sin embargo, no tengo más remedio que ponerte en guardia frente a este hallazgo de Einstein. Su relatividad, aunque muy correcta matemáticamente, ha desembocado en una serie de paradojas, de problemas sin solución, que han suscitado el rechazo de algunos científicos, y sobre todo, de librepensadores, hasta el extremo de haber sido calificado por alguno como el mayor fraude científico del siglo veinte. La llamada paradoja de los relojes, la de los gemelos, o el caso de las plataformas rotatorias, son algunos de esos problemas sin solución en los que no procede extenderse aquí.

 

En este mismo sentido de “inseguridad científica” se ha producido un hecho de enorme trascendencia. Un grupo de científicos australianos, liderados por el físico teórico Paul Davies, de la Universidad Macquarie de Sydney, en base a los datos suministrados por el astrónomo John Webb, de la Universidad de Nueva Gales del Sur, ha llegado a la conclusión de que la velocidad de la luz ha ido decayendo durante miles de millones de años. La trascendencia de este descubrimiento es tal como para echar abajo gran parte del entramado de la física actual.

 

Concretamente y en cuanto a Einstein, la demolición de la constancia de la velocidad de la luz conlleva la demolición de gran parte de su trabajo, montado sobre el postulado sagrado de suponer dicha constancia. Su famosa fórmula E=mc2 (energía igual a masa por el cuadrado de la velocidad de la luz), conocida como "Fórmula del siglo XX" por su trascendencia, si ahora resulta no ser constante el último de los factores (el cuadrado de la velocidad de la luz), ello conlleva la demolición del celebérrimo principio de estabilidad inalterable del universo. Hace pocas páginas te hablé de la falacia del principio “La energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”. La ciencia ahora descubre que el universo también sufre “desgaste”, algo que ya estaba previsto en mi libro Nueva visión del universo, en el cual la expansión universal va ralentizándose hasta que desemboque en cero.

 

La enseñanza a sacar de todo esto es que, el hecho de que determinadas leyes, como en este caso las de la relatividad, sean adecuadas para resolver problemas físicos, eso no prueba que los fundamentos de que parten y en los que se apoyan, es decir, el fondo teórico de dichas leyes, sea verdadero. Es la misma enseñanza que se sacó respecto a la física clásica de Newton, que partiendo de una base errónea, la de suponer un espacio y tiempo absolutos, elaboró leyes que aún son válidas, y partiendo de la suposición de que existe una "atracción de masas" (inexistente y jamás probada, ver mi libro Nueva visión del universo) descubrió la ley que rige los fenómenos gravitatorios. Esto que sigue es muy importante: una ley puede dar con la clave de cómo se produce en la práctica un fenómeno, pero eso no conlleva que el fondo teórico o postulado del que ha partido el investigador sea cierto.

 

En cuanto a la relatividad en general, independientemente de que en el futuro, a la vista de los nuevos datos sobre la velocidad de la luz, se consoliden o no las teorías de Einstein, es incuestionable que el fondo conceptual de la relatividad universal es una certeza. El argumento en el que me baso para afirmar esto es tan simple como cierto: si el universo es una entidad finita, limitada y carente de toda referencia exterior (no hay un espacio-tiempo absoluto fuera), su realidad no puede ser otra que la pura relación interior de unas cosas con otras, el universo no puede ser otra cosa que una inmensa relatividad entre sus propias partes, por la simple razón de que fuera no hay nada…. lo cual te conduce a otra certeza ya repetida: si fuera no hay nada, el universo no existe por falta de referente exterior, es una apariencia. Y esto es lo que aquí te interesa, que el mundo físico es una realidad sólo para sí mismo.

 

Con la relatividad, todo lo que integra el mundo físico ha dejado de ser algo en sí mismo para pasar a ser solamente algo “en relación a”. Si se suprime la relación, el mundo físico desaparece.

 

Como fuera del universo no hay un espacio-tiempo absoluto que sirva de referencia, el universo no es una realidad, es solamente una apariencia sensorial en su interior.

 

2.- Planck y la física cuántica

 

En el primer cuarto del reciente siglo veinte no solamente surgió Einstein con su relatividad, describiendo el macrouniverso del espacio-tiempo, también una pléyade de grandes físicos, por los cuales se puede hacer un tan esquemático como apasionante recorrido en cuanto a sus descubrimientos sobre la física cuántica, que es la que describe el microuniverso del interior de cada átomo.

 

Como ya te recordaba en páginas anteriores, la física clásica consideraba al átomo como el elemento más simple de la materia, es decir, indivisible, y además macizo y estático. Luego se ha descubierto que nada más erróneo. El átomo es como un sistema planetario en miniatura, con su estrella central, el núcleo, y sus planetas girando alrededor, los electrones. Pero, como igualmente ocurre en el macrouniverso de los astros, en este microuniverso del átomo las distancias son verdaderamente gigantescas en relación a las dimensiones de núcleo y electrones, constituyendo, por tanto, una estructura prácticamente hueca.

 

Por otro lado, se tenía la convicción de que la energía se propagaba como una onda, es decir, de forma regular y continua. Planck descubrió que los átomos de un cuerpo incandescente, al liberar energía en la radiación, no lo hacen de forma continua, lo hacen de forma intermitente, como si la radiación estuviera constituida por pequeñas partículas, al estilo de los átomos de la materia. Con ello, al bautizar a esos pequeños corpúsculos, esas mínimas unidades de acción de la energía con el nombre de cuantos, nació la física cuántica.

 

Einstein, aplicando la teoría cuántica de Planck a la energía luminosa, descubrió esas unidades o cuantos de la luz, los fotones. Para probar su existencia, se realizó el experimento de hacer chocar rayos luminosos con electrones, y se comprobó que ambos, fotones y electrones, desviaban sus trayectorias, como ocurre en cualquier colisión entre cuerpos sólidos. Pero surgió un problema. Si colocaban detectores de partículas, la luz se comportaba como acabamos de decir, como un haz de partículas (fotones), pero, al mismo tiempo, seguía produciendo las difracciones y refracciones propias de un haz de ondas de diferentes longitudes. ¿Qué es entonces la energía, partículas u ondas?

 

De Broglie, a la vista de que las radiaciones tienen esa doble naturaleza de ser a la vez partículas y ondas, se preguntó si no ocurriría el mismo fenómeno, pero inverso, en la materia, y descubrió que las últimas partículas materiales también presentan esa dualidad de ser a la vez ondas, iniciando así la mecánica ondulatoria. Este fenómeno de que la materia sea un conjunto de ondas puede parecerte verdaderamente inusitado, pero no tanto si consideras que se trata de ondas con unas longitudes tan pequeñísimas que caen fuera del ámbito de percepción de tus sentidos. La mayor y más importante lección que cabe extraer de esto es la ingenuidad de quienes fían la realidad a lo que perciben sus sentidos. Si el acero, eso tan enormemente sólido, resulta que es un haz de ondas y es hueco, ¿por qué los materialistas se escandalizan por la existencia del espíritu?

 

La materia que tocamos y que nos parece algo sólido e inerte, realmente es todo lo contrario, se trata de algo hueco y en movimiento ondular.

 

Ya tienes, pues, que las radiaciones son a la vez ondas y corpúsculos, y que la materia es a la vez corpúsculos y ondas. Pero realmente la física reconoce que, más que ser las dos cosas al mismo tiempo, lo que sucede es que no es ninguna de las dos: se comporta como onda si se la observa con los medios adecuados para detectar ondas, pero se comporta como materia si se la observa con los medios adecuados para detectar partículas, produciendo situaciones contradictorias entre sí en algunos casos. Lo físico, pues, no se trata de algo que es, sino de algo que aparece o se muestra, y además tal fenómeno solamente se produce si existe un observador y sólo bajo la forma adecuada al medio de observación empleado, da igual cuál sea éste. ¿En qué consiste entonces? Parece claro que en nada, en un puro fenómeno, no en una sustancia.

 

La física clásica consideraba a la realidad material como objetiva y determinista. Acabo de contártelo en páginas anteriores. Quiere esto decir que se consideraba a las cosas como verdaderos objetos con propiedades estables, existentes por sí mismas e independientes de un posible observador, y que, por lo mismo, conocida su situación y estado en un momento determinado se podía, aplicando las leyes de la física, determinar con exactitud cuál sería su futuro (determinismo). Así era el universo de Newton. Pero Newton, según la física moderna, estaba equivocado.

 

Heisenberg, con su descubrimiento del Principio de Incertidumbre, o Indeterminación, ha echado abajo toda esa concepción secular de la física. Observado un electrón, se ha comprobado que no pueden conocerse dos de sus variables conjugadas a la vez. Puede determinarse su situación o puede determinarse su velocidad, pero nunca las dos a la vez. En la misma medida en que se determina una de dichas variables, desaparece la otra, lo que, traducido al castellano, quiere decir que no se puede determinar su futuro. En un haz de luz proyectado sobre un vidrio, unos fotones lo atraviesan y otros no, otros se reflejan, sin que exista causa alguna para el diferente comportamiento de unos y otros. Pero, como te decía páginas a tras, esta irrupción de lo aleatorio no es otra cosa que la impotencia de la ciencia para hallar las causas últimas, porque si todo en el universo está causado, todo, necesariamente, está predeterminado por sus causas, aunque la ciencia, de momento, no las halle.

 

Wheeler, sobre la base de que todo lo universal tiene que obedecer a un único proceso, se ha trasladado desde el microuniverso de la estructura de los átomos al macrouniverso de la estructura del cosmos mismo, y extrapolando a éste los principios de la física cuántica, ha formulado una nueva versión del Principio Antrópico, llamada Participatoria. Según el Principio Antrópico tradicional, todo lo universal ha sido producido con el exclusivo objeto de que apareciese, al final de la evolución, el hombre. Es la tesis finalista, defendida por muchos pensadores, frente a la afinalista, que todo lo confía al puro azar. Según la versión Participatoria de Wheeler, no sólo el universo ha sido producido para el hombre, sino que va mucho más allá: el propio universo ni siquiera existe como algo independiente del hombre y si no es observado por el hombre (recuerda: ningún algo existe si no es en relación a otro algo, no hay realidad si no hay observador). Como puedes ver, esta teoría de Wheeler coincide plenamente con la teoría expuesta por mí, en la que repito hasta la saciedad que el mundo es sólo una ficción de los sentidos.

 

Todo lo expuesto puede resumirse en unos pocos modelos de la realidad elaborados por ese conjunto de renombrados físicos, de los que te traigo aquí los tres más aceptados por la comunidad científica:

 

1.      En el mundo físico no existe una realidad profunda.

Representada por Niels Bohr. Este físico no niega la evidencia del mundo percibido por los sentidos, pero mantiene que esa realidad "flota" sobre algo que no es real.

 

2.      La realidad material no existe, es creada por el acto de observar.

Esta posición ya ha sido suficientemente explicada en las páginas precedentes.

 

3.      La realidad es un todo indivisible.

El sujeto cognoscente (el hombre), no es exterior a la realidad física, y por tanto no la crea al observarla, es un todo indivisible con ella, aunque se trate de un todo irreal.

 

La conclusión que puedes extraer de los tres modelos es una sola y coincide plenamente con lo que la filosofía defendía páginas atrás. El modelo 1, con esa materia flotante sin realidad ninguna debajo, y el 2, con esa materia que solamente existe para el observador, son exactamente lo que la filosofía nos decía en las primeras máximas de este capítulo: Lo material consiste en una percepción sin correspondencia con sustancia real ninguna, consiste en un puro fenómeno. Y el modelo 3, incluyendo al observador en el propio fenómeno, es lo mismo que la filosofía nos advertía sobre que los sentidos que perciben a la materia no merecen crédito, puesto que son, a su vez, materia también. La aportación, por tanto, de la ciencia moderna, a partir de la aparición de la relatividad y de la física cuántica, presenta dos aspectos absolutamente opuestos al credo positivista y riguroso que secularmente la había caracterizado hasta ahora.

 

·        El primero se refiere al sorpresivo descubrimiento (sorpresivo para la ciencia, claro, no para la filosofía) de que ese mundo material al que dedican todos sus afanes los científicos, al final resulta que ha devenido en ser una pura apariencia, debajo de la cual no son capaces de encontrar la base sustentadora de la que siempre habían estado tan seguros.

 

·        El segundo es mecanicista y consiste en la desagradable irrupción de lo aleatorio, del puro azar o indeterminación en la explicación de la realidad física (Principio de Incertidumbre). Para la filosofía, sin embargo, tal supuesto es del todo rechazable en un mundo material que funciona por causas y que está, en consecuencia, totalmente determinado por las mismas. Si la ciencia ha llegado ahora a esa conclusión de la indeterminación se debe al hecho de haber “tocado fondo” en una realidad que no lo es, conforme a lo dicho en el punto primero. Obviamente, al llegar a la “nada” del origen todo parece un azar milagroso.

 

Desde la aparición de la física cuántica, lo físico ha dejado de ser una cosa real, existente y determinada. Solamente existe en función del medio de observación empleado.

 

La verdad básica

 

Sé que es duro de aceptar. Leído este capítulo, se impone una única conclusión final, justamente ésa con la que estás interpelándote a ti mismo en este momento: ¿Es posible? Lo que toco y veo ¿es cierto que realmente no existe? La demostración puramente racional que te ha ofrecido la filosofía espiritualista en las anteriores páginas, aunque tan verdadera y convincente, comprendo que te resulte algo demasiado “etéreo” como para negar la evidencia de lo que te ofrecen la vista, el tacto, el oído….. Lo comprendo. Pero se supone que lo que la ciencia certifica está bastante más allá de lo que los sentidos puedan proponerte. Ya no se trata de lo que una corriente del pensamiento de los filósofos ha argumentado durante siglos, ahora ya se trata de que, a partir de principios del siglo veinte, son los científicos los que han venido a respaldar con sus descubrimientos esa antiquísima convicción del pensamiento.

 

Relatividad y física cuántica confluyen en un único resultado: existir solamente “en relación a...” y existir solamente “en función del medio de observación empleado” es la misma cosa, es, sencillamente, no existir. Si se suprime el referente, no hay existencia; si se suprime el medio de observación, no hay existencia.

 

Y la ciencia ya no entra más allá de este resultado porque la ciencia jamás se mete a especular. Pero yo, que soy pensador, si puedo permitirme ese lujo. Por eso añado un argumento que es tan irrebatible como las demostraciones de la ciencia, y es éste: para certificar la existencia de algo hace falta el testimonio de alguien ajeno a la cosa cuya existencia se pretende. Pues bien, la existencia de la materia la certifican los sentidos por percepción directa y por percepción de los fenómenos que la materia provoca….. pero es que los sentidos son, a su vez, pura materia, no son ningún observador exterior a la propia materia cuya existencia se quiere acreditar. El testimonio de los sentidos no es válido por endógeno, por estar originado en sí mismo, puesto que sus percepciones no son otra cosa que “materia captando materia”.

 

La conciencia del hombre sobre el universo que le rodea descansa en la percepción sensorial. Si los sentidos son parte del propio universo de la materia al que pretenden acreditar, su testimonio no es válido.

 

Lejos ha quedado la pretensión, antes expuesta, de reducir toda la realidad conocida a una sola fuente, la materia. Has podido contemplar la inconsistencia y hasta el absurdo en la teoría de los defensores de este disparate argumental conocido como Reduccionismo fisicalista. Hasta en la filosofía clásica griega se ha cometido el error de suponer a la materia como algo sustancial y eterno, pero llevar este desquiciamiento al extremo de sustituir a Dios por ella franquea todos los límites de lo racional. Suponer que en el origen no hubo otra cosa que ese caos físico y que él solito ha sido capaz de engendrar este despliegue de inteligencia, orden y equilibrio del orbe entero resulta tan memo que no es cuestión de cordura mental, es la evidencia de lo que el credo voluntarista de algunos, aferrados a lo mundano, son capaces de tejer con el pensamiento para justificar su bajeza de miras. Alguien que se tenía a sí mismo por poeta me espetó en cierta ocasión: ¿Y qué somos todos, sino materia? Y se quedó tan a gusto el pobre. Sin quererlo, él mismo estaba facilitando con su torpe materialismo, a pesar de ser poeta, la prueba del monumental disparate: la materia siendo capaz de hacer poesía.

 

En la controversia espíritu-materia, gracias a Dios, la ciencia ha llegado (bastante tarde, como siempre, pero ha llegado al fin) a poner un poco de orden. Siempre he insistido en hacer ver al lector que los argumentos lógicos, cuando están correctamente construidos, son de una evidencia tan abrumadora como la de cualquier demostración científica. Pero es obvio que esto del mundillo de las ideas nunca convence tanto al personal como aquello de las matemáticas: dos y dos son cuatro, ni una más ni una menos. Lo comprendo y lo asumo. Los argumentos de la filosofía espiritualista, de páginas atrás, son tan demostrativos como un teorema matemático o un experimento físico, pero entiendo que el común de la gente tienda siempre a relativizar todo lo que se sustenta en las ideas, a lo cual suele tildar de “especulaciones”. A esto se debe que acabe yo de escribir que, al fin, la ciencia ha llegado a poner un poco de orden.

 

Los científicos, esa casta tan segura de sí misma y tan apegada, también, a la evidencia de la materia, lo que menos podían esperar es que, después de tanta gloria alcanzada precisamente a costa de trabajar sobre ella, sobre la materia, resulte que al llegar el siglo veinte, un aguafiestas, el señor Planck, premio Nobel, pero aguafiestas en toda regla, fuera capaz de poner en solfa todo ese tinglado de certezas, evidencias y verdades científicas con sus dichosos y humildes cuantos, una suerte de partículas últimas e indivisibles, huidizas, incontrolables, tanto que no se llega a saber siquiera si son partículas, ondas o qué son. La ciencia ha dado entonces un vuelco psicológico, un vuelco de auténtico desconsuelo, porque su anterior seguridad se ha tornado de pronto en verdadera incertidumbre, tanta que Heisenberg ha enunciado así su hallazgo, Principio de Incertidumbre, cuando, estudiando a los cuantos, ha venido a caer en la certidumbre de que lo físico y la nada confluyan en ser más o menos la misma cosa.

 

La ciencia, efectivamente y gracias a Dios, ha vendido, aunque muy tarde, como siempre, a poner un poco de orden. Ella, la ciencia física, como es lógico, no se pronuncia para nada en la controversia espíritu-materia ni se pronuncia sobre la existencia de lo espiritual, puesto que lo espiritual no puede ser encerrado en un tubo de ensayo en el laboratorio. Pero ha hecho algo que es más que suficiente, ha dado la voz de alarma en cuanto a la existencia real de eso que siempre le había subyugado, la materia. Con esto ha sido suficiente. La balanza acaba de inclinarse resueltamente así: no existe más realidad que la puramente espiritual. Esto no lo dice la ciencia porque no le consta ni es su objetivo, pero su descubrimiento cuántico lo acredita. Puedes intentar buscar otras salidas, pero ninguna te conducirá a otra conclusión diferente.

 

Ahora quizás comprendas mi desesperación por la inacción rutinaria de la Iglesia. Por supuesto que tantos estudiosos que la sirven y la rodean no son ajenos a los descubrimientos del siglo veinte; los conocen y los comprenden, pero los silencian. ¿Cómo seguir manteniendo tanto dogma sustentado en la existencia de la materia? ¿Cómo admitir siquiera que se trata de puras formas sensoriales sin realidad sustancial? Oyendo a Benedicto XVI me he dado cuenta de la lentitud sofocante de la teología oficial. En un acto televisado le he escuchado, confieso que con emoción, admitir que en la Eucaristía “no hay carne biológica” (¡por fin!), o lo que es lo mismo, admitir que la Eucaristía tiene un trasfondo exclusivamente sacrificial, simbólico, milagroso, que es el que Jesús le dio, en modo alguno el significado material que la doctrina le ha venido atribuyendo desde siempre. Me he emocionado al escuchar esas palabras porque son prueba de que la Iglesia no está irremediablemente dormida, sino sólo de que tiene un desperezar terriblemente costoso y lento.

 

Derribada la base (lo sensorial) de tu constancia de la realidad únicamente te queda aquello que mana de ti mismo, no nada que pueda llegarte desde fuera; es decir, no te queda más constancia de ti que eso que es absolutamente indestructible: la conciencia que tienes de que tú eres tú, la conciencia de lo que vives, lo que piensas, lo que amas, lo que anhelas, lo que sufres y lo que recuerdas. Después de tantos años enfundado en tu cuerpo vienes a caer en la elemental certeza de: Pienso, luego existo, con la que Descartes fue capaz de sintetizar, en tres únicas palabras, todo el contenido del orbe: únicamente te consta tu espíritu, y por analogía, todo lo espiritual, todo lo que es vida.

 

No te consta más realidad que la espiritual, la de tu intimidad, acreditada por tu conciencia de forma directa, no a través de los sentidos, y todo lo que ese espíritu tuyo ha vivido. Vida y espíritu son la misma cosa. Lo otro, el escenario soez de la materia, es una ficción.

 

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© Gregorio Corrales.

 

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